Capítulo 1 - Bienvenida, pesadilla


Cuando Claire Redfield desembarcó en el aeropuerto de Oahu, la isla principal de Hawái, se sentía indignada consigo misma. No podía evitarlo, la frase "¿Podremos volver a hacer submarinismo juntos?" se le había clavado en el alma de un modo tóxico y obsesivo. "Será un placer". Ya...

Ella nunca había hecho submarinismo con él, prácticamente nunca había hecho nada con él aparte de compartir situaciones dramáticas y desesperadas plagadas de zombis y de BOWs. Y aun así, lo amaba en secreto desde el mismo instante en que lo conoció. Y ahora llegaba aquella castaña exuberante y nada más haberlo conocido ya lo tenía comiendo de su mano.

Se sentía una tonta, sí, una tonta, porque sabía perfectamente que la palabra 'submarinismo' tenía una connotación muy concreta para ambos, y no era la de explorar el fondo de ningún mar u océano, precisamente, sino de otras 'cavidades' mucho más íntimas; no era ninguna ingenua.

Aun así, había viajado a aquella isla paradisíaca para ahogar sus penas tan sólo porque le escuchó a él afirmar una vez que, si pudiera, le gustaría perderse de vacaciones allí. Deseaba imaginarlo en bañador, bronceado bajo el sol o tensando esos magníficos músculos que normalmente podían imaginarse bajo su ropa mientras nadaba...

Sabía que parecía haber perdido la cordura y probablemente así era. Y sólo podía argumentar en su defensa que aquella bellísima isla la había estado llamando como un canto de sirena a un náufrago moribundo. No se arrepentía de haberse tomado unas vacaciones tan merecidas, no se arrepentía de nada. Y cuando se marchase, en sus sueños habría vivido con él las vacaciones más maravillosas de su vida; por una única vez en su dura y solitaria existencia tenía derecho a soñar; y nadie, absolutamente nadie, se lo iba a impedir.

Así que, decidida, se registró y pidió en recepción las llaves de la lujosa habitación que había reservado por internet, dejó sus maletas, se puso su bikini más provocativo sobre una camisa blanca amplia con un descarado escote y se marchó directa a la playa; quería empaparse cuanto antes del ambiente relajado y festivo que allí se vivía.

Salió del ascensor distraída y casi chocó con dos típicas barbies playeras que cotorreaban animadas ante la puerta.

—No te molestes bonita —la más rubia, quien llevaba una minifalda que habría podido pasar por diadema dijo a la otra, quien la miró indignada—. Él no te prestaría atención ni aunque te estuvieses ahogando ante sus narices —le aseguró frustrada—. Lo hemos intentado todas, te lo puedo asegurar, y ese tipo o es gay o es más frío que una estatua de hielo. O las dos cosas —terminó con una risa estridente.

—Todavía no ha nacido el tío capaz de resistirse a mis encantos hechiceros —la otra afirmó arrogante.

—Tú verás, mona, pero cuando te haya dado largas como a todas las demás, no me vengas con lamentos —le advirtió con desprecio.

Claire tuvo que pasar entre ambas para poder encaminarse hacia la puerta, y ellas le dieron un repaso concienzudo de arriba abajo y rieron entre dientes como arpías.

La pelirroja rió también para sus adentros, sentía verdadera pena por aquellas muñecas esclavas de la cirugía estética. Parecía ser que, por lo menos, la suerte les había repartido dinero al nacer, ya que no había podido darles inteligencia. Se compadeció del pobre hombre del que estuviesen hablando, seguramente no merecía el castigo de tener a dos brujas como ellas admirándolo. Aunque... si era tan guapo...

Caminó por la playa observando distraídamente a la gente que allí se divertía. Sí, había chicos guapos, sin duda, y mucho, pero nadie digno de la adoración que esas dos habían mostrado. Volvió a sonreír al recordarlas: no eran más que dos típicas niñas ricas. Mejor quitárselas de la mente cuanto antes.

Pero el paisaje si valía la pena. Comenzaba a anochecer, y la línea del horizonte mostraba una imagen romántica y misteriosa llena de promesas y esperanzas. Había ido allí a dar rienda suelta a la mujer reprimida que vivía aletargada dentro de ella, a dar alas a sus sueños más ocultos y quizá vergonzosos, a aquella mujer enamorada que jamás podría dejar intuir a los demás, siquiera. Estaba sola y no tenía porqué rendir cuentas a nadie.

Así que lo imaginó a él sin vergüenza ni pudor, sin autorreproches ni culpas, saliendo del agua hacia ella con un bañador minúsculo, las gotas que perlaban su cuerpo iluminadas por el tibio sol de la última tarde y mirándola enamorado. Tenía derecho a soñarlo, y nadie iba a juzgarla por ello.

—¿Claire? ¿Qué haces aquí?

Escuchó su voz varonil tan inmersa en aquel sueño maravilloso, que casi creyó poder estarlo viviendo realmente.

—Claire, ¿estás bien? ¿Claire?

Creyó que su corazón se había detenido en el mismo instante en que dejó de ver el horizonte eclipsado por un rostro que la observaba angustiado.

—Dios mío... —la voz masculina dijo alarmada.

No supo cómo había pasado, pero se vio levantada en brazos por un hombre infinitamente atractivo y musculoso que la condujo hasta una toalla que había extendida a unos metros de su lado y la tumbó allí a la desesperada. Y ella seguía intentando discernir el horizonte sin parpadear...

—Debe haberte dado un golpe de calor. No te muevas, por favor, voy a traerte agua, en un momento te sentirás mejor —el hombre afirmó sin dejar de mirarla preocupado.

—N-no —ordenó por fin comenzando a sentirse dueña de su cuerpo y de su mente de nuevo.

Él hizo intención de seguir con su plan cuando ella lo cogió por una mano con fuerza para impedirle que se marchara, aunque fuera a dos metros de su lado.

—¿Leon?

Buscó incrédula sus bellos ojos azules, mientras el rubio exhalaba aliviado.

—Mierda, Claire, qué susto me has dado. Ha sido llegar para saludarte y por poco no te has desplomado. Me mirabas como si fuese un fantasma, como si pudieses ver a través de mi cuerpo. Por un momento he creído que te había dado un colapso. Creo que no he sentido más miedo en mi vida —le aseguró con una sonrisa de alivio—. Sigue tumbada, por favor, voy a por ese agua y enseguida estaré contigo —le pidió aún preocupado.

—¿Miedo? —preguntó aún desorientada.

—Sí, miedo. Sé qué hacer cuando tienes un zombi a tu espalda, pero me he sentido impotente para impedir que sucediese lo que demonios te estaba pasando —afirmó molesto consigo mismo—. Lo siento, de verdad. Quédate ahí, no te muevas —insistió con intención de marcharse.

—¿Eres tú?

—Creo que voy a traer un médico también —afirmó de nuevo angustiado.

—No, no, Leon, por favor, siéntate conmigo —le pidió tirando insistente de su mano.

Él la observó dubitativo, pero finalmente se sentó a su lado. Claire intentó incorporarse pero el atractivo rubio se lo impidió con cuidado; no dejaba de observar cada uno de sus movimientos, de sus parpadeos, parecía realmente angustiado. No iba vestido con un bañador mínimo, sino con un traje de neopreno tan pegado a su cuerpo que bajo este se podían intuir todos y cada uno de sus músculos: «to-dos-y-ca-da-u-no», ella se dijo avergonzada intentando desviar la mirada de su más que evidente entrepierna.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con voz indignada.

—Perdona, pero no sabía que esta playa es tuya —él respondió sorprendido y molesto—. Intentaré recordarlo para la próxima vez —añadió sarcástico.

Se dio cuenta de que estaba pagando con él sus propias frustraciones; eso no era justo.

—Perdóname, Leon, es que no esperaba encontrarte aquí —se disculpó intentando serenarse.

—Si tanto te molesto, me mantendré alejado de ti, no hay problema con eso —afirmó a la defensiva.

—No, por supuesto que no —se apresuró a negar inquieta—. Por fin nos hemos encontrado en un lugar un poco más normal —afirmó con una mirada dulce.

Él, ya más calmado, le devolvió una enorme sonrisa.

—Parece que sí. ¿Qué tal esa pierna? —preguntó señalando con interés su pierna izquierda.

—Ya casi está curada por completo.

—Me alegra mucho saberlo. ¿Te encuentras mejor?

—Sí. Por favor, deja que me levante —le pidió decidida.

—¿Seguro?

—Que sí, pesado.

Él permitió que se pusiese en pie e hizo lo mismo; sin embargo, no dejó de observarla con mirada crítica.

—Mierda, Claire, qué susto me has dado... Seguro que ni recuerdas la última vez que has comido. Esta noche cenarás conmigo —le ordenó—. Voy a asegurarme de que te alimentes como toca.

—Haz el favor de no tratarme una vez más como a una niña —le pidió con enfado.

—¿Qué niña ni qué narices? Tú eres mi amiga y me preocupo por ti. No he sido yo quien parecía haber visto un fantasma salido de ultratumba; cuando lo haga, dejaré que me invites a cenar —argumentó muy serio—. ¿Dónde te hospedas?

—En el Prince Waikiki. ¿Y tú?

—Yo he alquilado una pequeña casita de pescadores.

—Oh... Ya entiendo...

Él enarcó una ceja curioso.

—¿Qué es, lo que entiendes?

—Has venido a hacer 'submarinismo' —afirmó con un filo cortante en su voz.

—Entre otras cosas. ¿Por? —preguntó sin saber por qué ella parecía estar tan enfadada por ese motivo.

—Por nada. Lo que hagas con tu vida no es asunto mío.

Por un momento, él clavó una gélida y profunda mirada en la suya.

—Eso parece, como siempre —afirmó sin inmutarse—. En fin... ¿Vas a cenar conmigo por las buenas esta noche o voy a tener que secuestrarte? —preguntó sorprendiéndola.

—No quiero molestar —negó con voz fría.

—Pues entonces, no te vayas quedando indispuesta por ahí —respondió del mismo modo—. Te recogeré a las nueve en la puerta del Prince. No soporto a los impuntuales, que lo sepas. Parece que ya te has repuesto de tu raro viaje astral. Así que, ya no me necesitas —afirmó dándole la espalda tranquilamente—. Nos veremos luego, cuídate.

Sin volver a prestarle atención, cogió una tabla de surf que había plantada en la arena y también la toalla y se fue con estas bajo el brazo.

La pelirroja no tuvo que esforzarse por imaginar su culo perfecto, tan sólo por verlo sin ese maldito atuendo que le convertía en el hombre más sexy que había visto jamás. Se mordió nerviosa el labio inferior aún incrédula, y se habría pellizcado para ver si no estaba soñando si no se hubiera muerto de vergüenza con sólo pensarlo. No le gustaba el cariz que estaba tomando aquella situación: una cosa era soñar con él y hacer lo que le diese la gana en sus sueños, y otra muy distinta era tenerlo realmente junto a ella y verse obligada a tragarse la amargura de siempre: él jamás la querría. «Vacaciones de ensueño, al traste; bienvenida, pesadilla», se lamentó desolada.