Capítulo 3 - ¡Mercenario!


Claire caminaba por el muelle arropada por la chaqueta de Leon. A su lado, el rubio andaba pensativo con las manos metidas en los bolsillos. Durante el resto de la cena casi no habían hablado, y ella temía que él intentase escabullirse en cualquier momento argumentando lo primero que le viniera a la mente para separarse de su lado; y le dolía, cómo le dolía.

A pesar de la chaqueta que llevaba puesta, la brisa la hizo estremecer de nuevo y miró preocupada a Leon, pero él parecía no haberla notado, llevaba las mangas de la camisa arremangadas bajo los codos y el cuello desabrochado, y caminaba inquieto, aunque no por el frescor de la noche.

—¿No tienes frío? —le preguntó.

—Esto no es frío —le aseguró con una sonrisa arrogante. Frío es...

Lo pensó mejor, no terminó la frase y siguió caminando.

—Frío es el modo como me tratas —ella afirmó entristecida.

«Tendrías que comprobar el frío que hace en Rusia, eso sí que es frío y no este airecillo de nada», él pensó para sí recordando su última incursión secreta en ese país.

La hermosa joven se apoyó melancólica en la barandilla del muelle; él no le había respondido, aquel bello sueño llegaba a su fin a pasos agigantados. Miró el horizonte oculto tras la negrura: ¿algún día podría ver todos aquellos lugares que él había visto, que había visitado durante todo aquel tiempo que no dio señales de vida? Sinceramente, lo dudaba.

Suspiró abatida, y se estremeció de arriba abajo cuando unas manos la acariciaron suavemente por la cintura hasta lograr abrazarla. Sintió el calor de Leon pegado a su espalda y no se atrevió a mover ni un solo músculo temiendo alejarlo de nuevo. Notó su silencioso y cálido aliento junto a su cuello y no pudo evitar desear más, muchísimo más, desearlo todo de él posesiva y avariciosa.

—Será mejor que nos vayamos —él dijo con voz grave, e intentó separarse de ella.

Claire sintió cómo su corazón daba un vuelco para envolverla en una angustia desgarradora. Sin pensar en lo que hacía, se giró rápida como el viento y se abrazó desesperada al cuerpo masculino. Apoyó su cabeza en aquel pecho fornido con el que tanto soñaba y se aferró a aquel sentimiento de felicidad sublime que se escurría de su cuerpo como el agua.

Por unos instantes, él permaneció estático mirándola en silencio, y ella lo abrazó impetuosa aún con más fuerza.

—Te lo dije, te dije que lo importante era qué ibas a hacer tú —él la sorprendió al asegurar—; pero tú no hiciste nada.

Ella buscó confusa su mirada.

—Preferiste marcharte en la magnífica limusina que te estaba esperando y convertirme a mí en un depredador de mujeres. Así sea. Eres tú quien no tienes derecho a reprocharme nada.

La separó de su lado con firmeza mirándola como si ya no hubiera esperanza para ellos.

—Olvídame.

La dejó clavada en aquel lugar, incapaz de parpadear, de mover un músculo siquiera. Y se fue.

En esa ocasión ella no pudo seguirlo, se sintió impotente, bloqueada, confusa, abandonada... Tan sólo lo vio marchar con pasos rápidos y firmes, lo vio alejarse, abandonarla... Y, sin embargo, ella no tenía derecho a reprocharle nada...

¿Le había hecho daño? ¿Era ella quien le había hecho daño, él había querido decir? ¿Y qué demonios él estaba haciendo ahora, vengándose? Si de hacer daño se trataba, desde luego se había mostrado todo un experto. "Será un placer". Aquellas palabras se le habían grabado a fuego en la memoria, en el alma. Que no viniera ahora a decir que ella era la culpable.

Comenzó a caminar de vuelta al hotel entre lágrimas.

Ni siquiera le había dicho de qué era culpable. Él tan sólo dejaba caer las palabras, las frases ambiguas, para que ella las interpretara. Y luego se indignaba si no les daba la interpretación que él pretendía.

«Que te den, Kennedy. ¿O acaso crees que sólo tú has sufrido en esta vida?», se dijo con rabia.

No paró de andar rápidamente hasta que se vio a salvo entre las paredes de su habitación del hotel. Y fue entonces, cuando el calor del cuarto la invadió haciéndola sentir agobiada, cuando reparó en que todavía llevaba puesta su americana. Se la quitó con fuertes y rápidos tirones e hizo ademán de lanzarla a la basura, pero aquella prenda elegante se aferró a su mano con vida propia como si de un desahuciado que lucha por su vida a la desesperada se tratara.

La apretó con todas sus fuerzas y rompió a llorar desesperada. Se tiró sobre la cama y no paró de llorar hasta que las lágrimas fueron vencidas por el sueño.

Despertó a la mañana siguiente en la misma postura en que había caído rendida: aferrada a la maldita chaqueta del hombre que tanto adoraba. Suspiró desesperada: la rabia no iba a arreglar nada. "Olvídame". «Y una mierda que voy a olvidarte, Kennedy, no hasta que hablemos claro de una vez por todas. No me vas a dejar con la pena, con la angustia, con la duda de saber qué pudo haber sido y no fue».

Se dio una ducha rápida, se vistió con unos vaqueros cómodos, una camiseta que anudó en su ombligo y unas zapatillas, y se marchó en busca de la única pista que tenía.

—¿Dónde está Leon, Gino? —preguntó implacable al hombre tras haber logrado que le abriese la puerta del local, que aún no había abierto para los clientes.

—Eso nunca se sabe, ragazza —él respondió mirándola suspicaz.

—Sabes bien a lo que me refiero. Así que, no intentes deshacerte de mí porque no voy a permitirlo. ¿Dónde está la casita de pescadores que él ha alquilado en esta isla? —exigió saber insistente.

El la observó sorprendido.

—Si él no te lo ha dicho, yo no...

—Anoche me dijiste convencido que vale la pena intentar hacerle cambiar —le recordó impetuosa—. En este momento no sé si quiero hacerle cambiar o prefiero matarlo yo misma, pero necesito aclarar las cosas con él. Dime dónde está, o te juro que me sentaré ante tu puerta y te espantaré a los clientes hasta que cedas —lo amenazó mirándolo enfadada.

El hombre dejó caer los hombros abatido y le devolvió una mirada de profunda tristeza. Después, entró en su local y Claire ya pensaba que había dado la conversación por terminada cuando volvió a salir y le puso en la mano un pequeño papel con algo escrito.

—Sálvalo —le rogó con voz queda.

—¿Qué quieres decir?

—Sálvalo de sí mismo. No me gusta cómo se está comportando últimamente: se ha vuelto frío, impasible, prefiere una botella de whisky a las personas, si tú me entiendes. Sin embargo, le vi sonreír estando contigo, había ilusión en sus ojos. Sálvalo, joven amiga, tráemelo de vuelta —pidió con el corazón en la mano.

—No creo que yo pueda influir en él —objetó abatida.

—Sabes que puedes. Tráemelo —repitió mirándola con cariño.

Claire asintió con la cabeza; no podía prometerle nada más que lo intentaría con todas sus fuerzas por él y por ella misma.

No sabía dónde estaba situada la dirección que Gino le había dado. Así que paró decidida un taxi, le dio aquellas señas y se dejó llevar rogando con todas sus fuerzas que el tiempo no transcurriese tan despacio.

Resultó que la casita se hallaba al otro lado de la isla y realmente era pequeña, pero muy acogedora. No tuvo más que girar el pomo de la puerta para hacer que esta se abriera silenciosa, aunque no había nadie dentro. Aun así, entró y enseguida se dio cuenta de que él le había mentido: aquella no era una casa de pescadores alquilada, era el hogar de alguien que la había decorado a su gusto hacía muchos años, de un modo austero y agradable.

Levantó un marco que había tumbado contra una mesita auxiliar ocultando su contenido y lo que vio la dejó atónita: sin duda era Leon el niño que sonreía en brazos de una hermosa mujer de cabellos color miel, junto a un hombre vestido con un uniforme de policía que abrazaba a ambos enamorado.

Emocionada, paseó por la estancia principal sin perderse detalle de los pocos muebles que allí había, hasta una mesa donde había una botella de whisky y un vaso vacíos frente a una silla volcada. Levantó acongojada la silla y se sentó en esta mientras desviaba la vista hacia una pequeña ventana con hermosas vistas al mar.

Aquel era el hogar de Leon, era su hogar, no su hogar presente sino el que en algún momento de su infancia o de su adolescencia lo fue, al que parecía que a él no agradaba demasiado volver.

Decidió que lo esperaría allí todo el tiempo que fuera necesario, no iba a desfallecer ni a rendirse; quería conocer al Leon de verdad, y lo haría fuera como fuera, pues sabía que ese Leon tenía mucho más que ver con el chico dulce, valiente, decidido y servicial que había conocido en Raccoon, que con el hombre aguerrido, frío, estoico e implacable en que él pretendía haberse convertido. O quizá ahora él fuese una mezcla de ambos, pero desde luego, no se había extinguido aquella vena sensible, amable y cercana de la que ella se enamoró en Raccoon y que él le había mostrado sin reparos desde que ambos se encontraron en aquella isla hasta que a ella se le ocurrió afirmar aquello de "Te has convertido en un depredador de mujeres".

Maldita su lengua incontenida, se lamentó con cabreo. Lo había juzgado y condenado llevada por sus propios fantasmas, pero también por la actitud que él mostraba ante las mujeres. ¿O quizá lo hacía ante una sola mujer? ¿Y si era sólo ante ella cuando mostraba aquella actitud de casanova indiferente? ¿Acaso había pretendido ponerla celosa, hacerla reaccionar?, se preguntó sorprendida por aquel súbito pensamiento revelador. No lo podía creer: ¿era eso? Para matarlo...

Y para matarla a ella también, pensó enfadada consigo misma. ¿Qué había hecho ella para hacerle saber lo que sentía? Como él muy bien había dicho: nada, nada en absoluto.

Dejó pasar las horas una tras otra y llegada casi la noche comenzó a desesperarse. Encendió una pequeña televisión que había situada sobre un mueble en una pared de la sala y se dejó llevar por la programación de la primera emisora que salió; parecía ser la cadena local, donde emitían una programación adaptada a las inquietudes de los habitantes de las islas.

"Interrumpimos la programación para informar de un atentado terrorista perpetrado en el aeropuerto principal de Oahu". Aquellas palabras lograron captar su atención de inmediato y se concentró en el noticiario que había irrumpido en la programación. "El atentado se ha saldado con cinco terroristas muertos y también dos agentes, uno de ellos perteneciente al cuerpo de policía local y otro miembro de los federales que, al parecer, se hallaba de permiso en la isla y se ha ofrecido a ayudar. Los treinta rehenes han sido liberados sanos y salvos, uno de ellos ha tenido que ser ingresado en el hospital más cercano aquejado de un ataque de ansiedad...".

«Dios mío, Leon...». Dejó de prestar atención a la noticia, se puso en pie con piernas temblorosas y corrió hacia la puerta. No había escuchado cual era la morgue donde habían llevado los cuerpos de los dos agentes fallecidos ni dónde se hallaba, pero se dijo que lograría la información yendo a la comisaría de policía más cercana y explicando la situación.

Casi no podía respirar, en el fondo sabía que no iba a lograr nada, pues no era familia de Leon, no le darían los datos de los fallecidos, siquiera. Pero necesitaba saber, DEBÍA saber si no quería volverse loca de dolor en aquel mismo momento.

Abrió impetuosa para marcharse a la carrera cuando se topó de frente con un hombre que iba a entrar en aquel mismo momento. Tanta era la fuerza de su impulso que le dio un cabezazo en el pecho derribándolo desprevenido y cayó sobre él sin poder evitarlo.

—¡Mierda! —escuchó la voz de Leon quien la miraba atónito mientras se retorcía de dolor—. ¡Joder! ¡No podías haberme pegado en otro lugar! —le reprochó con cabreo.

—Dios mío, Leon... ¡Leon!

De pronto, las palabras del agente atravesaron su mente con la fuerza de un rayo. Impetuosa, le arrancó los botones de la camisa de un fuerte tirón, tan sólo para toparse con un enorme hematoma de un color negro intenso que cubría su pecho. Rompió a llorar desesperada y se abrazó a él con todas sus fuerzas rota de dolor.

—Eh, eh, preciosa... Llevaba chaleco antibalas —le aseguró acariciando su pelo con ternura sin saber qué más hacer, pues aún estaba tan sorprendido que no podía creer que la tenía en sus brazos llorando a moco tendido.

—¡Mierda, Leon! ¡Estaba segura de que has muerto! —le reprochó fuera de sí.

—Gracias por tu confianza —afirmó con sarcasmo.

—¡He escuchado en las noticias que ha muerto un agente federal en el atentado terrorista! —le explicó incapaz de serenarse.

—Yo soy un agente federal del Servicio Secreto, Claire. Si hubiese muerto, te aseguro que la noticia no habría salido en ninguna televisión —afirmó con sencillez—. Reconozco que la DSO me ha ordenado participar en el rescate, que me he cargado a cuatro de esos tíos y que he recibido un disparo en el chaleco antibalas como recompensa. Pero todo eso tan sólo lo sabemos la agencia, la policía local, que a efectos prácticos es la que se llevará todo el mérito, yo, y ahora tú. Y por habértelo contado, voy a tener que matarte —bromeó intentando calmarla.

Y se encontró con un puñetazo en plena mandíbula.

—¡Joder!

La cogió por ambas manos y la retuvo con fuerza.

—¡Maldito capullo, descerebrado, imbécil, cabrón, mercenario! —le gritó aún más enfadada.

—¡Eh! ¡Eso de mercenario me ha dolido! —le reprochó con cabreo.

—¡Mercenario! ¡Mercenario! ¡Merce...!

Harto de aquella situación, él la obligó a callar tomando su boca al asalto con un beso fiero y apasionado. La cogió por la nuca impidiéndole rechazarlo y la besó como si el apocalipsis fuese a llegar justo después, hasta que sintió cómo ella, ya más tranquila, comenzaba a corresponder a sus besos de un modo dulce y cariñoso, y no homicida.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó con voz suave.

—No, Kennedy, voy a matarte —respondió asesinándolo con la mirada.

—Ni que fuera tan fácil —le aseguró sonriente.

Al escucharlo, ella rompió a llorar de nuevo partiéndole el corazón.