NOTA 1: Feliz cumpleaños, querida oxybry. Camina descalza sobre la hierba y dale voz a las historias por nacer. Que los dioses y las musas se hagan eco de tus pasos leves. Sé feliz, hoy y siempre.

NOTA 2: Sobre el nombre de la duquesa, de las dos versiones que hay, personalmente prefiero 'Asela', como aparece en el tramo final del manhwa, a la variante del principio, 'Acela'.


REQUISITO IMPRESCINDIBLE

La luz se filtraba por los vitrales del templo y llenaba de colores iridiscentes los muros de piedra. Aquí y allá, pendían los estandartes de las casas más eminentes del país y por encima de la grave voz del sacerdote solo se escuchaba el frufrú ocasional de sedas y tafetanes de la multitud callada. Diamantes, perlas y demás piedras preciosas habían sido especialmente pulidas para ser lucidas este día de esponsales. El pasillo central había sido decorado con arcos cubiertos de flores, y en primera línea, por el lado del novio, aguardaba la familia real junto a los Aitora, otorgando con su presencia su bendición al enlace, y al otro lado, los Salvatore y amigos de la familia. El resto de la nobleza y el pueblo común llenaban las naves del templo y poco les importaba ya que el padre del novio hubiera cometido traición o que el hijo hubiera renunciado a su apellido, porque había sido él mismo quien había restaurado el mancillado honor de su familia. Y en cuanto a la novia, si alguien —por alguna inesperada 'causalidad' de pensamiento lógico— echó en falta el blasón de los Sperado, tampoco lo lamentó en lo más mínimo.

Asela vestía de verde mar y dorado, y, para la ocasión, lucía el broche de zafiro púrpura que había pertenecido a la primera Duquesa. Transmitido de madres a hijas durante generaciones, en unos días le sería entregado a Leslie, para que también ella lo llevara con orgullo, como un recordatorio constante de que siempre será una Salvatore.

—Me hubiera gustado que creciera un poco más lento —le confesó a su marido, empezando a sentir el vértigo de la ausencia.

En ocasiones lamentaba la responsabilidad que le había tocado cargar sobre sus jóvenes hombros, y le hubiera gustado tanto tantísimo darle unos años más de despreocupaciones y de alegrías. A Leslie le había tocado demasiado sufrimiento —antes y después de llegar a ellos—, y había sido testigo (y casi siempre, víctima) de lo que la codicia, la arrogancia y la maldad podían hacerle a una persona.

No obstante, de alguna forma, Leslie había conservado su pureza. Había salido del barro con los pies intactos, y se había erguido sobre la metafórica inmundicia sin mancharse. Había en ella esa clase de inusual bondad que existe solo por puro contraste —mas nacida y nutrida de la experiencia—, diríase que acaso nada más que por mantener el precario equilibrio entre la eterna lucha del bien contra el mal. Y eso asustaba más que nada a Asela, porque si los pocos años de Leslie indicaban que aún no había alcanzado toda su fuerza, su pleno potencial adulto, ¿qué es lo que le aguardaba aún en la vida? ¿Qué desafíos, qué retos? ¿Qué aventuras e infortunios le quedaban aún por vivir?

Un escalofrío recorrió su espalda, pero ella negó con la cabeza y se obligó a mirar al frente, a regocijarse en el presente, en el aquí y ahora. Ya llegará el tiempo —porque siempre llega— de las onerosas decisiones, de los días grises, de la responsabilidad de fundar una nueva casa ducal… Así que hizo a un lado los pensamientos oscuros y repitió para sí aquella frase que tantas veces le había dicho ya:

«Vive como desees, hija mía».


A Sairane le empezaron a temblar los hombros (otra vez…). Era un hombre grande y el leve movimiento, lejos de ser imperceptible, resultaba bastante evidente. Asela le propinó un discreto codazo en las costillas y él se envaró, los ojos muy abiertos, a la vez que enderezaba la espalda y tragaba saliva audiblemente. Sus hijos lo obsequiaron con una ladeada mirada de advertencia, mientras los labios de Asela se curvaron por los bordes en una sonrisa muy poco disimulada.

Ella, como madre, encontraba hasta cierto punto divertido que fuera precisamente su retoño menor quien se hubiera desposado primero. No es que una mujer ordinaria valiera para desposarse con cualquiera de sus perfectos hijos varones. Al contrario, tendría que ser más bien extraordinaria. Por pura cuestión de supervivencia marital, como mínimo… Aunque idéntico razonamiento también debería aplicársele a un hijo político, ¿cierto?

Asela no era ciega ni obtusa, y sabía bien que el joven Conrad era noble de corazón, honesto y leal hasta lo indecible; ciertamente valiente, lleno de talento y sentido común. Asela tampoco albergaba duda alguna de que no fuera otra cosa que un buen compañero para su hija, y que juntos afrontarían los pequeños y grandes desafíos de una vida en común.

Pero Conrad era, de hecho, demasiado bueno… Sí, sí…

Un muchacho apenas, y suave en extremo… Tan suave y blando que hacía que Asela se preguntara si la mencionada suavidad de Conrad se extendería a todos los rincones y facetas del dormitorio o si acaso era (como afirmaban sus hijos) un lobo con piel de cordero…

Hasta ahora, el chico había sobrevivido aparentemente intacto a las amenazas de muerte inmediata de Sairane, y también a las miradas cargadas de puñales de Bethrion y Ruenti, así que eso tenía que significar algo… En cualquier caso, Asela —con buen criterio— mantenía encerradas bajo veintisiete llaves todas las hachas de la casa.

Pero Conrad seguía siendo demasiado suave…

Asela los observaba cuando estaban juntos, en esas visitas a media tarde para el té y la sociedad, y los veía tan pánfilos, tan inocentes —tan bobos, en suma—, que dudaba mucho que se hubieran atrevido a ir más allá de algún beso robado en el jardín. Ahora bien, quién se lo robaría a quién era otra cuestión… De hecho, podía imaginar perfectamente a cualquiera de los dos tomando la iniciativa… ¿Pero sería eso suficiente?

¡Ella quería nietos, por los dioses!

¡Nietos!

Quería la mansión llena de los hijos de sus hijos. Quería que en las viejas paredes volvieran a resonar las risas infantiles. Que en los pasillos se escuchara el estrépito de piececitos impetuosos. Quería pasarse la noche despierta acunando la tristeza de un dolor de dientes, o la de un mal sueño… Quería contarles cuentos de hadas y princesas, de pequeñas duquesas, de niñas valientes, sin miedo y de buen corazón.

¡Nietos! ¡Quería nietos!

Como madre y futurible abuela, le preocupaba que el joven Conrad no pudiera hacer feliz a su hija —carnalmente hablando—, y más aún, después de las expectativas que ella misma había creado en Leslie. Sí, la 'temida' charla madre-hija había tenido lugar: alguien tenía que instruir a su Leslie sobre qué esperar de su noche de bodas. Después de los fundamentos básicos (entiéndase la mera biología del asunto), Asela le insistió en que un no siempre es un no, y que nunca debía hacer nada que no quisiera, ni en la vida ni en la cama. Pero sobre todo, que, hiciesen lo que hicieran, fuera con amor.

Aunque tampoco se llamaba a engaño sobre la aparente delicadeza de su hija. Leslie era delicada, por supuesto que sí, pero había en ella una fortaleza y una voluntad de hierro apenas soterrada —y que ella había vislumbrado en aquella primera entrevista que tuvieron, cuando le pidió formalizar aquel contrato que les cambiaría la vida a todos— e indoblegable. Y si no lo creen, ¡que le pregunten a Epialtes! Su niña era una heroína, una gloriosa heroína, no por ser una Salvatore, sino por derecho absolutamente propio.

—Por el poder que me confiere Dios, los declaro esposos —dijo el sacerdote, interrumpiendo sus divagaciones.

«¡Cielos! ¿¡Ya!?», se dijo Asela, sintiendo un vuelco en el estómago y el aleteo del desasosiego en su pecho. «¿Ya se me va mi niña?».

—Mi amor, mi esposa —dijo el novio, y el más leve rubor teñía sus mejillas.

—Mi amor, mi esposo —suspiró la novia, con los ojos brillantes.

—Ahora estaremos juntos para toda la vida —añadió Conrad, tomando su mano entre las suyas.

—Sí, por siempre —concordó Leslie, sin apartar su mirada de la suya. Él se inclinó para besarla y sellar su promesa con un beso, y Leslie alzó el rostro a su encuentro.

Un suspiro colectivo llenó el templo, la mayoría de emoción, y alguna otra de incredulidad, porque algo, no sabría decirse muy bien el qué —si acaso la intensidad, la duración del beso o la mano errante que se atrevió a rozar la cintura de su hija—, hizo que Sairane estallara en silenciosa (?) rabia paterna. Mientras Beth y Ruenti agarraban de los brazos a su padre, intentando refrenarlo de matar al novio al pie del altar —o al menos de dejarlo incapacitado para siempre de mancillar con sus labios a la recién casada—, Asela suspiró y se llevó dos dedos al puente de la nariz, decidiendo al fin que, visto lo visto, definitivamente su yerno sí que le daría nietos…

—Mía —susurró él tras el beso, con algo que nadie pudo confundir con otra cosa que no fuera hambre auténtica y enamorada.

—¿Cómo que tuya, Rad? —protestó Leslie, frunciendo leve y graciosamente el ceño—. Sabrás de seguro que soy mi propia persona y que no soy un objeto que…

—Shuya —le interrumpió él, tomándola de las manos—, eres mía solamente en la misma medida en que yo también soy tuyo.

—¿Mío? —repitió ella.

—Tuyo —confirmó él, mirándola con adoración.

Asela estaba segura de que, en condiciones normales, Leslie hubiera protestado bastante más sobre el tema de la posesividad y la libertad individual, pero…, la cosa es que Conrad volvió a besar a su ahora esposa y cualquier conversación al respecto habría de quedar necesariamente pospuesta.

«Si el chico es lindo, se acabó…», recordó haberle dicho una vez a Leslie. Exhaló entonces otro sonoro suspiro y se encogió de hombros, resignada a que su pequeña abandonara el nido para forjar su propio camino como duquesa Seyana. Y para que la hiciera abuela, eso también.

Junto a ella, Sairane, absolutamente inconsolable, lloraba a mares.

FIN

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NOTA FINAL:

Lo he dicho más de una vez y aquí va otra: «¿Qué será de mi vida ahora sin los Salvatore?». XD

Gracias, mil gracias, oxybry, por recomendarme este maravilloso manhwa hace eternidades. Espero que te haya gustado este detallito, inspirado en nuestras conversaciones.