Capítulo I
.
Al inicio había tres dioses: Amaterasu, Tsukuyomi y Susanoo. Sol, Luna y Tormenta. Eran puros, venidos del propio Izanagi.
De la fuerza de ellos tres, surgieron Genbu, Suzaku, Byakko y Seiryu. Norte, Sur, Oeste, Este. Tierra, Fuego, Aire, Agua.
A partir de esas creaciones, se dice que: si se apela a la fortaleza y coraje se percibe a Genbu. El caos y la creación vienen de la conexión con el fuego y amor de Suzaku. Si los pensamientos son claros, se ha pedido sabiduría a Byakko. En cambio, si los sentimientos llevan hacia la armonía se ha conectado con la devoción de Seiryu.
Luego, desde ellos, comenzaron aparecer los seres mitológicos. Al principio se trataba de creaciones hermosamente amadas por cada una de las cuatro deidades, destinados al cuidado de la creación mayor y su equilibro. Sin embargo, cuando dotas de voluntad a un ser, éste busca su trascendencia y, por tanto, el instinto lo lleva a pretender la comprensión de su propio caos e iniciar su propia creación.
Kagome no sabía muy bien porqué se le venía a la memoria aquello. Lo había aprendido hace muchos años en clase de historia y mitología. Suponía que era producto de la purificación. Siempre que venía a darse baños al río sus pensamientos se volvían extraños y caóticos, como la creación de la que hablaban sus recuerdos.
Llenó una vasija de madera recibiendo el agua que bajaba en corriente, la dejó descansar sobre la roca en la que solía tomar sus baños y se permitió mirar los árboles que crecían junto al río. Este lugar la llenaba de calma y le recordaba momentos alegres, y risas. Tomó aire y elevó la vasija para dejar caer el agua, soltó con fuerza el aire que había contenido cuando notó el frío que le mojaba la cabeza y le caía por el pelo, la espalda y el pecho. Notó como se le contraía todo el cuerpo, sintió el dolor en la piel, pero luego de un instante esa sensación se relajó. El agua ejercía mucho poder sobre ella, la purificaba y revitalizaba, le permitía ver claridad en los días más oscuros.
Volvió a llenar la vasija y repitió el proceso de tomar aire, contenerlo y liberarlo con fuerza cuando se echó el agua helada por encima. Si se centraba lo suficiente, era capaz de sentir la energía de ésta cuando le tocaba la piel, traspasando la tela de la yukata de baño que llevaba. Dejó la vasija junto a ella y se encorvó un poco antes de soltar del todo el aire que aún le quedaba en los pulmones. Por un instante se centró sólo en respirar, enfocando los pensamientos confusos, observándolos y dejándolos pasar, para que no llenaran su mente.
Recobró el ánimo y volvió a colmar la vasija, sólo tenía que repetir la liturgia otras dos veces, de ese modo completaría el ritual y su aura se fortalecía. Observó el agua cristalina dentro de la vasija de madera, en ella alcanzaba a ver su reflejo distorsionado, e incluso así, vio los rasgos de Kikyo en la melancolía que ahora expresaba su mirada. Cerró los ojos, como una forma de esconder muy dentro los pensamientos que no le servían. Alzó la vasija y dejó caer el agua que le enfrío hasta los huesos, notaba el dolor en ellos y la forma en que la piel y el músculo era aguijoneada.
Quizás fuese por el dolor, lo recordó a él; a InuYasha.
.
Caminaba por entre los árboles con paso lánguido, esta noche era fácil ocultar el rojo de su vestimenta, era la noche más oscura del ciclo lunar. Con la luna nueva dejaba de ser un hanyou, un medio demonio, y se convertía en un humano con rasgos muy diferentes a los habituales, su pelo cambiaba y se oscurecía, al igual que sus ojos. Sabía que esta noche era más débil en todos los aspectos.
Se permitió distender su mente en el momento, hacía mucho que no caminaba por estos parajes y era la primera vez que se acercaba tanto a la aldea después de su partida. Las sensaciones se le arremolinaban en el pecho, esta noche en la que era más vulnerable al dolor.
O ¿Lo era siempre?
Una sonrisa triste se dibujó en su boca, sabía que Kagome había dado con esa parte de él, consiguiendo que la reconociera y viviera con ella: su parte humana. Recordaba los momentos en los que había anhelado, ansiado hasta la locura, convertirse en un demonio completo. La debilidad humana era triste, lo acercaba demasiado al sufrimiento, pero no fue hasta que la conoció a ella que descubrió que tenía matices y que poseer una parte humana también le permitía experimentar alegría. Recordaba toda esa alegría.
Miró al cielo y logró divisar las serpientes caza almas de Kikyo y en ellas vio representado el dolor humano. Supo que ella había llegado al lugar de encuentro primero que él, así que se dispuso a seguir. Le parecía extraño examinar su corazón y comprender que ya no quedaba nada de aquella exaltación que solía embargarlo cuando sabía que ella estaba cerca. Recordaba haberse sentido arrebatado por la fuerza con que Kikyo alzaba su arco y se enfrentaba a cualquier rival. Era una sacerdotisa y, aunque al principio no lo comprendía, él la admiraba. Pero claro, cómo lo iba a saber él que de sentimientos no conocía más que soledad.
Avanzó hasta ella y se permitió mirarla con detención, era fácil descubrir su belleza intacta, eso no había cambiado. Su piel era pálida, como si jamás hubiese sido tocada por el sol, su pelo negro, el que ahora había soltado y desenredaba con delicadeza, pasándolo por entre los dedos. Llegó a su lado y observó a las almas flotar ante ella como esferas vivas de luz que iban acercándose a su cuerpo hasta fundirse en él. Ese era su alimento, la forma en Kikyo podía continuar en el mundo de los vivos.
Le parecía que acarreaban largo tiempo de convivencia sin un lugar fijo en el cual habitar, errantes. Kikyo ayudaba con sus conocimientos curativos a las aldeas que encontraban en el recorrido que hacían a ninguna parte; un camino sin sentido. Él le servía de compañía y escasa protección ante demonios pequeños, nada que ella no pudiese salvar por sí misma. De un modo silente ambos estuvieron de acuerdo en alejarse de esta zona durante todo ese tiempo, lo mejor era crear distancia de la Perla de Shikon. Esa maldita joya que debió desaparecer hace mucho. Sin embargo, desde que estaban cerca de la aldea que fue su hogar, InuYasha se ausentaba para volver luego de horas, con la mirada baja y en absoluto silencio. No tenía que preguntar en donde se encontraba, Kikyo conocía lo que habitaba en el corazón del hanyou y su melancolía.
InuYasha inclinó la cabeza y escondió su mirada de la sacerdotisa, le costaba sostenerla, sus ojos se había tornado gélidos. Compartía sus días con ella, sin entender por qué aún permanecían en este mundo, debió llevárselo al infierno como era su amenaza, era la razón por la que estaba con ella.
No le temía a la muerte, no; hacía mucho que ese sentimiento se había erradicado de su corazón. Le temía a la vida vacía.
No sabía cómo habían llegado hasta aquí, como habían llegado a esto. Si cerraba los ojos le parecía ver a Kikyo desvanecerse en un mar de luz.
Se sentó a un costado de ella, tomando la distancia necesaria para que los espectros de las serpientes no lo tocaran, no le gustaba, simplemente las toleraba porque sabía que éstas proveían a Kikyo de las almas y la vida que no tenía por sí misma.
La noche estaba calma y hermosa, de seguro no dormiría en horas. Jamás lo hacía en noche de luna nueva, sólo lo había logrado en compañía de Kagome, que sin grandes aspavientos se quedaba junto a él, aun sabiéndolo vulnerable. Nunca pareció importarle que él no pudiera defenderla en un eventual ataque. Cerró los ojos y continuó hurgando en su mente, buscaba más recuerdos para alimentarse, ellos eran para él lo que las almas para Kikyo. Entre esos recuerdos buscaba el aroma de Kagome, lo hacía por las noches, como un hambriento. La recordaba dormida sobre su hombro y el modo en que su esencia lo llenaba todo para él.
Sintió el cuerpo de Kikyo pegarse al suyo, no quiso abrir los ojos. Su tacto era frío y eso lo llenaba de pesar. Notó los brazos de ella que le rodeaban el torso, para descansar la cabeza sobre su pecho. InuYasha la encerró en un abrazo y descanso el mentón en su pelo negro. No hubieron palabras, prácticamente no existían entre ellos. InuYasha sabía que Kikyo guardaba en su interior un fuerte sentimiento por él que no le permitía dejarlo ir. Era un sentimiento oscuro que se acercaba más a la posesión que al amor. Él intentaba darle afecto, que su transición se hiciera algo menos dolorosa. Tenía la sensación de haber pasado por esto antes.
La había amado y aunque ahora su esencia era portada por un cuerpo frío; hecho de conjuro, barro y las cenizas de su propio cuerpo humano, InuYasha intentaba recordar. Sin embargo, ya no tenía el amor que Kikyo le reclamaba. Muchas noches sentía como ella buscaba, a través de caricias, despertar su caos y su pasión; él se permitía entregarlo como un acto de reparación. Ahora notaba como abría su haori y dejaba sobre la piel de su pecho un beso, y luego otro; InuYasha sabía que esta era la forma que ella tenía de sentirlo suyo.
Había tanta melancolía en este acto y de alguna manera lo absorbía, porque el dolor era un sentimiento que lo envolvía y le recordaba que había perdido su alma.
Los besos eran fríos, carentes de vida, a pesar de ello él intentaba calmarla con caricias que la ayudaran a sentirse un poco más feliz. No podía olvidar que había muerto siendo aún muy joven, que su pureza tenía directa relación con las experiencias que su vida como sacerdotisa no le había permitido tener. Nunca llegaron a amarse con el cuerpo, durante ese tiempo; en realidad, él sabía que su amor había sido la ilusión de dos seres demasiado jóvenes.
La acarició bajo el hitoe, tocó la piel de su pecho y acunó uno de ellos en su mano. Sabía que al tacto ella parecía humana, el peso de su pecho y la suavidad de su piel se lo demostraban, pero también sabía que Kikyo creaba ilusiones con su magia.
La miró a los ojos y buscó la similitud en sus miradas. La besó con ternura, buscando esconder la carencia de calor en sus labios. Insistió un poco más, oprimió con fuerza su boca y se descubrió anhelando algo que no encontraría. No podía llenar el vacío, jamás hallaría aquí el resplandor oculto que encontró una vez en los ojos de Kagome. Una lágrima se ahogó en su garganta y le entregó una amarga sensación. Se permitió suspirar, cansado de luchar, y como tantas otras veces cedió a las carencias de Kikyo. Si él no podía ser feliz, quería entregarle algo de la paz que ella exigía.
Era un alma en pena
No quería recordar cuántas veces se lo había permitido en este tiempo; sin embargo, recordaba que en todas ellas, en el momento del éxtasis y cuando la razón parecía desvanecerse, era el rostro de su antigua compañera de viaje el que se reflejaba ante él. Incluso ahora, que Kikyo lo besaba, podía recrear el aroma inconfundible de Kagome. Incluso ahora, que sostenía con fuerza un cuerpo sin vida, mientras se empujaba dentro de ella, era otro el nombre que sostenía reverberando en el pecho. Todas las veces se mordía la boca, hasta sangrar, para no dejarlo salir en el momento en que su semilla se perdía en un campo infértil.
No sabía si siempre lo había logrado, pero el nombre seguía deambulando en su mente, aun ahora que ya estaba tumbado sobre la hierba y la fría figura de Kikyo se pegaba a su costado. Deslizó los dedos por su cabello oscuro, como si lo peinara, en busca de unos rizos que jamás encontraría.
.
Era el momento de oración ante la Perla y Kagome se centraba en ello para conseguir la mayor protección para la joya. Cuando llegaba ese instante ella pedía ayuda a las Deidades de antes, de ahora y a los que ella misma traía de su tiempo, de ese modo intentaba mantener intacta la energía de la esfera que se había creado de las cuatro fuerzas. Recitaba los mantras que la anciana Kaede le había enseñado, también incorporaba los que ella misma había creado y dibujaba en el aire los sellos. Al final del ritual, pedía por su familia al otro lado del pozo, a la que no volvió a ver una vez retornó a este tiempo.
Había regresado por él, para estar a su lado y luego lo había perdido. Los recuerdos siempre se volvían vagos en ese momento, quizás por la tristeza, quizás por la angustia de la pérdida. Lo que no olvidaba era el vacío en el pecho y la sensación de haber perdido algo único.
Al terminar con la purificación de la perla se dedicó a dibujar sellos, cada uno que terminaba de escribir era trazado en el aire para llenar el pergamino con su poder y luego lo ponía extendido sobre la mesa baja que tenía para ello dentro del Templo. Más tarde, cuando estuvieran secos, los guardaría con el resto que tenía. Venía hasta aquí a trabajar por las tardes para continuar con esta labor que era de las que más le gustaban, apreciaba la sensación de estar enfocada, de estar en equilibrio, mientras distendía el pincel sobre la tela hecha con filamentos de bambú. Hace tiempo decidió que dejaría una referencia escrita para quienes pudiesen venir a custodiar la Perla después de ella. Sabía que ahora mismo era a única sacerdotisa que podía hacerlo, pero en algún momento ella tendría que morir y quería que los conocimientos que adquiría se mantuvieran en el tiempo.
Escuchó la risa de los niños que jugueteaban fuera del Templo y la invadió una fuerte sensación de nostalgia. Decidió que ya era suficiente trabajo por hoy, además oscurecería muy pronto, el invierno estaba en su parte más densa y éste en particular. Se puso en pie y se sacudió con las manos el hakama de color rojo que vestía, permitiendo que la prenda recuperara su forma. Luego se soltó las mangas y cerró la puerta al salir. Era una habitación pequeña en la que permanecía la Perla. Una vez fuera puso el sello que la mantenía segura y caminó hacia la salida por el suelo de madera del Templo, sintiendo como se deslizaban los calcetines por la superficie siempre lustrosa. Los aldeanos dedicaban su tiempo a embellecer los suelos con aceites, a modo de ofrenda, lo que a ella le parecía un trato justo y hermoso; parte del flujo natural de las cosas. Kagome, como sacerdotisa, protegía la Perla y la aldea, así que los aldeanos dedicaban su tiempo a labores que recompensaran esa responsabilidad.
Salió por la puerta principal y se calzó las sandalias con calma, hoy estaba siendo un buen día, a pesar de la melancolía que siempre la acompañaba. Tomó su arco, su carcaj y bajó los dos escalones que separaban la entrada del suelo llano. Los niños que correteaban se habían alejado un poco, seguramente por orden de sus madres que no querían perturbar a la sacerdotisa. Se aceró hasta ellos, le gustaba la cercanía con las personas y la alegría que los niños dejaban en ella. Mientras se dirigía a las madres un niño la rodeo en un intento por escapar de otro que finalmente también la rodeo. La madre les llamó por su nombre, les pidió calma e inclinó la cabeza ante Kagome en señal de disculpa.
—Tranquila —sonrió y remarcando lo evidente, agregó—, son niños.
En ese momento reparó en que la mujer tenía un bebé en los brazos y sintió la necesidad de acercarse. Observó a la criatura que la miraba con una expresión calma.
—Qué buena niña —mencionó.
—Sí, se porta muy bien —aceptó la madre, con la ternura implícita en las palabras.
—Es hermosa —continuó halagando, mientras acariciaba con los nudillos el rostro de la pequeña— ¿Cómo se llama?
—Moroha
—Moroha —repitió Kagome, con lentitud, recordando algo
—Significa…
—Dos fuerzas —interrumpió.
.
Continuará
.
N/A
Traigo el primer capítulo de una idea que empezó a dar vueltas en mi cabeza. Creo que hace como diez años que no escribía nada de InuYasha y ahora mismo me siento invadida por la nostalgia.
Espero que disfruten leyendo y dejen su marca en los comentarios.
Anyara
