Capítulo 21. Huida en la oscuridad.

El pequeño agujero que había excavado Rumba había descubierto un mundo prácticamente nuevo bajo sus pies. Los túneles avanzaban por la roca haciendo quiebros y desniveles como si se tratara de las oscuras raíces de un árbol inmenso. Las dimensiones de aquel lugar resultaban inabarcables estando en su interior.

El lugar por el que caminaban en aquel momento parecía estar abandonado. El aire estaba cargado y no se veían rastros de actividad gerudo. Pero para Zelda, lo más inquietante era la oscuridad cerrada que tenía frente a ella. No se parecía a una noche de luna nueva o a una habitación cerrada en el castillo. En aquellos lugares siempre había un mínimo de claridad, pequeños resquicios por donde una tenue luz conseguía filtrarse.

Allí no ocurría tal cosa. Más allá del alcance de su antorcha, el aire parecía solidificarse en una barrera invisible, como si fuera una pared negra que retrocedía al tiempo que ella avanzaba. Era una sensación agobiante, como si en cada instante estuviera a punto de caer a un abismo. Un morbo sombrío le hacía imaginar la situación en la que se encontrarían si el fuego de la antorcha se consumiese.

Link caminaba a su lado, cargando con la princesa zora. Ruto permanecía inconsciente, con la cabeza apoyada en su hombro. Éste había cambiado el enganche de la cimitarra a la cadera para poder acomodarla mejor. Nunca antes había visto a una persona torturada, pero viendo el aspecto que tenía, no le sorprendía que su cerebro se hubiera desconectado del cuerpo. Ya no por temor a desvelar algún tipo de información, sino por el sufrimiento al que la habrían sometido. Aquel era el destino que, siendo un rehén tan valioso, le esperaría a ella si la atrapaban. Tenían que salir de allí.

–¿Entiendes lo que dice?

Link negó con la cabeza. –Habla muy rápido, y muy bajo.

Escucharon llegar a Rumba de entre las sombras. Al ir rodando, podía ser bastante más rápido que ellos. Había leído en un libro que, a pesar de lo dura que era su espalda, los goron tenían mucha sensibilidad en ella. Eso les permitía sentir el suelo por el que rodaban y poder desplazarse en la oscuridad.

–Ya casi estamos –dijo–. Ahora viene la cuesta de los gororraíles.

El pequeño goron tenía la tensión dibujada en el rostro. Zelda no podía pasar por alto que era un niño, y las atrocidades que habría visto debían haberle afectado de sobremanera. El miedo que le imbuían las gerudo estaba más que justificado y, pese a aquello, había confiado en ellos y hasta los lideraba por aquella intrincada red de túneles.

Tal y como había dicho, al poco tiempo el ruinoso pasadizo por el que habían llegado desembocaba a un enorme túnel curvo. La pendiente era considerable y en el suelo destacaban unos brillantes raíles metálicos. La estructura parecía intuirse como una enorme escalera de caracol, solo que sin peldaños. No pudo evitar preguntarse adónde irían las vagonetas, ya que con semejante pendiente el conducto debía de tener una sola dirección. Cuando se lo preguntó a Link, se sorprendió viéndolo andar sobre el metal.

–La verdad es que nunca lo he sabido. Sí que se parece a las minas de la Montaña de la Muerte, pero no es un lugar en el que gente como nosotros pueda estar mucho tiempo.

–Es muy gorofácil –intervino Rumba

–¿Tú sabes algo?

El pequeño goron relajó el gesto. Parecía encontrarse más cómodo cuando le preguntaban cosas que sabía–. Los caminos se hacen hacia abajo para que las gorovagonetas puedan moverse con la cuesta, y cuando llegan abajo se suben en un goroascensor.

–Utilizan cuestas para aprovechar la energía potencial de las vagonetas. Así pueden moverlas sin motores ni mecanismos complejos –asintió Zelda–. Qué gente más inteligente.

Rumba debió de darse por aludido, porque hinchó el pecho de orgullo y comenzó a dar pasos tan largos como le permitían sus pequeñas piernas. Link lo miraba con una mezcla de desdén y molestia, como si no terminara de tragar al pequeño goron. Que ella hubiera conseguido salvar la barrera que él hacía con la gente de su alrededor no implicaba que ésta hubiera desaparecido. La diferencia estaba en que ahora ella lo veía desde la otra perspectiva.

–Muy bien, pequeño genio –le dijo. Zelda le lanzó una mirada de reproche, pero él simplemente la ignoró–. ¿Y qué va a pasar cuando venga una vagoneta?

Zelda se detuvo. ¿Cómo no había caído en eso? El túnel era grande, pero los raíles pasaban justo por el medio. Desconocía el tamaño de las vagonetas, pero si eran muy grandes no habría lugar al que apartarse, los atropellarían como un carromato desbocado.

–La pararé. Las gorovagonetas no son tan fuertes como yo –respondió el pequeño, con una sonrisa que le ocupaba todo el rostro. Link miró a Zelda y enarcó ambas cejas, dándole a entender de quién pendía su seguridad.

–¿Quién…? –dijo una voz–. ¿Dónde…?

El rostro de Link se congeló. Al principio ella no supo de dónde venía la voz, pero al ver cómo el chico descargaba a Ruto con cuidado en el suelo, supo que había recuperado el conocimiento.

–Ruto –le susurró Link–. Tranquila, soy Link. Hemos venido a salvarte.

Los ojos de la zora parecían hundidos en su rostro. Aun así, consiguió abrirlos lentamente. Eran de un profundo color violeta, tan grandes que parecían absorber todo a su alrededor. –¿Link…?

–Sí –dijo él.

Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Fue algo tan bello y excepcional como un animal en peligro de extinción. Algo que mantener y atesorar, algo que cuando desaparece te llena de pesar. Verlo sonreír la removió por dentro. Era más intenso que cuando lo había descubierto mirándola; espontáneo, natural, una faceta suya con la que no pretendía demostrar nada a nadie.

Debió de quedarse mirándolo de forma muy desvergonzada, porque consiguió que él levantara la vista. Cuando sus ojos se encontraron recibió el retazo de aquella sonrisa, y fue suficiente para disparar sus pulsaciones. Su corazón reaccionó como cuando Gorobar la lanzó por los aires, la misma sensación que cuando volaba. No imaginaba qué sentiría si esa sonrisa fuera para ella.

–También está Zelda. Vamos a sacarte de aquí –le siguió diciendo Link.

Ante aquellas palabras, la zora sí pareció reaccionar. Sus ojos se agrandaron aún más, y trató de mover la cabeza, buscándola.

–Princesa… yo…

Zelda se colocó al lado de Link. –Tranquila, estás a salvo.

–No… yo… –Sus ojos comenzaron a humedecerse. –Lo siento…

–No llores –dijo Zelda, alarmada. Después de todo por lo que debía haber pasado, aquella disculpa estaba fuera de lugar–. No has hecho nada malo.

–Sí… la tiene… me la quitó… –sollozó Ruto.

–¿Qué tiene?

–Rumba –dijo Link. El goron estaba frente a él, pero parecía absorbido por la visión de la princesa zora–. ¡Rumba!

–¿Qu… qué?

–Viene una vagoneta. –El goron reaccionó. Se hizo una bola y comenzó a rodar hacia la pendiente. –Zelda, hay que moverla.

–La tiene él… me la quitó… –balbuceaba Ruto. Parecía sumida en un sueño febril.

Con la ayuda de Link, consiguieron moverla a uno de los laterales del túnel. A Zelda se le pasó por la cabeza la idea de transportar la vagoneta con sus poderes, pero sin saber qué aspecto tenía, era imposible. Se pegó a la pared junto a Link en el momento en que escuchó un fuerte golpe. La tierra los salpicó con la violencia de una ola que rompe contra las rocas.

–¿Estás bien? –Escuchó la voz de Link a su lado. Al momento sintió cómo sus manos palpaban sus brazos y sus hombros.

–Sí, sí –contestó Zelda. El golpe parecía haber sido violento, pero a ella solo le habían llegado una bocanada de tierra y pequeñas piedras. Por suerte, la antorcha también había sobrevivido–. ¿Cómo lo has sabido?

–Los raíles estaban vibrando. –Por eso Link avanzaba pisando el raíl.

–¿Y Ruto?

–Creo que se ha vuelto a desmayar.

Estaba agachado junto a ella, recorriéndole la cara con una mano. Había un cariño implícito en su gesto que solo podía significar que se conocían de antes. Debía de haber sido en su misión anterior, pero aquello implicaba que la zora que tenían ante sus ojos no era la misma. No quiso preguntar, pero intuía que aquella suposición no era otra cosa que la cruda realidad.

Más adelante, una enorme vagoneta metálica había descarrilado, vertiendo gran parte de su contenido al suelo. Lo que en algún momento fue la parte frontal de la misma ahora tenía una enorme abolladura redonda. De ella salió Rumba, tambaleándose.

–¿Estás bien? –preguntó. El golpe había sido brutal. Con todo el contenido que tenía la vagoneta y lo sólida que parecía, debía de pesar al menos una tonelada. Que Rumba la hubiera hecho descarrilar de un golpe ponía de manifiesto el poderío físico de los goron. Ahora sí comprendía la perplejidad de Link al verlo en aquella celda tan endeble.

–Uf, era más gorogrande de lo que creía –respondió, arrastrando las palabras. Zelda se acercó, temiendo que se hubiera hecho alguna herida–, no te preocupes, estoy bien. Soy muy gorofuerte.

Link pasó a su lado y, para su sorpresa, le dio un par de golpecitos en la cabeza. –Sí que lo eres.

Rodearon el estropicio y siguieron caminando. El camino seguía ascendiendo y girando como una enorme escalera. Era consciente de que habían descendido para entrar en la prisión, y más aún para llegar a aquella galería, pero con el tiempo que llevaban ascendiendo pronto acabarían encontrando la superficie.

A los pocos minutos Rumba dejó de caminar y volvió a hacerse una bola para desplazarse rodando. Zelda aprovechó aquella oportunidad para comentarle algo que le llevaba tiempo rondando por la cabeza. –No entiendo cómo tiene tanta energía.

–Es un cabeza hueca –le comentó Link. Sin embargo, en aquella ocasión no percibió malicia o desprecio en su voz. Era una especie de halago, un halago de Link.

Zelda negó con la cabeza. –No lo digo por eso. –Volvió la vista a la princesa zora, que tenía un aspecto más lamentable si cabe. –Compáralo con la princesa. Es sorprendente que se hayan ensañado tanto con ella y a él no le hayan hecho nada.

–No creo que la hayan torturado –contestó Link–. No activamente al menos. No tiene heridas ni marcas en los brazos.

Ahí tenía razón. A pesar del frágil estado en el que se encontraba, no había visto restos de violencia en su cuerpo. Si la habían sometido a algún tipo de tortura, debía ser algo relacionado con la brujería. –¿Crees que fueron las hermanas Birova?

Link negó con la cabeza. –Creo que simplemente la abandonaron en la celda. –Miró a Zelda. –No le han hecho nada, y ese es el problema. Un zora no puede estar tanto tiempo sin agua. Con el descerebrado de ahí delante supongo que hicieron lo mismo, pero los goron son una raza mucho más resistente, por eso está bien.

–¿Y por qué harían algo así? –No tenía sentido que la hubieran secuestrado para abandonarla. Una princesa, y encima una princesa zora, era una fuente muy valiosa de información, o incluso mejor, una moneda de cambio. Podrían haberla utilizado como rehén para doblegar a Do Bon.

–Ni idea –respondió él.

–Gorocharlatanes, ahí delante están las gerudo –dijo Rumba, que había rodado sobre sí mismo para volver junto a ellos. Por primera vez en lo que llevaban bajo tierra, una tenue luz parecía distinguirse al final del túnel.


Tal y como había dicho Rumba, el lugar en el que se encontraban era un aliviadero de vagonetas. Toda la roca, tierra o metal excavado se iba depositando en las vagonetas, y los raíles de todas ellas desembocaban en el túnel por el que habían ascendido como si fueran los afluentes de un río. Quizás habían tenido hasta suerte de que solo se hubieran cruzado con una de ellas.

Tras él caminaban Rumba y Zelda, o mejor dicho, Rumba tras Zelda. Desde que la presencia de las gerudo era más palpable, toda esa falsa valentía se había resquebrajado. Ahora comenzaba a actuar como un niño, y no como el adulto petulante que trataba de ser. Tenía que aprovechar lo que era, disfrutar de aquella etapa antes de que acabase y no hubiera vuelta atrás.

Frente a ellos se distinguían varios conductos, algunos ascendentes, otros descendentes, pero todos ellos iluminados por antorchas. En los que estaban más a la derecha podían escucharse golpes secos típicos de una excavación. A la izquierda, martillazos contra metal. Había uno en el que parecían oírse profundas respiraciones, como si una enorme bestia estuviera durmiendo. También se escuchaban voces de mujeres gerudo, órdenes gritadas a pleno pulmón.

Aunque en el lugar en el que estaban no había nadie, caminaron entre las vagonetas para no llamar la atención. Las cosas ya estaban saliendo lo suficientemente mal como para no tomar precauciones. Desde que decidieron entrar en el Valle, todo había comenzado a torcerse. O quizás incluso antes; era mejor no darle demasiadas vueltas.

Zelda caminaba tras él. La entereza con la que se comportaba le tenía preocupado. No sabía si era consciente de la muerte de Nabooru y lo que ello implicaba, si había apartado aquel pensamiento de su cabeza o si era una bomba a punto de estallar. Sea como fuere, su actitud en aquel momento era justo la que necesitaba. Resolutiva y lista para actuar.

–Un momento –dijo. Estaba escarbando en una de las vagonetas en la que parecían distinguirse rocas de tamaño medio. Cuando sacó una de ellas, comprobó que tenía una pequeña veta brillante.

–¿Qué pasa?

–Esto no es oro, ni plata –contestó. A la interminable lista de cosas que Zelda parecía saber, había añadir el conocimiento de vetas metálicas–. Es hierro.

–¿A ver? –preguntó Rumba. Era gracioso ver cómo trataba de coger un trozo de roca con sus enormes manazas y aun así no alcanzaba por su escasa altura. Zelda le entregó el trozo que había cogido ella–. Tienes razón, es gorohierro.

–¿Y qué más da? Es una mina de metales.

Zelda volvió a cogerle el trozo a Rumba. –Según los informes de la Corona, los yacimientos metálicos de la Cordillera Gerudo eran solo de oro y plata. ¿Por qué iban a ocultarlo?

La mirada de Zelda sugería que ya sabía la respuesta, pero que esperaba a que él se lo confirmara. ¿Por qué ocultarían algo como el hierro? Tardó un segundo en hacer la relación. –Para fabricar armas.

El ruido que se escuchaba por los túneles ahora cobraba sentido. Aquello no era solo una mina, era una enorme forja. Estaban preparando el armamento de su nuevo ejército. El siguiente paso a seguir era escoger un camino adecuado. El de la derecha parecía ir directo al centro de la montaña, donde extraían las vetas, así que estaba descartado.

Miró a Zelda, que parecía estar pensando lo mismo que él. Tenía el rostro ligeramente levantado, tratando de distinguir entre los distintos ruidos. Gracias a ello le permitía apreciar el delicado perfil de su nariz, y la curva que hacía su cuello.

–¿Qué hacéis? –preguntó Rumba, sin comprender.

–Tenemos que elegir un camino para salir.

–Vale, ¿y cuál es el goroproblema?

Link se armó de paciencia. –Que no sabemos cuál coger. El de la derecha parece de excavación. Luego hay un par en el que solo se oyen a gerudo hablando. Hay unos en los que parecen martillar el metal y lo otro… –No terminaba de situar el ruido que parecía un soplido.

–Un fuelle –completó Zelda–. ¿El horno?

–Por la goroforja, entonces –propuso Rumba.

–¿Por qué? –preguntó Zelda. Lo dijo con una brusquedad que resultó hasta cómica–. ¿No sería mejor el fuelle? Tiene que haber una entrada de aire.

Rumba negó. –Los gorofuelles tienen conductos. En la goroforja tendrán un apartado al aire libre para descansar. Es donde más goroesfuerzo hacen.

Link no pudo evitar sonreír. Aquel pequeño cabezón era más listo de lo que parecía. Aun así, no debía sorprenderse, los goron eran maestros herreros. Recordaba un mandoble capaz de cortar una armadura como si fuera mantequilla, un filo que nunca se mellaba. La única hoja capaz de hacerle sombra a la Espada Maestra.

Aún con la sonrisa en los labios miró a Zelda, que parecía pasmada. Parecía mirarlo fijamente, aunque en sus ojos podía leer confusión. –¿Qué pasa?

Zelda le señaló al hombro. Señaló a Ruto. –Está… desapareciendo.

–¿Qué?

Se descargó a la zora y la apoyó contra una vagoneta. Tal y como decía Zelda, los contornos de su rostro y sus dedos parecían desvanecerse, como si estuviera hecha de volutas de humo. No podía ser, una persona no "desaparecía" sin más. –¿Qué le pasa?

Zelda le pasó una mano por la mejilla. –Está fría.

No había reparado en ello, pero desde hacía tiempo no la oía balbucear. ¿Se estaba muriendo? No podía ser. El destino no podía ensañarse con él de aquella manera. Estaban tan cerca de la salida. Además, le había reconocido. Lo había notado en sus ojos. Debía de ser imposible; no se habían conocido, pero lo había hecho. El único nexo que había entre él y el mundo que solo existía en sus recuerdos. Y ahora se desvanecía entre sus manos.

–No, por favor. Ruto… –susurró. Se sentía impotente. No podía hacer nada para evitarlo. La vida se le escapaba de las manos y él quedaba reducido a un mero espectador.

Poco a poco, la figura de la silenciosa princesa Ruto fue deshaciéndose. Link notaba cómo se aligeraba, cómo abandonaba el mundo que le había arrebatado la vida. Sin embargo, al tiempo que desaparecía, un pequeño contorno redondeado parecía dibujarse en el aire, como si hubiera estado oculto en su interior. Cuando el cuerpo de la zora desapareció, terminó de definirse. Era un medallón azulado con un símbolo dibujado en el interior. Conocía aquel símbolo, lo había visto antes.

–La sabia del agua –susurró Zelda. Lo habría estudiado en uno de sus incontables libros. ¿Sabría también que ella era la líder de los sabios?

Al tocar el medallón, éste pareció desvanecerse, igual que el cuerpo de su portadora. –¿Dónde…? –consiguió articular Link.

Zelda se llevó las manos a la cabeza. –En el Reino Sagrado, el alma de la sabia aguarda.

–¿Qué dices?

Zelda cerró los ojos. Parecía como si le doliera. –No lo sé… hay alguien… no… –De pronto, levantó el rostro. –Uf… se ha ido.

–¿Quién se ha ido? –preguntó. No entendía nada.

–He sentido como… como si alguien quisiera meterse en mi cabeza, como si me hubieran explicado… No sé, no estoy segura.

–¿Dónde está… la princesa goropez? –preguntó Rumba, desolado. El pequeño no parecía entender lo que pasaba. Miraba a Link con rostro confuso. En sus pequeños ojos negros solo veía miedo, un miedo que ningún niño debería sentir.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Habían fracasado al internarse en el Desierto, habían perdido a Nabooru y ahora a Ruto. No podía permitir que aquello fuera a más. Tenía que proteger a Zelda, y también al pequeño Rumba. Solo había una cosa que hacer, y era tan clara como el agua del río Zora.

–Vámonos de aquí, ya.

Caminaron por el túnel del martilleo metálico ocultos por ese mismo ruido. Tras una serie de curvas, llegaron a la estancia donde todo parecía llevarse a cabo. Una gran cantidad de musculosas gerudo parecían trabajar sin descanso. Vertían el metal incandescente en moldes hasta que solidificaba, y entonces lo golpeaban con el martillo. Luego lo introducían en cubas de agua y el metal chillaba hasta que se enfriaba, para volver a golpearlo.

Muchos pensaban que la vida era igual que aquel proceso, golpearte una y otra vez hasta que tu dureza es tal que puedes aguantarlo todo. Era una visión tan poética como equivocada. Recibir tantos golpes no te hace más fuerte, te rompe. Él mismo se sentía así, golpeado y frágil, al borde de un abismo que parecía quererlo en su interior.

–¿Qué hacemos? –susurró Rumba. Parecía aterrado ante la visión de tantas gerudo.

Link observó echó un vistazo general a la estancia, y pegada en una pared, a la izquierda, vio una salida al exterior. –Mira, allí. –Se acuclilló junto a Rumba. –Tenías razón, hay una salida.

–¿Pero cómo llegamos? Está muy gorolejos.

Link volvió a estudiar el terreno. Había varias mesas por las que podían pasar a gatas, y las gerudo parecían absortas en su trabajo. Sin embargo, éstas no paraban de moverse de un sitio a otro. Era imposible pasar desapercibidos. La única solución era la más simple.

Volvió a mirar a Zelda, que aún parecía aturdida por el suceso del medallón. –Ey, ¿estás bien? –le preguntó, levantándole el rostro desde la barbilla. Sus ojos azules parecieron enfocarle, y asintió. –¿Puedes correr? –Volvió a asentir.

–Bien. –Se dirigió a Rumba. –Ahora es tu turno.

–¿Yo?

Link asintió. –Eso es. Tienes que hacerte una bola y rodar lo más rápido que puedas a la entrada.

La idea pareció aterrarle. –No, yo no puedo. No puedo hacerlo –negó el pequeño.

–Escúchame –le respondió Link, acuclillándose a su altura–. Puedes hacerlo, solo tienes que rodar.

–No, no puedo. Si me atrapan, me castigarán. No quiero gorodesaparecer como la princesa.

Podía sentir su miedo. Acababa de ver morir a una persona, y ahora le pedían enfrentarse precisamente a las causantes de aquello. –Rumba, eres el goron más fuerte que conozco. El más valiente y el más fuerte. –Rumba no parecía pensar lo mismo, pero no dejaba de mirarle. –Tu coraza es más fuerte que cualquier acero, así que no te harán daño. Es la espalda de goron más fuerte que he visto, así que no tendrás problema.

–La goroespalda de mi papá es más dura.

–Yo creo que no –dijo Link, con rotundidad–. Además, si alguien intenta atraparte, yo te ayudaré. ¿Entendido? No estás solo. –Intercambió una mirada rápida con Zelda, que escuchaba en silencio. –Nosotros dos no vamos a dejar que te pase nada. Vinimos a rescatarte y eso haremos.

El goron parecía librar una pequeña batalla en su cabeza amarilla. Debió ganar el bando correcto, porque miró a Link con seriedad. –Vale, lo haré, pero necesito goropensar.

Link soltó un suspiro. –Por las Diosas. No hay que pensar nada. Sal rodando y nosotros te seguimos. –Con un movimiento de brazo, Link hizo que el pequeño Rumba agachara la cabeza, haciendo que él mismo terminara de enroscarse en forma de bola.

La primera gerudo no pareció entender cómo una roca amarilla aparecía rodando y rompía una de las mesas, pero sí cuando dos hylianos salieron corriendo siguiendo su caótica estela. Link las escuchaba maldecir y dar órdenes, pero contaban con el factor sorpresa, y ninguna había reaccionado lo suficientemente rápido.

Cinco segundos. Estaban cerca de la salida. Una corriente de aire salía de aquella puerta, dándoles la bienvenida al mundo exterior. Agarró a Zelda del brazo mientras corrían. Ella mantenía el ritmo, pero por nada del mundo se arriesgaría a perderla allí.

Cuatro segundos. Las gerudo corrían, desarmadas pero convencidas de su objetivo: ellos. Rumba hacía un quiebro hacia la izquierda y atravesaba la puerta. Estaba a salvo. Lo había conseguido.

Tres segundos. Encaraban la puerta, el paisaje era brillante, pero no veían a Rumba. No iba tan deprisa como para perderlo de vista, pero había desaparecido.

Dos segundos. Al horizonte quedaban dibujadas las siluetas de montañas verdes. Tabanta. El cielo era azul, pero no había suelo. ¿Cómo no iba a haber suelo?

Un segundo. Se había equivocado. No era una puerta, era un balcón.

Cero segundos. Saltaron.


Notas de autor: Cuando empecé este fic uno de los puntos que consideré más importante era cómo interactuarían los personajes con Link. Está claro que él conoce a "todo el mundo", pero el resto no lo conoce a él, ya que no regresó en el tiempo al momento en que viajó al pasado, sino que lo hizo antes. En OoT Link va al futuro tras reunir las tres gemas, tras la Cueva Dodongo y Jabu-Jabu, mientras que cuando lo traen de vuelta, únicamente tenía la Esmeralda Kokiri del árbol Deku. Es decir, lo único en común que hay entre la vida que vivió Link en OoT y la que llevó tras el "reinicio" de Zelda es la muerte del árbol Deku y su salida del bosque Kokiri. De aquí quizás surja la pregunta de ¿cómo es que Ruto reconoció a Link? Me gusta pensar que, en un momento cercano a la muerte y con los delirios que ésta puede producir, la conciencia de las distintas realidades puedan converger. En este caso el catalizador fue esa "cercanía a la muerte", pero puede que haya más formas de hacerlo.

Sobre todo lo que ocurre después, prefiero guardar silencio y que la historia lo explique por sí misma.

Otra cosa sobre la que quería hablar es la relación entre Rumba y Link. Acaban de conocerse, pero creo que podemos intuir cómo van a llevarse y el por qué de que Link se comporte con él de la forma en que lo hace.


Sakura: Pues lo siento, pero parece que ahora Ruto sí que nos ha dejado jajaja. Y me alegra que te caiga bien Rumba, al final es un personaje casi 100% original. Si tuviera que parecerse a alguien sería a Gongoron de Phantom Hourglass. Un placer leer tus comentarios, como siempre.