Disclaimer: Yu-Gi-Oh! GX es propiedad de Konami, Studios Dice y Shueisha. Créanme, si fuera mi serie, Camula habría tenido más tiempo en pantalla y, quizá, un tratamiento diferente.
Noche de cacería
«La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión…»
—Bram Stoker, El invitado de Drácula
Adeline se sentó en una de las bancas de la plaza central, mientras veía a los hombres que trabajaban en las preparaciones para el festival de esa noche. Los enormes troncos de madera bañados en brea poco a poco iban siendo apilados uno sobre el otro, formando la estructura para la fogata que ardería durante toda la noche.
Esa noche era la víspera del día de Santa Walpurga, o Walpurgisnacht en alemán; es decir, era 30 de abril: la llamada «noche de las brujas», cuya fiesta se extendería toda la noche hasta el amanecer del 1 de mayo. Según la creencia medieval que dio origen a la celebración, esa noche las brujas volaban en sus escobas hacia el Brocken, el pico más alto de la Sierra de Harz, en donde celebraban sus aquelarres.
Por supuesto, hacía mucho tiempo que nadie creía en eso. Y, al igual que había pasado con la víspera de todos los santos, o Halloween, de los ingleses y sus descendientes, la noche se trataba simplemente de una fiesta que atraía a los turistas y daba una excusa para pasar toda la noche despiertos disfrutando de las danzas y las comidas tradicionales de la región. Lejos habían quedado los días en que las fogatas se encendían para alejar a las brujas y a los espíritus malignos de los poblados.
Ya nadie prestaba atención a los cuentos de brujas, vampiros ni en los demás seres de leyenda que en el pasado habían asustado a los habitantes de esa zona de Europa. Ahora eran personajes de películas, libros y las cartas del Duelo de Monstruos.
Cuando la tarde ya estaba cayendo y, poco a poco, la plaza se llenaba con los habitantes del pueblo y los turistas extranjeros y de las ciudades que andaban por la zona, Adeline se sintió más relajada.
Si bien su pueblo, ubicado en el estado federado de Estiria, estaba lejos del pico de Brocken, en donde tenía lugar la celebración principal de la noche, sus habitantes daban todo de sí para hacer memorable cada festival.
La verdad era que muchos turistas solían acudir también a los festivales de los pueblos más pequeños de los territorios que alguna vez fueron el Imperio Germánico, argumentando que era en dichos sitios en los que se celebraba la «verdadera Walpurgisnacht».
Al igual que había pasado con el Halloween de los anglosajones, el Duelo de Monstruos había absorbido a la «noche de las brujas».
En su opinión, que esto fuera así había sido el paso natural.
El Duelo de Monstruos había traído de regreso a los monstruos, brujas y espíritus al consciente popular como nada lo había hecho en el pasado. ¿No era entonces lógico que se apropiara de las celebraciones que giraban en torno a esas leyendas?
No es que los más viejos estuvieran contentos con eso. Sabía que su abuelo no lo estaba, como curador del archivo del pueblo.
Era por eso que Adeline prefería estar allí, viendo los preparativos del festival, en lugar de en cualquier otra parte del pueblo en la que su abuelo pudiera encontrarla con facilidad.
Los turistas, extranjeros sobre todo, acudían a su fiesta no solo por el festival en sí, sino por la morbosa fascinación que despertaba en ellos la historia local; y eso se traducía en más trabajo para todos, cuando ella solo quería divertirse como la mayoría de sus compañeros de colegio. Tal vez incluso algún extranjero ebrio intentaría, como cada año, llegar por su cuenta al viejo castillo que estaba al sur del pueblo. El desdichado terminaría perdido en el bosque y tendrían que pasar tres días buscándolo.
No quería lidiar con eso. En realidad, preferiría estar en el verdadero festival de Walpurgisnacht. Nada contra las tradiciones, simplemente, por una vez quería disfrutar de los disfraces y los torneos de duelo que ahora se llevaban a cabo en este. Y, quizá, por fin, comprar sus propias cartas. Ni siquiera sabía por qué su abuelo detestaba el duelo.
(En realidad sí: como todos los ancianos que veían amenazadas sus tradiciones, para él el duelo era una tergiversación de aquello que les había dado identidad.)
A veces, mucho más en la actualidad, Adeline se había preguntado si los viejos como su abuelo de verdad creían las leyendas. Claro, ante los turistas preferían mantener la mayor neutralidad posible respecto a los terribles hechos que habían acontecido allí durante los últimos años del siglo XV y comienzos del siglo XVI.
La joven se estremeció de solo pensar en eso. En esa misma plaza, muy probablemente en el mismo punto en el que ahora se preparaba todo para la fogata que iba a iluminar toda la noche, hasta el amanecer, había ardido la Condesa Mircalla, junto con sus sirvientes y su familia. Salvo por una sobrina, cuyo nombre la historia había olvidado, y que, se decía, huyó a través del bosque para nunca más ser vista.
Aquella mujer, cuyo crimen más grande con mucha probabilidad fue el haber sido una dama instruida en alquimia, lenguajes y administración en tiempos en que no les estaba permitido a las mujeres aprender algo más que bordar, cocinar y cuidar de los hijos, había sido condenada por brujería y vampirismo.
La historia moderna, como correspondía, la marcaba como una más de las víctimas del oscurantismo religioso de la Iglesia del Dios del Juicio. E incluso el Patriarca actual de Roma había salido a pedir disculpas por la ola de terror que eso había ocasionado en Europa durante aquellos años lejanos.
No es que eso fuera un consuelo para los muertos. La dinastía Karnstein se había extinguido en las llamas sagradas de la iglesia. Su pueblo les dio la espalda debido a un simple papel: una orden firmada por el obispo de Graz quien les había condenado a morir en la hoguera por los crímenes de herejía, brujería y vampirismo.
Mucha tinta se había derramado en tiempos recientes con respecto al tema. Sobre todo desde mediados del siglo XIX, cuando un escritor Irlandés de cuentos de fantasmas había tomado los rumores y les había dado forma en la novela corta de una tal condesa Carmilla, que iba por allí seduciendo a jovencitas para chuparles la sangre. Otros escritores, menos dados a la ficción y más a la lógica, habían desenterrado viejos documentos en los que se hablaba de que bien pudo ser un crimen más bien político que religioso.
En esos días, el emperador había estado enfermo, y la sucesión era dudosa. No obstante, había algún parentesco entre este y los Karnstein. Alguna otra rama de la familia, quizá emparentada con el obispo de Graz, bien pudo inventar los rumores de brujería y vampirismo para deshacerse de una posible rival al trono.
Pero a los turistas no les importaba esto último. Querían ver el castillo de los Karnstein, abandonado desde hacía ya siglos, y escuchar cuentos sobre viejos juicios a brujas, o de tumbas que eran abiertas en busca de pruebas de que los allí enterrados habían salido por la noche a vampirizar a sus familiares vivos. No les importaba si aquella mujer y su familia había sido víctima de la superstición de la época, o de una venganza familiar y política, lo que querían era escuchar cuentos de fantasmas como el del tal le Fanu.
De vuelta al presente, a esa hora, la plaza ya estaba muy concurrida, y era poco probable que los turistas quisieran ir al pequeño museo de su familia a esas alturas. Quizá algún despistado; de ser el caso, su abuelo podría lidiar con ello sin arrastrarla a ella a hacer de aburrida guía de turistas para contar la leyenda negra de los Karnstein y no los hechos.
Miró hacia el centro de la plaza, en donde los hombres encargados de la fogata ahora descansaban en espera a que fuera momento de encenderla.
—Es muy grande —susurró una voz junto a ella.
Adeline se sobresaltó. ¿Tan absorta había estado en sus pensamientos que no se había dado cuenta de en qué momento alguien se sentó junto a ella?
A su lado, en la banca, había un joven. Parecía tener entre trece o catorce años, quizá quince. Tenía rasgos asiáticos y una cabellera tupida de color celeste que no debía de pasar desapercibida en una región como aquella.
—¿Perdón?
—La fogata —respondió el joven—. Va a ser muy grande.
—Se supone que debe serlo. Arderá toda la noche.
El joven asintió lentamente.
—Para espantar a las brujas y a los espíritus, ¿verdad? Mi hermano me habló sobre este festival. Es el tercero desde que vivimos en la región, pero es la primera vez que tengo ocasión de verlo.
Adeline miró al chico, confundida.
Parecía rondar su edad, quizá uno o dos años menos. Además, un extranjero que llegara a vivir a esa parte de Estiria habría llamado la atención. Tampoco lo había visto en el colegio. Si sus estimaciones de edad eran ciertas, habían coincidido uno o dos años; e, incluso separados por uno o dos grados escolares, alguien como él no le habría resultado indiferente. Menos en una escuela que a lo mucho llegaba a reunir unos veinte alumnos por clase.
—No te había visto en el pueblo.
—No salgo mucho —respondió el chico.
La fogata acababa de ser encendida, y la música para los danzantes ya estaba sonando. El resplandor de las llamas se reflejaba en los anteojos cuadrados del chico. Este, al ver el fuego, abrió la boca con el entusiasmo de un niño pequeño que experimenta el festival del Walpurgisnacht por primera vez en su vida. Adeline no pudo evitar pensar que, quizá, años atrás, ella pudo tener la misma expresión de fascinación.
—En Japón también encendían fogatas como esta en algunas fechas —comentó el chico de pronto—. Aunque no a este nivel. ¡Esta, de verdad, es grande!
—¿Eres japonés?
—Sí. Pero ahora vivo aquí, con mi hermano.
—Es curioso, no recuerdo haberte visto por el pueblo antes —insistió—. Tampoco a tu hermano.
Aunque, reflexionó, bien podían vivir en algún otro de los pueblos cercanos.
—Estaba recluido en casa. Mi hermano… a veces puede ser un poco como «mamá gallina». Incluso él no suele dejar la casa por mucho tiempo. Va a Graz cada pocos días a conseguir provisiones… y contrató a algunos sirvientes.
Adeline se encontró asintiendo.
—Pero, ¿él sí ha visto el festival? Dijiste que te habló de él.
—Vino el año pasado, a cenar. Y esta vez me permitió venir con él.
Sonrió divertido, como riendo de un chiste interno.
—¿Quieres conocerlo? Debo ir a buscarlo de todas formas.
El chico se levantó y le tendió la mano.
Adeline se dio cuenta entonces que su corazón estaba latiendo muy rápido. Aunque no sabía identificar la razón. ¿Miedo? ¿Emoción? Algo entre esos dos sentimientos. Una parte de ella quería seguirlo, y otra salir huyendo.
El chico en sí era bajito, de complexión delgada y grácil. Había algo además en su piel que le había resultado curioso. Era como si quisiera reflejar las llamas de la fogata, casi como si intentara absorber su resplandor anaranjado para parecer más humana.
Ahora, el chico bien podría estar mintiendo con respecto a que vivía en la región para parecer interesante a una local. No sería la primera vez. Aunque tampoco parecía ser el extranjero promedio. Vestía un traje muy formal, demasiado para esa fiesta. Saco gris, pantalones a juego, y zapatos bien boleados. La camisa blanca perfectamente planchada, y una corbata de lazo que completaba un atuendo que bien pudo haber sido menos llamativo cien años atrás, o en un festival de esos colegios privados de Graz. Dicha indumentaria contrastaba en gran medida con los trajes tradicionales de los habitantes locales y visitantes de las poblaciones cercanas, y las ropas poco formales de los turistas extranjeros.
El joven sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos que relucían mejor que cualquier sonrisa de comercial de dentífricos. Este simple hecho derribó todas sus barreras, así que tomó la mano que le ofrecía.
Mientras atravesaban la plaza cada vez más concurrida, Adeline notó que la gente parecía no notarlos, casi como si fueran dos fantasmas invisibles moviéndose entre una multitud. Vio a varios de sus amigos y amigas del colegio, incluso a compañeros con quienes no se llevaba bien, pero todo ellos los ignoraron. En años anteriores, el verla pasear así con un chico extranjero que, a pesar de la diferencia de edad, era lindo, habría bastado para que se acercaran a preguntar y bromear a su costa, ahora era como si no se dieran cuenta.
A pesar de lo anterior, su mente no parecía estar registrando del todo lo extraño que debía resultar todo eso. Lo sospechoso que debería ser el que el joven japonés la estuviera conduciendo a un lugar cada vez más apartado de la plaza y del festival. Que se dirigieran a las calles más solitarias y poco transitadas del pueblo. Las calles que llevaban al viejo camino que una vez los conectó con el castillo de la familia Karnstein.
—Mi hermano debe estar por aquí —dijo el joven.
La chica alzó la mirada. Por un momento, mientras su guía se giraba buscando a alguien en las calles desiertas e iluminadas con viejas farolas de gas –que se encendían únicamente durante esa noche para disfrute de los turistas–, le pareció que estos brillaban como los de un gato.
Pasmada, se detuvo. El joven la miró, confundido.
—¿Pasa algo? —preguntó con voz suave—. Te detuviste de pronto. ¿Quieres volver a la fiesta?
Adeline negó con la cabeza.
—Muy bien, entonces busquemos a mi hermano. Estoy seguro de que vas a gustarle mucho.
La muchacha respiró hondo. Los ojos del chico, al verla a través de los cristales de sus anteojos, habían sido normales. Nada del brillo que había creído ver antes. Decidió que tan solo era la sugestión. Algo normal, se dijo, en una noche como aquella; pero no había brujas, brujos, fantasmas, duendes o vampiros rondando las calles, como decían las supersticiones de antaño, algunas todavía vivas cuando su abuelo había sido joven.
Retomaron la marcha, esta vez avanzando más despacio, revisando calle por calle.
—Es muy raro —susurró el joven, deteniéndose un momento—. Debería estar por aquí… al menos que sea una de sus pruebas.
Adeline se mordió el labio.
—Tal vez está en la fiesta. Todo el pueblo debe estar allí, excepto nosotros.
El joven extranjero asintió lentamente.
—Sí, es posible. Aunque, a mi hermano le gusta cenar en un lugar más… privado.
Sin entender mucho de a qué se refería, la chica replicó:
—Esta noche los restaurantes no abren. Todos ponen sus puestos de comida alrededor de la plaza. Si busca comida, solo podrá encontrarla allí.
—Sí, supongo. No había pensado en eso. Eres muy lista, Adeline.
El nombre, como si fuera un cuento de hadas, rompió el hechizo. La joven se deshizo del agarre del chico –tal vez solo porque este no pareció reparar en su error de inmediato–. Dio media vuelta y salió corriendo en dirección a donde se podía ver el resplandor de la fogata y escuchar la música.
Ella jamás le había dicho su nombre. Ahora se daba cuenta de que había estado como en un trance. Había seguido al joven extranjero lejos de la fiesta, a las calles desiertas… como en las viejas leyendas. Como hacían los Karnstein, según se contaba en los archivos que había en el museo de su familia:
«Atrajeron a los inocentes a sus bosques, a su castillo, y a las calles desiertas del pueblo a altas horas de la noche. Y allí, al amparo de la noche que siempre es ocultadora del mal, dieron cuenta de ellos, bebiendo su sangre y comiendo sus carnes.»
Adeline se detuvo cuando chocó contra alguien. Ni siquiera había visto que otra persona estaba en su camino, hasta que se estrelló en contra de ese alguien. Dos brazos la envolvieron para evitar que el impacto repentino la hiciera caer hacia atrás.
Estaba por disculparse, por pedir ayuda, cuando una voz rica proveniente de aquella persona la hizo estremecerse:
—Sho, no debes jugar con la comida.
Lo dijo con un tono más bien banal que, sin embargo, resultó evocar los miedos más primitivos de Adeline. «Jugar con la comida», porque, después de todo, para los monstruos de las leyenda, eso es el ser humano.
—Lo siento mucho, hermano.
Adeline alzó la mirada.
Frente a ella estaba un joven de facciones asiáticas. Parecía ser mayor que el chico que la había llevado hasta esa trampa. Debía ser cinco o seis años más viejo. Si es que la edad significaba algo. ¿No decían los mitos que los muertos-vivos ya no envejecen? Bien podrían tener cientos de años. Su cabello era más oscuro y, a diferencia de su «hermano menor» (si es que los monstruos podían tener tales parentescos), no ocultaba para nada el brillo antinatural de sus ojos: dos rubíes que quemaban en la noche como carbones incandescentes.
Adeline abrió la boca. ¿Debía gritar? ¿Suplicar clemencia? ¿De qué valían los ruegos para los monstruos? Su garganta estaba seca, y nada de eso salió. Mucho menos cuando aquel joven, que aún la tenía en sus brazos, negó levemente.
Contra toda su voluntad, mientras sus ojos seguían fijos en los dos orbes rojos brillantes, la joven cerró la boca de nuevo.
—Supongo que puedo dejarlo pasar, ya que esta noche es una fiesta.
Dos simples dedos en la frente de Adeline la empujaron hacia atrás. Vio las estrellas, la luna, y parte de la humareda de la fogata. Quedó allí, con la cabeza echada atrás, suspendida del brazo del «hermano mayor», como una muñeca de trapo.
El ser más joven volvió a aparecer en su campo de visión. Esta vez, a través del reflejo de los anteojos, se veían brillar los dos ojos felinos de color dorado. Los dientes resplandecieron una vez más, tan blancos, pero ya no eran parte de la sonrisa que la había hipnotizado para llevarla a ese punto. Cuatro caninos punzando de hambre brillaban a la luz de los astros y las lámparas de gas.
Adeline cerró los ojos. Sintió los pinchazos en el cuello. Por un momento todo fue dolor, y luego, se sintió flotando. Todo miedo, toda duda, todo lo que había significado estar viva se esfumó casi al instante.
Sintió el otro par de pinchazos en el otro lado de su cuello, lo que la hizo gemir en placentera agonía.
Mientras la sangre fluía fuera de su cuerpo, y toda conexión con el mundo terrenal se cortaba, por un momento fue como si se conectara con un mar inmenso de conocimiento. Fue entonces que lo supo: aquellos hermanos se llamaban Sho y Ryo. Supo también que eran los herederos de los Karnstein. Habían vuelto, luego de casi quinientos años, para recuperar las tierras que eran por derecho suyo.
Después, ya no supo más. Su consciencia se apagó y, en un instante que bien pudo durar una eternidad, Adeline dejó de existir.
- GX -
Ryo cargó el cuerpo inerte de la joven al estilo nupcial. A su lado, su hermano menor seguía relamiéndose los labios y chupando sus dedos, como un niño pequeño que acaba de disfrutar de una buena pasta.
Había que volver a casa ahora y deshacerse de los restos de la cena. Por fortuna, gracias a las bases que Daitokuji les había dado sobre la alquimia en la Academia, y a una biblioteca oculta por siglos en el castillo de los Karnstein, había dado con una fórmula que acrecentaba la descomposición del cuerpo humano. En cuestión de días, de aquella joven solo quedarían los huesos, que luego podría abandonar en algún bosque lejano de unos de los países que rodeaban a Austria, en donde era poco probable que fueran a buscarla… al menos en primera instancia.
Sus ojos se dirigieron a un callejón.
Sho también alzó la mirada, observando el mismo punto que su hermano, con el ceño fruncido.
Allí había una presencia. Una que resultaba extraña y familiar a la vez. O, quizá, la forma correcta de decirlo, era que se trataban de dos presencias: tan juntas la una de la otra que bien podrían ser llamadas una sola.
Ryo tenía curiosidad por la razón particular detrás de ese extraño fenómeno, pero, tratándose de él, quizá lo extraño habría sido que no ocurriera. En el poco tiempo de conocerlos, había llegado a aceptar que, si alguien podía hacer realidad lo imposible, ese era él.
—Hermano…
—Lo sé —interrumpió a Sho, mientras reanudaba su camino hacia el castillo—. No vendrá. Por ahora solo está observando.
Sho asintió y siguió su ejemplo.
Durante un lapso de tiempo lo sintieron detrás de ellos. Les seguía a través de los tejados saltando con la agilidad de un gato. Esto solo despertó más la curiosidad de Ryo sobre qué extraño fenómeno le había transformado en un ser tan fascinante.
Una vez que dejaron atrás el pueblo y se adentraron en el camino que atravesaba el bosque en dirección al castillo, la presencia se quedó atrás. Ryo estaba seguro de que no iba a intentar acercarse por unos cuantos días. Quizá pasaría un tiempo en el pueblo y sus alrededores, recabando información. Eso era bueno: les daría tiempo para prepararse para recibirlo cuando, inevitablemente, decidiera ir a buscarles al castillo.
—Hermano, lo quiero —dijo Sho en cuanto estuvieron en el vestíbulo del castillo.
—¿Quieres que sea tu cena? —se burló un poco.
—¡No! Quiero tenerlo. ¿Puedo, verdad? Hacerlo mío.
Ryo asintió.
Sabía que Daitokuji, eventualmente, iba a ser descubierto y había altas posibilidades de que, cuando eso pasara, fuera a delatarlos. Y que, de todos a quienes habían dejado atrás, el que sería lo bastante terco como para encontrarlos sería él. En consecuencia, había pasado largas noches planeando cómo haría las cosas cuando ese momento sucediera.
Por otro lado, casi desde que Sho había vuelto a dejar atrás su etapa de recién nacido, ya hacía casi dos años en esas fechas, había sido insistente en que iba a tener para sí a su excompañero de habitación.
En otro tiempo, quizá él habría estado un poco celoso de eso. No ahora. Sho no quería a aquel joven como a un hermano. Tal vez fue así en un comienzo, cuando se convirtió en el apoyo que había necesitado para mejorar como duelista y persona. Pero ahora, con la sangre de los suyos fuertemente asentada, esos sentimientos habían evolucionado a algo más. Tal vez a un sentimiento no muy distinto al que él tenía por Asuka y Fubuki.
Bueno, pensó, si Sho obtenía lo que quería, eso podría generar las suficientes olas para que alguno de los otros también fuera a buscarlos. Quizá, eventualmente, todos lo harían. No tendría que ir a buscarlos uno a uno cómo fue su plan en un comienzo.
—Entonces, lo tendrás.
Sho sonrió, como un niño pequeño al que acaban de confirmarle que van a comprarle ese juguete que tanto desea.
