—Tiene que ser duro.
Camilo siempre aparecía cuando menos le esperabas.
—No es para tanto, ya he escurrido bien los pantalones y la camisa. Con el calor y el aire se secarán pronto.
—No me refiero a eso, tío. Tiene que ser duro estar enamorado de tu sobrina.
No lo vi venir. Mi cuerpo se puso rígido como una piedra y la camisa volvió a caer al río donde la estaba escurriendo.
—Oh… eso te va a llevar un buen rato otra vez.
—No… no sé de qué me hablas, Camilo. ¿Algún conocido? ¿Le ha pasado a un amigo? ¿Es una situación hipotética?
Por favor, que sea eso. Puedo lidiar con una situación hipotética.
—Te has vuelto loco en cuanto la has visto tirada ahí, te has arriesgado a ahogarte innecesariamente porque no sabías más que mirar hacia ella y, cuando la has abrazado… eso no era la preocupación de un tío. Tengo tíos, sé de lo que me hablo.
—Así que no era a un amigo…
—Tío Bruno… ¿qué vas a hacer?
—Tender la camisa para que tarde menos, Antonio está esperando.
—¡No me refiero a eso! ¡¿Qué vas a hacer con Mirabel?!
Me levanté con mi camisa recién re-escurrida y la colgué de una rama baja mientras me hacía exactamente la misma pregunta que Camilo me acababa de hacer.
—No voy a hacer nada, Camilo. Es algo que no debe ser.
—Pero… no sabes lo que ella siente. Es posible que…
Claro, él no lo podía saber. Mejor así.
—No, no lo es. No es posible y nunca lo será.
—Yo… creo… que no es tan terrible enamorarte de un familiar. No es como si fuese tu hija, ¿sabes? ¿Tan terrible crees que sería si yo me enamorase de una de mis primas?
—No es tan fácil, sobrino. Sólo… déjalo estar, ¿vale? Por favor.
Supongo que el dolor se reflejó en mi rostro, porque Camilo relajó los hombros y asintió. No merecía un sobrino tan comprensivo; era sin duda, un hombre afortunado.
—No te preocupes, tío. Yo te presentaré a alguna buena mujer.
—Oh, no, por favor. Yo no quiero…
—¿Ataduras? ¿Experimentar? ¿Arriesgarte?
—Olvidarla… No quiero olvidarla.
—Oh.
—¡Camilo, tío Bruno! ¿Venís ya? ¡Vamos a jugar al escondite inglés!
Antonio era, definitivamente, un auténtico salvavidas.
—Ehm… la ropa…
—La ruana ya está casi seca. Ya recuperarás la camisa luego. No hace frío.
—Eh… vale.
Me puse rápidamente aquellos húmedos pantalones y la ruana y seguí apresuradamente al menor de mis sobrinos ansioso por huir de aquella incómoda conversación que me acababa de revolver las tripas.
No había otra mujer en el mundo; no quería que la hubiera.
—Un-dos-tres, al escondite… ¡inglés! Venga, el único que me está dando juego es Camilo, podíais poner posturas un poco más complicadas.
—Agustín, no tientes a la suerte —contestó Pepa.
—Pepa, tu nube se ha movido, vuelves a empezar.
—¡Eso no es justo!
—Son como niños… —escuché que opinaba Antonio detrás de mí.
—Venga, no nos cuesta nada hacerlo un poco más divertido —dijo entonces Mirabel haciendo uso de su poder para arrastrar a las masas.
—Vaaale, hacemos poses —dijo Pepa—, pero no vuelvo a empezar.
—¡Trato hecho! —dijo Agustín con alegría justo antes de volverse a girar para contar.
—Recuérdame por qué te casaste con él, Julieta —dijo entonces.
Pero Julieta no contestó, estaba ocupada preparando la siguiente postura con la que obsequiaría a su peculiar marido. Ese par eran el uno para el otro y no tenían ninguna necesidad de ocultarlo… Qué envidia…
—…al escondite…
Agustín estaba acabando y yo todavía no había pensado si quiera qué postura poner. Me tensaban aquellas cosas. Hacer el ridículo era mi especialidad, pero, si no era improvisado, no sabía cómo…
—¡aquí!
—…¡inglés!
—No te muevas —susurró Mirabel a un palmo de mi cara, con una rata en la cabeza y levantando mi brazo simulando que yo iba a coger a la rata de ahí.
—¡Esto ya es otra cosa! —dijo Agustín entusiasmado mientras paseaba entre todos los participantes lentamente, acercándoles la cara para intentar hacerles flaquear mientras yo sudaba la gota gorda al sentir la escasa distancia que había entre su hija y yo.
Agustín besó con algo de descaro el cuello de mi hermana, le hizo unas cosquillas que pronto le pasarían factura a la otra y fingió estar frente al espejo ante Camilo convertido en él; y, entonces, finalmente, se plantó ante nosotros, acercó su cara a las nuestras y miró de uno a otro durante unos segundos que me parecieron una eternidad.
Mi mirada se encontraba fija en la de Mirabel y la suya en la mía y nuestras respiraciones estaban parcialmente contenidas; se mascaba la tensión entre nosotros. ¿Cómo se le había ocurrido semejante locura? Era su padre el que estaba ahí frotándose la barbilla mientras analizaba nuestra postura… Y… ¿por qué aquello me parecía tan excitante y divertido? Estaba cavando mi propia tumba.
—Increíble, no se mueve ni la rata… ¡Buen trabajo!
Y se fue. De verdad se fue a mirar a otra persona después de ver a su hija así. No me lo podía creer. ¿Tan inocente era? O peor, ¿tanta confianza tenía en mí? No supe en quién estaba poniendo Agustín el ojo después, porque el guiño de Mirabel casi me para el corazón. Estaba jugando conmigo y, a mí… me gustaba su juego. Mierda.
