Ni la historia ni los personajes me pertenecen.

13

Kiba

Mi corazón latía con fuerza cuando terminé mi carrera. ¿Cuándo diablos iba a adaptarme a esta altura? Había estado corriendo todos los días durante las últimas cinco semanas y todavía sentía que necesitaba un trasplante de pulmón después de seis kilómetros.

—Es embarazoso, Akamaru —dije mientras nos tendíamos cerca de los escalones.

Él me miró con una expresión exasperada y se acostó mientras yo ejercitaba mis cuádriceps. Miré los macizos de flores que puse el fin de semana y me pregunté qué habría plantado Ino. ¿Habría querido una alrededor de la casilla de correo que acababa de instalar? ¿Le importaría siquiera? Cerré los ojos contra el ataque de dolor que sabía se aproximaba. Cada vez que pensaba en ella le seguía un dolor exquisito en algún lugar cerca de donde solía estar mi corazón.

Chasqueé mi lengua y Akamaru se paró de un salto, siguiéndome a la casa. Todos los muebles que no me gustaban fueron quitados, pero tenía demasiada pereza de comprar cualquier cosa nueva. Doné casi cada maldita pieza que traje de Alaska. Simplemente no encajaba aquí. Era demasiado... Ino. Sin embargo conservé la cama. No podía encontrar el valor para deshacerme del lugar donde había dormido junto a ella, donde le hice el amor… Tal vez debí haberle dicho a Sasuke que quería una casa diferente, una en la que ella no hubiera estado. Él ya se enojó conmigo por insistir en pagarle por ésta. No es que me importara. No iba a vivir en una casa que pagó otro hombre; no me importaba si él lo consideraba una bonificación o no. Tal vez otra casa habría sido mejor. Una en donde no la vi sonriendo, gritando de placer, o arqueándose debajo de mí. Una en la que no la vi de pie en mi cocina.

Mi corazón dejó de latir, mi respiración vaciló, y el único músculo que movía eran mis párpados, tratando de borrar la visión de Ino de pie en mi cocina, haciendo el desayuno.

Diablos, habría pensado que era un espejismo, si no fuera por el olor del tocino y los ladridos excitados de Akamaru.

Maldita sea, ese perro se convertía en un cachorro lamentable cuando ella estaba cerca... al igual que su dueño.

—Hola —dijo en voz baja, con la isla entre nosotros.

—Hola.

Se humedeció los labios con nerviosismo, y su pelo salvaje cayó sobre los hombros, lo que me puso desesperado por deslizarle mis manos.

—Por lo tanto, he usado mi llave.

—Por fin. Solo hizo falta que me mudara a cinco mil kilómetros para que lo hicieras.

Mis pies se congelaron. No importaba lo mucho que quisiera moverme, acercarme aunque sea un poco a ella, no funcionaron.

Forzó una sonrisa, y era lo más hermoso que había visto desde que me sonrió aquí hace seis semanas.

—A veces soy un poco lenta para actuar.

—Los caracoles son más rápidos —concordé.

—Estoy aquí —dijo en voz baja, mostrando su nerviosismo en la forma en que torcía la espátula en la mano.

—Me he dado cuenta —le dije.

¿Por qué? Por primera vez, me daba miedo hacer una maldita pregunta, miedo de que esto fuera solo una visita. Miedo de que solo quisiera mi amistad cuando yo la amaba tanto que dolía.

Tragó saliva, sacando el resto del tocino de la sartén y luego alejándolo del calor.

—Pensé que tal vez era demasiado tarde —dijo, mirándome mientras rodeaba la isla en un vestido azul pálido que hacía juego con sus ojos a la perfección— Me preguntaba si seguiste adelante. No es como si fueras feo —murmuró.

Mi frente se arrugó, tratando de averiguar qué diablos decirle para no enviarla corriendo de regreso a Alaska.

—Temari me dejó aquí. Tiene a Natsu en la escuela en este momento, para recoger los papeles de inscripción.

Mi corazón latió de nuevo, la vida corriendo por mis venas. Ella se mudaba aquí. Había traído a Natsu.

Iba a quedarse.

—Y cuando llegamos, me aterrorizaba encontrar a otra mujer aquí, ¿sabes? Porque fui demasiado estúpida por dejarte ir.

Di un paso adelante, y ella elevó la mano, dando un paso atrás y moviendo la cabeza.

—No. Te lo dije una vez, no puedo pensar cuando me tocas.

Mis pies se quedaron plantados solamente con el máximo esfuerzo.

—Pero entonces me bajé del coche y vi los macizos de flores —susurró. Luego sonrió tan brillantemente que todo su rostro se iluminó— Y vi el columpio que pusiste en el pórtico, y lo supe.

—¿Qué? —pregunté, necesitando oír las palabras.

—Supe que no habías seguido adelante. Que esta todavía era nuestra casa, incluso si te alejé. Supe que todavía me amabas.

Casi me reí. Casi.

—Te he amado durante siete años. Se necesitaría mucho más de un mes para dejar de hacerlo. Se necesitarían alrededor de siete eternidades.

Sus pechos subían y bajaban rápidamente mientras se esforzaba por control.

—Gracias a Dios —dijo y su voz se quebró— Porque estoy tan enamorada de ti que no sé lo que haría si alguna vez dejaras de amarme.

Tres pasos y estaba en mis brazos, mi boca fusionada a la suya. El beso era desesperado, con hambre, con una urgencia que no había previsto, pero se encontraba allí de todos modos. La recogí y ella envolvió las piernas a mi alrededor, cavando los pies descalzos en mi espalda mientras la llevaba a la encimera y ponía su trasero en ella.

—Mierda, te he echado tanto de menos —le dije entre besos por su cuello, la parte superior de sus pechos que asomaban por encima de la tela.

—Kiba —se quejó, con las manos apretadas en mi pelo, enredándolas en donde lo tenía hacia atrás. Nunca había oído un sonido más hermoso—. No puedo pensar.

—Bien —le dije, subiendo mi mano por su vestido, acariciando su muslo— Dejé que pensaras demasiado y mira a dónde nos llevó. A partir de ahora ya no más razonamientos, solo corazón.

Su mano cubrió mi corazón.

—¿Qué dice el tuyo?

Sonreí, la felicidad estallaba a través de mí de una manera que nunca pensé volvería a ocurrir.

—Que voy a amarte hasta el día en que muera.

—Bien —dijo— Ahora más vale que seas rápido. Tienes tal vez una hora antes de que Nat regrese.

—Bienvenido a la vida con un niño. —Me reí, besándola mientras mis dedos se deslizaban debajo de sus bragas—. No me he duchado —le dije.

—¿Eso es todo lo que puedes decir? —le pregunté con una risa.

—¿Tienes algo mejor? —preguntó con una sonrisa mientras me echaba hacia atrás para mirarla a los ojos.

Era tan hermosa, con sus labios hinchados por mis besos, su pelo salvaje por mis manos.

—Sí.

Arqueó una ceja delicada hacia mí.

—Bienvenida a casa, Ino.

—No me podría importar menos —dijo, rasgando la camisa sobre mi cabeza, luego jadeó cuando abrí sus piernas y pasé los dedos desde su entrada húmeda hasta su clítoris—. Simplemente no te detengas.

—No hay ninguna posibilidad de eso —le prometí—. Eres todo en lo que he pensado desde que salí de Alaska. —Le quité sus bragas y tiré mis pantalones cortos al suelo, acercándola hacia el borde de la encimera, con mi mente centrada en estar dentro de ella, follarla hasta que no pudiera pensar nunca en alejarse de mí otra vez, y después hacerle el amor hasta que aceptara casarse conmigo—. Mierda. Los condones están arriba.

—Tomo anticonceptivos —dijo, con su voz jadeante mientras llevaba su boca de nuevo a la mía—. Ahora, Kiba.

Levantando su vestido hasta la cintura, toqué su entrada con mi pene y luego me introduje en casa.

Santa. Mierda.

—No lo imaginé —dije en su boca entre besos—. Estamos tan bien juntos.

Meció sus caderas en mi contra, clavando los pies en mi trasero para hacer palanca. Gemí y me di por vencido en tratar de hablar. Usé mi cuerpo para decirle todo lo que tenía que decir. Cada embestida era mi voto de amor, cada beso mi petición de que nunca me dejara de nuevo.

Cada jadeo de sus labios me dijo lo mucho que me extrañó. Cada roce de sus uñas me dijo que estaba tan desesperada por esto como yo.

Agarré sus caderas y la atraje hacia mí, cambiando nuestro ángulo para golpear donde sabía que la haría retorcerse.

—Sí, Kiba. Sí. —Cantaba mi nombre mientras acariciaba su clítoris con mi pulgar, besándola profundamente, acariciando su boca con la lengua de la misma manera que me movía dentro de ella.

Estaba fundida, vertiéndose sobre mí, prendiéndome fuego mientras embestía una y otra vez, sin darle nunca la oportunidad de recuperar el aliento.

Se apretó a mi alrededor, sus gritos cada vez más fuertes, recobrando la respiración y luego conteniéndola mientras se deshacía en mis brazos, arqueándose contra mí. Me sentía indefenso contra ella, así que mi orgasmo rasgó a través de mí, triturando todo lo que fui y reconstruyéndome como nada más que el hombre de Ino.

Esto era la perfección. Ella era perfección.

Nuestra respiración salía entrecortada mientras ella me acariciaba el pelo, y mis labios se presionaban en su cuello. —Guau —dijo, recordándome a la primera vez que había visto nuestra casa.