Capítulo 142. Muerte y renacimiento
Todo cuanto ocurrió en el monte Estrellado, cada palabra dicha y acto realizado llegó a los refinados sentidos de Lucile.
Recluida bajo el templo de Aries junto Akasha, a la que ella misma debió imponerle el reposo sin reservas que necesitaba, la santa de Leo se sentía cada vez menos leona, más semejante a un gatito al que todos querían evitar cualquier clase de daño. ¡Era insultante! ¿Cómo pudieron sugerir que no tenía cabida en un combate al que fueron dos santos de plata? Poco importaba que compartieran el ilimitado cosmos de Shaula como dos insectos bebiendo de la miel de un árbol. ¡Eran santos de plata!
Tan insólita y frustrante era la sensación de verse ninguneada, que la misma Lucile debió recordarse que era la principal responsable de que todos pensaran eso. Fue en el momento en que Akasha sugirió que su cantar podría evitar la batalla, y de ser esta inevitable al menos reduciría al mínimo los daños que sufrirían. ¡Muy fuerte debió darse en la cabeza aquella amiga suya como para proponerlo! ¿O había olvidado que sin ella la humanidad estaría perdida? Detestaba sentirse débil, mucho más que alguien osara pensar que lo era, pero volver a pelear con Ío no le reportaría ninguna emoción.
Ya estaba segura de haber decidido bien al presentar la ilusión de que necesitaba recuperarse —poco importaba si Sneyder y Arthur cayeron en ella o solo le siguieron el juego—, antes de que el velocísimo enfrentamiento terminara. Los Siete Escorpiones de Isis neutralizaron el cuerpo de Ío, mientras que el Lamento de Cocito contenido en el hielo generado por Sneyder hizo lo propio con la mente y el alma, si es que se podía decir que un astral tuviera alma. Sin embargo, el cosmos del regente de Júpiter siguió presente hasta que Arthur trasladó el cadáver hasta algún otro lugar.
—Veredict Seclusion —comentó Lucile para sí—. Un universo de bolsillo al que solo Arthur tiene acceso. Donde nada ni nadie puede interferir en el juicio del Juez. ¡Qué terrible habilidad era desde aquella vez, hace dos años! —clamó, rememorando el día en que no tuvo más remedio que rendirse ante la mortal combinación de Arthur, Triela y Sneyder—. ¿Habrá mejorado con el tiempo? Imagino que sí. Con ella pudo mantener al rey Bolverk aislado de su ejército durante la mayor parte de la guerra.
Sin ser muy consciente de ello había empezado a hablar sola, así que cuando vio que una mujer aparecía en medio del templo sin más, llegó a sopesar que en su empeño por convencer a todos de que estaba débil se había engañado a sí misma. Aunque esa idea desapareció enseguida, no ocurrió lo mismo con la sensación de estar delirando. Quien tenía enfrente tenía un cierto aire a Akasha, solo que con el pelo de un azul celeste, la fiera mirada de Ío destellando en dos ojos ambarinos que no estaban ocultos bajo máscara alguna y, para asombro de la leona de oro, llevando el universo como una túnica. Incontables estrellas titilaban en los oscuros pliegues del vestido, reuniéndose solo en un cinto luminoso del que parecían nacer todos los soles.
—Astra Planeta —masculló Lucile con una serenidad envidiable.
—Titania de Urano.
Al presentarse la astral, se dispersó cualquier sensación de que pudiera parecerse a Akasha o a cualquier mujer destinada a nacer, crecer y morir. También fue destruido todo intento de Lucile por someterla. El saludo, un puñal psíquico lanzado para introducir compasión en el mortal enemigo, no tuvo el menor efecto; los suaves labios de la leona de oro, fuente de toda clase de males y bienes, se cerraron a la vez que el cosmos de aquella se apagaba como la llama de una vela.
Para entonces Titania ya no estaba mirando a la santa de Leo, cuyos dientes castañeaban cada que intentaba decir algo. Los ojos de la astral enfocaban a la durmiente Akasha, quien de inmediato despertó del hechizo onírico en el que Lucile la había sumido.
—Te dije que volveríamos a vernos.
—¡No!
Sabiendo en peligro a su compañera, sometida al peso del manto de Leo sin un cosmos que la nutriera, Akasha saltó a la espalda de Titania. En un nanosegundo, el manto de Virgo se ensambló en torno a ella. Los guanteletes dorados de la Suma Sacerdotisa sostenían el alma pura de esta, en forma de espada.
La falta de asombro en la mirada de la regente de Urano no frenó su resolución. Sin florituras, Akasha buscó apuñalar el corazón de la astral, quien bloqueó Brahmastra con las manos desnudas. El mero contacto entre el sable luminoso y la piel impoluta de Titania obligó al espíritu de la Suma Sacerdotisa a regresar a donde debía, el cuerpo que nació para contenerlo. Con tal sencillez fue anulada la mejor técnica de la santa de Virgo. Akasha no pudo volver a armarse luego de aquello.
—No voy a hacerte daño —aseguró Titania a la vez que detenía en el aire a Lucile, quien de forma silenciosa trató de cortarle la nuca con la Daga Magnífica. Le bastó un pensamiento para empujar a la leona de oro contra la pared, sin siquiera mirarla—. Y si vienes conmigo, tampoco le haré daño a ella.
En ese momento, Akasha se sentía tan indefensa como en años pasados, cuando una y otra vez fracasaba en dominar el Séptimo Sentido. Aun así, pudo decir.
—No quisiste enfrentarnos en la Esfera de Saturno.
—Tampoco pretendo hacerlo ahora —dijo Titania.
—Antes de eso, dijiste que nunca podrías perdonarme —recordó Akasha, conteniéndose de temblar como una chiquilla asustada—. ¿Qué ha cambiado?
—Mi padre va a morir, tal y como establecieron las Hilanderas.
Aunque las dudas de Akasha se le amontonaban en la mente agotada, fue la última que se le ocurrió la que optó por formular:
—¿Ío es tu padre?
—Soy la hija de Hashmal de Leo, quien ahora es conocido como Ío de Júpiter, y la primera santa de Virgo, Pirra.
Titania hizo una pausa. Durante breves instantes, la invencible astral pareció vulnerable, con una mueca cruzándole el rostro. Akasha intuía que mantener a Lucile contra la pared, callada y con los brazos y las piernas inmovilizadas no tenía que ver con ello. Si existía algo capaz de herir a uno de los Astra Planeta en la plenitud de sus fuerzas, no estaba al alcance de ningún santo de oro que ella conociese.
—Pirra de Virgo ofendió a los dioses. Para eliminar el caos que estaba a punto de verter sobre el mundo, sobre todos los mundos —se corrigió, decidida a no guardarse nada—, fueron creados los Astra Planeta. Como puedes ver, nosotros no somos el mal que amenaza la Tierra, sino el escudo que os protege de fuerzas que ni tan siquiera podéis comprender —aseguró con severidad. Tal vez con un deje de resentimiento.
—¿Por qué me dices todo esto? —preguntó Akasha.
La paciencia para escuchar cómo justificaban la invasión al Santuario bajo discursos sobre el bien mayor se le había agotado tras la guerra. Sin embargo, la mención a Pirra le provocaba una sensación extraña. No era lo mismo que hablar con el payaso que regía la Esfera de Neptuno, siempre parloteando entre verdades y mentiras.
—Porque al morir, el alma de Pirra fue sellada en las profundidades de Cocito. La clase de existencia en la que pretendió convertirse la volvía inmune a las leyes del Hades, así como a las fuerzas que lo habitan; solo un olímpico podía alejarla del ciclo de reencarnaciones, tarea que recayó en el rey del inframundo. Cuando Hades desapareció, Pirra pudo reencarnar después de tres milenios de cautiverio. En ti.
El instinto obligó a la Suma Sacerdotisa a retroceder frente a aquella revelación, aunque no era del todo consciente de la razón. Más que algo que hubiese descubierto, era una sensación completamente desconocida, que era incapaz de interpretar. Tampoco tenía tiempo para eso, Lucile ya ni siquiera hacía el intento de liberarse.
—¿Por qué me dices todo esto? —repitió Akasha, con calma—. ¿Qué esperas que haga? Incluso si fuera en verdad la reencarnación de Pirra, no soy ella. Quiero decir —añadió, dubitativa—, no soy tu madre.
Recordaba el caso de Seiya de Pegaso. Según era sabido en el Santuario, el héroe de la esperanza era la reencarnación de un santo de bronce legendario que llegó a herir al dios de la muerte, poniendo fin a la Guerra Santa en la lejana era mitológica.
—No lo eres. La mujer de la que yo y tu némesis nacimos murió hace miles de años —convino Titania, inexpresiva al ver cómo los puños de Akasha se cerraban con fuerza al recordar a Caronte—. Sin embargo, mi padre ha servido a los dioses durante más tiempo que ningún hombre. Si hizo algún mal en el pasado, merece ser perdonado.
La voz de Titania, gélida como el espacio interestelar, dejó de resonar en el templo de Aries, sumiendo la estancia en un silencio que pareció eterno. Akasha alejó de sí todas las dudas que tenía, decidida a defender a los suyos. No solo Lucile, también Arthur, Shaula, Sneyder, Mithos, Subaru, Hipólita, Hugin y Emil estarían en peligro si Titania decidía luchar. Y Orestes, quien le había dado fuerzas para hacer algo más que quedarse a esperar; el micénico sería la primera persona a la que la astral querría destruir, incluso si no era una amenaza. Por saber eso decidió acceder a aquella extraña petición.
—No soy Pirra, no puedo hablarle de ese pasado nebuloso que desconozco —dijo Akasha, honesta a pesar de las circunstancias—. Lo único que puedo hacer es transmitirle lo que siento, como la líder del Santuario al líder de una orden que no ha hecho más que hostigarnos todo este tiempo. Un líder que en verdad quiso la paz.
Así lo sentía desde el fondo de su corazón. Aun si las circunstancias le habían impedido comunicarse con él, sentía conocerlo mejor que a sus pares Astra Planeta.
—Está bien —dijo Titania enseguida, con una naturalidad que hacía imposible sugerir que tenía alguna prisa por actuar. Parecía que el tiempo, así como el espacio, la obedecería para llegar siempre en el lugar y momento adecuados—. Tus palabras serán lo último que escuche el único hombre digno de ser adalid de Zeus. Es justo entonces que le hables con la verdad, Akasha de Virgo.
Sin nada más que decir, la astral desapareció del templo de Aries, llevándose consigo a la Suma Sacerdotisa y la asfixiante presencia que mantuvo en jaque a Lucile. La leona de oro, sin embargo, no pudo evitar caer de bruces al suelo, ahora sí débil y agotada.
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Tan pronto acabó el combate en la cima del monte Estrellado, Arthur llevó a Ío a un lugar en el que no pudiera dañar a nadie. La idea de preocuparse tanto por quien era poco menos que un cadáver le resultó extraña solo durante los primeros segundos.
Como de costumbre, se halló en medio de un espacio infinito. El suelo no estaba formado por materia sólida, sino que era el resultado de los primeros experimentos que realizó al lograr dominar a voluntad los gravitones: habría un punto de apoyo para él y aquellos que trajera allí siempre que lo quisiera, por lo que igualmente podía deshacerlo. Arriba, como una particularidad que añadió tras que la Sala del Veredicto colapsara al final de la guerra, las estrellas los alumbraban del mismo modo que pasaría en la Tierra.
Hasta aquel día, Arthur había recurrido a esa técnica para evitar que nadie interfiriera en su juicio. Ahora, lo que quería era evitar que algo interfiriera en el resto del mundo.
Alrededor del cuerpo del regente de Júpiter se había formado un campo de rayos. Chispas de Vida, la manifestación del cosmos que aquel había desarrollado con el paso de los milenios. Un poder que presentaba lucha aun más allá de la voluntad humana. En el momento en que Ío cayó, con el cerebro y el corazón perforados por el feroz ataque del santo de Acuario, Arthur supo que si dejaba libre esa fuerza el Santuario e Hiperbórea no tardarían en desaparecer por completo.
—En verdad erais fuertes —tuvo que admitir, pudiendo ver el cuerpo moribundo entre los huecos fugaces que dejaban los rayos entrechocando. Las pocas fuerzas que quedaban en él estaban contenidas en el único ojo sano, de un blanco puro, sin pupilas—. No me refiero a los Astra Planeta.
Avanzó a través de la hiriente energía con gran esfuerzo, asegurándose de repeler cada una de las Chispas de Vida. Para el Juez resultaba sorprendente que Sneyder y Shaula tuviesen semejante poder oculto como para neutralizar al dueño de semejante cosmos. Si alguna vez los subestimó, estaba convencido de que no volvería hacerlo.
—Se supone que los santos son los garantes de la paz y la justicia en este planeta. Entiendo por qué Atenea ocultó nuestro verdadero origen, ya que los que me preceden siempre hablan de la misericordia de la diosa. No obstante, creo que ese desconocimiento es lo que nos ha llevado a cometer tantos errores.
Las botas doradas se detuvieron a un paso de rozar el brazo quemado de Ío. Las Chispas de Vida hostigaban el campo repulsivo que era la Armadura Celestial. El Juez, sabiendo que un descuido podría costarle la vida, no tardó en decidir el veredicto.
—Debido a vuestros actos, los dioses descubrieron lo que los hombres son capaces de hacer cuando tienen más poder del que merecen. Pondré fin a esa historia antes de que también la corrompa a ella —sentenció, inflexible—. La técnica que trasciende el poder de los santos de oro, el Galactic Judgment. No me contendré.
Extendiendo los brazos hacia los lados, con las palmas abiertas, buscó convocar la fuerza del universo que por tantos años observó. El incomparable poder que mantenía unidos los mundos y los soles en forma de colosales galaxias.
La técnica no llegó a ejecutarse.
—¿Arthur?
Aunque el santo de Libra ni siquiera había parpadeado, de pronto tenía a Akasha enfrente, vestida con el manto de Virgo. Al lado estaba la responsable de neutralizar no solo el Juicio Galáctico, sino también el cosmos del Juez.
—Ha sido muy amable por tu parte concedernos este lugar —dijo Titania, quien con pasmosa facilidad se había adentrado en el espacio aislado de Arthur. Por segunda vez, si no le fallaba la intuición. Esa mujer era la misma que le había detenido, luego de la derrota del rey Bolverk—. Ahora, guarda silencio.
Tal y como ocurrió con Lucile, Titania dejó de prestar atención a Arthur, simplemente asumiendo que obedecería. Algo impaciente, inclinó la cabeza hacia donde estaba Ío, instando a Akasha a que se acercara.
—¿Qué hay de ti? —preguntó la Suma Sacerdotisa—. Es tu padre.
—Mis palabras no le alcanzarán.
Ya que era imposible detectar humanidad en el rostro de Titania, Akasha no insistió. Se acercó a Ío mientras veía cómo los rayos se desviaban a su paso, no por la fuerza gravitatoria domada por Arthur —esta había sido anulada por completo desde la llegada de Titania—, simplemente habían escogido un camino distinto al de la interminable batalla. Las Chispas de Vida formaron una alargada cadena que se entrelazó con los dedos de la regente de Urano, quien las sostuvo con delicadeza.
Al inclinarse junto a aquel hombre, herido de muerte, Akasha oyó un extraño sonido. Por un momento lo confundió con una mezcla entre los latidos de un corazón agitado y el molesto ruido del cosmos relampagueante que pulsaba cerca, pero poco a poco fue distinguiendo el sonido del agua repicoteando sobre la tierra, al son de truenos y relámpagos. Una lluvia que nunca acaba, por mandato divino.
—No sé si me escuchará…
Aun entendiendo que aquellas palabras no eran una pregunta, ni estaban dirigidas a ella, Titania intervino impulsada por un extraño impulso.
—Lo hará.
—Cuando todos creían que la Guerra Santa había acabado, que la paz era posible, vino un demonio a pisotear nuestros sueños. Ese demonio decía ser un enviado de los cielos, donde solo debería reinar la justicia a la que aspiramos los humanos. Trece años después, un payaso mentiroso y un ángel inmisericorde quisieron convencernos de que perdonar los actos de ese demonio era lo correcto. Yo no lo creo así.
»Pero, en este mundo donde hasta los monstruos pueden vivir en armonía, sentí por primera vez un alma honesta entre los Astra Planeta. Un desafío limpio de misterios. Leí tus intenciones cuando llamaste a Shun, es por eso que no quise preocupar a los demás. Acepté descansar tal y como querían, porque creí en ese cosmos lleno de franqueza. Incluso si era posible que saliera herida, no podía interponerme.
»Los santos no mueren. Es lo que digo siempre, para cuidarme del dolor que sentí, para salvar a todos de ese sufrimiento. Tal vez he sido egoísta todo este tiempo, la vida y la muerte son compañeras que una simple humana como yo no puede separar. Tarde o temprano, estas almas que combaten sin descanso para proteger a todos, necesitarán ser protegidas. Seas quien seas, sin importar lo que hiciste o lo que otros puedan pensar sobre tus acciones, creo que es injusto negarte eso.
»Descansa, Ío de Júpiter. El futuro por el que tú y Shun peleasteis, yo lo defenderé. Vuestros sinceros deseos para el mundo, yo los haré realidad. Descansa, Hashmal de Leo, la tormenta ya ha acabado.
Todo lo que Akasha decía, sin que esta lo supiese, caía sobre alguien que carecía de sentidos para percibir el mundo. Y a pesar de ello, cuando terminó, un espasmo recorrió el cuerpo de Ío. Los rayos se extinguieron en un parpadeo, la ardiente luz en el ojo izquierdo desapareció, siendo de nuevo visible la pupila.
Por puro instinto, Akasha acercó la mano hacia el pecho sangrante del astral. El guantelete se tiñó de un rojo carmesí mientras la Suma Sacerdotisa trataba de aliviar los dolores de este, dolores inexistentes. Aquel cuerpo no podía sentir nada.
Sin embargo, eso carecía de importancia para el regente de Júpiter. Aun como un cadáver aislado del mundo, Ío conservaba algo en lo más profundo de su ser. Un pequeño universo, a punto de desvanecerse, en el que todavía atesoraba los recuerdos de diez mil años de una vida agitada. En estos, muchos brillaban con especial intensidad, cada momento que pasó al lado de Shemhazai, Pirra, Titania y…
«Ya veo —pensaba el viejo guerrero. En la oscuridad, destellaba la figura luminosa de alguien a quien conoció hacía una eternidad—. De eso se trataba. Todo tiempo se trató de eso. Siempre me lo ponéis tan difícil. No me extraña que estéis tan solos.»
Una sonrisa se formó en los labios del astral. En ese momento, ni siquiera Titania pudo ocultar el sobresalto, y una fugaz alegría.
«Tú lo dijiste y yo no lo escuché —recordó el otrora campeón de los dioses, rememorando las palabras que aliviaron su alma agitada, macando su destino—. La tormenta ya había acabado. Hace mucho tiempo.»
Mientras el cuerpo se desvanecía entre lucillos y chispas eléctricas, Ío de Júpiter aunó fuerzas para despedirse del mundo que defendió.
—Gracias, A…
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Un remolino de pura energía cósmica quedó allá donde por agónicos minutos estuvo el héroe caído. En él, girando con apabullante velocidad, entrechocaban rayos y luces de toda suerte de colores, resaltando los tonos de una lejana nebulosa.
Mientras que los santos contemplaban aquel fenómeno en silencio, Titania avanzó con decisión. Extendiendo el brazo, atravesó la vorágine de poder sin sufrir daño alguno, cerrando la mano sobre un orbe luminoso que parecía servir como corazón de la densa tempestad. Sin embargo, al tomar para sí ese brillante tesoro, no puso fin al giro interminable, más bien provocó que se acelerara hasta adquirir poco a poco una forma ovalada, tan blanca que era imposible mirarla directamente.
En ese momento, dos seres aparecieron en el espacio aislado tal que estuviesen entrando en su propia casa. Los santos de Virgo y Libra reconocieron enseguida a Tritos, con una larga túnica hecha de un mar oscuro, mientras que el otro era un completo desconocido, si bien fuente de la misma presencia ominosa del resto de Astra Planeta.
—¿Pretendéis apoderaros de la Esfera de Júpiter? —cuestionó Narciso de Venus, cuyo rostro estaba oculto por la luminosidad del halo que tenía tras de sí—. Si vos que domináis una de las Esferas de Crono sois considerada el pináculo de toda existencia mortal. ¿Qué pasaría si reinaseis sobre dos de los nueve aspectos? ¿Habrá la Creación de inclinarse frente a una nueva diosa, tal vez?
En comparación a la última sonrisa de Ío de Júpiter, lo que los labios de Titania formaron tenía poco de humano. La astral sonreía como deben sonreír los demonios.
—La manzana nunca cae debajo del árbol. ¿Es eso lo que sugieres, ángel? —Dejó la pregunta en el aire solo los segundos suficientes para que Tritos se alterara, luego cabeceó negativamente, tranquilizando a sus compañeros—. La Esfera de Júpiter pasará por el ciclo de destrucción y creación que le corresponde. La formación del nuevo regente ahora queda en tus capaces manos, adalid de Afrodita y Hefesto.
Aunque no fuera sensato dudar de la franqueza de Titania, ni Tritos ni Narciso podían dejar de fijarse en la esfera de luz y rayos que la astral mantenía entre los finos dedos. Aquello era parte de la Esfera de Júpiter, sin duda alguna.
—Las memorias de mi padre me pertenecen —aseveró Titania al notar la indiscreta mirada del regente de Neptuno—. No es algo que el sucesor necesite para emplear los dones divinos de Júpiter, ¿me equivoco?
—Estáis en lo cierto, Titania, como de costumbre. Mas los recuerdos del primer regente de la Esfera de la Ley y los Héroes, quien fue maestro de todas las mujeres que le sucedieron, son un arma peligrosa. Si se transmitieran al individuo adecuado, sería posible la existencia de dos astrales de Júpiter, señores del mismo aspecto.
—¡Eso sería sustituir una guerra por otra! —exclamó Tritos, indignado—. Ella nunca haría algo así, ya que es la hija de Ío de Júpiter.
Resultó imposible determinar si las palabras de Tritos convencían a Narciso. Y Titania no se esforzó en reforzar la ciega confianza que el regente de Neptuno le profesaba. Sus pensamientos estaban más allá del presente, en el lejano y brumoso futuro.
—Mi propósito no ha cambiado. Sigo velando por el bien de la Creación. ¿Os opondréis a mí ahora, que carecemos de un líder?
Aquel cuestionamiento directo, sin el más leve atisbo de dulzura o intento de convencer a sus iguales, era la forma que Titania escogió para dejar claro que ya había tomado una decisión. Las memorias de Ío, lo más parecido a un alma que quedaba del ya muerto astral, no habían sido tomadas al azar.
—¿Cómo que no tenemos un líder? —dijo Tritos, molesto—. Ahora que Ío no está, tú serás nuestra comandante, ¿no? Así que te seguiré hagas lo que hagas.
—Yo estoy por encima de estas cosas —afirmó Narciso, avanzando hacia la forma ovalada que era resultado del combate por la supremacía de la Esfera de Júpiter. Al acercar las límpidas manos de ángel al huevo cósmico, este se fue contrayendo hasta quedar fundido con las dos manos entrelazadas—. Crear es mi razón de ser y mi deseo. La guerra y la muerte son asuntos de los humanos.
Aquellos tres, de insólitas prendas y con coronas de laurel ciñendo sus cabellos, habían conversado sin prestar la más mínima atención a los dos santos que seguían allí. En cierto sentido, eran como dioses hablando sobre importantes asuntos que los meros mortales no podían comprender, así que ni siquiera intentaban evitar ser escuchados. Era esa soberbia lo que hacía irreconciliables los objetivos de quienes luchaban por los humanos y quienes lo hacían por el universo, la perspectiva era demasiado distinta de un lado a otro. Y si alguna vez los Astra Planeta temieron el milagro de Elíseos, eso había cambiado con el enfrentamiento entre Shun de Andrómeda e Ío de Júpiter.
A través de la máscara dorada, Akasha vio con alivio cómo Narciso desaparecía dejando un destello de luz. La figura del ángel se le quedó en la retina —un apuesto guerrero de largos y rizados cabellos, mirada clara e impecable piel—, así como la certeza de que aquel no sería un enemigo más en la larga lista.
Saber eso calmó el terror que, mudo como ella había pretendido ser los últimos minutos, había dominado a Akasha desde el momento en que tras la caída de un astral se reunieron otros tres frente a ellos, sin ser claro lo que cada uno pretendía. No eran dioses, lo sabía bien, pero siendo los campeones del Olimpo, tenían una libertad para decidir qué era el bien mayor que no poseía ningún otro mortal. De hecho, ellos mismos no eran mortales, tenían una esperanza de vida mayor a las de las estrellas, tiempo suficiente para juzgar las diminutas y agitadas existencias que poblaban un mundo insignificante en el macrocosmos que ellos resguardaban.
Con ese miedo vergonzoso anidando en su pecho, buscó apoyo en quien tiempo atrás consideró un confiable compañero. Sin embargo, entonces Arthur estaba siendo más él mismo que nunca. Los ojos del Juez no veían con miedo o rencor a Titania; transmitían una emoción muy distinta. ¿Respeto? ¿Admiración? Akasha caviló sobre las posibilidades mientras recordaba haber visto ya esa mirada antes, cuando el santo de Libra miraba al alto y lejano cielo estrellado con un interés que no sentía para las personas, o bien que no quería mostrar a la caótica raza de los hombres.
No podía culparlo del todo. El universo era algo tan maravilloso como terrible. Y contenía toda suerte de misterios, capaces de embelesar el corazón del sabio.
—Habéis terminado —dijo Arthur, severo a pesar de las circunstancias—. Eso significa que ha llegado nuestro turno.
Instó a Akasha a intervenir con un ademán. Tritos se rascó la cabeza mientras los miraba confundido, como si acabara de darse cuenta de que estaban allí.
—¿Qué ocurrirá ahora?
La regente de Urano no parecía haber escuchado la pregunta de la Suma Sacerdotisa. Seguía mirando la pequeña esfera que flotaba sobre su palma. Esta, contenedora de las memorias de Ío de Júpiter, levitó hasta colocarse frente al rostro de Titania. Luego, como un fogonazo, desapareció de la vista de todos los presentes.
—¿Permitirás que la muerte de tu padre sea en vano? —acusó Akasha, enérgica. Notando que Tritos hacía el amago de intervenir, añadió—: ¿Deshonraréis de esa manera el sacrificio de vuestro líder? ¿¡Esa es la clase de héroes que sois!?
—Eres la menos indicada para…
—Basta, Tritos —cortó Titania al tiempo que despedía un aura eléctrica, solo por un instante—. Una vez acabe con los peones del Hijo, vuestro mundo no volverá a tener contacto con nosotros, ni viceversa. El tiempo en que sobrestimábamos los milagros realizados por los hombres ha acabado. No seréis parte de la guerra entre los cielos y la tierra, pues tal guerra nunca ocurrirá.
—¿Los peones del Hijo? —Aun sabiendo a quiénes se refería, Akasha necesitaba escucharlo de los labios de Titania. No debía dar pasos en falso.
—Harías bien de preocuparte por tu gente antes de seguir molestando —dijo Tritos—. A la actual Esfera de Júpiter no le queda mucho tiempo.
—Desapareced, humanos —musitó Titania, destellando los ojos de aquella con una fiereza insólita. El espacio aislado desapareció. Arthur y Akasha regresaron al Santuario sin poder hacer nada por evitarlo. Y muy en el fondo, ambos lo agradecieron.
Notas del autor:
Con este capítulo concluye el quinto volumen de esta historia, Júpiter. Espero que haya sido de su agrado. Aprovecho este espacio para avisar a todos los lectores de que la próxima semana no habrá capítulo. ¡Descanso de fin de arco!
Shadir. Saint Seiya, si no es que el shonen en general, nos ha enseñado a desconfiar de las muertes de los protagonistas. Pero el mundo sigue girando e Ío no ceja en su empeño de combatir, tenaz como todo santo de Atenea que se precie. Buena expresión.
Aunque no soy muy versado en el universo de Tolkien, sí tenía claro que los enanos no son elfos oscuros, mencioné el caso de Magnus Chase como una referencia. No es un problema que no sea lineal, desde un principio he asumido que debe ser similar a leer una recopilación de mitos, que no solo no son lineales sino que a veces se contradicen entre sí por ser de diferentes fuentes. Y es toda una tarea juntar varios para crear una historia consistente, así que entiendo a qué te refieres cuando hablas del trabajo detrás de la serie. Como se suele decir, sobre gustos no hay nada escrito.
Ulti_SG. ¡Suena a que todo este tiempo estuvimos en un concurso!
Todo un clásico, la tenacidad de los santos de Atenea, de la que por supuesto Ío, el viejo Hashmal, tenía que hacer gala. Él es uno de esos jóvenes de tiempos pretéritos que luchó sin armas, ni armadura, contra los armados ejércitos de Poseidón. Él es uno de los cimientos de la leyenda de los santos de Atenea.
Puede que Shun perdiera la batalla, pero estuvo a la altura de su fama, para haber llevado a un rival de la talla de Ío hasta ese estado. Y aquí viene Tritos, siempre dispuesto a ayudar a su gente, muy amable él. Se ve que la Esfera de Júpiter quiere asegurarse de que Ío no la vuelva a abandonar metiéndoselo en la barriga. Como Homer Simpson en aquel especial de Halloween donde come de todo…, más de lo normal, y se vuelve verde. ¿Minutos? ¿¡Minutos!? ¡La maldición de Freezer regresa!
Matar a todos los candidatos para no perder el puesto me hizo recordar a la gran Fiona Goode, de AHS: Coven, pero en mi mente prevalece la imagen de los Astra Planeta reunidos bajo el comando de una ameba tuerta. Genial.
Me viene de antiguo lo de matar a un protagonista que lucha contra un astral, pero aun así creo que no se veía venir esta vez. Parece ser que sí, nadie está a salvo.
La batalla final del arco comienza, sincronicen los relojes.
Cuando menos, tiene un motivo razonable para seguir luchando. Eso es bueno.
Más bueno es que la batalla con el león titánico superara la maldición de Freezer. ¡Nunca digas que a alguien, sea persona o planeta, le quedan minutos de vida! Pero el duelo fue tan intenso como breve, acorde a la fuerza desproporcionada de Ío y las útiles habilidades de sus oponentes. En esta ocasión, Sneyder fue el MVP, una auténtica navaja suiza de la que los antiguos santos de hielo deben enorgullecerse. Bien hecho.
Aunque me gustan las batallas largas, escribir esta historia me ha hecho valorar de verdad cuando un duelo puede cumplir su propósito sin extenderse demasiado. Me siento muy satisfecho de cómo quedó esta batalla.
Ojo, qué buen cap, no solo buen cap. ¡Ojo que la diferencia se nota!
