XXI
—De todas maneras, por favor, no vuelvas a hacer nada similar —le pide Henry mientras suben a su Cadillac negro—. No pensé que viviría emociones tan extremas hoy… —Hace un esfuerzo para no echarse a reír de vuelta.
No obstante, ahora, Eleven ha vuelto a adoptar un sospechoso silencio. Henry retrasa el arrancar el auto para mirarla.
—¿Qué pasa? —la interroga, confundido: ¿no estaban pasándola bien…?
Eleven abre la boca un instante antes de hablar, como buscando las palabras. Después, pregunta:
—¿Ibas a… matarlos?
Henry serena su expresión al instante. Y, porque no puede mentirle —al menos, no ante una pregunta tan directa—, le responde con la verdad:
—Al principio, no estaba seguro.
La niña se encoge como si la hubiese golpeado.
—Pero —añade— hay algo que sí sé —Eleven busca sus ojos, entonces; Henry experimenta cierta satisfacción al notar que este acto de confianza ha reemplazado su anterior comportamiento ansioso—, cuando vi tu rostro…, decidí que nunca más te sometería a eso.
Henry aprieta los labios.
—Algún día, Eleven —le dice, y esta vez es él quien no la mira, su vista fija al frente; no cree que pueda resistir sus ojos sin ceder a todos sus cuestionamientos—, hablaremos sobre lo que sucedió la noche en que huimos.
»Pero hoy… Hoy no. Hoy es un día para ser felices.
Eleven lo escucha en silencio. No le pregunta a qué se refiere, no lo increpa, nada; solo asiente.
Henry arranca el auto.
Ambos almuerzan en una cafetería cercana al parque: Henry la deja escoger lo que desee del menú, sin hacer ningún comentario sobre su escasa elección de vegetales ni sobre su preferencia por comida chatarra.
La comida es deliciosa; Eleven sale del establecimiento con una gran sonrisa.
—¿Y ahora? —le pregunta a Henry, dando leves saltitos debido a la emoción que es incapaz de contener (y, tal vez, al exceso de azúcar en su sistema—. ¿Cuáles son tus planes para ahora?
Henry se lleva un dedo a la barbilla y adopta una expresión pensativa en un gesto teatral.
—Hm, no sé. ¿Qué te parecería…? —Eleven lo mira atentamente—. Bueno, pero solo si quieres… Es decir, siempre puedes decir que no, no pienses que…
Los puños de Eleven encuentran su camisa.
—¡Henry!
Él suelta una carcajada; luego, sus manos despegan de sí, con cuidado, las de ella.
—¡Tranquila…! Bien, ¿qué te parece si vamos a la juguetería?
Eleven sabe lo que es una juguetería: Henry se lo ha explicado en sus clases. La idea de un lugar donde hay animales de felpa y juguetes por doquier se le hace aún extraña, increíble.
—A menos que…
Pero ella lo toma de la mano y lo empieza a arrastrar —con su consentimiento, obviamente, pues de lo contrario su cuerpo no se habría movido en lo absoluto—.
Henry se toma unos momentos para reprimir una nueva risa antes de señalarle:
—Eleven, tu entusiasmo me parece fantástico…, pero la juguetería está en la dirección opuesta.
Ipso facto, la niña utiliza su mano como sostén para deslizarse en un semicírculo hacia la dirección contraria.
Henry decide que la ha fastidiado suficiente; por ello, no comenta sobre el sonrojo que atisba en sus mejillas.
