Capítulo 2: Historia del Pasado. Secuestrado.

Esa noche una violenta tormenta azotaba la tierra. De vez en cuando, un rayo cortaba la oscuridad, alumbrando por un instante la enorme fortaleza que aún se alzaba pese a todo lo sucedido.

El terreno era una verdadera masacre. Varios cuerpos yacían tendidos, unos sobre otros, mientras el agua se combinaba con el rojo de la sangre, desparramándose sobre la hierba empapada. Hace poco había terminado otra batalla…

¿Cuánto llevaban sitiando la fortaleza del duque de Tintagel? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Quizás un mes? ¿Tres meses? ¿Una eternidad? Los hombres cansados del rey no sabían con seguridad, pero la gran mayoría estaban hambrientos y heridos; bueno, los que tenía suerte… mientras los desafortunados acababan de unirse al cementerio, en el cual se había convertido lo que alguna vez fue un bello campo.

Un hombre de mediana edad se encontraba de pie, ataviado con una gran armadura dorada de la cual colgaba una majestuosa capa hecha de piel marrón, quizás de un oso; mientras una corona de oro y piedras preciosas, las cuales resplandecían como estrellas multicolores, adornaba su cabeza. Su largaba barba se unía con su cabello, ambos de ámbar, pero un poco blanquecinos por la edad: se mantenía completamente seco. Una tela roja, sostenida por cuatro columnas de madera lo resguardaba de la tempestad; detrás de él se encontraba una mesa con varios rollos de pergamino regados. El rey podía notar como el espíritu había casi abandonado por completo los ojos agotados de sus caballeros, quienes, como podían, se protegían de la tormenta. Esta última no hacía más que hundir el poco valor restante que las tropas tenían.

-Su Majestad- le habló su guerrero de más confianza le habló – Los hombres se encuentra muy cansados… la mayoría están cayendo enfermos y otros tantos hablan sobre lo inútil que esta encomienda…- se detuvo unos momentos, esperando la respuesta de su monarca, quien seguía contemplando la fortaleza sin moverse – Mi rey… todos desean volver a casa con sus familias y amigos…

-Lo sé bien, Sir Aurelius, hermano mío- suspiró después de un rato el monarca, retirando la corona de su cabeza. Se giró lentamente, para contemplar con sus ojos verdes a su interlocutor - vuelve con los demás, diles que acabaré con esto hoy mismo…

-pero, Majestad… -trató de intervenir una vez más el llamado Aurelius, sin embargo, el mencionado no le hizo caso y abandonó la protección de su tienda para perderse en el interminable bosque.

Muchos de los árboles se encontraban desnudos, carbonizado por el fuego que se había esparcido hace unas cuantas horas. Las ramas retorcidas se extendían, siniestras, hacia el cielo, como manos deformes como si imploraban piedad. Afortunadamente, el incendio no se había esparcido; en todo caso, fue una suerte que la lluvia cayera en ese preciso momento.

Unos pasos llamaron la atención del rey, quien lentamente se giró para recibir la alta figura ataviada con una capa unida capucha, la cual impedía verle el rostro, pero se ceñía al cuerpo femenino. Un hechizo protegía a la recién llegada de las gotas heladas que caían del cielo igual dagas.

-Por fin apareces… - dijo el monarca, seriamente- Merlín, necesito de ti un favor urgente- agregó, mientras la persona por fin revelaba: la mujer de indescriptible belleza, cuyo rostro no había cambiado en lo más mínimo pese a los años, dirigió sus ojos dorados a la persona frente a ella.

-¿En qué puedo servirle, Su Majestad Real de Camelot… rey Uther Pendragón?- contestó la hechicera con una sonrisa y un brillo extraño en su mirada.

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Un potente trueno rugió con tanta fuerza que la despertó de su sueño. Merlín se levantó despacio de su cama, intrigada: hace mucho que no revivía ese recuerdo en particular…

La maga suspiró para girar la cabeza hacia la ventana de la posada, en donde se encontraba. Era una habitación muy sencilla: dos camas y un taburete en medio con la vela medio consumida en el centro, del otro lado se encontraba un escritorio viejo; pero bueno, no podía quejarse. El hospedaje era gratis a cambio de un pequeño trabajo para la aldea Leprech, un sitio que apenas tenía para auto sustentarse.

Merlín colocó sus dedos sobre el cristal helado. A fuera, una tempestad tan fuerte como la de esa vez golpeaba caía sin piedad; quizás sea por eso que su mente la llevó a esa memoria en particular, meditó por unos segundos antes de girarse… sólo para encontrar los ojos violetas de su joven acompañante, mirándola con interés.

-¿Qué sucede, Arthur? ¿No puedes dormir?- cuestionó la bruja, a lo cual el niño respondió sentándose entre las sabanas.

-No… es que… no me gustan mucho los truenos- confesó el niño un poco avergonzado- hace tiempo, mientras padre estaba fuera en una misión para el rey, Kay me sacó de la casa en una tormenta como esta… Me enfermé y estuve en cama varios días…

Merlín lo mira en silencio unos segundos antes de sentarse a su lado. Distraídamente comenzó a acariciar los cabellos ámbar de Arthur, quien le dirigió una sonrisa.

-Padre se enojó mucho cuándo se enteró y castigó fuertemente a Kay…- después de esa frase la sonrisa del pequeño se convirtió en una mueca nerviosa- supongo que eso contribuyó a que Kay me odiara más…

-Arthur… Kay se ganó ese castigo solo, no fue tu culpa… - suspiró Merlín, aún sin comprender como un niño tan pequeño era capaz de tomar toda la responsabilidad de los males que sucedían a su alrededor.

-Lo sé… pero…- quiso comenzar una vez más Arthur, pero entonces se calló por unos momentos, como meditando algo. Sin más, volvió a dirigir sus ojos violetas a los dorados de su maestra- ¿Y tú? ¿También te dan miedo los truenos?

Merlín lo miró sorprendida un momento, para luego sonreírle y volverlo a abrazar contra su pecho, mientras seguía acariciando los cabellos alborotados del menor.

-No es eso, Arthur- contestó –Es sólo que tengo muchas preocupaciones en la mente ahora mismo…

-Es por qué ya casi no tenemos monedas- comentó el niño, separándose de nueva cuenta del abrazo de la maga para verla fijamente. Una vez más, Merlín lo contemplo, perpleja, esta vez con la boca medio abierta por la sorpresa- No tienes que protegerme de todo, maestra, sé muy bien que apenas tenemos cinco monedas de cobre… Quizás podamos vender algo de mis ropas…

- ¿Y entonces que vestirías? - Merlín volvió a abrazarlo contra ella. Arthur frunció el entrecejo un poco durante unos segundos.

- Es cierto… - aceptó - ¡Entonces vendamos mi cinturón o mi espada! – exclamó contento, separándose una vez más de la hechicera con una gran sonrisa.

- Eso nunca – contradijo Merlín, intentando volverlo a abrazar.

-¡Pero!- exclamó el niño un poco molesto, manteniéndose alejado.

- Arthur… yo soy quién te cuida a ti, ¿recuerdas? Deja que me preocupe sobre nuestra subsistencia- interrumpió la bruja pelinegra cerrando los parpados. Arthur frunció más su ceño, inflando graciosamente sus mejillas.

-¡Te quiero ayudar!- exclamó molesto –Quizás pueda hacer algunos trabajos para los aldeanos… fue divertido ayudar al señor Eugene… tal vez me puedan dar algunas monedas de esa manera – continuó planeando el chico. Merlín suspiró.

- Lo hablaremos en la mañana, Arthur- comentó ella al final –Ahora duerme… - pidió volviéndolo a atraer a su pecho.

-Pero no tengo sueño… -inició de nueva cuenta el peli ámbar, a lo cual la maga respondió pasando su mano sobre los ojos de su pequeño acompañante.

-Shhhhhhh…- le susurró ella despacio, su voz se oyó como si una brisa acariciará su rostro e inmediatamente los párpados de Arthur comenzaron a sentirse pesados.

- ¿Qué? ¡No! ¡Merlín, eso no justo-! – pudo alegar antes que el hechizo de sueño se apodera de él, hundiéndolo de nueva cuenta en la tierra de Morfeo.

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A la mañana siguiente, maestra y pupilo caminaban juntos por el bosque. La tormenta de la noche anterior había sido reducida a un rocío que cubría la hierba, mientras unas cuantas gotas solitarias escapaban de las hojas altas en los árboles. Un suave olor a tierra mojada persistía en el ambiente.

-¿Un troll?-preguntó Arthur, interesado.

-Sí- asintió la maga, tranquilamente - de acuerdo con los posaderos, esa creatura se ha estado llevando a los niños de aldea… uno por cada noche… me pidieron exterminarla y recuperar a los infantes…

-¡Ah, entonces es por eso que nos dejaron quedarnos sin pagar! – exclama Arthur casi de inmediato, Merlín asiente con la cabeza, ya acostumbrándose a la rápida comprensión del pequeño.

-Siguiendo este mismo camino hay un río un poco más adelante- explicó la pelinegra –Dicen que el troll vive en un puente roto de piedra que se encuentra ahí mismo… pero habrá que esperar hasta la noche.

-Es cierto… los trolls se convierten en piedras por el sol- pensó Arthur en voz alta, para luego sonreír ampliamente - ¡Este es un buen trabajo! ¡Tú yo, exterminadores de monstruos mientras capturamos ladrones!

-Tú, jovencito, deberías estar dedicado a resolver esas ecuaciones que te di desde anteayer- contestó Merlín, cruzándose de brazos seriamente.

-¡Ah! – la sonrisa confiada del peli ámbar se convirtió en una graciosa mueca de nerviosismo –¡Una carrera hasta el puente, maestra!- grita antes de salir corriendo a toda velocidad.

-¡Arthur! ¡Ven acá que te estoy hablando!- exclama la bruja

-¡Y yo estoy huyendo! – bromea de vuelta el muchacho antes de alejarse un poco más. Merlín negó un poco con la cabeza antes de perseguirlo, también con una sonrisa en el rostro.

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El río fue lo primero que Arthur vio una vez saliendo del follaje. Era bastante ancho y la corriente era un poco fuerte. El peli ámbar se acercó con cuidado y, movido por la curiosidad, introdujo su mano en el agua helada; no podía ver el fondo, sin embargo, un pez pasó rozando sus dedos. Quizás después de que todo acabara, podía pescar un poco, se dijo.

Entonces caminó, siguiendo la orilla hasta dar con el ya mencionado puente. Era una estructura inmensa de unos seis metros de alto, hecha con pedazos irregulares de roca, donde algunos sobresalían curiosamente del resto. La mitad se había venido abajo hace mucho tiempo.

-Este es…- se dijo Arthur pasando por debajo del puente - ¿Cómo puede vivir alguien aquí? ¡No hay una puerta ni nada! –razonó, sinceramente confundido, mientras golpeaba las piedras delante de él.

-Arthur- llamó Merlín y él se dirigió hace ella –No puedes entrar a la guarida de un troll de esa manera… Ven, conmigo… Vamos a entrenar

-Ah… está bien… - murmuró el chico, siguiéndola dudoso.

-Deja aquí todo y toma esta rama- ordenó la maga – ¿Ves esas rocas en medio del río? Quiero que vayas ahí…- el peli ámbar asintió, mientras la obedecía. Por la constante humedad, las mencionadas piedras se encontraban cubiertas de musgo, lo cual las volvía muy resbaladizas.

-Listo, maestra- indicó el muchacho una vez que pudo conservar el equilibrio -¿Qué debo hacer?

-Permanecer ahí- contestó Merlín con una gran sonrisa mientras usaba su magia sobre otras ramas, las cuales comenzaron a volar.

-Bien… espera… ¿Qué? – fue todo lo que pudo decir Arthur antes que las ramas se abalanzaran sobre él como espadas, no dejándole más alternativa que defenderse mientras luchaba por no caer.

Merlín asintió satisfecha, sentándose bajo la sombra de un árbol. Tranquilamente, tomo su libro y comenzó a hojearlo, sin embargo, su mente no se encontraba ahí…

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-Por fin apareces… - dijo el monarca, seriamente- Merlín, necesito de ti un favor urgente- agregó, mientras la persona por fin revelaba: la mujer de indescriptible belleza, cuyo rostro no había cambiado en lo más mínimo pese a los años, dirigió sus ojos dorados a la persona frente a ella.

-¿En qué puedo servirle, Su Majestad Real de Camelot… rey Uther Pendragón?- contestó la hechicera con una sonrisa y un brillo extraño en su mirada.

Uther, sin perder ni un segundo, se acerca a ella con una mirada entre deseo, locura y desesperación, sin embargo, el cuerpo del monarca intentaba esconder el maremoto de emociones que lo asolaban. La hechicera seguía sonriendo con mucha confianza.

-Necesito de tus artes, Merlín, necesito de tu ayuda… supongo que sabrás por qué está pasando esto, ¿No es así?- comenzó a hablar el rey.

-Una mujer- asintió la maga –Una belleza como la de lady Igraine es única en su clase, debo conceder.

-No es sólo por su belleza – interceptó Uther, desesperado –Es todo… su risa, su inteligencia, sus ojos… la deseo, la deseo mucho, Merlín. Desde que la vi esa noche en mi castillo… ninguna otra dama me ha hecho sentir así y nadie más lo logrará… debe ser ella… tiene que ser ella…

-¿Y cómo puedo ayudarlo, Alteza? –pregunta la hechicera, interrumpiendo el soliloquio de Uther, quien de nueva cuenta camino hasta ella para tomarla de la mano, derrumbándose de rodillas en el suelo, salpicando un poco de lodo. La sonrisa, o más bien mueca de alegría, en el rostro de Merlín era indescifrable.

-Usa tus artes, te lo imploro… has que Igraine sea mía, sólo mía, aunque sea una única noche- le rogó

-Bien…-aceptó Merlín, gustosa - lo haré…- continuó, a lo cual Uther se relajó visiblemente sin dejar de sostenerla, tembloroso- sin embargo, te pediré algo a cambio… -terminó, ganándose una mirada dudosa por parte del monarca.

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Un grito y el consecuente salpicar sacaron a Merlín de su sopor, quien se puso de pie de un brinco y corrió hacia el río.

-¡Arthur!-exclamó. Efectivamente, el niño había caído y ahora se encontraba aferrado a las rocas, en las cuales había estado entrenado para evitar que la corriente lo arrastrará lejos. La hechicera suspiró, aliviada, flotando hasta él. Por suerte, se encontraba en el sentido opuesto hacia donde se dirigirán las aguas.

-Hola, Merlín… me caí… – dijo Arthur en cuanto la vio – y perdí me espada – bromeó, contemplando como la rama que había usado se perdía más allá del horizonte.

-Eso veo- contestó Merlín, tranquila – Ven, te sacaré de ahí – agregó, mientras se agachaba, ofreciéndole su mano. El menor no dudo ni un segundo en abandonar la seguridad que le ofrecía la piedra para sostener a su maestra con una gran sonrisa.

Sin mucho problema, la pelinegra lo llevó devuelta a tierra firme, contemplándolo fijamente. Arthur se encontraba empapado de pies a cabeza, pero no deja de sonreírle divertido. Bueno, no hasta que estornudó con fuerza.

-Ay… creo que no fue buena idea dejar todo en la posada… -comentó avergonzado, mientras se rascaba distraídamente los cabellos ámbar.

-Ven… debes secarte antes de que te enfermes – indicó Merlín, tomándolo de la mano.

Al poco tiempo, una fogata crepitaba en medio de los dos. La ropa de Arthur se encontraba en unas estructuras sencillas de madera que construyeron con ramas y una soga en forma de cruces, mientras el mencionado niño se encontraba sentado, abrazándose las rodillas. La capa, que usualmente cubría a Merlín, ahora se encontraba rodeando al muchacho.

La hechicera seguía leyendo su libro de magia. Era la primera vez que veía a Merlín descubrir su rostro en la intemperie… Suerte que estaban solos… Arthur suspiró un poco e inmediatamente se fijó en su maestra.

-Oye, Merlín… ¿Por qué siempre cubres tu rostro cuando estamos con alguien más? ¿Y por qué tienes un jabalí carmesí en el cuello? ¿Es un sello mágico? – comenzó a interrogar el menor. La bruja meditó unos segundos; entonces volvió a guardar su lectura para mirar al chico que la observaba con mucha atención.

-Dime, Arthur ¿Sabes sobre los Pecados Capitales? –interrogó de vuelta Merlín. El peli ámbar asintió con la cabeza.

-He oído que son los caballeros más poderosos del mundo… cada uno de ellos tienen habilidades únicas y formidables. También sé que son representados con un animal y un pecado en particular….- Arthur se detuvo en seco, abriendo sus parpados con sorpresa– No me digas que tú…

Merlín sonrió, realmente era un niño muy perceptivo.

-Así es… a mí se me conocía como el Jabalí de la Gula- comentó fascinada al ver como la emoción pintaba las facciones del infante para dar paso a una de sus sonrisas honestas.

-¡Eso es increíble, Merlín! ¡¿Por qué no me lo dijiste antes?! ¡He oído y leído tanto de ellos! ¡Siempre he admirado mucho a los Pecados! – exclamó emocionado Arthur

-Pero también has oído lo que pasó en Liones ¿No es así? – cuestionó la maga –Sobre la fatídica noche de la traición y la muerte de uno de los Maestros…

-Sí… pero es mentira… estoy convencido. No creo nada de eso- contestó el peli ámbar sin dudar de sus palabras.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? – Merlín alzó una ceja, confundida.

-Porque te conozco a ti y sé que eres maravillosa – sonrío Arthur, lo cual provocó que Merlín fuera quien se sorprendiera- Así que si tú eres buena, por definición los demás también lo son – concluyó con su hilo de pensamiento. La hechicera cerró sus párpados, tranquilamente.

Arthur levantó la mirada; el sol comenzaba a desaparecer por el horizonte. De pronto, recordó la misión que los había llevado hasta ahí. Miró en dirección del puente y tenía que confesar que, con las sombras, la antigua estructura parecía un poco más amenazante, sobre todo, sabiendo qué se escondía ahí.

- Merlín… ¿Cuál es plan de acción?- preguntó emocionado. La maga lo contempló, otra vez muy confunda- Para detener al Troll… ¿Cómo atacamos?

-Yo atacaré mientras tú te mantienes a salvo en la posada- respondió Merlín sin perder su temple. La felicidad dio paso a la desilusión en el rostro del peli ámbar.

-¿Eh? ¿Por qué? ¡Quiero ayudarte! – dijo despertado Arthur, mientras fruncía el entrecejo con molestia.

-Tu maestra sola puede con un Troll, Arthur – dijo Merlín- Además, recuerda que se lleva a los niños. No te voy a poner en peligro.

-¡Pero puedo pelear! ¡Me defendí bien contra esos brabucones! – exclamó desesperado el más joven

-Tres niños no son lo mismo que una bestia mágica. Deberías saberlo…

-Pero la posada está muy lejos… Tú misma lo dijiste- argumentó el peli ámbar, sintiéndose victorioso por unos momentos.

-Te teletransportaré allá y regresaré…- Más molestia sigo ante esa declaración, la hechicera se quedó pensando unos cuantos segundos – Dices que interesan las historias de los Siete Pecados, ¿No, Arthur? Hagamos esto… Prométeme portarte bien y obedecerme siempre y yo te contaré de mi vida con ellos… ¿Qué te parece?

Arthur la miró en silencio, inflando sus mejillas en un gesto muy gracioso. No era justo, para nada justo, especialmente por qué, si había algo que deseará más que nada en este mundo, era saber más de los legendarios guerreros… conocerlos, si era posible. Y ahora su maestra, quien dada la causalidad formó parte de ellos, le ofrecía lo que más anhelaba a cambio de quedarse sentado en un cuarto, solo, toda la noche, mientras ella se enfrentaba al peligro.

-Bien…- al final terminó aceptando Arthur, quién bajo la mirada con desilusión.

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-Realmente no es justo- murmuró Arthur todavía molesto; molesto y aburrido. Se encontraba tumbado sobre sus brazos en el escritorio con un libro bajo suyo juntos a varios pergaminos; la llama de vela baila temblorosa a su lado, proyectando sombras a la pared. Estaba de vuelta en la sencilla habitación que compartía con su tutora.

¿Cómo Merlín podía esperar que se pusiera a estudiar tranquilo? No era por qué creyera que ella podía ser herida, es más, pensaba que no había poder en el mundo capaz de tocarla, pero aun así quería ayudarla, demostrarle que podía, sin embargo, la hechicera nunca lo oía. Lo mismo había pasado con la necesidad de ganar más monedas, aunque fueran de cobre.

-Quizás cuando crezca…- pensó Arthur en voz alta, mientras bostezaba con sueño. Querer estudiar era completamente inútil… su concentración estaba en cualquier lugar menos en las palabras que se supone debía leer y entender.

Fue en ese preciso momento cuando una extraña melodía llegó hasta sus oídos. Arthur levantó la cabeza: era una melodía suave, hermosa y melodiosa que parecía llamarlo insistentemente.

-¿Una flauta?- se preguntó confundido, poniendo más atención al sonido que parecía llenar todo el cuarto –Qué bonita canción… -susurró maravillado y, sin darse cuenta, perdió el control de su mente y cuerpo. Arthur se puso de pie para seguirla.

Sus pasos lo llevaron fuera de la habitación, por el pesadillo oscuro y a bajar las escaleras. Una parte de su mente se resistía, pero la mayoría se encontraba cautivada por ese insistente, bello sonido que colmaba sus sentidos. Igual sus piernas parecían querer acercarlo más hacia el origen de la música de flauta, el cual estaba cada vez más cerca, especialmente cuando Arthur salió a la intemperie.

Un troll lo estaba esperando. De unos seis metros de alto, regordete con orejas enormes y de piel verdosa; él era quien se encontraba tocando el misterioso instrumento. El peli ámbar se detuvo a pocos centímetros del ser, por alguna razón sus ojos violetas parecían estar apagados, sin conciencia.

El horrible monstruo sonrió, mostrando una fila de amarillos e irregulares dientes; sin más dio la media vuelta, volviendo a tocar la flauta que llevaba. Arthur lo siguió, obediente, hasta perderse juntos entre el follaje.