14. POSICIÓN DE HIERRO
La forma carnal se amansa, por amor a compartir; dada a la vida, nos trae alegría.
Para encontrar esta forma, hay que preocuparse.
Uno debe emplear auténtica empatía.
De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa 5
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Clarke, arrodillándose y contemplando su hoja esquirlada, cuya punta se hundía en el suelo de piedra. Estaba sola. Únicamente la espada y ella en una de las nuevas salas preparatorias, construidas junto al coso de los duelos.
»Recuerdo cuando te gané —susurró Clarke, mirando su reflejo en la hoja—. Tampoco entonces me tomaron en serio. A Tinalar se le ocurrió retarme a duelo solo para avergonzar a mi padre. No obstante, conseguí su hoja.
Si hubiera perdido, habría tenido que entregarle a Tinalar su armadura, que había heredado de su familia materna. Clarke nunca le había puesto nombre a su hoja esquirlada. Algunos lo hacían, otros no. Pero a ella no le había parecido adecuado; no porque pensara que la hoja no se merecía un nombre, sino porque consideraba que no sabía el adecuado. El arma había pertenecido a uno de los Caballeros Radiantes, hacía muchísimo tiempo. Ese hombre, sin duda, le había puesto nombre. Llamarla de otra manera parecía presuntuoso. Clarke pensaba así incluso antes de empezar a considerar de forma positiva a los Radiantes, como hacía su padre. La hoja continuaría después de que Clarke muriera. No la poseía. Simplemente la tenía en préstamo durante un tiempo. Su superficie era austeramente lisa, sinuosa como una anguila, con promontorios en la parte trasera como cristales crecientes. Su forma era como una versión más grande de una espada larga normal, pero guardaba cierto parecido con los enormes mandobles que había visto blandir a los comecuernos.
—Un auténtico duelo —susurró Clarke a su espada—. De verdad. Por fin. Se acabó ir de puntillas, se acabó limitarme.
La hoja esquirlada no respondió, pero Clarke imaginó que la escuchaba. No se podía utilizar un arma como esa, un arma que parecía una extensión de la misma alma, y no sentir en ocasiones que estaba viva.
—Hablo muy confiada con todo el mundo, desde que sé que confían en mí —prosiguió Clarke—. Pero si pierdo hoy, se acabó. No más duelos, y un grave obstáculo en el gran plan de mi padre.
Oía a la gente en el exterior. El rumor de los pasos, el zumbido de las charlas. Roces en la piedra. Habían acudido. Querían ver cómo vencía Clarke o era humillada.
—Este podría ser nuestro último combate juntos —añadió—. Agradezco lo que has hecho por mí. Sé que lo habrías hecho por cualquiera que te blandiese, pero de todas formas te doy las gracias. Yo… quiero que lo sepas: creo en mi padre. Creo que tiene razón, creo que las cosas que ve son reales. Que el mundo necesita un Alezkar unido. Y precisamente para conseguir que eso suceda, emprendo combates como este.
Clarke y su padre no eran políticos, sino soldados. Bellamy lo era por elección; Clarke, por las circunstancias. No podrían conseguir un reino unificado conversando. Tendrían que hacerlo por medio de la lucha. Clarke se levantó, se palpó el bolsillo, redujo su espada a bruma y cruzó la pequeña cámara. Las paredes de piedra del estrecho pasadizo en el que entró estaban cubiertas de bajorrelieves que mostraban las diez posiciones básicas de la esgrima. Las habían tallado en otra parte, luego las colocaron allí al construir el edificio: una adición reciente para sustituir las tiendas donde antes habían tenido lugar los preparativos ante los duelos. Posición de viento, posición de piedra, posición de fuego…
Había un bajorrelieve, junto a la pose descrita, de cada una de las Diez Esencias. Clarke las fue contando al pasar. Este pequeño túnel había sido tallado en la piedra del mismo coso y terminaba en una pequeña habitación abierta en la roca. La brillante luz de la zona de duelo asomaba en los bordes del último par de puertas que se encontraban entre su oponente y ella. Con una estancia adecuada para meditar además de esa sala para que los contendientes se pusieran la armadura o se retiraran entre asaltos, la zona de duelos de los campamentos de guerra empezaba a ser tan adecuada como las que había en Alezkar. Algo digno de agradecer. Clarke entró en la sala, donde esperaban su hermano y su tía. Padre Tormenta, le sudaban las manos. No se sentía tan nerviosa cuando cabalgaba a la batalla, cuando su vida corría auténtico peligro. La tía Echo había terminado una glifoguarda. Se apartó del pedestal, hizo a un lado su pincel y alzó la guarda para que ella la viera. Estaba pintada de rojo brillante sobre lienzo blanco.
—¿Victoria? —aventuró.
Echo bajó el lienzo y la miró levantando una ceja.
—¿Qué? —dijo Clarke mientras sus auxiliares entraban con las piezas de su armadura esquirlada.
—Dice «seguridad y gloria» —respondió Echo—. Tampoco te pasaría nada malo porque aprendieras unos cuantos glifos, Clarke.
Ella se encogió de hombros.
—Nunca me ha parecido importante.
—Sí, bueno —dijo Echo, doblando reverentemente la plegaria y colocándola en un brasero para quemarla—. Esperemos que con el tiempo tengas una esposa que haga esto por ti. Tanto leer glifos como crearlos.
Clarke inclinó la cabeza, como era adecuado mientras ardía la plegaria. Pailiah sabía que no era momento de ofender al Todopoderoso. Sin embargo, cuando terminó, miró a Echo.
—¿Alguna noticia del barco?
Esperaban noticias de Anya cuando llegara a las Criptas Huecas, pero no se había producido ninguna. Echo había comprobado en la oficina del práctico del puerto de aquella lejana ciudad. Dijeron que el Placer del Viento no había llegado nunca.
Hacía ya una semana.
Echo hizo un gesto de calma con la mano.
—Anya iba en ese barco.
—Lo sé, tía —dijo Clarke, arrastrando los pies con inquietud.
¿Qué había sucedido? ¿Había sido alcanzada la nave por una alta tormenta? ¿Qué había pasado con aquella mujer con la que Clarke iba a casarse, si Anya se salía con la suya?
—Si el barco se retrasa, será porque Anya anda metida en algo —dijo Echo—. Tranquila. Tendremos noticias de ella dentro de unas semanas, exigiendo alguna tarea o alguna información. Tendré que sonsacarle por qué ha desaparecido. Ojalá Battah concediera a esa muchacha algo de sentido que acompañara a su inteligencia. Clarke no insistió. Echo conocía a Anya mejor que nadie. Pero… estaba preocupada por ella, y sintió el súbito temor de no llegar a conocer a la joven Lexa cuando se esperaba. Naturalmente, no era probable que el compromiso por conveniencia funcionara, aunque una parte de ella deseaba que así fuera. Dejar que otros eligieran por ella tenía un extraño atractivo, considerando cuánto la había maldecido Danlan cuando rompió su relación. Danlan seguía siendo una de las escribas de su padre, así que la veía de vez en cuando. Más miradas. Pero, tormentas, no había sido culpa suya. Las cosas que ella había contado a sus amigas…
Un armero le llevó las botas y Clarke se colocó sobre ellas, sintiendo que encajaban en su sitio. Los armeros fijaron rápidamente las grebas y luego fueron ascendiendo, cubriéndola de ligerísimo metal. Pronto lo único que faltó fueron los guanteletes y el yelmo. Clarke se arrodilló y metió las manos en los guanteletes que había a su lado, con los dedos en la posición adecuada. A su extraño modo, la armadura esquirlada se cerraba sola, como una anguila aérea que se enroscaba sobre su rata, tensándose cómodamente en torno a sus muñecas. Clarke se dio la vuelta y extendió la mano para que el último armero le entregara el yelmo. Era Aden.
—¿Has comido pollo? —preguntó Aden mientras Clarke cogía el yelmo.
—En el desayuno.
—¿Y has hablado con la espada?
—Toda una conversación.
—¿Llevas la cadena de nuestra madre en el bolsillo?
—Lo he comprobado tres veces.
Echo cruzó los brazos.
—¿Todavía seguís con esas estúpidas supersticiones?
Ambos hermanos la miraron bruscamente.
—No son supersticiones —dijo Clarke.
—Es solo buena suerte —explicó Aden al mismo tiempo.
Ella puso los ojos en blanco.
—Hace mucho tiempo que no libro un duelo formal —añadió Clarke, poniéndose el yelmo con la visera abierta—. No quiero que nada salga mal.
—Tonterías —insistió Echo—. Confiad en el Todopoderoso y los Heraldos, no en que hayas tomado o no la comida adecuada antes del duelo. Tormentas. Lo próximo será que creas en las Pasiones.
Clarke intercambió una mirada con Aden. Sus pequeñas tradiciones probablemente no le ayudarían a ganar, pero bueno, ¿por qué arriesgarse? Cada duelista tenía sus manías. Las suyas todavía no le habían fallado.
—A nuestros guardias no les hace gracia esto —dijo Aden en voz baja—. No paran de hablar de lo difícil que va a ser protegerte cuando todo el mundo te ataque con una hoja esquirlada.
Clarke se cerró la visera. Se nubló por los lados mientras encajaba en su sitio, se volvió translúcida y le ofreció una visión plena de la habitación. Clarke sonrió, plenamente consciente de que Aden no le veía la cara.
—Lamento mucho negarles la oportunidad de hacerme de niñeras.
—¿Por qué disfrutas atormentándolos?
—No me gustan los escoltas.
—Has tenido guardias antes.
—En el campo de batalla —adujo Clarke. Otra cosa distinta era que lo siguieran a todas partes.
—Hay más. No me mientas, hermana. Te conozco demasiado bien.
Clarke escrutó a su hermano, cuyos ojos eran tan formales tras las gafas. El muchacho era demasiado solemne.
—No me gusta su capitana —admitió Clarke.
—¿Por qué? Le salvó la vida a nuestro padre.
—Me molesta. —Clarke se encogió de hombros—. Hay algo en ella que no me encaja, Aden. No me fío.
—Creo que no te gusta que desobedeciera tus órdenes en el campo de batalla.
—Casi no recuerdo eso —aseguró Clarke, avanzando hacia la puerta.
—Bueno, muy bien. Adelante. Ah, y otra cosa.
—¿Sí?
—Intenta no perder.
Clarke abrió las puertas y salió a la arena. Había estado allí antes, usando la excusa de que, aunque los Códigos de Guerra alezi prohibían los duelos entre oficiales, tenía que practicar sus habilidades. Para aplacar a su padre, Clarke había evitado los retos importantes: duelos por conseguir campeonatos o esquirlas. No se había atrevido a arriesgar su espada y su armadura. Pero la situación había cambiado. El aire era invernal, pero el sol brillaba en el cielo. Su respiración sonó contra la placa del yelmo y sus pies crujieron en la arena. Comprobó si su padre estaba entre el público. Así era. Al igual que el rey. Sadeas no había acudido. Mejor. Su presencia podría haber distraído a Clarke con recuerdos de una de las últimas ocasiones en que Sadeas y Bellamy habían sido amigos y se habían sentado juntos en aquellas gradas de piedra para verlo batirse en duelo.
¿Planeaba Sadeas su traición incluso entonces, mientras se reía y charlaba con su padre como si fueran viejos amigos?
«Concéntrate». Ese día su contrincante no era Sadeas, aunque en un futuro… En un futuro no muy lejano se enfrentaría a ese hombre precisamente allí. Era el propósito de todos sus actos.
De momento tendría que contentarse con Salinor, uno de los portadores de esquirlada de Thanadal. El hombre solo tenía la espada, aunque había podido conseguir prestada la armadura del rey para poder enfrentarse a un portador completo. Salinor se hallaba al otro lado del ruedo, ataviado con la armadura gris pizarra, sin adornos, esperando a que la alta jueza (la brillante Istow) indicara el comienzo del duelo. Ese enfrentamiento era, en cierto modo, un insulto para Clarke. Para que Salinor accediera a batirse, aquel se había visto obligado a apostar su armadura y su espada contra la espada de esta. Como si Clarke no fuera digna y tuviera que ofrecer más posibles botines para que su contrincante se dignara aceptar el enfrentamiento. Como era de esperar, el coso estaba repleto de ojos claros. Aunque se especulaba que Clarke había perdido su antiguo mordiente, los duelos por esquirlas eran extremadamente poco frecuentes. Este sería el primero en más de un año.
—¡Invocad las hojas! —ordenó Istow.
Clarke extendió la mano a un lado. La hoja apareció en su puño diez latidos más tarde, un momento antes que la de su oponente. El corazón de Clarke latía más rápido que el de Salinor. Tal vez esto significaba que su contrincante no estaba asustado, y la subestimaba. Clarke adoptó la posición de viento, con los hombros encogidos, vuelta hacia un lado, y la punta de la espada hacia atrás. Su oponente eligió la posición de fuego, con la espada en una mano, la otra tocando la hoja y los pies separados. Las posiciones eran más una filosofía que un conjunto de movimientos preestablecidos. La de viento era fluida, extensa y majestuosa. La de fuego resultaba rápida y flexible, más adecuada para hojas esquirladas más cortas. Clarke estaba familiarizada con la posición de viento. Le había servido bien a lo largo de su carrera. Pero ese día no le pareció bien.
«Estamos en guerra —pensó mientras Salinor avanzaba poco a poco, con intención de ponerla a prueba—. Y todos los ojos claros de este ejército son reclutas novatos».
No era momento de ofrecer un espectáculo. Era el momento de dar una paliza. Mientras Salinor se acercaba para descargar un golpe cauteloso con el propósito de medir a su oponente, Clarke se volvió y adoptó la posición de hierro, con la espada sujeta con las dos manos por encima de la cabeza. Paró el primer golpe de su contrincante, luego avanzó y descargó su espada contra el yelmo del otro hombre. Una, dos, tres veces. Salinor trató de parar los golpes, pero obviamente el ataque de Clarke lo había sorprendido, y dos de los golpes encontraron su objetivo. Salinor soltó su espada (una debilidad de la posición de fuego, que obligaba a una postura con una sola mano) y esta se desvaneció en la bruma. Clarke avanzó hacia el hombre y descartó su propia espada, luego descargó una patada en el yelmo de Salinor. La pieza de la armadura explotó en trocitos derretidos, revelando un rostro aturdido y lleno de pánico. Acto seguido Clarke golpeó el peto con el talón. Aunque Salinor trató de sujetarle el pie, Clarke golpeó sin piedad hasta que también el peto se quebró.
—¡Alto! ¡Alto!
Clarke se detuvo, pisó junto a la cabeza de Salinor, y alzó la cabeza para mirar a la jueza. La mujer estaba de pie en su palco, con el semblante airado.
—¡Clarke Griffin! —gritó con furia—. ¡Esto es un duelo, no un combate!
—¿He quebrantado alguna regla? —replicó Clarke.
Silencio. Entonces, a través del latido que atronaba en sus oídos, advirtió que toda la multitud se había quedado callada. Podía oír su respiración.
—¿He quebrantado alguna regla? —preguntó de nuevo.
—Un duelo no se…
—Entonces he ganado —dijo Clarke.
La mujer estaba irritada.
—Este duelo era a tres piezas rotas de armadura. Solo has roto dos.
Clarke miró al sorprendido Salinor. Entonces extendió la mano, le arrancó la hombrera y la aplastó entre sus puños.
—Hecho.
Se produjo un silencio aturdido. Clarke se arrodilló junto a su oponente.
—Tu hoja.
Salinor trató de incorporarse, pero sin el peto, hacerlo era muy difícil. Su armadura no funcionaba bien, y tendría que rodar de lado para ponerse en pie. Podría hacerlo, pero obviamente no tenía suficiente experiencia con la armadura para ejecutar semejante maniobra. Clarke lo agarró por el hombro y lo empujó contra el suelo.
—Has perdido —gruñó Clarke.
—¡Has hecho trampa! —farfulló Salinor.
—¿Cómo?
—¡No sé cómo! Es que… Se supone que no…
Se calló mientras Clarke colocaba cuidadosamente una mano enguantada contra su cuello. Salinor abrió los ojos como platos.
—No lo harás.
Los miedospren brotaron de la arena a su alrededor.
—Mi premio —dijo Clarke, sintiéndose repentinamente exhausta.
La Emoción se desvaneció. Tormentas, nunca se había sentido antes así en un duelo.
La hoja de Salinor apareció en su mano.
—El veredicto —dijo la alta jueza, reacia— es a favor de Clarke Griffin, la vencedora. Salinor Eved pierde su esquirlada.
El vencido dejó que la hoja le resbalara entre los dedos. Clarke la cogió y se arrodilló ante su oponente, sujetando el arma con la empuñadura hacia el hombre.
—Rompe el vínculo.
Salinor vaciló antes de tocar el rubí engarzado en la empuñadura del arma. La gema destelló. El vínculo se había roto. Clarke se levantó, extrajo el rubí y lo aplastó en su mano enguantada. No era un gesto necesario, pero resultaba un símbolo agradable. Por fin la multitud rompió el silencio en una exclamación frenética. Habían acudido a por el espectáculo y en cambio les habían ofrecido brutalidad. Bueno, así eran a menudo las cosas en la guerra. Era bueno que la vieran, supuso, aunque mientras volvía a la sala de espera se sintió insegura. Lo que había hecho era una temeridad. ¿Descartar su hoja? ¿Ponerse en una situación en la que el enemigo podría haberle sujetado los pies?
Clarke entró en la sala y Aden lo miró con los ojos abiertos de par en par.
—Ha sido increíble —dijo su hermano menor—. ¡Debe de haber sido el duelo por esquirladas más breve de la historia! ¡Estuviste sorprendente, Clarke!
—Yo… Gracias. —Tendió hacia Aden la hoja esquirlada de Salinor—. Un regalo.
—Clarke, ¿estás segura? Quiero decir, no soy precisamente el mejor con la armadura que ya tengo.
—Podrías serlo con el equipo completo. Acéptala.
Aden pareció vacilar.
—Acéptala —repitió Clarke.
Aden accedió a regañadientes. Hizo una mueca. Clarke sacudió la cabeza y se sentó en uno de los bancos reforzados para poder sostener a un portador de esquirlada. Echo entró en la habitación, tras bajar de las gradas.
—Lo que hiciste no habría salido bien con un oponente más experimentado —señaló.
—Lo sé —contestó Clarke.
—Entonces, fue una estrategia sabia —dijo Echo—. Ocultaste tu verdadera habilidad. La gente puede pensar que ganaste con un truco, una lucha callejera en vez de un duelo adecuado. Tal vez sigan subestimándote. Puedo aprovecharlo para conseguirte más duelos.
Clarke asintió, fingiendo que lo había hecho por eso.
