26. LA PLUMA
Acusan a nuestro pueblo
de la pérdida de aquella tierra.
La ciudad que la cubrió una vez
se extendía por la cordillera oriental.
El poder transmitió en los libros de nuestro clan
que nuestros dioses no fueron quienes quebraron estas llanuras.
De La canción de las guerras de los oyentes, estrofa 55
Clarke atacó las líneas parshendi, haciendo caso omiso de las armas, cargando con el hombro contra el primer enemigo. El parshendi gruñó, interrumpiendo su canción, mientras Clarke giraba sobre sí misma y barría con su hoja esquirlada. Notó el tirón en el arma cuando esta atravesó la carne. Clarke terminó su giro, prescindiendo del brillo de luz que brotaba de una grieta en su hombro. A su alrededor caían los cuerpos, los ojos ardiendo en los cráneos. El aliento de Clarke, caliente y húmedo, llenó su yelmo mientras inspiraba y espiraba.
«Allí», pensó, alzando la espada y atacando, mientras sus hombres la seguían. No aquellos hombres de los puentes, por una vez, sino soldados de verdad. Había dejado a los del puente en la meseta de ataque. No quería a su alrededor a gente que no quisiera combatir a los parshendi.
Clarke y sus soldados se abrieron paso entre los enemigos, uniéndose con un frenético grupo de soldados de uniforme verde y acento dorado que giraba un portador de esquirlada ataviado con los mismos colores. El hombre luchaba con un gran martillo de portador: no tenía espada propia.
Clarke se abrió paso hasta él.
—¿Jakamav? —preguntó—. ¿Estás bien?
—¿Bien? —respondió Jakamav, la voz apagada por el yelmo. Se subió de golpe la visera, revelando una sonrisa—. Estoy maravillosamente. —Se echó a reír y sus ojos verde claro se encendieron con la Emoción de la lucha. Clarke conocía bien esa sensación.
—¡Casi te habían rodeado! —dijo esta, volviéndose para enfrentarse a un grupo de parshendi que se acercaban corriendo en parejas. Clarke los respetaba por enfrentarse a los portadores de esquirlada en vez de huir. Eso significaba una muerte casi segura, pero si vencías, podías darle la vuelta a la batalla.
Jakamav soltó una carcajada, tan contento como cuando escuchaba a un cantante de taberna, y su risa era contagiosa. Clarke no pudo evitar sonreír mientras se enfrentaba a los parshendi, abatiéndolos golpe tras golpe. Nunca disfrutaba tanto de la guerra como de un buen duelo, pero por el momento, a pesar de ello, encontraba desafío y alegría en la lucha. Al cabo de un rato, cuando los muertos yacían ya a sus pies, se dio media vuelta y buscó otro reto. Esta meseta tenía una forma extraña: fue una alta colina antes de que las Llanuras se quebraran, pero la mitad había acabado en la meseta adjunta. No podía imaginar qué clase de fuerza habría hendido la colina por el centro, en vez de romperla por la base. Bueno, no era una colina que tuviera un aspecto corriente, así que tal vez eso tuvo algo que ver con la hendedura. Tenía más bien la forma de una ancha pirámide plana con solo tres escalones. Una base grande, una segunda parte plana encima que tendría unos treinta metros de diámetro, y luego un pico más pequeño encima de los otros dos, colocado justo en el centro. Casi como una tarta de tres pisos que hubieran cortado por el centro con un cuchillo grande. Clarke y Jakamav luchaban en el segundo piso del campo de batalla. Técnicamente, Clarke no tenía que estar en este ataque. No era el turno de su ejército en la rotación. Sin embargo, había llegado el momento de poner en marcha otra parte del plan de Bellamy. Clarke había llegado solo con una pequeña fuerza de asalto, pero había sido una suerte. Jakamav estaba rodeado allí arriba, en el segundo piso, y el ejército regular no había podido abrirse paso. Los parshendi habían sido expulsados hacia los lados de ese piso. Todavía dominaban por completo el superior, donde habían aparecido las crisálidas. Eso los ponía en mala situación. Sí, tenían la ventaja del terreno elevado, pero también se veían obligados a conservar las pendientes entre los pisos para asegurar la retirada. Obviamente habían esperado terminar con la cosecha antes de que llegaran los humanos. Clarke empujó de una patada a un soldado parshendi, haciéndolo caer diez metros sobre los que luchaban en el piso inferior, y luego miró a la derecha. La pendiente de ascenso estaba allí delante, pero los parshendi tenían cubierto el acceso. Tendría que llegar hasta arriba… Miró la cara cortada a pico del acantilado entre este piso y el superior.
—Jakamav —llamó, señalando.
Jakamav siguió el gesto de Clarke y alzó la mirada. Entonces se apartó de la refriega.
—¡Es una locura! —dijo, mientras Clarke empezaba a correr.
—Claro que lo es.
—¡Pues entonces, a ello! —Le tendió el martillo a Clarke, que lo guardó en la vaina que su amigo llevaba a la espalda. Entonces los dos corrieron hasta la pared de roca y empezaron a escalar.
Los dedos protegidos por la armadura esquirlada de Clarke rechinaron contra la roca mientras subía. Abajo, los soldados los vitorearon. Había bastantes asideros, aunque nunca habría querido hacer esto sin armadura que impulsara la escalada y la protegiera si caía. De todas formas, igualmente era una locura: acabarían rodeados. Sin embargo, dos portadores podían hacer cosas sorprendentes cuando se apoyaban el uno al otro. Además, si se veían superados, siempre podían saltar al vacío, suponiendo que las armaduras estuvieran en suficiente buen estado para sobrevivir a la caída. Era el tipo de movimiento arriesgado que Clarke nunca se atrevía a realizar cuando su padre estaba en el campo de batalla. Se detuvo a la mitad de la escalada. Los parshendi se agruparon en el borde del piso superior, preparándose para recibirlos.
—¿Tienes un plan para poner un pie ahí arriba? —preguntó Jakamav, aferrándose a las rocas junto a ella.
Clarke asintió.
—Prepárate para apoyarme.
—Claro. —Jakamav observó las alturas con el rostro oculto tras su yelmo—. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto?
—Supuse que ningún ejército podría rechazar a portadores que quisieran echar una mano.
—¿Portadores? ¿En plural?
—Aden está ahí abajo.
—Menos mal que no lucha.
—Se encuentra rodeado de un gran pelotón de soldados con instrucciones de no dejarlo participar en la lucha. Pero mi padre quería que viese cómo es esto.
—Sé lo que está haciendo Bellamy —dijo Jakamav—. Intenta mostrar un espíritu de cooperación, para que los altos príncipes se dejen de rivalidades. Así que envía a sus portadores de esquirlada a ayudar, aunque esta carga no sea suya.
—¿Tienes quejas?
—No. Veamos cómo haces un hueco ahí arriba. Espera un momento a que saque el martillo.
Clarke sonrió dentro de su yelmo y continuó escalando. Jakamav era señor de tierras y portador de esquirlada del alto príncipe Jordan, además de un buen amigo. Era importante que ojos claros como él vieran a Bellamy y Clarke trabajando activamente para construir una Alezkar mejor. Tal vez unos cuantos episodios como este mostrarían el valor de una alianza basada en la confianza, en vez de la traicionera coalición temporal que Sadeas representaba. Clarke siguió escalando, con Jakamav detrás, hasta quedar a una docena de palmos de la cima. Los parshendi se agrupaban allí, con los martillos y mazas preparados: armas para combatir a hombres ataviados con armaduras esquirladas. Unos cuantos situados un poco más lejos lanzaron flechas, que rebotaron en la armadura.
«Muy bien», pensó Clarke, extendiendo la mano a un lado y aferrándose a la roca con la otra. Invocó la espada. Golpeó con ella directamente a la pared de roca con el plano de la hoja hacia arriba y escaló apoyándose en ella.
Las hojas esquirladas no se rompían (apenas se podían doblar), así que el arma aguantó su peso. De pronto tuvo un buen asidero y equilibrio, así que cuando se agachó y saltó, la armadura la impulsó hacia arriba. Cuando pasó el borde del piso superior, agarró la roca, justo bajo los pies de los parshendi, y se impulsó en ella para lanzarse contra los enemigos que la esperaban. Los parshendi interrumpieron sus cánticos cuando chocó contra ellos con la fuerza de un peñasco. Se incorporó, invocando mentalmente a su espada, y cargó con el hombro contra un grupo. Empezó a lanzar puñetazos, aplastó el pecho de un parshendi, luego la cabeza de otro. Las armaduras de caparazón de los soldados se quebraban con sonidos espantosos, y los puñetazos los lanzaban volando hacia atrás, expulsando a algunos del montículo. Clarke recibió unos cuantos golpes en los brazos antes de que su hoja se volviera a formar en sus manos. Se volvió, tan concentrada en conservar el terreno que no advirtió a Jakamav hasta que el portador de verde apareció a su lado, aplastando parshendi con su martillo.
—Gracias por lanzarme a un pelotón entero de parshendi a la cabeza —exclamó Jakamav mientras golpeaba—. Ha sido una sorpresa maravillosa.
Clarke sonrió al tiempo que señalaba un punto.
—Crisálidas.
En el piso superior no había muchos combatientes, aunque cada vez más parshendi subían por la pendiente. Clarke y Jakamav tenían una ruta directa hasta la crisálida, un peñasco grande y oblongo marrón y verde claro. La vieron pegada a las rocas con el mismo material que componía su caparazón. Clarke saltó por encima de un parshendi que se retorcía con las piernas destrozadas y atacó la crisálida, seguido por Jakamav al trote. Llegar hasta la gema corazón era difícil, pues las crisálidas tenían una piel como roca, pero con una hoja esquirlada podía resultar sencillo. Solo tenían que matar a la criatura, abrir un agujero para poder arrancar el corazón y…
La crisálida estaba ya abierta.
—¡No! —dijo Clarke, lanzándose hacia ella y agarrándose a los bordes del agujero para asomarse al viscoso interior violeta. Trozos de caparazón flotaban dentro de la masa gelatinosa, y había un agujero donde la gema normalmente conectaba con venas y tendones.
Clarke se volvió, buscando en la meseta. Jakamav llegó haciendo ruido y maldijo.
—¿Cómo la han sacado tan rápido?
Allí. No muy lejos, los soldados parshendi se dispersaban, gritando en su impenetrable y rítmico lenguaje. Tras ellos había una alta figura con una armadura plateada y una capa roja ondeando al viento. La armadura tenía las coyunturas puntiagudas y los bordes se alzaban como las puntas del caparazón de un cangrejo. Tenía fácilmente más de dos metros de altura, pues la armadura lo hacía parecer enorme, quizá porque cubría a un parshendi cuya piel había desarrollado esa armadura caparazón.
—¡Es él! —dijo Clarke echando a correr. Era el parshendi con quien su padre había combatido en la Torre, el único portador de esquirlada que habían visto entre los parshendi durante semanas, tal vez meses.
Tal vez el último que tenían.
El portador se volvió hacia Clarke, sosteniendo una gran gema corazón sin cortar en la mano. Goteaba icor y plasma.
—¡Lucha contra mí! —dijo Clarke.
Un grupo de soldados parshendi cargaron entonces, corriendo hacia el largo precipicio al fondo de la formación, donde la colina se había hendido por el centro. El portador de esquirlada le entregó la gema a uno de esos hombres, luego se dio media vuelta y los vio saltar. Cruzaron el vacío para aterrizar en lo alto de la otra mitad de la colina, la que estaba en la meseta adyacente. A Clarke seguía sorprendiéndole que estos soldados parshendi pudieran saltar abismos. Se sintió como una idiota cuando advirtió que esas alturas no eran una trampa para ellos como podían serlo para los humanos. Para ellos, una montaña hendida por la mitad era solo otro abismo que saltar. Más y más parshendi dieron el salto, apartándose de los humanos de abajo para dirigirse a lugar seguro. Clarke divisó a uno que tropezó al saltar. El pobre tipo gritó mientras se precipitaba al vacío. Esto era peligroso para ellos, pero mucho menos que intentar luchar contra los humanos, eso quedaba claro. El portador de esquirlada se quedó. Clarke ignoró a los parshendi que huían, ignoró a Jakamav, que le gritaba que retrocediera, y corrió hacia aquel portador, blandiendo su espada a plena potencia. El parshendi alzó su propia hoja y desvió el golpe de Clarke.
—Eres la hija, Clarke Griffin —dijo el parshendi—. ¿Y tu padre? ¿Dónde está?
Clarke se detuvo al advertir que le hablaba en alezi. Con mucho acento, sí, pero comprensible. El portador se subió la visera. Y, para sorpresa de Clarke, apareció un rostro lampiño. ¿Sería una mujer? No resultaba fácil identificar las diferencias sexuales de los parshendi. El timbre de la voz era áspero y grave, aunque supuso que podía ser femenino.
—He de hablar con Bellamy —dijo la mujer, avanzando un paso—. Lo conocí hace mucho tiempo.
—Rechazasteis a todos nuestros mensajeros —replicó Clarke, retrocediendo espada en mano—. ¿Ahora deseáis hablar con nosotros?
—Eso fue hace mucho. Los tiempos cambian.
Padre Tormenta. Algo en el interior de Clarke la instaba a descargar un golpe, a abatir a esta portadora de esquirlada y conseguir algunas respuestas, ganar algunas esquirlas. ¡Luchar! ¡Estaba allí para luchar!
La voz de su padre, en el fondo de su mente, la contuvo. Bellamy querría esta oportunidad. Podía cambiar el curso de toda la guerra.
—Él querrá contactar contigo —dijo Clarke, inspirando profundamente para contener la Emoción de la batalla—. ¿Cómo?
—Enviaremos un mensajero —respondió la portadora—. No matéis al que vaya.
Alzó su hoja esquirlada en un gesto de saludo antes de dejarla caer y desmaterializarse. Dio media vuelta para correr hacia el abismo y lo cruzó con un salto prodigioso. Clarke se quitó el yelmo mientras cruzaba la meseta. Los cirujanos atendían a los heridos mientras los sanos se sentaban en grupos, bebiendo agua y quejándose de su futuro. Un extraño ánimo se había impuesto en los ejércitos de Jordan y Ruthar. Por lo general, cuando los alezi perdían una incursión era porque los parshendi los obligaban a retroceder en una loca retirada entre los puentes. No era frecuente que una carga terminara con los alezi controlando la meseta, pero sin gema corazón que reclamar. Clarke se quitó un guantelete y las correas se soltaron automáticamente a su voluntad antes de engancharse en su cintura. Se apartó el pelo mojado con una mano sudorosa. ¿Dónde se había metido Aden?
Lo localizó en la meseta base, sentado en una roca rodeado por guardias. Clarke cruzó uno de los puentes y saludó con la mano a Jakamav, que se estaba quitando la armadura. Querría volver sin incomodidades. Clarke se acercó a su hermano, que estaba sentado en un peñasco con el yelmo quitado, contemplando el suelo.
—Eh —dijo Clarke—. ¿Listo para volver?
Aden asintió.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Clarke.
Aden continuó mirando el suelo. Finalmente, uno de los guardias, un hombre fornido de pelo canoso, indicó con la cabeza hacia un lado. Clarke se apartó unos pasos con él.
—Un grupo de cabezas de concha trató de apoderarse de uno de los puentes, brillante señora —dijo el hombre en voz baja—. El brillante señor Aden insistió en acudir en su ayuda. Señora, intentamos disuadirlo con todas nuestras fuerzas. Entonces, cuando nos acercamos y él invocó su espada, simplemente se… quedó plantado. Lo sacamos de allí, señora, pero lleva mirando esa roca desde entonces.
Uno de los ataques de Aden.
—Gracias, soldado —dijo Clarke. Volvió junto a su hermano y colocó la mano desnuda sobre su hombro—. No importa, Aden. Son cosas que pasan.
Aden volvió a encogerse de hombros. Bueno, si estaba en uno de sus momentos de melancolía, lo único que podía hacer era dejarlo meditar. Ya hablaría del tema cuando estuviera preparado. Clarke organizó a sus doscientos soldados, luego presentó sus respetos a los altos príncipes. Ninguno pareció muy agradecido. De hecho, Ruthar parecía convencido de que la acción de Clarke y Jakamav había hecho que los parshendi escaparan con la gema. Como si no se hubieran retirado de todas formas en el momento en que la tuvieran. Idiotas.
De cualquier manera, Clarke sonrió afablemente. Era de esperar que su padre tuviera razón, y la mano extendida de la amistad les ayudara. Personalmente, Clarke solo quería tener una oportunidad de enfrentarse a cada uno de ellos en duelo, para poder enseñarles un poco de respeto. De vuelta a su ejército, buscó a Jakamav, que estaba sentado bajo un pequeño pabellón, tomando una copa de vino mientras veía al resto de sus hombres cruzar los puentes de regreso. Había un montón de hombros hundidos y caras largas. Jakamav le indicó a su mayordomo que le trajera a Clarke una copa de chispeante vino amarillo. Clarke la aceptó con la mano descubierta, aunque no bebía.
—Ha sido asombroso —dijo Jakamav, contemplando la meseta de la batalla. Desde este lugar más bajo, parecía verdaderamente impresionante, con aquellos tres pisos.
«Casi parece hecha por el hombre», pensó Clarke, considerando la forma.
—Bastante —reconoció—. ¿Puedes imaginar cómo sería un ataque si tuviéramos a la vez veinte o treinta portadores de esquirlada en el campo de batalla? ¿Qué posibilidades tendrían los parshendi?
Jakamav gruñó.
—Tu padre y el rey están convencidos de esto, ¿no?
—Igual que yo.
—Comprendo lo que tu padre y tú hacéis aquí, Clarke. Pero si sigues enfrentándote en duelo, perderás tus esquirladas. Ni siquiera tú puedes ganar siempre. Tarde o temprano tendrás un mal día. Entonces lo perderás todo.
—Puede que pierda en algún momento —reconoció Clarke—. Pero para entonces ya habré ganado la mitad de las esquirladas del reino, así que podré conseguir un sustituto.
Jakamav sorbió su vino, sonriendo.
—Eres una bastarda arrogante, lo reconozco.
Clarke sonrió, luego se puso en cuclillas junto a la silla de Jakamav (ella no podía sentarse en una con la armadura esquirlada puesta) para poder mirar a su amigo a los ojos.
—La verdad, Jakamav, es que no me preocupa perder mis esquirladas… me preocupa más encontrar gente con quien batirme en duelo. Parece que no consigo dar con ningún portador dispuesto a hacerlo, al menos apostando las esquirlas.
—Ha habido ciertos… alicientes —admitió Jakamav—. Han hecho promesas a los portadores si se negaban a batirse contigo.
—Sadeas.
Jakamav inspeccionó su vino.
—Prueba con Eranniv. Alardeaba de ser mejor de lo que le adjudican las clasificaciones. Conociéndolo, verá que todos los demás se niegan y lo considerará una oportunidad para hacer algo espectacular. Pero es bastante bueno.
—Yo también —dijo Clarke—. Gracias, Jak. Te debo una.
—¿Qué es eso que he oído de que te has comprometido?
Tormentas. ¿Cómo se habían enterado de eso?
—Es solo un acuerdo previo —respondió Clarke—. Y puede que no llegue a nada. El barco de la mujer parece que se ha retrasado enormemente.
Llevaban ya dos semanas sin noticias. Incluso la tía Echo empezaba a preocuparse. Anya debería haber enviado mensajes.
—Nunca pensé que fueras de las que se dejan someter a un matrimonio acordado, Clarke —dijo Jakamav—. Hay un montón de vientos que capear en eso, ¿lo sabes?
—Como te decía, dista mucho de ser oficial.
Seguía sin saber cómo se sentía al respecto. Una parte de ella había querido negarse en redondo simplemente porque se resistía a someterse a las manipulaciones de Anya. Pero claro, su historia reciente no era motivo para sentirse orgullosa. Después de lo que le había sucedido con Danlan… No era culpa suya que fuera una mujer sociable, ¿no? ¿Por qué todas las mujeres tenían que ser tan celosas?
La idea de dejar que otra persona se encargara de todo por ella era más tentadora de lo que jamás habría admitido en público.
—Puedo decirte los detalles —propuso Clarke—. ¿Quizás en la taberna más tarde? Trae a Inkima. Podréis recriminarme mi estupidez, darme algo de perspectiva.
Jakamav miró su vino.
—¿Qué? —preguntó Clarke.
—Hoy en día, si ven a alguien contigo, su reputación se verá resentida, Clarke —dijo Jakamav—. Tu padre y el rey no son particularmente populares.
—Todo se lo llevará el viento.
—Estoy seguro. Así que… esperemos hasta entonces, ¿de acuerdo?
Clarke parpadeó. Las palabras la golpearon con más fuerza que ningún ataque en el campo de batalla.
—Claro —se obligó a decir.
—Buena chica. —Jakamav tuvo la audacia de sonreírle y alzar su copa de vino.
Sangre Segura estaba listo y esperándolo cuando Clarke llegó junto a sus hombres. Se dispuso a montar, irritada, pero el ryshadio blanco lo rechazó, agitando la cabeza. Clarke suspiró y rascó las orejas del caballo.
—Lo siento —dijo—. No te he prestado mucha atención últimamente, ¿verdad?
Rascó a fondo al caballo, y se sintió un poco mejor después de montar en la silla. Clarke palmeó el cuello de Sangre Segura, y el caballo brincó un poco cuando empezaron a moverse. A menudo lo hacía cuando Clarke se sentía molesta, como intentando mejorar el estado de ánimo de su ama. Sus cuatro guardias de ese día la siguieron. Habían traído el antiguo puente del ejército de Sadeas para llevar al equipo de Clarke donde fuera necesario. Al parecer les resultaba gracioso que los soldados de Clarke se turnaran para transportarlo. A las tormentas con Jakamav. «Esto se venía venir —admitió Clarke para sí—. Cuanto más defiendas a tu padre, más se retirarán». Eran como niños. Bellamy tenía razón.
¿Tenía Clarke algún amigo de verdad? ¿Alguien que estuviera a su lado cuando las cosas se ponían difíciles? Conocía a prácticamente a todos los que tenían un lugar destacado en los campamentos. Y, por supuesto, todos la conocían a ella. Pero ¿cuántos se preocupaban de verdad?
—No tuve un ataque —dijo Aden en voz baja.
Clarke salió de su ensimismamiento. Cabalgaban el uno al lado del otro, aunque la montura de Clarke era varios palmos más alta. Al lado de Clarke, que montaba un ryshadio, Aden parecía un niño en un poni, y eso a pesar de llevar la armadura. Las nubes velaban el sol, reduciendo su resplandor, aunque el aire se había vuelto frío últimamente y parecía que el invierno era inminente. Las mesetas desiertas se extendían ante ellos, yermas y desoladas.
—Me quedé allí plantado —dijo Aden—. No me quedé inmóvil por mi… mal. Simplemente, soy un cobarde.
—No eres ningún cobarde —dijo Clarke—. Te he visto actuar con tanto valor como cualquiera. ¿Recuerdas la caza del abismoide?
Aden se encogió de hombros.
—No sabes luchar, Aden. Hiciste bien al quedarte quieto. Eres demasiado nuevo en esto para entrar en batalla ahora mismo.
—No debería serlo. Tú empezaste a entrenarte cuando tenías seis años.
—Eso es distinto.
—Tú eres distinta, quieres decir —contestó Aden, mirando al frente. No llevaba puestas sus gafas. ¿Por qué? ¿No las necesitaba?
«Intenta actuar como si no le hicieran falta», pensó Clarke.
Aden quería desesperadamente ser útil en el campo de batalla. Había resistido todas las sugerencias de que se convirtiera en fervoroso y en erudito, como tal vez habría sido más adecuado para él.
—Solo necesitas más entrenamiento —dijo Clarke—. Zahel te pondrá en forma. Tú dale tiempo y ya verás.
—Tengo que estar preparado —contestó Aden—. Algo va a suceder.
La forma en que lo dijo provocó un escalofrío en Clarke.
—Estás hablando de los números que aparecieron en las paredes.
Aden asintió. Habían encontrado otro grupo, después de la reciente alta tormenta, ante la habitación de su padre. «Cuarenta y nueve días. Viene una nueva tormenta».
Según los guardias, nadie había entrado ni salido. No eran los mismos hombres de la última vez, lo cual hacía improbable que hubiera sido uno de ellos. Tormentas. Habían saboteado el anclaje de la pared mientras Clarke dormía en la habitación de al lado.
¿Quién, o qué, lo había hecho?
—Tengo que estar preparado —dijo Aden—. Para la tormenta que viene. Tan poco tiempo…
