29. GOBIERNO DE SANGRE

Forma de arte para colores más allá de nuestra comprensión;

pues anhelamos sus grandes canciones.

Debemos atraer a los creacionspren;

estas canciones bastarán hasta que aprendamos.

De La canción de revisión de los oyentes, estrofa 279

Torol Sadeas cerró los ojos y apoyó a Juramentada sobre su hombro, inhalando el dulce olor a moho de la sangre parshendi. La Emoción de la batalla ardía en su interior, una fuerza bendita y hermosa. Su propia sangre latía con tanta fuerza en sus oídos que apenas oía los gritos y gemidos de dolor del campo de batalla. Durante un momento, se refociló solamente en el delicioso bienestar de la Emoción, la embriagadora euforia de haberse pasado una hora enzarzado en lo único que le proporcionaba ya verdadera alegría: luchar por su vida, y tomar la de los enemigos que eran inferiores a él. No tardó en desaparecer. Como solía ocurrir, la Emoción se desvanecía rápidamente cuando la batalla terminaba. Se había ido volviendo cada vez menos dulce durante estos ataques a los parshendi, acaso porque en el fondo sabía que esa competición era inútil. No le colmaba, no lo llevaba hacia sus objetivos definitivos de conquista. Masacrar salvajes cubiertos de crem en una tierra olvidada por los Heraldos había perdido todo su sabor. Suspiró, bajando la espada, y abrió los ojos. Amaram se acercaba cruzando el campo de batalla, pasando por encima de los cadáveres de hombres y parshendi. Su armadura esquirlada estaba manchada de sangre púrpura hasta los codos y llevaba una brillante gema corazón en una mano recubierta por un guantelete. Apartó de una patada el cadáver de un parshendi y se unió a Sadeas, mientras su propia guardia de honor se desplegaba para unirse a la de su alto príncipe. Sadeas experimentó un momento de irritación por lo eficazmente que se movían, sobre todo comparados con sus propios hombres. Amaram se quitó el casco y sopesó la gema, lanzándola al aire y capturándola.

—¿Te das cuenta de que tu maniobra ha fracasado?

—¿Fracasado? —dijo Sadeas, alzando su visor. Cerca, sus soldados masacraban a un grupo de cincuenta parshendi que no habían conseguido huir de la meseta cuando los demás se retiraron—. Creo que la cosa ha salido bastante bien.

Amaram señaló. En las llanuras al oeste, hacia los campamentos, había aparecido una mancha. Los estandartes indicaban que Hatham y Jordan, los dos altos príncipes que supuestamente tenían que participar en esa carga, habían llegado juntos: usaban puentes como los de Bellamy, lentas maquinarias que pudieron dejar atrás con facilidad. Una de las ventajas de las cuadrillas que prefería Sadeas era que necesitaban poco entrenamiento. Si Bellamy creyó que iba a retrasarlo con su trueque de Juramentada a cambio de los hombres del puente de Sadeas, es que no tenía ni idea.

—Teníamos que llegar aquí —dijo Amaram—, apoderarnos de la gema y regresar antes de que llegaran los otros. Entonces podrías haber puesto la excusa de que no te diste cuenta de que no estabas en la rotación hoy. La llegada de los otros dos ejércitos anula esa posibilidad.

—Te equivocas —respondió Sadeas—. Das demasiado por hecho.

Los últimos parshendi murieron entre gritos de rabia; Sadeas se sintió orgulloso de eso. Había quien decía que los guerreros parshendi nunca se rendían, pero él los había visto intentarlo una vez, hacía mucho tiempo, en el primer año de la guerra, cuando habían depuesto sus armas. Sadeas los había matado a todos de su propia mano, con martillo y armadura esquirlada, ante los ojos de sus compañeros en retirada, que los observaban desde una meseta cercana. Nunca más le había negado ningún parshendi, ni a él ni a sus hombres, su derecho a terminar la batalla de la forma adecuada. Sadeas llamó a la vanguardia para que se reuniera y lo escoltara de vuelta a los campamentos mientras el resto del ejército se lamía las heridas. Amaram se unió a él, y cruzaron un puente y pasaron ante los cansados porteadores que yacían en el suelo y dormían mientras hombres mejores que ellos habían muerto.

—El honor me obliga a unirme a ti en el campo de batalla, excelencia —dijo Amaram mientras caminaban—, pero quiero que sepas que no apruebo nuestras acciones aquí. Deberíamos intentar zanjar nuestras diferencias con el rey y Bellamy, no agravarlas más.

Sadeas hizo una mueca.

—No me vengas con nobles argumentos. Es posible que eso te dé resultado con otros, pero yo sé que en realidad eres un desgraciado.

Amaram apretó la mandíbula, mirando fijamente al frente. Cuando llegaron a sus caballos, extendió la mano y agarró el brazo de Sadeas.

—Torol —dijo en voz baja—, en el mundo existen muchas otras cosas aparte de tus pendencias. Tienes razón respecto a mí, naturalmente. Acepta esta admisión junto con la seguridad de que a ti, por encima de todos los demás, puedo decirte la verdad. Alezkar necesita ser fuerte para lo que ha de venir.

Sadeas subió al escabel que el palafrenero había preparado. Montar un caballo con la armadura esquirlada puesta podía ser peligroso para el animal si no se hacía correctamente. Además, una vez se le había roto un estribo cuando lo pisó para subir a la silla y había acabado cayendo de culo.

—Alezkar debe ser fuerte, sí —dijo Sadeas, extendiendo una mano cubierta por el guantelete—. Y haré que así sea por la fuerza del puño y el gobierno de la sangre.

De mala gana, Amaram le ofreció la gema corazón y Sadeas la agarró, sujetando las riendas con la otra mano.

—¿Te preocupa alguna vez lo que haces? —preguntó Amaram—. ¿Lo que tenemos que hacer todos? —Indicó hacia un grupo de cirujanos que llevaban a los heridos a través de los puentes.

—¿Preocuparme? —se extrañó Sadeas—. ¿Por qué? Los despojos tienen una oportunidad de morir en batalla haciendo algo digno.

—Me he fijado en que últimamente sueles decir este tipo de cosas muy a menudo —dijo Amaram—. Antes no eras así.

—He aprendido a aceptar el mundo como es, Amaram —replicó Sadeas, haciendo que su caballo se volviera—. Eso es algo que muy poca gente está dispuesta a hacer. Siguen dando tumbos, esperando, soñando, fingiendo. Eso no cambia nada en la vida. Hay que mirar al mundo a los ojos, toda su sucia brutalidad. Hay que reconocer sus depravaciones. Vivir con ellas. Es el único modo de conseguir algo significativo.

Sadeas azuzó a su montura, que echó a andar y dejó atrás a Amaram. El hombre continuaría siéndole leal. Sadeas y él se comprendían mutuamente. Ni siquiera el hecho de que Amaram fuese un portador de esquirlada podía cambiar eso. Mientras Sadeas y su vanguardia se acercaban al ejército de Hatham, advirtió a un grupo de parshendi en una meseta cercana, observando. Aquellos oteadores se volvían cada vez más atrevidos. Envió a un equipo de arqueros a perseguirlos, luego se dirigió hacia una figura ataviada con una resplandeciente armadura esquirlada que cabalgaba al frente del ejército de Hatham: el propio alto príncipe, montado en un ryshadio. Maldición. Esos animales eran mucho más superiores a cualquier otro caballo. ¿Cómo conseguir uno?

—¿Sadeas? —lo llamó Hatham—. ¿Qué has hecho aquí?

Tras un rápido momento de decisión, Sadeas echó el brazo hacia atrás y lanzó la gema a través de la meseta que los separaba. La gema golpeó la roca cerca de Hatham y rebotó rodando, brillando débilmente.

—Estaba aburrido —gritó Sadeas a modo de respuesta—. Se me ocurrió ahorrarte las molestias.

Entonces, sin prestar oídos a ninguna otra pregunta, continuó su camino. Clarke Griffin tenía un duelo hoy, y él había decidido no perdérselo, por si la joven volvía a quedar en ridículo.

Unas cuantas horas más tarde, Sadeas ocupó su asiento en la arena de duelos, tirándose de la tela del cuello. Adornos insufribles: a la moda, pero insufribles. Nunca se lo diría a nadie, ni siquiera a Ialai, pero en secreto deseaba poder ir por ahí con un simple uniforme como Bellamy. Nunca podría hacerlo, naturalmente. No solo porque no quería inclinarse ante los Códigos y la autoridad del rey, sino porque un uniforme militar era en realidad un error hoy en día. Las batallas que se libraban por Alezkar en este momento no eran batallas con espada y escudo. Era importante vestirse a tono cuando tenías un papel que representar. Los atuendos militares de Bellamy demostraban que estaba perdido, que no comprendía el juego al que estaba jugando. Sadeas se dispuso a esperar mientras los susurros llenaban la arena como agua en un cuenco. Mucho público hoy. La añagaza de Clarke en su duelo anterior había llamado la atención, y todo lo novedoso causaba interés en la corte. El asiento de Sadeas tenía un espacio despejado alrededor para concederle sitio e intimidad, aunque en realidad era solo un simple sillón construido en las gradas de piedra de esta parte del coso. Odiaba cómo se sentía su cuerpo fuera de la armadura esquirlada, y odiaba más su propio aspecto. Antaño, las cabezas se volvían a su paso. Su poder llenaba las habitaciones: todos lo miraban, y muchos sentían deseo al verlo. Deseo por su poder, por quien era. Estaba perdiendo eso. Oh, aún era poderoso, quizá más que antes. Pero la expresión en los ojos de los otros era diferente. Y todas las formas de responder a su pérdida de juventud le hacían parecer petulante. Se estaba muriendo, paso a paso. Como todos los hombres, cierto, pero él sentía la muerte acercarse. A décadas de distancia, era de esperar, pero proyectaba una sombra larga, larguísima. El único camino a la inmortalidad era a través de la conquista. Un roce de tela anunció que Ialai ocupaba su asiento a su lado. Sadeas extendió una mano, ausente, posándola en la parte inferior de su espalda y rascando en el lugar que a ella le gustaba. Su nombre era simétrico. Una nota de blasfemia por parte de sus padres: algunas personas se atrevían a dar a entender que sus hijos eran santos. A Sadeas le gustaban esos tipos. De hecho, el nombre fue lo primero que le intrigó de ella.

—Mmm —dijo su esposa con un suspiro—. Muy bien. Veo que el duelo no ha empezado todavía.

—Creo que solo faltan unos instantes.

—Bien. No puedo soportar la espera. He oído que renunciaste a la gema corazón que habías capturado hoy.

—La arrojé a los pies de Hatham y me marché a caballo, como si no me importara.

—Muy astuto. Tendría que haber considerado esa opción. Así desacreditarás la tesis de Bellamy de que solo nos oponemos a él por codicia.

En el coso, Clarke salió por fin al terreno, llevando su armadura azul. Algunos ojos claros aplaudieron entusiasmados. Al otro lado, Eranniv salió de su propia sala de preparación, luciendo su bruñida armadura de color natural a excepción del peto, que había pintado de negro.

Sadeas entornó los ojos, todavía acariciando la espalda de Ialai.

—Este duelo ni siquiera tendría que estar celebrándose —dijo—. Se suponía que todo el mundo debía mostrarse demasiado asustado, o demasiado displicente, para aceptar sus desafíos.

—Idiotas —dijo Ialai en voz baja—. Saben, Torol, lo que se supone que deben hacer… he dejado caer las promesas e insinuaciones adecuadas. Y sin embargo todos y cada uno de ellos quieren ser en secreto el hombre que derrote a Clarke. Los duelistas no son un grupo especialmente digno de confianza. Son audaces, apasionados, y les gusta mucho alardear y conseguir celebridad.

—No podemos permitir que el plan de su padre salga adelante —dijo Sadeas.

—Eso no ocurrirá.

Sadeas miró el lugar donde se había situado Bellamy. Su asiento no estaba demasiado lejos, a la distancia de un grito. Bellamy no lo miró.

—Yo construí este reino —dijo Sadeas en voz baja—. Sé lo frágil que es, Ialai. No debería ser tan difícil derribarlo.

Sería la única forma de construirlo adecuadamente de nuevo. Como volver a forjar un arma: era preciso fundir los restos de la antigua antes de crear la sustituta.

El duelo empezó: Clarke cruzó la arena en dirección a Eranniv, que empuñaba la antigua espada de Gavilar, con su retorcido diseño. Clarke atacó demasiado rápidamente. ¿Tan ansiosa estaba la muchacha?

Entre el público, los ojos claros guardaron silencio y los ojos oscuros gritaron, deseosos de una exhibición similar a la de la última vez. Sin embargo, en esta ocasión el duelo no se convirtió en un combate de lucha libre. Los dos intercambiaron golpes de prueba y Clarke retrocedió tras recibir un golpe en el hombro.

«Chapucera», pensó Sadeas.

—Por fin he descubierto la naturaleza de esa perturbación en los aposentos del rey hace dos semanas —comentó Ialai.

Sadeas sonrió, sin dejar de mirar el combate.

—Naturalmente.

—Un intento de asesinato —dijo ella—. Alguien saboteó el balcón del rey en un burdo intento de que cayera varias docenas de metros hasta las rocas. Por lo que he oído, estuvo a punto de funcionar.

—No tan burdo, entonces, si estuvo a punto de matarlo.

—Perdona, Torol, pero «a punto de» es una gran diferencia en cuestión de asesinatos.

Cierto.

Sadeas buscó en su interior algún signo de emoción ante la noticia de que Finn había estado al borde de la muerte. No encontró ninguno, aparte de una leve sensación de piedad. Apreciaba al muchacho, pero para reconstruir Alezkar había que eliminar todos los vestigios del antiguo gobierno. Finn tendría que morir. Preferiblemente de forma tranquila, después de que se hubiera encargado de Bellamy. Sadeas esperaba poder cortarle el cuello al muchacho él mismo, por respeto al viejo Gavilar.

—¿Quién crees que contrató a los asesinos? —preguntó, hablando en voz tan baja que, con el perímetro que sus guardias mantenían alrededor de sus asientos, no tenía que preocuparse de que lo oyeran.

—Es difícil decirlo —respondió Ialai, volviéndose hacia un lado y retorciéndose para que él le rascara una parte diferente de la espalda—. No serían ni Ruthar ni Roan.

Sadeas los tenía a ambos en la palma de la mano. Roan con cierta resignación; Ruthar con ansia. Jordan era demasiado cobarde, otros demasiado cuidadosos. ¿Quién más podría haberlo hecho?

—Thanadal —dedujo Sadeas.

—Es el más probable. Pero veré qué puedo descubrir.

—Podrían ser los mismos que atentaron contra la armadura del rey —apuntó Sadeas—. Tal vez podríamos averiguar más si ejercito mi autoridad.

Sadeas era Alto Príncipe de Información, una de las antiguas denominaciones, de siglos anteriores, que dividía los deberes del reino entre los altos príncipes. Técnicamente, concedía a Sadeas autoridad sobre las investigaciones y la vigilancia policial.

—Tal vez —dijo Ialai, vacilante.

—¿Pero…?

Ella sacudió la cabeza mientras contemplaba otro intercambio de golpes entre los duelistas allá abajo. Este asalto dejó a Clarke filtrando luz tormentosa por uno de sus guanteletes, para abucheo de algunos ojos oscuros. ¿Por qué se permitía siquiera entrar a esta gente? Había ojos claros que no podían asistir porque Finn reservaba asientos para sus inferiores.

—Bellamy ha respondido a nuestro plan de nombrarte Alto Príncipe de Información —dijo Ialai—. Lo usó como precedente para nombrarse Alto Príncipe de la Guerra. Y por eso ahora cada vez que das un paso invocando tus derechos como Alto Príncipe de Información, eso cimienta su autoridad en este conflicto.

Sadeas asintió.

—¿Tienes un plan, entonces?

—Todavía no —dijo Ialai—. Pero estoy trabajando en uno. ¿Has visto cómo ha empezado a patrullar el exterior de los campamentos? ¿Y en el mercado externo? ¿No debería ser deber tuyo?

—No, eso es trabajo del Alto Príncipe de Comercio, que el rey no ha nombrado. Sin embargo, yo debería tener autoridad sobre la vigilancia de los diez campamentos, y para nombrar jueces y magistrados. Tendría que haber consultado conmigo en el momento en que se atentó contra la vida del rey. Pero no lo hizo.

Sadeas reflexionó sobre esa idea durante un momento, retirando la mano de la espalda de Ialai y dejándola que se sentara recta.

—Hay una debilidad que podemos explotar —dijo—. A Bellamy siempre le ha resultado difícil renunciar a su autoridad. Nunca se fía de que los demás hagan el trabajo. No acudió a mí cuando debería haberlo hecho. Esto debilita su tesis de que el reino al completo debería trabajar unido. Es una mella en su armadura. ¿Puedes introducir una daga en ella?

Ialai asintió. Utilizaría a sus informadores para empezar a preguntar en la corte: ¿por qué, si Bellamy intentaba forjar una Alezkar mejor, no accedía a renunciar a ningún poder? ¿Por qué no abría sus puertas a los jueces de Sadeas? ¿Qué autoridad tenía en realidad el trono si hacía nombramientos como el de Sadeas, solo para actuar luego como si no lo hubiera hecho?

—Deberías renunciar a tu nombramiento como Alto Príncipe de Información para dejar claro tu desacuerdo —dijo Ialai.

—No. Todavía no. Esperaremos a que los rumores empiecen a hacer mella en el viejo Bellamy. Tarde o temprano acabará comprendiendo que necesita dejarme hacer mi trabajo. Entonces, justo antes de que intente involucrarme, renunciaré. Eso aumentaría las grietas, tanto en Bellamy como en el reino.

El duelo de Clarke continuaba. Desde luego, no parecía tener puesto el corazón en el combate. Seguía dejándose al descubierto, recibiendo golpes. ¿Esta era la joven que tanto alardeaba de su habilidad? Era hábil, sin duda, pero no tanto. Y desde luego no alcanzaba el nivel que Sadeas le había visto en el campo de batalla luchando contra…

Estaba fingiendo.

Sadeas sonrió a su pesar.

—Eso es casi inteligente —dijo en voz baja.

—¿El qué? —preguntó Ialai.

—Clarke lucha por debajo de sus capacidades —explicó Sadeas mientras la joven golpeaba, a duras penas, el yelmo de Eranniv—. No quiere desplegar su verdadera habilidad, ya que teme asustar a los otros que puedan batirse con ella. Si apenas parece capaz de ganar este combate, es posible que otros decidan aprovechar la oportunidad.

Ialai entornó los ojos, contemplando la lucha.

—¿Estás seguro? ¿No podría ser que tiene un mal día?

—No me cabe la menor duda —contestó Sadeas. Ahora que sabía dónde tenía que mirar, identificaba con facilidad los movimientos concretos de Clarke, la forma en que incitaba a Eranniv a atacarla y luego apenas detenía los golpes. Clarke Griffin era más lista de lo que Sadeas había pensado.

Y también dominaba el arte de los duelos. Hacía falta habilidad para ganar un encuentro, pero había que ser un auténtico maestro para vencer después de mostrar que todo el tiempo ibas por detrás. Mientras el combate continuaba, la multitud se fue entusiasmando, y Clarke lo convirtió en un duelo igualado. Sadeas dudaba de que muchos otros se dieran cuenta de lo que él había detectado. Cuando Clarke, moviéndose de manera letárgica y filtrando luz tormentosa por una docena de golpes (todos cuidadosamente permitidos en diferentes secciones de la armadura, para que ninguno la rompiera y la expusiera a verdadero peligro), consiguió abatir a Eranniv con un golpe «de suerte» al final, la multitud rugió en señal de reconocimiento. Incluso los ojos claros parecieron caer en el engaño. Eranniv se marchó, quejándose a gritos de la suerte de Clarke, pero Sadeas se sentía impresionado. «Puede que esta muchacha tenga futuro —pensó—. Más que su padre, al menos».

—Otra esquirla ganada —dijo Ialai con insatisfacción mientras Clarke levantaba una mano y se marchaba del campo—. Redoblaré mis esfuerzos para asegurarme de que esto no vuelva a suceder.

Sadeas dio un golpecito con el dedo en el respaldo de su asiento.

—¿Qué es lo que dijiste de los duelistas? ¿Que eran audaces? ¿Apasionados?

—Sí. ¿Y…?

—Clarke es esas dos cosas y más —dijo Sadeas en voz baja, reflexionando—. Uno puede provocarle, manipularle, irritarle. Tiene pasión como su padre, pero la controla con menos firmeza.

«¿Podré llevarla hasta el borde del precipicio —pensó Sadeas—, y luego empujarla?».

—Deja de disuadir a la gente para que se enfrente a ella —le dijo a su esposa—. Pero no los animes a hacerlo tampoco. Retírate. Quiero ver cómo se desarrolla esto.

—Eso parece peligroso —dijo Ialai—. Esa muchacha es un arma, Torol.

—Cierto —dijo Sadeas, poniéndose en pie—, pero rara vez te corta un arma si eres el que la sostiene por la empuñadura. —Ayudó a su mujer a incorporarse—. También quiero que le digas a la esposa de Ruthar que puede cabalgar conmigo la próxima vez que decida salir a capturar mi propia gema corazón. Ruthar es ansioso. Puede sernos útil.

Ella asintió, encaminándose hacia la salida. Sadeas la siguió, pero vaciló y dirigió una mirada a Bellamy. ¿Cómo serían las cosas si ese hombre no estuviera atrapado en el pasado? ¿Si estuviera dispuesto a ver el mundo real, en vez de imaginarlo?

«Probablemente acabarías matándolo también —admitió Sadeas—. No intentes fingir lo contrario».

Era mejor ser sincero, al menos con uno mismo.