Esta historia es diferente (creo) a las anteriores del Kinktober. Se salta mi nota inicial sobre dar por hecho que ya hay una relación consolidada. Es una historia que yo calificaría como terror y angst, pero también hay un romance que se desarrolla en la historia. No es, aunque sí hay escenas sexuales, erótica. O yo lo veo así. Eso sí, el prompt de Monsterfuck lo cumple, estrictamente hablando. El de mordaza, en cambio, no tanto. Hay mordaza, pero no es en un plano sexual o de fetiche.
Dicho esto, es una historia de zombies. Zombies particulares, una mezcla de muchas cosas, con la excusa de la MAGIA. Yo creo que no da miedo, pero sí tiene escenas que pueden resultar desagradables. A pesar de que la historia se prestaba a ello y a mí me gusta leerlo, he contenido el gore lo más posible (no hay descripciones explícitas que impliquen sangre y la violencia explícita que hay está... narrada sucintamente). Hay descripciones sobre cómo son los zombies. Y hay personajes secundarios/trasfondo, que mueren. También está rodeada de pesimismo y de crisis existencial. Creo que eso tiene que ver con que hoy estoy pesimista, porque el final original no era este. Sin embargo, si me preguntáis, os diría que es una historia de romance zombie.
Día 18.
Prompt: Monsterfuck/Mordaza
Trigger Warning: Monsterfuck, sexo anal, referencias a masturbación, referencias a mordazas.
Monsterfuck: Básicamente, tener sexo con una criatura no humana que no sea normativamente bella.
Gag/Mordaza: Excitación producida por ver a la persona sumisa amordazada y sin poder habl
Como publiqué tres días de Ron/Hermione/Viktor por el tema de la historia larguísima que salió, he decidido saltarme el de hoy (que estaba escrito) y publicar Drarry hoy y BakuDeku mañana. Veremos al trío disfrutar de la «privación sensorial» el día 20. ¡Gracias!
SOBREVIVIR
—No pueden estar aquí. Esto terrenos pertenecen a Malfoy Manor. —Un Draco de poco más de treinta años camina, con paso enérgico, por el camino que sale de la macabra mansión, saliendo al encuentro del pequeño grupo de aurores. Va vestido con unos pantalones negros y una camisa blanca, impoluta, que no lleva abotonada en el cuello. Sus zapatos brillan cuando pilla la gravilla, elegantes.
—Estábamos buscando la verja de…
—No hay verja —interrumpe Draco, sonando seco. El auror, que es bastante mayor que él y los pipiolos acojonados que lo rodean, no se amedranta, así que Draco insiste, suponiendo que no han visto la varita que porta en la mano, apuntando al suelo—. Están en terreno de los Malfoy, no pueden permanecer aquí.
No es un farol. Ni una amenaza vacía. Muerto Lucius, él es el último Malfoy de sangre y apellido. Y, a juzgar por las circunstancias, por lo visto lo será para el resto de la eternidad. Si es que queda alguien a quien eso le importe. No sólo es absoluto dueño y señor de todas las tierras que rodean la mansión, sino que tiene derechos mágicos, antiguos, de magias de sangre y rituales prohibidos largo tiempo atrás, sobre los pueblos de gran parte de Wiltshire. Y, aunque el Ministerio lleve décadas fingiendo que no es así, eso no cambia los hechos. La magia de los Malfoy impregna el suelo donde pisa y es poderosa, tanto que ninguno de los aurores es una amenaza para él.
—Venimos porque están desapareciendo cadáveres en los pueblos de alrededor de la mansión —dice uno de los jovenzuelos, ganándose una mirada de reprobación del auror más mayor, el líder de la incursión. Probablemente, deduce Malfoy, su apellido es uno que debería conocer, que en los viejos tiempos le habría importado. La lealtad a los viejos apellidos puede más que las órdenes de un viejo pelele a las órdenes del Ministerio.
—Están en terrenos de Malfoy Manor. No pueden estar aquí sin ser invitados —repite Draco por tercera vez, arrastrando las palabras. La magia de la tierra vibra bajo sus pies, pero ninguno de los imbéciles, salvo el niñato sangre pura que ha hablado, parece percibirlo. E incluso él sólo nota que algo no está bien en el ambiente, no el qué.
—Verás, el auror Cornfoot está en lo cierto —intenta razonar el líder—. Todos los pueblos están siendo saqueados alrededor. Al principio no nos dimos cuenta, pero si se traza un círculo, la mansión está en el centro, por lo qué…
—¿Insinúa que estoy saqueando los cementerios de Wiltshire, auror?
—Auror Macmillan, señor —responde este. Draco alza una ceja. El apellido es tan sangre pura como el Cornfoot, y él mismo fue a clase con algún hermano, primo o sobrino suyo, pero al menos este parece conservar un mínimo de magia de sangre en las venas, porque el imbécil de Macmillan no parece notar la cólera de Draco.
—¿Insinúa que estoy saqueando los cementerios de Wiltshire, auror? —repite, negándose a reconocerle por su nombre.
—Claro que no, pero necesitaríamos investigar para…
—Malfoy Manor está desierta. No quedan elfos, ni habitantes, salvo yo. No me parece que venir aquí, sin previo aviso, a acusarme de nada sea una idea brillante —masculla, indolente, alzando la barbilla con altivez. Les da la espalda y camina de regreso a la Mansión, con la varita todavía en la mano, esperando no tener que alzarla y que no sean tan imbéciles de no salir corriendo hace al menos dos minutos atrás.
—¡Señor Malfoy! —lo llama el auror, con un tono de advertencia. Burlón, Draco se detiene y mira por encima del hombro, el hombre camina hacia él, con el ceño fruncido y la valentía que sólo una autoridad que se sostiene en la creencia de que es una autoridad puede conceder.
—Efectivamente, sigo siendo un Malfoy en terrenos de los Malfoy.
El terreno se enreda en los pies del auror, que tropieza y cae al suelo. Látigos verdes de plantas ignotas se retuercen sobre sus piernas y muñecas. No lleva la varita en la mano, y eso hace que esté perdido. Los reclutas, paralizados por el terror, miran asombrados. Uno de ellos saca su varita, dispuesto a ayudar a su superior, pero otro, Cornfoot, sale corriendo. Con gran pesar, Draco alza su varita también, deseoso de que hubiesen escuchado su consejo y no haber tenido que llegar a ese punto, dirigiéndola al cielo y murmurando un hechizo que los deslumbra a todos, un relámpago en el cielo, e invoca las protecciones de la Mansión contra los intrusos.
Todos, incluido Cornfoot, se retuercen en el suelo, atrapados, mientras las plantas los arrastran inexorablemente bajo él, enterrándolos. Draco regresa a la casa con pasos tranquilos. No siente remordimientos, porque en un mundo en caos, donde la civilización sólo es un espejismo que se quiebra cuando el pánico la alcanza, sólo la magia de la Mansión puede mantenerlo a salvo. Y el pánico ha llegado a Wiltshire mucho antes de lo que los imbéciles del Ministerio creen. Cuando traspasa la puerta del vestíbulo, una figura lo está esperando, mirándolo impertérrito.
—La parte positiva, es que hay cena asegurada para varios días, Potter. —Este asiente al escucharle, con un movimiento de la cabeza.
Puede hablar. No necesita respirar, pero tiene pulmones y cuerdas vocales. Se lo impide una mordaza. No es grande, lo justo para que su mandíbula se quede quieta. El primer día, Draco se la puso con magia, amenazándole para impedir quitársela, pero Potter no ha hecho ningún amago de hacerlo, salvo para alimentarse. El chico está vestido de una manera bastante más descuidada que él. Una camiseta, raída y sucia, que Draco limpia con un movimiento de la varita, y un pantalón muggle. Draco lo convenció de comprarlo en uno de los pueblos de al lado.
Irónicamente, aunque es Potter el que está muerto, tiene mucho mejor aspecto que Draco. Mientras que este está pálido y ojeroso, con las mejillas hundidas y las costillas marcadas bajo la piel, por el peso perdido en los últimos meses, haciendo que sus ropas le queden todas holgadas y caigan encima de él como un maniquí, Potter sigue teniendo hombros anchos y caderas estrechas y las mangas de la camiseta se le tensan sobre los brazos. Draco suspira. Una vez perdida la altiva dignidad enfrentando los aurores, su rostro parece envejecer varios años. Potter se acerca a él y le pone la mano en el hombro.
—La negativa, es que antes o después tendremos aurores aquí de nuevo. Y cuando desaparezcan, toda la atención del Ministerio se centrará aquí. —dice, asqueado, porque detestaría tener que repetir lo que acaba de hacer. Quince años atrás, no habría sido capaz de esto. Pero ahora, con el poder de la casa de su parte, el instinto de supervivencia es más fuerte.
Potter le sostiene la mirada, con los ojos abiertos. Ya no necesita gafas. O, si las necesita, no las tiene. En cualquier caso, sus ojos verdes siguen brillando igual que cuando estaba vivo. De hecho, en este preciso momento, nada podría indicar lo contrario salvo… que no respira y su corazón no late; puedes sajar su piel sin que sangre siquiera. Draco acaba cediendo, apartando la mirada y suspirando. Al menos, no hay juicio en los ojos de Potter.
Camina hasta uno de los salones, uno de los pocos que usan. La Mansión está vacía desde que la guerra terminó, años atrás. Draco pagó las indemnizaciones que le correspondieron con la fortuna Malfoy, que quedó mermada, pero no irrecuperable. Al principio, consideró derruir Malfoy Manor piedra a piedra, considerando que, aunque fuese posible rehabilitarla y extirpar la presencia de la magia oscura en la mayoría de sus estancias, el recuerdo de Voldemort allí dentro y de sentirse prisionero de su propia casa seguiría manchándola. Lucius le convenció de no hacerlo y Draco accedió, a regañadientes. Además, probablemente no habría podido hacerlo en tanto y cuanto hubiera estado vivo. Falleció diez años después del fin de la guerra, con su nombre todavía manchado por sus acciones. La guerra, el desgaste de Azkaban durante los siete años que pasó internado, a pesar de no haber dementores ya allí y el rechazo social, lo apagaron rápidamente. Narcissa lo siguió un par de años después. Su salud había sido frágil tras contraer una fuerte viruela de dragón poco después de la guerra. Draco había pagado los mejores tratamientos médicos, pero no había podido hacer más que retrasar lo inevitable.
Habría estado dispuesto a pagar todo lo demás por, al menos, un minuto más con ella.
Amaba a su padre. Lo ama ahora, en el recuerdo, pero en vida no podía respetarle y el amor que sentía estaba contaminado por todos los sentimientos de rechazo, decepción y rencores por sus errores y aquellos a los que había acabado arrastrando a Draco. Lo ha perdonado, porque es más fácil perdonar a un recuerdo que a un reo en una visita dominical. Sin embargo, amaba a su madre con más ímpetu aún, y dedicó todas sus fuerzas a cuidar de ella hasta que faltó. Tras enterrar el cuerpo en un bonito nicho, lejos del panteón familiar de los Malfoy y del cuerpo de su padre. Aunque sabe que este no tiene la culpa del fallecimiento de su madre y que lo que sucedió podía haberle ocurrido sin importar la guerra, no puede evitar pensar que se merece su lugar especial.
Draco había despedido a todos los elfos domésticos, liberándolos en el Ministerio, acogiéndose a la iniciativa de Granger. Esta le había felicitado, sorprendida por su docilidad, pero Draco estaba hastiado de ver tanta muerte y desolación a su alrededor, de los elfos llorosos por la diezmada familia y preocupados por el futuro de esta y, en general, de la sociedad en general. Aún así, el gesto le había servido para ganar un poco de aceptación social, algo que, tras la guerra y antes del fallecimiento de su madre, habría deseado fervientemente. Cuando por fin llegó, en cambio, no le supuso ningún tipo de emoción.
Después, importó aún menos, cuando el Incidente se desató.
En la soledad en la que se había encerrado en Malfoy Manor, tardó en enterarse de lo ocurrido. Claro que, en su línea, El profeta había tardado semanas en reconocer la existencia de este y luego varios meses en revelar el verdadero alcance del problema. A estas alturas, poco importa, y Draco está convencido de que no habría importado, aunque los gobiernos europeos hubiesen actuado más rápidamente. En el momento en que el Incidente afectó a los muggles, con su cada vez más extendida globalización y las facilidades para viajar, había sido incontenible. Así, lo que había sido una explosión del laboratorio de una enorme fábrica de pociones centroeuropea, una central nuclear en la versión muggle, aunque el Estatuto del Secreto no puede importarle menos, se ha convertido en lo que, ahora Draco ya lo sabe, será la extinción de la humanidad.
Al principio, los magos británicos no se habían preocupado, ni siquiera cuando las noticias de El profeta empezaron a revelar la verdadera gravedad del problema. Se creyeron a salvo, igual que su gobierno muggle, decretando el cierre de unas fronteras que a esas alturas de la situación ya era absurdo. Él, en cambio, no había sido tan optimista. Incluso teniendo en cuenta que Malfoy Manor, mientras él esté dentro, es un bastión, supo que sólo era cuestión de tiempo que, hasta los últimos bastiones cayesen. Salvo, quizá, y sólo si son tan imbéciles de no cerrar las puertas durante el tiempo suficiente, Hogwarts.
Encontró a Potter antes de que la alarma social se disparase, antes de haber decidido fortificar la Mansión del todo. Un aviso en las barreras mágicas que marcan los terrenos lo había avisado de un intruso en ellos. Sujetando la varita y maldiciéndose por no haberlo hecho antes, Draco había salido a los terrenos colindantes, hacia donde el intruso, sin pizca de magia, debía estar según las protecciones mágicas.
Atónito, encontró a Potter Potter, vestido con unos pantalones mugrientos, descalzo y con una camiseta destrozada que dejaba ver la piel debajo de esta, mirando la Mansión con interés.
—¿Qué carajo haces aquí, Potter? —había preguntado Draco, escupiendo la pregunta.
—Draco —había contestado este, mirándolo fijamente—. No te acerques a mí.
—Estás en mi casa, Potter. —Sin embargo, en ese momento las alarmas de su cabeza se impusieron sobre la falta de lógica de Draco al ver a su antiguo compañero de escuela. Potter no había parpadeado mientras hablaban. Su pecho sólo se había movido al hablar. No le quedaba magia en el cuerpo. Y un mago sólo puede perder su magia…
—Eres uno de ellos. —Por toda respuesta, Potter había tirado del cuello de su camiseta. Una marca blanca, como si llevase años cicatrizada, revelaba una mordedura. Draco levantó la varita, dispuesto a atacar si Potter se acerca.
—No uses el Avada Kedavra. No funciona —dijo Potter sin moverse—. Tampoco el Sectumsempra, no es lo suficiente potente.
—No conozco ese hechizo —masculló Draco, aunque el nombre le suena vagamente.
—Llevas sus marcas en el pecho. —Draco se había llevado inconscientemente la mano libre a las cicatrices que Potter le había regalado en sexto año, cuando casi lo mata. Y, si llega a saber el desenlace real de aquel embrollo, a lo mejor no le había parecido tan mala idea.
Porque la supervivencia está tatuada en los genes humanos. Es asombroso lo que puede hacer un ser humano por sobrevivir. Draco envidia a los valientes, porque son capaces de plantarse delante de una varita y juzgar que su vida ha terminado. O su no vida, en el caso de Potter. Pero Draco no tiene ese temple. Ni desea tenerlo. Draco quiere sobrevivir. Elegir el bando vencedor por una vez, el que pervive, el que sigue vivo un día más.
—Un hechizo explosivo estaría bien —siguió diciendo Potter, impertérrito—. Pero tienes que confirmar mis restos en una cárcel mágica y mantenerla varios días, creo. No estoy seguro. Cortarme la cabeza no funcionaría, pero destrozarla previene los mordiscos.
—¿Insinúas que puedes regenerarte?
—Sé que puedo hacerlo, porque he visto cómo otros lo hacen —había respondido, solemne—. Pero no, no funciona así. Creo. Eso es para evitar que sea un peligro para ti.
—No venir aquí es lo que no habría sido un peligro para mí —había gruñido Draco, cabreado.
—Lo siento. —A pesar de que sus disculpas suenan sinceras, Potter sigue impertérrito. Siendo una persona que durante toda su adolescencia mostró una insufrible tendencia a enfadarse, alegrarse, emocionarse, encolerizarse… toda una panoplia de sentimientos que Draco había podido observar al detalle, ahora parece desapasionado. Casi… como él mismo—. Creí que estaba vacía. Hermione mencionó que habías desalojado a todos los elfos domésticos y cerrado la casa antes del Incidente, así que te hacíamos en el continente.
—Eso no explica que vengas a mi puta casa. —Draco levantó más la varita, pero Potter no reaccionó, sólo apretó los labios, un gesto de expresión que, por un momento, lo hizo más humano.
—Tiene protecciones mágicas contra muggles, es poco probable que un mago quiera entrar en ella y sus terrenos son amplios. Creí que era un buen sitio para no hacer daño a nadie.
—Muy noble.
Pero no pudo. A pesar de que Potter se quedó de pie, delante de él, ofreciéndose, no fue capaz de encontrar un hechizo en su cabeza que pudiese elegir para exterminarlo. Tragando saliva, sólo podía pensar en Potter de pie en su juicio y en el de su madre, defendiéndolos y librándolos a ambos de la cárcel. En Potter devolviéndole su maldita varita, la que le arrebató en su propia casa. Potter matando a Voldemort y salvando a todo el mundo mágico y a su familia, incluso aunque tuviesen posibilidades de acabar con los huesos en la cárcel. Porque estar vivo en la cárcel es mejor que estar muerto a manos de un loco psicópata sin límites morales. De nuevo la jodida supervivencia del ser humano.
—Conozco una maldición oscura. Puede reventar el cuerpo de una persona, deshaciéndolo en millones de pedazos tan pequeños que serían irreconocibles con cualquier tecnología muggle o mágica.
—Bastará —había dicho Potter, elevando la barbilla, pero Draco tenía otra idea en mente.
Había sacudido la varita, realizando un sencillo hechizo leído en un libro titulado Magia para elevar el espíritu del matrimonio, de la biblioteca de Malfoy Manor durante los largos y lentos días encerrado allí, haciendo aparecer una mordaza en la boca de Potter, que este había mordido con fuerza durante unos instantes, antes de relajarse. Una barra de un material resistente pero lo suficientemente blando como para no dañar sus dientes, atada en la nuca.
—El precio es solo la mano dominante —le había dicho Draco, haciendo un gesto de desdén con los labios—. Si veo que te acercas las manos para quitártela, no dudaré en utilizarla.
Potter había asentido, conforme, al parecer, con su plan. Durante un momento, creyó que quizá lo provocaría, porque Potter siempre ha sido noble y consecuente con sus ideas, y eso le había preocupado, porque, aunque la maldición existe, Draco no la había estudiado como para poder utilizarla en ese momento. Este había seguido quieto, mirándolo. Draco había vuelto a la Mansión, dejando la puerta abierta para que pudiese entrar, pero Potter se había quedado fuera, vagando por los terrenos.
Lo primero que Draco había hecho era aprender la maldición. Si bien el mismo Potter creía que bastaba para matarlo, es un arma de un solo uso. Después, estaría todo perdido.
Pero Potter no se quita la mordaza en ningún momento. Durante los días siguientes, lo vio vagar por el pequeño cementerio privado de Malfoy Manor y, una mañana, cuando lo buscaba para hablar con él, lo descubrió tumbado al abrigo de la escultura que mandó tallar para su madre.
—He visto la noticia en El profeta —le dijo a bocajarro. Potter lo miró, con un destello de emoción en los ojos, pero la mordaza no le permitió responder. Draco dudó, porque no sabía qué más decir, sólo…—. Lo siento.
El profeta había tardado días en dar los detalles, quizá porque el único testigo que podría haber hablado está delante de él. La noticia señalaba que varios miembros de la familia llevaban una semana en paradero desconocido. No le ha sido difícil atar cabos: La Madriguera, ese cuchitril que los Weasley llamaban hogar, ha ardido hasta los cimientos, presa de un fuego demoníaco similar al que Crabbe invocó en Hogwarts contra el propio Potter. No sabe si el mordisco de su hombro es de ese momento o más tardío, pero está seguro de que Potter hizo lo que creía que era lo correcto.
O, a lo mejor, sólo ha hecho lo necesario para sobrevivir. Como él.
—Perder a tu única familia, después de años de ideologías estúpidas, guerras, condenas y enfermedades, es duro —había murmurado, sentándose a su lado. Llevaba la varita en la mano, sujetándola con fuerza, por si Potter se movía lo más mínimo, pero este sólo lo había mirado con un destello de triste empatía en los ojos. Eso lo había enfurecido, haciéndole atacar en lugar de seguir explorando ese nexo que lo une a él—. No quiero ni pensar cómo debe ser haber tenido que matarla tú mismo —había susurrado con crueldad.
Un gesto de dolor infinito había cruzado los ojos de Potter, centelleando de ira al momento siguiente. Draco siempre ha tenido una habilidad impresionante para disparar los dardos más fuertes a los puntos más sensibles, acertando de pleno. Había creído que ese era el momento en el que Potter iba a terminar con ese estúpido juego de no-vivir en un cementerio y lo iba a masacrar antes de darle tiempo a utilizar la maldición, pero después del dolor, sólo había quedado una tristeza infinita. Potter había agachado la cabeza, abrazándose las rodillas, pero ninguna lágrima había salido de sus ojos.
Al menos, cuando Draco visita la tumba de su madre, donde tenía apoyada la espalda en ese preciso momento, podía llorarla a solas. Potter, en cambio, no iba a poder llorar a su familia jamás, pues sus ojos permanecen secos.
—Tienes mal aspecto —había dicho Draco, frunciendo el ceño, pero Potter se había limitado a asentir, como si eso fuese algo deseable.
No era sólo la ropa. Su piel se había vuelto cetrina, sus huesos se notaban por debajo de la piel en aquellos puntos donde quedaba a la vista. La cicatriz del mordisco, visible en parte por el mal estado de la camiseta, ya no era blanca sino negra, y supuraba de forma asquerosa.
Fue el momento en el que Draco comprendió exactamente cuál era el problema con el Incidente y su expansión. Había leído acerca de cómo funcionaba la transmisión, del peligro que suponen para las personas. En su cabeza, educada en la magia desde el nacimiento, había asociado las consecuencias a los inferi. Le había extrañado que alguien que, como Potter, conserva su raciocinio, necesitase algo así. Pero no había unido las piezas del puzle hasta ver al otro chico, ya muerto, morirse de nuevo delante de sus ojos, en el jardín, comprendiendo por qué el resto de gente afectada elegía no hacer lo mismo.
Porque si, cuando no mueres, sigues vivo, vas a querer sobrevivir. O, al menos, no morir definitivamente. Es mejor una pseudovida después de la muerte que una muerte certera.
—Habría sido mucho mejor que al menos no siguieses dentro de tu cerebro —había mascullado, antes de pensarlo, pero Potter había asentido, dándole la razón—. ¿Tú no vas a hacerlo?
Pero Potter ni siquiera había dignificado la pregunta con una respuesta. No había ido a Malfoy Manor a refugiarse en sus protecciones pensando en no hacer daño a los muggles. Había ido hasta allí pensando en poder morir sin hacer daño a ningún muggle antes de hacerlo. A juzgar por el aspecto de Potter a la mañana siguiente, cuando volvió a visitarlo, todavía podía tardar varios días en descomponerse. Le preguntó, pero este negó conocer la respuesta con un gesto de la cabeza. Por lo que Draco pudo ver, no se quita la mordaza ni siquiera cuando estaba solo, en el cementerio, que es donde parecía decidido a morir.
Noble y valiente hasta el final.
Capaz de renunciar voluntariamente a su propia supervivencia por el bien común por segunda vez en su vida. Con una diferencia: esta vez, su sacrificio no marcaría ningún logro, no salvaría ni el mundo mágico ni el muggle, no detendría la expansión del incidente.
Fue en ese momento, mientras Potter se pudría lentamente en el cementerio de su casa, cuando el gobierno muggle y el Ministerio habían declarado el estado marcial, suspendiendo la democracia, los derechos y, en definitiva, la libertad como la conocían. Hogwarts había cerrado sus puertas tras un concienzudo examen a quienes querían acceder a su interior. Gringotts había sido vaciado por los duendes en cuestión de horas. Draco había visitado el Callejón Diagon, tratando de aprovisionarse, pero al final había tenido que ir al mundo muggle, donde el ejército custodiaba con mano férrea los suministros para poder hacer uso de ellos.
Fue también cuando, a la luz de la noche y con un demacrado Potter con un aspecto más cadavérico que de persona mirándolo con curiosidad, se había clavado un cuchillo de plata en el antebrazo izquierdo, seccionando a través de la desvaída Marca Tenebrosa la arteria principal, sin piedad ni quejarse más allá de apretar los dientes con fuerza. Dejando que la sangre corriese libremente de la herida, un poco mareado, había alzado la varita, bramando al aire el largo conjuro, y un relámpago había iluminado la Mansión, cegándole un segundo, enarbolando su derecho como señor de Malfoy Manor y sus terrenos, asumiendo su defensa e invocando la fuerte fortificación mágica de siglos de antigüedad.
La sorpresa había sido que, por lo visto, la magia no entiende de fronteras ni expropiaciones. Al menos cuando uno jura defender los terrenos o exige su derecho por herencia. Todo Wiltshire resultó estar bajo su dominio, no sólo los terrenos que contienen Malfoy Manor. Una consecuencia de ese dominio, es percibir en su espíritu, como una vela que se enciende u otra que se apaga, cada nacimiento y fallecimiento en toda la zona que la fortificación mágica aguanta.
En el mismo momento en el que se instituyó como nuevo señor de un dominio desaparecido un par de cientos de años atrás, la casa empezó a funcionar por sí sola, reparándose a sí misma, limpiando la perniciosa magia oscura de la época de Voldemort que aún permanecía en algunas salas y las antiguas mazmorras y, como si fuese una parte más de la Mansión, a sanar el brazo que Draco se había cortado durante el ritual.
También había detectado las amenazas a eliminar. Concretamente: Potter. Varias plantas habían salido del suelo, inmovilizándolo. Potter se había dejado hacer. Las plantas lo habían intentado arrastrar debajo del suelo y seguro que este había pensado que no era tan mal final, porque había habido alivio en sus ojos, aunque también había mirado a Draco con una expresión de tristeza, como si desease despedirse de él.
—¡Espera! —había gritado al aire, a los terrenos, a a la Mansión—. ¡Él está bajo mi protección! Tiene… ¡Tiene salvoconducto!
La Mansión había obedecido, dejando libre a Potter, que se había mirado las manos, ya cerúleas y con la piel floja sobre los huesos, antes de volver la mirada hacia Draco, con el entrecejo fruncido en un gesto de extrañeza. Draco había sentido, en ese momento, una de las llamas apagarse. Y había tenido una idea. Una que, por lo que sabía de la condición de Potter, podía funcionar.
Convencerle no habría sido sencillo, así que había sido Draco quien se había marchado de los terrenos la noche anterior. Desde que le dijo a la fortificación mágica de la casa que Potter estaba bajo su protección, podía saber en todo momento en qué lugar de los terrenos se encontraba. Como su padre lo habría llamado: desconfianza natural de un buen Malfoy.
Profanar la tumba había sido sencillo. Al menos su ocupante no estaba vivo, como Dumbledore, lo cual es un requisito bastante importante a la hora de matarlo, ni se movía y hablaba, como Potter, lo cual, desde el actual punto de vista de Draco, implica que matar muertos se haya vuelto sospechosamente similar a matar vivos. Al final, iba a resultar que no podía hacerse cargo ni de unos, ni de los otros. No miró demasiado lo que hacía, poco dispuesto a vomitar. Es cierto que los últimos años han hecho de él alguien más fuerte, más resiliente y, sobre todo, menos emocional. Ver a Potter morir a paulatinamente delante de él también había hecho que muchos de sus reparos hayan quedado postergados. Pero no quiso arriesgarse y con la varita, había cortado y luego, tratando de dejar la tumba igual que la encontró, había regresado mediante la Aparición a la Mansión.
Convencer a Potter había sido difícil.
Muy difícil.
Más aún.
Impresionado porque pudiera existir alguien más cabezota aún que él, se había explicado por qué había sido capaz de sobrevivir a un asesino despiadado como Voldemort o a una dragona encolerizada. Sin embargo, en algún momento, uno de los muchísimos argumentos que le había dado, no sabe exactamente cuál. Así que Draco se marcha para que Potter pueda quitarse la mordaza, poco deseoso de ver lo que sigue.
Funciona.
A la mañana siguiente, Potter vuelve a tener el aspecto juvenil, sano y fuerte con el que lo vio cuando llegó a los terrenos, con la mordaza debidamente ajustada entre los dientes. Draco trata de arreglarle la ropa con la varita, sin éxito, porque no hay mucho material con el que trabajar, pero cuando vuelve al mundo muggle a aprovisionarse, consigue unas pocas de prendas de ropa para que pueda sustituirlas. Cuando se las entrega, Potter las acepta con un asentimiento de agradecimiento y se desnuda, delante de Draco, que no sabe dónde mirar.
—Si te quedas aquí fuera, acabarán destrozadas en apenas un par de días —dice, apartando la vista a un lado, incómodo por la aparente falta de pudor de Potter. Aunque, teniendo en cuenta que está muerto, es normal no sentir algo tan mundanal como el pudor o la vergüenza.
Potter acaba cediendo en eso también, y entra en la casa, caminando tras él. Tardan algunas semanas en controlar exactamente la frecuencia con la que Potter necesita alimentarse para no presentar ningún desgaste en su cuerpo. Afortunadamente, hay pueblos grandes en la comarca y, a pesar del miedo de la población, mucha gente huye a las zonas rurales. Es habitual tener, al menos, un fallecido o dos a la semana. Un ritmo más que aceptable para la dieta de Potter, que ya que la idea parece no funcionar tan bien si han pasado varios días desde la defunción.
La convivencia funciona bastante bien, teniendo en cuenta que uno es un cadáver andante y el otro un mago desconfiado. Draco duerme con la varita debajo de la almohada, por pura prevención, pero no le quita el sueño. Potter dedica las noches a pasear por la casa, explorándola, o sentarse en alguno de los sofás. Una de ellas, cansado de tener que bajar al piso inferior si quiere hablar con él, le exige que al menos pase el tiempo que está despierto con él. Potter lo mira, con sorpresa, pero obedece, y empieza a pasar tantas horas en la habitación de Draco que no es sorprendente encontrarlo sentado en el sillón que sube hasta allí, mirando con nostalgia las brasas del fuego apagado.
Para cuando Draco se da cuenta, ambos han sobrevivido un año. Y, teniendo en cuenta las circunstancias y que, fuera de la fortificación de Malfoy Manor la civilización se está derrumbando a pasos agigantados. Potter recupera viejas herramientas muggles de un cobertizo del cementerio en una de las incursiones a por alimento, en las cuales ahora le acompaña. Dedica varios meses de ese año a cultivar un trozo de tierra, plantando algunas de las semillas de las frutas y verduras, cada vez más escasas, que Draco consigue en el mundo muggle. Draco bromea, sarcásticamente, diciendo que a necesitará compartir el menú de Potter para comer carne, pero este lo mira aterrorizado, y el chiste pierde su gracia.
Sin embargo, la idea es buena. El huerto produce los suficientes alimentos para sostener a Draco y les da trabajo que hacer a ambos. La Mansión colabora, atrayendo animales de los bosques que quedan dentro del dominio, para que los cerquen y sacrifiquen, pero Potter no tiene magia y no parece dispuesto a hacerlo y Draco no tiene estómago para ello. Así que se alimenta casi exclusivamente de fruta y verduras, tratando de conseguir huevos y algo de carne a través de las raciones mínimas que el ejército muggle reparte en las cada vez más espaciadas visitas que hace.
Para cuando los aurores se presentan en su casa, un año y medio después de haber encontrado a Potter en su jardín, desafiando unas protecciones que deberían haber sentido tratando de expulsarles, Potter y él tienen una suerte de rutina que funciona, con la que ambos parecen sentirse a gusto y que le da a Draco, por primera vez desde que tenía quince años y Voldemort regresó, un poco de placidez en la vida. Y, tras tantos meses calma y tranquilidad, lo más parecido a la felicidad que ha sentido en todo este tiempo, se quiebra la paz instaurada dentro de los límites.
—Hay otro más —añade Draco, después de que sus ominosas palabras sobre tener que matar a más gente caigan como plomo entre los dos.
No se siente como si él hubiese matado a los aurores. A diferencia de Dumbledore, no los ha apuntado con sus varitas. Los ha advertido. Ha sido la casa quien los ha defendido de un auror que sospechaba de Draco y que, probablemente, quería comprobar si tenía un mordisco en alguna parte. Pero sí se siente responsable. Porque eso es, precisamente, lo que significa ser el señor de Malfoy Manor. El precio de sobrevivir es, una vez más, el peso de la culpa de hacer algo que no deseaba.
—Voy a ir a por él. Dijeron que están saqueando los cementerios de Wiltshire. Podríamos esperar a que se acerque al de Malfoy Manor, la casa lo detendría al instante, pero… —Potter le sigue sosteniendo la mirada. Eso, en su mudo lenguaje, suele significar que le parece bien lo que está diciendo—. Quizá, si lo detengo ya y las profanaciones de las tumbas cesan, podamos librarnos. Mandarán a alguien a preguntar, pero a estas alturas, viendo lo jóvenes que eran los que acompañaban a este auror, no les deben quedar muchos efectivos. Si les decimos que no sabemos nada y no hay más ataques, puede ser que no tengan tiempo y recursos para profundizar más.
Potter asiente, solemne, mostrándose de acuerdo con él.
—Los ha matado la casa, pero los siento como míos —murmura Draco, casi para sí mismo. Potter vuelve a mirarlo, esta vez con una chispa de compasión en los ojos—. Siento que tú tuvieras que perder tus principios para seguir aquí; ahora he perdido yo los míos para que sigamos aquí los dos. —Potter niega con la cabeza, como si quisiese contradecirlo. Parece querer decir algo. Draco lo mira, pero al final el otro chico se rinde, frustrado. No plantea, en ningún momento, la posibilidad de retirar la mordaza para hablar.
Esa noche, sentado al sofá que tiene frente a la chimenea del dormitorio de Draco, Potter lo mira a él en lugar de al fuego, pensativo, todavía con la compasión reflejada en sus ojos. También una determinación que no entiende, como si hubiese tomado una decisión que no comprende. Al final, harto de sentir los ojos de Potter sobre él, se gira en la cama para darle la espalda y conciliar el sueño.
No hay un fallecimiento hasta dos días después. La tercera noche, tanto Potter como Draco se aparecen cerca del cementerio del pueblo donde ha ocurrido. Hay mucha más vigilancia que en otras ocasiones que ellos han ido, al menos durante las horas inmediatas después del entierro, antes de la medianoche, lo que evidencia que los habitantes están alertas. Cuando la noche deja de ser joven y la luna se oculta tras espesos jirones de luna, los dos se recuestan en un árbol a esperar a que ocurra algo.
Draco se sume en sus pensamientos, como lleva ocurriendo los últimos dos días. El remordimiento de haber dejado que la casa matase está siendo más duro de lo que esperaba, pero la lógica fría de la supervivencia pugna con él de continuo. Si hubiese permitido que los aurores hubiesen examinado la casa o los terrenos, él habría superado la prueba sin duda alguna, pero habrían localizado la presencia de Potter con facilidad. Y, con uno suelto en la comarca, echarle las culpas es absurdamente fácil, a pesar de que no ha hecho nada malo. Aun peor, persiguiendo a alguien que, por sus aparentes acciones, está procurando no dañar a nadie vivo, como Potter.
—Quizá no deberías haber venido conmigo —dice Draco, mordiéndose la mejilla, preguntándose por primera vez cómo está gestionando Potter la posibilidad de tener que enfrentarse a alguien que, como él, ha elegido no hacer daño a sus antiguos congéneres. En lugar de asentir o negar, la mano de Potter busca la de Draco, entrelazando los dedos con los suyos y apretando con fuerza.
Está helado, sin ápice de calor corporal, pero Draco no lo suelta.
Todo sucede demasiado rápido. El intruso se desliza en el cementerio al amparo de la oscuridad, cuando llevan esperando un par de horas.
—Tienes que irte —le dice. Potter se sitúa a su lado, con aire protector. Rezando a los dioses antiguos porque funcione, recita las palabras que ha pensado desde que decidió atajar el problema—. No tenemos nada en contra de ti, pero si sigues saqueando nuestros cementerios, te pones en riesgo a ti y nos pones en riesgo a nosotros. Aprobamos lo que haces, pero es necesario que…
No puede continuar, porque el otro no vivo, un hombre alto, fuerte y corpulento, bien alimentado, con una constitución física que le permite abrir las tumbas con cierta facilidad, se lanza sobre ellos dos con un alarido estremecedor.
Draco levanta la varita, pero ninguno de los hechizos que ha planeado le viene a la cabeza, porque no los tiene interiorizados. En su lugar, realiza un Desmaius que impacta en el pecho del hombre con una fuerza que habría derribado a cualquiera con una corpulencia física similar a la suya. Potter lo empuja con el hombro, echándole a un lado, y se lanza cobre el otro hombre, interceptándolo antes de que llegue a Draco. Por desgracia, el golpe le ha pillado por sorpresa, y la varita ha caído al suelo.
Potter y el otro hombre se enzarzan en una pelea física, cerca de él. Horrorizado, Draco ve que el no vivo utiliza, sobre todo, los dientes. Cada vez que estos se clavan en alguna parte del cuerpo de Potter, su rostro se contorsiona con dolor y un gemido lastimero le vibra en la garganta, inarticulado por culpa de la mordaza. Angustiado, Draco palpa el suelo, buscando su varita, sin éxito. Un golpe a su lado, de Potter siendo empujado al suelo, le hace soltar un grito de terror, porque el otro hombre, fuera de control por la pelea, cabreado por no dejarle alimentarse y espoleado porque la carne más fresca en varias decenas de metros a la redonda es, sin duda, Draco, se lanza a por él.
Draco trata de ofrecer resistencia, pero el hombre es fuerte y, sobre todo, no siente dolor. Está tan frío como Potter. Cierra los ojos cuando acaba derribado en el suelo, después de tratar inútilmente de levantarse, y el hombre se cierne sobre él, dispuesto a arrancarle el brazo de un mordisco.
La mano de Potter se interpone entre la boca del no vivo y la carne de Draco, utilizándola como mordaza al mantenerla dentro de su boca y tirar de la frente del hombre hacia atrás, tratando de alejarlo de Draco.
—¡Lumos! —grita con fuerza, desesperado. Y la varita, bendito sea Merlín, lo escucha y se enciende a apenas metro y medio de él. Se abalanza sobre ella, arrastrándose con los codos y luego apunta hacia donde Potter y el hombre pelean—. ¡Depulso!
Tanto Potter como el hombre salen despedidos, cada uno en una dirección. Ambos se ponen de pie, el hombre más rápido que Potter, pero Draco sí está preparado y le lanza un Petrificus Totalus, que también funciona. Potter se acerca a él, cojeando, y examina, a la escasa luz de la luna cubierta por las nubes, el brazo de Draco. Luego, mira al hombre, paralizado en el suelo. Draco está a punto de preguntarle qué hechizo debería usar, pero Potter coge una piedra y la estampa contra su cabeza con fuerza. Cuando se aparta, parece que ha funcionado, pero Potter lo mira, con intensidad. Una súplica cruza sus ojos.
Odiando el pegajoso hedor de la magia oscura que impregna su cuerpo, Draco quema el cadáver, igual que debió hacer Potter con los de sus familiares y amigos, mientras este se alimenta a sus espaldas, para no tener que incursionar de nuevo en varios días. Cuando Draco ha borrado todas las huellas de lo ocurrido, o al menos las más evidentes, Potter vuelve a tener colocada la mordaza y lo espera, a una distancia prudente, mirándolo con intensidad. Draco duda, apretando los labios, pero no dice nada y, con un gesto de la cabeza, le indica que deben volver.
Lo primero que hace Potter nada más entran en la Mansión es acercarse en dos zancadas a Draco, empujándolo con fuerza contra una pared. Cogido por sorpresa, Draco no reacciona a tiempo de subir la varita y, cuando quiere hacerlo, pegando la punta de esta a la mejilla de Potter, dispuesto a cumplir su amenaza, este ya ha rasgado su camisa, dejando al descubierto los hombros, y le examina la piel con sumo detenimiento. La mordaza sigue en su sitio. Maldiciendo en voz baja con un «jodido Potter», por haberse asustado, comprende qué es lo que este está buscando. Los dedos helados de la mano derecha de Potter recorren el lugar que el otro hombre ha estado a punto de morder. Cuando Potter se separa de él, hay una mirada de alivio en sus ojos.
—No tengo tanta ropa como para que me la destroces, Potter. Pídelo amablemente la próxima vez —masculla Draco, malhumorado, recordando que si no hay ninguna marca en su piel ha sido porque la mano de Potter se ha interpuesto entre los dientes amenazadores. Se fija en ella, la izquierda, que ha dejado caer a lo largo del cuerpo. La piel está rasgada y tiene los dientes marcados con profundidad, pero no sangra. Tampoco debería doler, pero en el gesto de rictus incómodo del rostro de Potter puede ver que sí.
Traga saliva, respirando agitado aun por el susto, sin apartar la vista de Potter. Ambos están sucios y, al margen del destrozo de Potter en la camisa de Draco, que puede arreglarse con un par de hechizos, tienen varios rasgones en los pantalones, barro y rastros de hierba aplastada. No hay sangre, pero que el otro no ha conseguido herir a Draco y Potter no sangra, aunque esté sí tiene un par de gotas oscuras y secas en los pantalones, cuyo origen prefiere no especular.
—Vamos —ordena Draco. Potter lo sigue, sin dudar ni un instante, en dirección a su dormitorio. Al llegar, Potter mira la chimenea, apagada, pidiéndole silenciosamente que haga el hechizo que la mantendrá encendida el resto de la noche, pero Draco lo empuja dentro del cuarto de baño, el único habilitado en toda la casa, y le exige que entre dentro de la enorme bañera que hay en el centro del cuarto.
Potter obedece, levantando las cejas, cuando Draco mueve la varita y el agua cae de la ducha, caliente, sobre su cuerpo. Lentamente, se quita la ropa empapada, dejándola caer a sus pies. Draco observa, desolado, la cantidad de marcas de dientes que hay en los brazos, manos y hombros de Potter. Este se queda bajo el agua caliente, levantando la cara hacia arriba y cerrando los ojos con satisfacción y alivio.
La supervivencia, comprende Draco, es tan fría como la venganza. «Y probablemente duele más».
Procurando no pensar demasiado en lo que está haciendo, limpia los restos de barro y hierba de Potter. Este se queda inmóvil, recibiendo el agua caliente en la cara con expresión de satisfacción, hasta que los dedos de Draco llegan a una de las mordeduras de su brazo, que ya está curándose a una velocidad pasmosa cuando la roza con los dedos. La forma en la que Potter reacciona, volviendo la mirada hacia él con un gesto de sobresalto, le hacen creer que puede ser peligroso tocarlas, pero en sus ojos brilla la verdad.
—¿Duelen? —Potter asiente. Y Draco se pregunta cómo deben ser las mordeduras de una criatura que ya no es humana, porque está muerta, para que le duelan a otra criatura igual de inerme, que ya no tiene sangre en las venas ni un sistema nervioso funcional. La forma en la que lo mira Potter le indica que probablemente este podría explicar mejor cómo funciona, pero la mordaza se lo impide—. Deberías habértela quitado.
Potter niega con la cabeza, apesadumbrado, y baja la mirada al suelo, donde el agua empieza a recobrar su aspecto transparente y a perder el color del barro líquido.
Culpabilidad. Porque, Draco lo sabe bien, la supervivencia se siente culpable y egoísta.
Aquí están, un antiguo Gryffindor, suficientemente valeroso como para permitirles sobrevivir a ambos, demasiado noble como para correr el riesgo de cruzar más líneas rojas de sus principios. Un antiguo Slytherin, que encontró sus escrúpulos cuando menos los necesitaba y que renuncia a ellos años después sin saber bien por qué, sólo porque la presencia de Potter en los terrenos de la Mansión, tras tantos años de soledad, había suscitado la necesidad de seguir viviendo.
—¿Es porque crees que puede pasarte lo que a él? —pregunta, recordando cómo el otro, a pesar de que estaba saqueando tumbas recientes igual que ellos, en lugar de atacar a otras personas, se había abalanzado sobre él—. No perdió el control porque estuviese yo allí. Nos atacó porque éramos una amenaza a su supervivencia.
Quizá ya había tenido que abandonar otras zonas. O a lo mejor quería esta en particular por alguna razón. En cualquier caso, no había parecido una criatura descontrolada por la sed de sangre, sino un ser consciente desesperado por no tener que renunciar a su medio de vida.
—Yo habría hecho lo mismo de haber estado en su situación. Hemos hecho lo mismo —insiste Draco, porque Potter le está mirando impertérrito, negándose a quitarse la mordaza, a pesar de su argumento. Draco aprieta los dientes, un poco frustrado por la cabezonería de Potter—. Siento que hayas hacerlo.
Potter baja la cabeza, un asentimiento un poco más largo y lento que los habituales. Aceptando sus disculpas. O lamentando lo ocurrido. Quizá expresando que era lo que había que hacer. Porque para sobrevivir, hay que hacer lo que sea necesario.
—Y gracias —murmura Draco. Potter levanta la cabeza y lo mira, con los ojos centelleantes y Draco puede jurar que se alegra de que esté ahí, de que no haya ocurrido nada al final.
Está dispuesto a dejarlo bajo el agua caliente todo el tiempo que Potter quiera, porque ha comprendido que, aunque es cierto que no perciba ciertos estímulos, sí nota otros: el calor de la chimenea y del agua caliente, el dolor de los mordiscos de otros que son como él. No siente, en cambio, el frío helador de las noches de invierno, ni la humedad de la tierra que trabaja cuando la pisa con los pies descalzos, ni la gravilla que se clava en la planta de los pies cuando regresa, o si hay un accidente con una herramienta y se golpea en el cuerpo.
Querría preguntarle si siente el golpe, pero no el dolor. O si siente el dolor, pero es tan atenuado que no reacciona a él. O si…
Pero no lo hace, porque Potter no va a contestarle, igual que no contestó a otras de sus preguntas cuando se las formuló durante los meses de convivencia. Tiene la sensación de que Potter no quiere contarle exactamente cómo es ser como él.
Sin embargo, Potter sale de la ducha, chorreando agua, indiferente a la humedad que cubre su cuerpo, cediéndole el sitio a Draco. Cuando este regresa a la habitación, Potter está de pie enfrente de la chimenea apagada, desnudo, con un círculo de humedad en la alfombra que pisa. Draco enciende el fuego con un movimiento de varita, y Potter se estremece al notar el calor.
—Bajo las sábanas se está más caliente que en el sillón —dice en voz baja, sin mirarlo.
Potter no se mueve, pero lo ha oído, porque en lugar de sentarse en el sillón a esperar a que Draco despierte a la mañana siguiente, al cabo de un rato se desliza entre las sábanas, helado, a su lado. Draco siente la tentación de acercarse, ofrecerle también el calor de su cuerpo, pero al final le da la espalda y se queda dormido.
A la mañana siguiente, Potter sigue a su lado. Su cuerpo ya no irradia tanto frío, tibio por la temperatura de la sala, la chimenea todavía encendida, el cobertor y el calor del cuerpo de Draco. No vuelve a pasar ninguna noche más en el sillón.
Tal y como Draco ha predicho, pocos días después otro destacamento de aurores, más macilentos y agotados que el primero, se presenta en Malfoy Manor. Esta vez no buscan al saqueador de tumbas, sino a sus compañeros; y tiene el buen juicio de detenerse antes de entrar en los límites donde la fortaleza mágica de los terrenos se intensifica. Draco no miente, diciendo que estuvieron allí, aclarando que ya registraron su casa, y cierra los demás recuerdos de su mente con Oclumancia, sosteniendo la mirada de uno de los aurores que, disimuladamente, está intentando contrastar la información. Y, como el auror es pan comido para alguien que ha tenido que dejar su mente expuesta para Voldemort o Bellatrix, puede averiguar dos cosas del intento de Legeremancia, sin que el auror se entere:
Está vivo, pero oculta una mordedora en un tobillo.
Considera la visita una pérdida de tiempo y su mente está impregnada del deseo de huir.
Los aurores se marchan, felicitándole por lo fuerte de sus protecciones mágicas y Draco regresa a la Mansión. Desde fura, ve a Potter, de pie en uno de los ventanales superiores, medio oculto por una cortina, inmóvil, observando marcharse a los aurores. Cuando le cuenta sus sospechas de que la situación podría estar menos controlada de lo que creen, a pesar de que Wiltshire apenas ha tenido otros afectados por el Incidente antes del que han enfrentado la noche anterior.
Potter baja la mirada, preocupado.
Draco resopla, porque debería haber imaginado que el salvador del mundo mágico tiene tendencias a comportarse como un héroe, incluso después de muerto. Pero, como no hay nada que hacer, se muerde el comentario sarcástico que iba a hacer.
La paz y la tranquilidad regresan durante varios meses. En el exterior, todo se derrumba. El caos llega también a las fronteras de las protecciones mágicas del dominio de Wiltshire, pero dentro, aunque los muggles lo escuchen en sus noticias, si es que hay emisión de estas en sus dispositivos, no lo notan. Entran dos no vivos más en el perímetro, pero cuando los confrontan tienen mejor juicio que el primero a pesar de que van juntos. Uno de ellos mira con atención la varita de Draco, reconociéndola, por lo que sabe qué puede hacer con ella.
Sobre todo, ha practicado las maldiciones explosivas y de fuego, seguro ahora de que es lo que mejor funciona. Potter lo observa practicar con gesto desapasionado. En una ocasión, cuando está intentando el fuego maldito, más potente que el que utilizó para cremar el cadáver del invasor de su territorio, este se coloca detrás de él para corregirle la postura del brazo, al parecer poco preocupado porque no sea capaz de detener el hechizo.
Incursionan cada vez que la piel de Potter empieza a decolorarse. Después, Draco procura que Potter se limpie el barro bajo el agua caliente y se acerca a él bajo las sábanas cuando duerme, dispuesto a compartir su calor con el de él. La magia de la casa, unida al trabajo de ambos con el huerto, les permite ser bastante autosuficientes. Cuando se terminan las velas, Draco no sale a por más. No merece la pena, el dinero es inservible y no tiene nada que trocar a cambio, así que ilumina las estancias con el fuego de las chimeneas y pequeñas llamas mágicas de color verde que le hace sentir nostalgia de las mazmorras de Slytherin. Cuando se quedan sin ropa decente, Potter escribe un hechizo con el dedo, en la tierra húmeda del huerto, mientras trabajan, que permite transformar prendas de ropa a base de las hojas de los árboles. Son prendas toscas, pero suficientes.
En una ocasión, van juntos hasta el callejón Diagon, en busca de suministros de hierbas mágicas, pero el callejón está destrozado y las tiendas saqueadas. No reciben ya El profeta, así que no saben cuánto de la sociedad mágica queda en pie. Hay un par de cadáveres descompuestos dentro del callejón, pero no sabe si de seres humanos o de las criaturas en las que se convierten los mordidos. Cuando Draco maldice, pateando una puerta medio rota, por no tener acceso a algunos ingredientes que utiliza para hacer pociones fertilizantes o multiplicar la cosecha, Potter le había tocado el hombro gentilmente y había señalado al norte. Así que acaban incursionando dentro del Bosque Prohibido, algo que les deja exhaustos, porque Draco tiene que aparecerlos a ambos en tres ocasiones seguidas para salvar la distancia.
Allí descubren una enorme comunidad de no vivos, que vive junto a la orilla de un río. Los percibe primero Potter, que pone una mano en el pecho de Draco, para detenerlo. Sin embargo, no parecen peligrosos. Sólo… viven. Los espían un rato, amparados por los árboles y la oscuridad. Draco se pregunta cómo se alimentan, y si son capaces de cruzar el bosque hasta Hogwarts, pero lo duda. Si las protecciones de Hogwarts funcionan de forma similar a las de Malfoy Manor, y estas deben tener un par de siglos menos, a lo sumo, debe haber algún punto fronterizo en el Bosque Prohibido que actúe de barrera principal.
No obstante, no los abordan, ni de dejan ver. Recolectan todos los ingredientes que pueden y se marchan, emprendiendo el largo camino de regreso. Cuando la magia de Draco se agota, duermen escondidos en un pajar vacío, resguardados del mordisco del frío exterior. Draco intenta acercarse a Potter, como acostumbra cuando duermen, después de transformar un trapo sucio y podrido en una manta de lana, pero este se aleja y niega con la cabeza. Cuando se despierta, Potter no está bajo la manta, que está empezando a recuperar el color del trapo original, a punto de perder la magia que la sostiene.
Draco lo encuentra en la entrada del pajar, con las manos en los bolsillos y la boca amordazada, mirando al horizonte. Está empapado por la lluvia escocesa que cae, fina y constante, pero no parece afectado por ello. Sin decir nada, Draco lo sujeta por el hombro, desapareciéndoles en dirección al siguiente punto de destino.
Esa tarde, Potter pasa más de una hora bajo el agua caliente, con la cabeza baja. Como la bañera es gigantesca, no se han turnado, y cuando Draco sale, dejándole bajo el agua caliente, Potter levanta la cabeza y lo mira. En sus ojos se dibuja una sonrisa. La primera que Draco le ha visto desde que se lo encontró plantado en medio del cementerio de Malfoy Manor.
Cuando Potter sale del cuarto de baño, empapado en agua caliente, con la piel tibia hasta que se evapore, follan por primera vez. Durante la enfermedad de su madre, Draco había olvidado su deseo sexual, centrado en cuidarla, en acompañarla y, probablemente, apabullado aún por los traumas de la guerra. Después del fallecimiento de esta, tras el duelo, a solas en Malfoy Manor, la había redescubierto en parte: masturbaciones rápidas y rutinarias, más buscando entretener una porción de tiempo que ansiar placer. No es que no las disfrutase, sólo… No eran importantes.
El deseo había regresado poco después de la llegada de Potter, casi como si este lo hubiese traído consigo. La paz y la tranquilidad de la convivencia habían ayudado a que Draco estuviese más impaciente por buscar momentos en los que masturbarse, a hacerlo más a menudo, a relajarse acariciándose a sí mismo bajo el agua caliente. Cuando Potter se había trasladado a la casa, dado que pasaban casi todo el tiempo juntos, incluso cuando ambos trabajaban en el huerto o paseaban por los terrenos, encontrar esos momentos a solas se había vuelto más difícil, a pesar de que el número de veces que le habría apetecido hacerlo se había incrementado. Y, aunque ver a Potter desnudo había sido algo más habitual tras aquella primera vez que le dio ropas nuevas, siempre había apartado la mirada, un tanto avergonzado.
Todavía faltan un par de horas para la puesta de sol, pero Draco está cansado del viaje de aprovisionamiento y, tras conservar debidamente todas las hierbas recolectadas, regresa al dormitorio para meterse en la cama y dormir, si no hasta la mañana siguiente, sí hasta la noche, aunque trastoque sus horarios de sueño. Potter se queda un rato plantado, desnudo como acostumbra, frente a la chimenea, dejando que el fuego seque el agua de su cuerpo sin enfriarlo de nuevo, y luego se desliza dentro de las sábanas.
Mientras Potter todavía estaba en la ducha, quizá por el cansancio, la excitación contenida después de casi un día entero fuera de casa o por la sonrisa de los ojos de Potter, pero él también se ha metido en la cama desnudo y, cuando se abraza al cuerpo de Potter para transmitirle su calor, este lo nota.
A la expresión de sorpresa inicial le sigue otra de reflexión. Draco espera, pacientemente, tragando saliva, no muy seguro de qué quiere exactamente que pase. O, más bien, totalmente seguro de qué es lo que desea, pero no como. Al final, Potter decide por él, girándose en la cama para darle la espada y recoger las piernas entre sus brazos. Draco duda, porque no sabe cómo funciona exactamente el sistema nervioso de Potter, por qué puede sentir ciertas cosas y otras no, y si esta es una de las que siente. Al final utiliza un poco del aceite que guarda en la mesita para hacer sus pajas más fáciles cuando tiene oportunidad de relajarse un rato si Potter está vagando por la Mansión en lugar de acompañarlo allá donde vaya. Lo extiende sobre su erección, para asegurarse de que, al menos, pueda deslizarse con cierta facilidad.
Con movimientos inexpertos, propios de alguien que no ha tenido las oportunidades ni un estatus social adecuado para tener escarceos amorosos o sexuales con nadie después de los quince años, tantea hasta encontrar el sitio adecuado. Potter se lo confirma con un sonido inarticulado, y Draco se empuja dentro de él. Está tan apretado, que tiene que ir despacio, forzándose a entrar. No puede ver el rostro de Potter, porque este está de espaldas, así que no sabe si le está haciendo daño. Por eso, se incorpora sobre un codo, tratando de atisbar por encima de su hombro.
Está con los ojos cerrados, las manos frente a su rostro, reposando relajadas cobre las sábanas. Si no se fijase detenidamente en que no está respirando, podría pasar por una persona durmiendo relajadamente. Transmite paz y tranquilidad, la misma paz y tranquilidad que Draco respira en Malfoy Manor desde que llegó y se aislaron del mundo.
Cuando está completamente dentro de él, pega el pecho a su espalda, todavía tibia, para que no se enfríe, y lo abraza. Una de las manos de Potter se mueve para sujetar una de las de Draco contra su pecho, entrelazando los dedos.
El interior de Potter es frío. Frío como si quisiera absorber el calor de Draco a través de su polla. También es apretado, tanto que Draco está a punto de correrse. Así que se queda quieto durante un rato, hasta que el propio frío de Potter lo relaja lo suficiente como para dejar que su urgencia se disipe un poco. Para cuando empieza a moverse, entrando y saliendo con empujones de cadera más instintivos que meditados, el interior que rodea su erección está tibio, como la espalda de Potter al contacto con su piel. Aunque lo intenta hacer durar lo más posible, porque la sensación es mejor que cualquier paja que se haya podido hacer hasta ahora, la urgencia por correrse aparece demasiado rápido.
Se empuja una última vez dentro de Potter, gruñendo un quejido a medio camino de un sollozo lastimero, y se corre con más fuerza de lo que nunca ha hecho hasta ahora, tanto que tarda varios segundos en terminar de vaciarse, con su pene temblando y sacudiéndose con inusitada fuerza en el interior de Potter. Exhausto, va a dejarse caer sobre el colchón para que Potter pueda incorporarse también, pero este se lo impide, sujetándole la mano del pecho con fuerza. Así que Draco se queda quieto, detrás de Potter, el pecho pegado a su espalda, un brazo deslizado por debajo de su cintura para poder rodeársela, el otro sobre su pecho, las piernas enredadas y el pene en el interior de Potter, todavía duro a pesar del orgasmo. No tarda más que unos segundos en quedarse dormido.
Despierta a mitad de la noche. No sabe qué hora es. El fuego mágico de la chimenea ya se ha apagado y las cortinas, descorridas, dejan ver la oscuridad del exterior, sin luna a la vista. Potter está a su lado, pero ambos se han movido, probablemente Draco, que es quien ha dormido, y ahora está bocarriba, con las manos detrás de la nuca. Draco está utilizando su pecho como almohada, acurrucado junto a él. Está tibio y su piel, bajo el tacto de los dedos, parece totalmente normal. Quizá un poco más pálida de lo habitual en los recuerdos que tiene del Potter del colegio, pero el contraste con la piel más clara de Draco sigue estando presente. El único dato que revela la condición de Potter es su pecho inmóvil, que no sube baja cadenciosamente bajo la mejilla de Draco, y la cicatriz que puede ver en la clavícula contraria, de un color cerúleo que revela que todavía le quedan unos días para oscurecerse y que tengan que salir en busca de alimento para él.
Se remueve para encontrar su varita. Apunta con ella a la chimenea y un fuego arde en ella con fuerza al instante, tanta que manda una oleada de calor a toda la habitación. Potter cierra los ojos al sentirla. Eso le hace recordar a Draco lo que ha ocurrido justo antes de caer dormido. Y se abraza las rodillas, arrobado por las sábanas todavía, sentado al lado de Potter, que ha vuelto a abrir los ojos y lo mira con interés.
—¿Has…? —No sabe cómo formular la pregunta sin sonar demasiado preocupado. Empalagoso. Maldice por lo bajo, con un «¡Por Circe!», porque el recuerdo del orgasmo sigue siendo lo suficientemente potente como para despertar dentro de él cosas que creía congeladas años atrás—. ¿Sentido algo?
Potter asiente, muy lentamente, entornando los ojos.
—¿Dolor? —No puede evitar hacer la pregunta, se odiaría a sí mismo de haber causado dolor a Potter, después de todo lo ocurrido. Potter sacude la cabeza, al momento, pero Draco necesita asegurarse—. Quiero decir en esto, concretamente, no si sientes dolor en general.
Potter niega. Hace un gesto, de ir a decir algo, y acaba mirándolo con intensidad.
—¿Placer? —Potter duda, ladeando la cabeza, pero asiente lentamente. Draco se muerde el labio inferior, buscando la pregunta correcta. Internamente, maldice la cabezonería de Potter de no renunciar a una mordaza que ya ha demostrado que no necesita—. No lo entiendo.
Potter frunce el entrecejo, y recorre con el dedo índice, más frío ahora, el pecho de Draco, señalándoselo. Luego mira hacia el fuego. Y coge una de las manos de Draco y se la lleva al pecho, que comprende—: Calor. Sientes calor. —Potter asiente, y la sonrisa de sus ojos vuelve a aparecer. «Claro», comprende. «Le gusta el calor, cuando trabajamos en el huerto se encara al sol, cerrando los ojos, igual que delante de la chimenea y bajo el agua de la ducha»—. ¿El calor te da… placer?
Esta vez, un asentimiento entusiasmado. Y, al recordar lo frío que estaba Potter cuando se deslizó dentro de él y la tibieza de su interior al terminar, del intenso calor que parecía irradiar su pene en el interior de Potter, lo caliente que estaba todo Draco, tanto como para dar el paso.
—Puedes notar el calor —dice, más para sí mismo que para Potter, y la sonrisa de este sube hasta sus ojos una tercera vez. Tres veces. En menos de veinticuatro horas. Y Draco piensa que sus ojos verdes no deberían haber estado, en ningún momento, empañados por el aire serio que siempre ostentan. Entonces se da cuenta de qué es lo que falta ahí. La forma en la que Draco ha bajado los ojos hacia el pene de Potter, que reposa entre sus piernas acunado por sus huevos, es suficiente para que el otro chico se dé cuenta de qué va a preguntar, y niega, con una sonrisa triste—. ¿No… no puedes? —Otra negación—. Pero sí quieres que yo… —Un asentimiento—. ¡Hipogrifos, Potter! —maldice, un poco frustrado, porque no siente que sea un intercambio equivalente y odia estar en deuda.
Sin embargo, no llega a sentirse en deuda en ningún momento. Potter realmente parece disfrutar de sus encuentros, porque siempre sonríe con los ojos antes, durante y después de ellos. Tras esa primera vez, más torpe y desangelada comparada con lo que vino después, Draco y Potter follan a menudo. Draco está más caliente de lo que ha estado nunca, en sentido literal y figurado, que ese deseo sexual apagado durante años y recién descubierto puede ser mucho más potente de lo que, tanto, que ahora entiende por qué otras personas pueden estar todo el tiempo pensando en ello. Por otro lado, Potter recibe de buen grado cualquier muestra de calor que Draco esté dispuesto a brindarle.
No sólo sexualmente, también como sus ya acostumbrados abrazos en la cama, pero también las nuevas rutinas, como cuando coge las manos de Potter entre las de él mientras lee en voz alta, soltándolas solo para pasar la página o avivar el fuego de la chimenea. Potter lo mira con tanta intensidad en ese momento, que Draco procura no separar la mirada del libro, convenciéndose a sí mismo de que el rubor de sus mejillas es debido a la intensa temperatura del fuego para que Potter lo sienta y pueda calentar su piel con él. También le sostiene la mano en los largos paseos por los terrenos de la Mansión, entrelazando los dedos con los de él, pero en esos momentos suele ganar el frío de Potter y el ambiente, agarrotándole la mano.
También lo abraza o se deja abrazar, cuando están en la cama descansando, sentados en el sofá. Una de las principales aficiones de Potter es, cuando Draco se sienta en su sillón orejero, frente a la chimenea, a leer, sentarse en sus piernas, subir los pies al reposabrazos y apoyar la cabeza en su hombro. Pesa mucho, porque Potter es tan alto como él y más fornido, pero Draco acepta de buen grado.
En los largos meses de invierno, que pasan mayormente encerrados dentro de la Mansión, aislados del mundo exterior, el calor que Draco transmite a Potter y el placer que Draco obtiene de estar con Potter se convierte en adictivo. Los ojos dilatados de Potter cuando se desliza dentro de él, la forma en la que cierra los párpados durante un segundo, deleitándose en el calor que se expande desde el interior de él gracias a lo caliente de su pene y la fricción, es otra de las cosas adictivas para Draco, que suele negarse a hacerlo con Potter de espaldas. Que sus ojos destellen, verdes, con una sonrisa que le arruga las comisuras de los ojos, la calidez que transmiten, al contrario que su cuerpo, es algo que acaba buscando en todos y cada uno de sus encuentros, antes de dejarse llevar por el placer del orgasmo, enterrarse una última vez y depositar un último pedazo de calor dentro de él.
Aprende a durar mucho más tiempo. Que, efectivamente, Potter no siente dolor y que puede usar posturas donde la fricción sea mayor o sus cuerpos se toquen más sin miedo a incomodarlo, sudoroso el de Draco, tibio el de Potter gracias al contacto físico. El tiempo que no están follando, con el huerto ya sembrado y preparado para llegada de la primavera, lo pasan en la habitación, desnudos, con la chimenea encendida, sin separarse uno del otro.
Si la supervivencia es en solitario, es muy dura. Pero cuando tienes que sobrevivir con otra persona, todo parece más grato, e incluso la paz de saber que el mundo entero se derrumba fuera de tu lugar seguro se asemeja a la felicidad.
—¿Eres feliz? —pregunta una tarde.
La lluvia golpea los cristales con violencia, llenando la habitación de un agradable sonido que se combina con el crepitar del fuego en un murmullo relajante. Potter está sentado en el sillón orejero, abrazándose las rodillas, observándolo. Draco, hastiado por lo gris del invierno, está paseando por la habitación, tratando de combinar el rojo y el verde, para dar un toque de color que anime. Potter le ha hecho un par de gestos, preguntando por qué no escoge una combinación más sencilla que no acabe fundiéndose con los marrones de la madera antigua de los muebles, pero Draco se ha encogido de hombros antes de argumentar que son colores navideños, aunque la Navidad haya pasado sin que nadie la tuviese en cuenta. En un mundo donde sobrevivir es una tarea ingente, las fechas señaladas pasan rápido, aunque no deberían.
Potter ladea la cabeza, pensativo. Parpadea y asiente. Draco también asiente.
—Sí, yo también. —Todo lo feliz que se puede, dadas las circunstancias, es una respuesta que él mismo habría podido dar—. Potter… Podrías quitarte la mordaza —dice acto seguido, entrecerrando los ojos. Este niega con la cabeza y Draco pone los ojos en blanco, exasperado, cambiando el color verde esmeralda a un marrón rojizo similar al barro—. Ambos sabemos que no eres peligroso, que no vas a morderme y que no tienes intención de hacerlo con nadie.
Potter niega de nuevo con la cabeza. Luego, señala a Draco, frunce el ceño y pone cara de enfadado.
—¿Me morderías? —Un asentimiento y una mirada preocupada—. ¿Por qué?
Potter lo señala de nuevo, inspira fuerte y cierra los ojos, haciendo un gesto con los dedos de la mano, uniéndolos por las yemas.
—¿Huelo delicioso? —Potter sonríe con los ojos. Tras la mordaza, sus comisuras también se estiran un poco—. Entonces sí hay algo de necesidad en morder… —Poniéndose triste, Potter asiente con la cabeza. Luego la apoya en la oreja del sofá y clava la mirada en el suelo, pensativo.
—¿No podrías contenerte? —Sin mirarlo, Potter asiente. No parece preocupado por eso. Luego hace una serie de complicados gestos que implican señalar la varita de Draco y a sí mismo—. Podríamos mantener una conversación en condiciones por una vez —gruñe, impaciente. Algo que es irónico, pues han pasado dos años, más o menos, desde que Potter llegó a Malfoy Manor. Potter se encoge de hombros y sonríe travieso, queriendo decir que están hablando—. No, Potter, yo hablo y luego juego a las adivinanzas.
El sonido gutural de la garganta de Potter al reírse, una carcajada extraña porque sólo es un chasquido de la laringe y luego la lengua contra la mordaza, porque no pasa aire a través de su garganta, resuena en la habitación.
—Entonces deseas morderme, pero podrías contenerte y no hacerlo. —Potter asiente, feliz porque le haya entendido—. Como… ¿el sexo? —Otro asentimiento.
Sobrevivir no es sólo comer, dormir o enfrentarse a los depredadores. Sobrevivir también es reproducirse. Una criatura que no puede tener sexo, ha de reproducirse de otra manera. Cuando los seres humanos tienen sexo, su circulación sanguínea se vuelve un torrente imparable, sus pupilas se dilatan, la temperatura se dispara y el corazón se vuelve loco. Todo se vuelve caos, sensaciones que entran y salen, el cuerpo parece tomar el control del cerebro, pero el cerebro grita de placer y los músculos de cansancio si se alarga durante mucho rato. Es violento, es desagradable y mancha. Si no fuese tan sumamente placentero como para que la mayoría de los seres humanos, como Draco, se aficionen a él y lo busquen con ansia, la humanidad se habría extinguido milenios atrás.
Tiene sentido que una especie cuyos mordiscos parecen sumamente dolorosos, al menos entre ellos, obtengan un deseo y un placer por hacerlo. Como los gatos que buscan desesperadamente cubrir a las hembras, a pesar de que no es agradable para estas. Si no, sería fácil para ellos optar, como Potter, por abstenerse de morder a nadie. Reproducción y alimentación, todo concentrado en un mismo mecanismo, no es muy diferente del placer que siente Draco al comer las primeras alcachofas o fresas de la temporada, obtenidas con esfuerzo del huerto.
—¿Basta con un mordisco? —pregunta Draco, pero el ceño de Potter se frunce, en un gesto de advertencia—. Es sólo curiosidad.
Pero Potter se encoge de hombros. Lo sepa o no, no quiere contestar esa pregunta. Draco sabe por qué. Potter piensa que es como él, alguien noble y valeroso, capaz de hacer lo correcto, aunque eso le cause dolor, dispuesto a sacrificarse si con eso ayuda a la humanidad, generoso para complacer a las personas que ama. Draco, en cambio, se considera un superviviente nato. Sobrevivió a la estricta educación de su padre, a su ideología genocida, al genocida que la enarbolaba. Incluso aunque tuviese que meter mortífagos y un hombre lobo en el mismo sitio donde sus compañeros y amigos dormían. Aunque tuviese que fingir que quería ganar la guerra, cuando lo único que deseaba era salir indemne de ella. Aunque tuviese que enfrentarse una vez más a Potter por el temor a seguir cayendo en desgracia. Aunque tuviese que agradecerle su testimonio más tarde, librándole de la prisión, a pesar de todo.
«Sobreviví a padre, sobreviví a la muerte de madre y sobreviví a mí mismo», piensa con amargura.
Ahora hablan más que nunca. Draco deja de hacer preguntas que puedan contestarse con un asentimiento o negación y, aprovechando que entiende la mayoría de las expresiones faciales de Potter, trata de indagar más sobre él, sobre ambos. Acaban inventando un lenguaje propio, uno que sólo Draco entiende, hasta el punto de que a veces se sorprende haciendo gestos con las manos, similares a los de Potter, en lugar de hablar en voz alta. Sin embargo, este le insiste para que hable, señalándose la garganta, luego a Draco y por último sus oídos.
—Está bien —contesta Draco en esas ocasiones, complaciéndolo y, cuando sus ojos se iluminan con una sonrisa, atacando con otra pregunta.
Se entera de que Granger y Weasley están vivos. O lo estaban dos años atrás. Potter no ha vuelto a verlos, pero pudieron desaparecerse de La Madriguera a tiempo. No fueron los únicos, aunque para saber qué Weasleys han sobrevivido, tendría que preguntar uno por uno y Draco no está seguro de recordarlos a todos. Y, al preguntarle por qué quemó la casa, se señaló la mordedura.
Averigua que es uno de los hermanos Weasley, el que tenía los arañazos en la cara, el responsable de la mordedura del hombro de Potter. También que Potter era el auror encargado de localizarlo y eliminarlo, cuando el Ministerio todavía creía que era algo eventual y controlable. El Weasley, en cambio, había mordido ya a algunos miembros de su familia y, cuando se dio cuenta de que Potter tenía órdenes de atajar la amenaza, hizo lo que toda criatura de la tierra hace cuando se siente amenazada ella misma o su progenie y no puede huir: atacar.
—No tendrían que haberte hecho ir a ti. —Potter no contesta ninguna otra pregunta en días, aunque sí responde si Draco le habla de cualquier otra cosa. Este le deja su tiempo, dejándose abrazar y follándoselo cuando ve hambre de calor y consuelo en los ojos de Potter.
Potter había hecho lo correcto. Había conseguido salvar, o al menos ganar tiempo, a algunos de sus mejores amigos y familiares adoptivos. Al precio de recibir un mordisco. Sólo su coraje y determinación habían conseguido, con el dolor de este, expandir el fuego diabólico y luego contenerlo, consumiendo el que había podido llamar hogar con lágrimas y horror hacia sí mismo.
Había tardado tres días en morir.
No había vuelto a ver a ninguno de sus amigos, dispuesto a no ponerlos en riesgo, incapaz de mirarlos a la cara.
Sobrevivir te hace culpable. Culpable y responsable de todas y cada una de las decisiones que tomas. De convivir con las consecuencias de tus actos. De masacrar a tu familia, pensando que son el enemigo y convertirte en uno de ellos para descubrir que lo único que pide tu instinto es sobrevivir.
—Hiciste lo que tenías que hacer —dice Draco, tratando de consolarle con la lógica, recordando los terribles actos que tuvo que hacer o ver para sobrevivir en el pasado, para que su familia sobreviviese con él. Potter tarda más de dos horas en asentir, dándole la razón, pero en los ojos se ve arrepentimiento y tristeza.
Para sobrevivir, necesitas motivación.
Draco no la tenía, una vez fallecida su madre. Mucho menos después de que el mundo entero pareciese irse a la mierda. Potter tampoco tenía motivos: sin amigos, familia y con el peso de sus decisiones en la espalda. Draco había decidido esconderse en una lóbrega Mansión llena de magia negra y malos recuerdos, dejándose consumir por el tiempo y el hastío, hasta encontrar el valor que su corazón no esconde. Potter, más valiente, prefirió buscar un lugar agradable y solitario donde mantener a raya el instinto por reproducirse y morir por segunda vez, prometiéndose al menos no volver a hacer daño a nadie más.
Ahora, sin embargo, los días en Malfoy Manor parecen menos lúgubres y más cortos, incluso en invierno. Y la seriedad sempiterna de Potter muestra un abanico más amplio de emociones, sobre todo delante de Draco.
Sobrevivir es buscar ser felices, dadas las circunstancias.
Feliz cuando trabaja en el huerto en verano, secándose el sudor con el dorso de la mano, caliente por el sol inclemente de la tarde, que Potter disfruta dejándose calentar el rostro. Feliz cuando Potter le enfría el cuerpo sobrecalentado con el suyo. Feliz cuando come las primeras fresas de la primavera, jugosas y ácidas, pero con un toque dulce que permanece en la lengua durante minutos enteros. Feliz cuando se entierra dentro de Potter, mirándolo a los ojos, dejando que este caliente su interior y obteniendo un exquisito placer a cambio.
Draco cree tener motivos suficientes para sobrevivir. Potter no parece tener prisa por dejarse consumir, alimentándose puntualmente con la ayuda de Draco.
Pero el verano que se va, dando la bienvenida a un tercer invierno conviviendo con Potter, le señala un problema del que no se había dado cuenta hasta que el tiempo ha sido suficiente: tiene tres años más que él. Y al año siguiente serán cuatro, y luego cinco. Potter no ha cambiado ni un ápice y no lo hará mientras no deje de alimentarse. Y el tiempo pasará alrededor de Draco mientras el de Potter, por alguna suerte de mágico sistema de regeneración aprovechando la carne consumida, que mataría a un ser humano por las enzimas que contiene, permanece intacto.
La revelación lo golpea, fuerte.
No ha sido optimista respecto al Incidente, aunque sí cautelosamente pesimista. Esta es la primera vez que comprende la magnitud de seres humanos evolucionando mágicamente a una criatura que va más allá de la muerte, alcanzando la inmortalidad que Voldemort tanto ansiaba, pagando el peor precio por ello: La extinción.
Un mundo donde, salvo personas sin ningún tipo de instinto de supervivencia, como Potter en medio de su depresión y culpabilidad, los no vivos van a querer reproducirse. Pero, para seguir siendo inmortales y no desaparecer del planeta, necesitan precisamente alimentarse de los receptores de su reproducción.
Y, algún día, si es que sobreviven tanto tiempo, él será un hombre de cincuenta, setenta o noventa años, y Potter seguirá enclavado en el auge de la treintena. No se notará al principio. No mucho. El lento envejecimiento de los magos, sumado a los referentes de su línea paterna, que puede ver en los retratos de la galería de Malfoy Manor, le hacen suponer que no llegará a tener el aspecto de un muggle de cincuenta años hasta los setenta, por lo menos. Quizá los ochenta. Pero, eventualmente, llegará.
Potter, en cambio, niega con la cabeza cuando se lo dice, sin añadir nada más, y Draco no comprende qué quiere decir o qué piensa al respecto.
El otro tema, el de la extinción de ambas especies, sí. Les genera varias discusiones, largas, donde Draco habla solo y Potter asiente o niega, haciendo gestos para tratar de hacer entender su opinión.
Un gesto hacia sí mismo, una negación, la mordaza.
—Y si nadie más follara, se extinguirían los humanos. ¿Crees que tienes tú menos derecho a vivir que yo? —pregunta Draco, exasperado, y bufa en dirección a Potter antes de que este ose asentir.
Sin embargo, al final, Potter niega y Draco comprende que no se refiere a él, sino a cualquiera como él, en esa situación por mero accidente o porque alguien más decidió morderlo, ya sea para alimentarse de él, atacarlo o simplemente por placer.
—Sobrevivir es un acto individual, pero la supervivencia es un logro colectivo —reflexiona Draco en voz alta, otro día, mientras caminan por los terrenos. Está oscuro, porque los días son cortos, pero pronto pasará el solsticio y empezarán a alargarse de nuevo, iniciando un cuarto año.
De nada sirve que Draco se ofrezca a formar parte de la condición de Potter. O que Potter decida no morder nunca más y alimentarse de cadáveres hasta que haya uno último y no más y entonces sólo quede consumirse y volver a morir.
Lo que ellos hagan a nivel individual no va a contener lo que pase a nivel global, donde los egoísmos, el amor, la necesidad… obliguen a los individuos a seguir adelante, a sobrevivir un día más, a perpetuar su especie. Los seres humanos tendrán hijos e hijas, los no vivos morderán y se alimentarán.
«Equilibrio», dice Potter, sosteniendo la cucharilla de té con la que Draco está removiendo su infusión de cortezas de cítricos y hierbabuena, todo cultivado por Potter, que tiene buena mano para infundir la vida que les falta a ellas. La cucharilla tiembla y vibra en la yema del dedo de Potter, que la mira intensamente, sonriendo cuando se diente, en perfecto equilibrio.
—No hay cuartel en una guerra por la supervivencia. Cuando queramos darnos cuenta de que sólo es necesaria una buena organización, ya habremos acabado unos con otros —rechaza Draco.
«Contarlo», responde, haciendo gesto de hablar con la mano, como cuando se burla de que Draco no se calle para dejarle asentir o negar.
—¿Ahora quieres convertirte en un predicador? —Un encogimiento de hombros, un «¿por qué no?», silencioso. Y luego el dedo índice levantado, indicando que ya lo hizo una vez.
—Dos —matiza Draco, antes de maldecirse por no morderse la lengua, porque los ojos de Potter sonríen, triunfales, cuando Draco se delata y este descubre que para él Potter Potter sí cuenta como el Niño-Que-Vivió—. No puedes salvar a todo el mundo.
Señala a Draco, se señala a sí mismo. Draco baja la mirada a la infusión, evitando su mirada intensa.
—No te salvé de nada. Basta con que te hubieras quitado la mordaza y habría hecho reventar tu cuerpo —dice, aunque no está seguro de haberlo podido hacer. Ni de ser capaz de hacerlo ahora, si Potter supusiese una amenaza real y repentina para él.
Draco hizo el sacrificio de sobrevivir, incluso aunque levantar la varita contra otra persona le removiese un horror visceral, porque su supervivencia implicaba la de su familia. Porque no quería morir todavía, y le habían enseñado que un Malfoy hace lo que tenga que hacer, ya sea pelear o huir, pero siempre pervive para perpetuar su apellido.
Potter hizo el sacrificio de anteponer el bien común a su bienestar emocional y sus sentimientos, porque era lo que le habían enseñado, porque creía que era lo correcto para que la humanidad pudiese sobrevivir.
Draco no fue capaz de levantar la varita contra Potter, resignado por segunda vez en su vida a morir, con la calma que esa decisión le otorgaba, porque había reconocido en sus ojos muertos la misma tristeza que empañaba los suyos.
Potter no fue capaz de hacer el sacrificio de dejarse morir, porque vio a un Draco desamparado y macilento delante de él, solitario y desesperado. Un Draco que había hecho de su existencia un calvario por el que transitar en un trámite vital.
Draco había sobrevivido porque Potter había accedido quedarse con él, aceptando su plan alternativo de alimentación, para que él también sobreviviera.
Potter había sobrevivido porque Draco estaba cansado de ver muerte a su alrededor y la presencia de este había sido un soplo de aire fresco, una novedad que hacía más interesante su vida.
Potter no mordería a Draco, aunque eso suponga no contribuir a la perpetuidad que le exige la supervivencia.
Draco no podría matar a Potter a sangre fría, aunque este supusiese un peligro real contra otros seres humanos.
Potter asesino a uno de los suyos para evitar que Draco tuviese que renunciar a su humanidad.
Draco ordenó a su casa a asesinar a varios de los suyos para evitar que Potter tuviera que morir definitivamente.
Por las mañanas, cuando Draco despierta, Potter ya no está. Adquiere esa costumbre durante el mes de febrero. No sabe cuándo se levanta, pero sí que, al abrir los ojos, puede verlo, desnudo, con las manos tras la espalda, mirando al infinito por la ventana. Cuando siente que Draco se ha despertado, se vuelve hacia él, sonriendo con los ojos, y vuelve a la cama, para sentarse encima de sus caderas y permitir que Draco se abra paso en su interior, ardiente y placentero.
Por las noches, es Draco quien lo tumba encima de la cama. Potter lo rodea con las piernas, incitándolo a deslizarse en su interior lo antes posible, y lo aprieta contra su pecho. Cuando Draco llega al orgasmo, gimiendo y empujándose caóticamente dentro de él, Potter frota la nariz en el hueco de su cuello o en la clavícula e inspira aire, que luego expulsa, más frío de lo que entró, sobre la piel de Draco, erizándosela.
Es la única vez al día que lo ve respirar, a pesar de que sabe que conserva el olfato.
—Muérdeme —le susurra una de esas noches, justo después de que Potter haya respirado su aroma, dispuesto realmente a que lo haga, a aceptar que él y Potter puedan extinguirse juntos cuando la humanidad haya desaparecido y no puedan alimentarse o morir a manos de los seres humanos cuando estos aprovechen que no tienen magia con la que defenderse.
Por toda respuesta, Potter vuelve a inspirar con fuerza, estremeciéndose en el abrazo con el que estrecha a Draco, que sigue dentro de él, pero no se quita la mordaza, deleitándose sólo en la forma deliciosa en que debe oler para él, tanto como para Draco resulta excitantemente atractivo. Follar es tan dulcemente íntimo y atractivo para ambos, que Draco no siente necesidad de devolverle en palabras el gesto, sólo introducirse dentro de él, una y otra vez, compartiendo su placer al mismo tiempo.
Al principio no se dan cuenta, porque es paulatino, pero para cuando el siguiente otoño llega, es obvio que no muere gente en Wiltshire. O, si lo hace, no llega a ser enterrada. Sigue habiendo fallecimientos y carne con la que Potter puede alimentarse, pero no todas las vidas que se extinguen acaban en un sitio donde puedan acceder a ellas. Draco habilita una de las habitaciones de la mansión como una macabra cámara frigorífica, y el invento parece funcionar, pero pronto no habrá mucho que hacer. Sin humanos, sólo queda la extinción para ambos.
«Norte. Vámonos», señala Potter una de esas mañanas en que está levantado, mirando por la ventana con aire serio.
Draco comprende a qué se refiere. A sobrevivir un día más. Porque ahora ambos tienen motivos para hacerlo. Potter estaría dispuesto a dejarse morir antes que alimentarse de él y, puestos a ser devorado por otro no vivo, Draco prefiere pasar sus últimos días con Potter, consumiéndose juntos, aunque ya no haya más orgasmos ni placer.
Sin embargo, Potter no parece tener prisa por morderlo. Tarda en comprender sus planes, pero una vez recuerda la colonia de no vivos en el Bosque prohibido, no necesita que le explique su plan.
—No sabemos si el castillo ha sobrevivido. —Potter se encoge de hombros. Siempre pueden, claro está, refugiarse con ese grupo, aunque implique morder a Draco.
«Sobreviviremos», gesticula Potter. Utilizan tantas veces esa palabra que tiene un gesto propio, un puño cerrándose con determinación, con los dedos mirando hacia la persona que lo hace.
El plan de Potter es tan sencillo como absurdo. Quedarse en la colonia del Bosque prohibido. Que Draco solicite asilo en Hogwarts. De esa manera, podrán verse, en el interior del bosque, pero Potter se asegura que, si la humanidad pervive, Draco también lo haga. Y, si no lo hace, ambos puedan asumir su destino juntos.
No contempla, a pesar de su optimismo inicial sobre el equilibrio, sobrevivir a Draco.
Y este ya no puede imaginarse la vida sin él, incluso aunque Hogwarts esté indemne y ofrezca refugio.
Pero acepta.
Porque sobrevivir, significa que si el lugar seguro donde más deseas estar, donde puedes ser feliz, a pesar de las circunstancias, durante un breve instante aunque sea, ya no permite que tus seres queridos también sobrevivan, tienes que moverte.
Y Malfoy Manor, a pesar de ser inexpugnable, ya no es un lugar donde Potter pueda sobrevivir. Lo hará mientras puedan, claro está. Pero él y Draco tienen que incursionan en cementerios cada vez más lejanos, sin la certeza de encontrar lo que buscan, arriesgándose a que el cuerpo de Potter empiece a deteriorarse.
—No quiero verte morir —dice un día. Han preparado el huerto y lo han sembrado, igual que cada otoño, y ahora están cerciorándose de que las heladas invernales no lo afecten, como si no hubiesen decidido ya la fecha en la que se marcharán.
Potter señala a Draco, niega y hace el gesto de «recompensa» antes del de «muerte».
—Nadie merece morir. —Ni siquiera los aurores que mató con la casa, pero que se habrían llevado consigo a Potter. Ni el no vivo que sólo quería alimentarse como ellos, sin dañar a nadie más.
Todo el mundo merece la oportunidad de sobrevivir, pero sólo unos pocos lo consiguen. Y Draco no está dispuesto a dejar escapar la suya. Aunque sea solamente un día más.
—Me da pena marcharme —murmura, mirando el campo cultivado, verde y radiante, fruto de muchísimo trabajo, cuando llega el día. Potter sonríe con los ojos, señala la casa y se abraza a sí mismo antes de abrazar a Draco, que aprieta los labios, porque no habrá nadie que pueda entrar a la casa cuando ellos se marchen, ya que no hay más Malfoy que puedan reclamarla.
Un cabo de esperanza es mejor que ninguno.
Un día más con Potter es un día más de felicidad en un mundo abocado a la extinción.
Con suerte, ambos podrán ver a Draco envejecer antes de que este vea a Potter marchitarse. Aunque tiene muy decidido obligarlo a morderle si ese punto llega, y marcharse ambos a la vez, porque está seguro de que Potter planea exactamente lo mismo cuando Draco abandone el mundo definitivamente.
Sobrevivir.
Porque la supervivencia está tatuada en los genes humanos. Es asombroso lo que puede hacer un ser humano por sobrevivir. Draco envidia a los valientes, porque son capaces de plantarse delante de una varita y juzgar que su vida ha terminado. O su no vida, en el caso de Potter. Pero Draco no tiene ese temple. Ni desea tenerlo. Draco quiere sobrevivir. Elegir el equipo ganador.
Su equipo ganador es Potter. Siempre lo ha sido, desde que lo salvó en aquel fuego infernal y luego del yugo de Voldemort.
Empacan poco. Confían en poder encontrar comida para ambos por el camino. Si no es así, la supervivencia habrá terminado, pero al menos habrán sido felices, a pesar de las circunstancias, un día más. No viajan con magia, lo hacen a pie, sin prisa, aunque Draco lleva su varita en el bolsillo.
—Todavía no quiero partir —dice a Potter, deteniéndose en el punto en el que la frontera de los dominios de Malfoy Manor, cuya magia lo acaricia como si supiese que los abandona.
Por primera vez desde que, años antes, Draco pusiese la mordaza a Potter, este lleva las manos a su nuca y la desata lentamente, abriendo y cerrando la mandíbula antes de inspirar profundamente.
—Querrás. —Su voz suena extraña, gutural y ronca, fruto de no haberla utilizado durante años—. En algún momento. Yo estaré allí para acompañarte e irme contigo, y partiremos juntos a una nueva aventura. Pero aun no estás preparado, y yo esperaré hasta que llegue el día, porque contigo, cada uno de ellos merece la pena.
Conmocionado, Draco observa como Potter, Harry, se inclina hacia adelante y, con labios fríos, le besa suavemente en la boca y después sonríe, mostrando los dientes, blancos y perfectos a pesar del tiempo escondidos tras la mordaza. Draco casi desea que Harry lo muerda, que apresuren ese momento, que lo coja de la mano y lo lleve a esa nueva aventura que promete.
—Para ti es tan fácil…
—Un día más —responde Harry.
Vuelve a colocarse la mordaza. Draco se pregunta si oirá su voz algún día más. Si tendrá algo tan largo que decir que no sepa expresarlo con gestos y necesite hacerlo hablando. Pero ahora no importa. Sujeta la mano de Harry con la suya y entrelaza sus dedos cálidos entre los fríos de este.
Un día más.
Y, encomendando silenciosamente a la magia la protección de Wiltshire, implique eso lo que implique para cualquiera de las especies en competición, da un paso adelante fuera de ellas, de manera definitiva, por primera vez en su vida.
No mira atrás, porque lleva consigo todo lo que le quedaba dentro de la casa que pudiera amar.
Una de créditos por aquí:
La idea del Monsterfucking inicialmente iba a ser para el BakuDeku, pero al final ha fluido esta historia aquí. Bebe directamente de varias influencias directas (que quizá alguien haya reconocido, porque no están muy disimuladas):
Boys of the Dead: un manga que leí hace muy muy poquito. Es gore, violento, turbio y perturbador. Pero también tiene, en los dos capítulos centrales, una historia muy bonita en la que dos chicos se quieren mucho y se protegen mutuamente. Uno de ellos es un zombie y el otro un humano, que se preocupa de alimentar a su novio. Directamente de aquí beben: El hecho de que la comida puede escasear, el contagio por moder, que el zombie no parece degenerarse mientras se alimenta, pero sí si no lo hace, que vivan en una casa aislados del mundo, la policía visitando la casa y el humano protegiendola, el ataque de un zombi en el cementerio... También el final original, que terminaba con Draco siendo mordido en la clavícula.
Plague INC: Un videojuego que me encanta. Consiste, básicamente, en que tú eres un virus/bacteria/parásito y debes exterminar toda la humanidad. Da un placer bastante interesante jugarlo xD. Sí, tiene un modo "zombies" (aunque son vampiros más bien), pero realmente me he basado más bien en sus modelos de predición sobre el contagio, el tiempo que la humanidad tarda en extinguirse si no encuentras una cura y el trasfondo lejano de caos que se va disipando si te aíslas.
Guardianes de la noche/Kimetsu no Yaiba: La mordaza, sí. Un personaje del manga lleva una mordaza, a pesar de que ha demostrado no ser peligrosa para otros humanos, para que no muerda accidentalmente a otros individuos.
La frase de reflexión del sexo no es mía, sino de Cameron, personaje de la serie House. Temporada 1 episodio 3.
