6

SAKURA

Cuando era niña, tenía problemas para aprender palabras. No sé por qué. Tengo un alto coeficiente intelectual y sé desenvolverme con soltura, pero memorizar palabras me resultaba un poco difícil.

Los profesionales a los que me llevó mi padre pensaron que tenía algún tipo de dislexia, pero no es que no supiera leer o reconocer palabras. No es que todas parecieran iguales. Simplemente parecían vivas.

¿Conoces esa sensación cuando estás leyendo algo y casi te salta de la página? En mi caso, fue literal, y así es exactamente como me sentí. Como si las palabras vinieran a por mí.

Resulta que no tenía problemas con todas las palabras. Solo con las negativas. Las palabras que hacen que me pique la piel y se me nuble la vista. Las palabras que sentía en lugar de sólo leerlas.

La ansiedad hizo que se me erizara la piel y que me cosquilleara la nariz.

La crueldad hizo que mis mejillas se calentaran y mi cuerpo se tensara por la necesidad de defender a quien estaba subyugado.

El miedo me hizo apretar los dientes y mi corazón se encogió ante lo que estaba por venir.

La tristeza me borró la sonrisa y me tuvo al borde del llanto.

Es una de las razones por las que no veo películas trágicas, o cualquier película que muestre emociones que puedan desencadenarme. Me identifico mucho con esas cosas.

Alguien se preguntará por qué esta loca eligió dedicarse a la abogacía cuando es peligrosamente empática. Buena pregunta. Quiero decir, no debería haberlo hecho, lógicamente. Probablemente debería haber sido una trabajadora social, alguien que cuida de niños y jóvenes.

Pero aquí está la cosa, no creo que todos los abogados necesiten ser desprendidos para hacer su trabajo. No creo que necesiten matar su humanidad para ascender en la escala corporativa. Los que lo hacen no son verdaderos abogados, según mi opinión.

Los abogados pueden ser empáticos, porque eso nos permite entender a nuestros clientes y ayudarles de la mejor manera posible. Los abogados empáticos son los favoritos de la gente, según un estudio realizado de nuevo por su servidora. Les gusta que les entendamos, les escuchemos y no seamos impersonales.

En fin, volviendo a mi problema de empatía. Es especialmente difícil con las palabras. Supongo que es porque eso es lo que empezó para mí. Simples palabras negativas.

Me provocan. Es decir, me ponen en un aprieto y tengo que alejarme y esconderme y desear que lo que sea que hayan hecho esas palabras termine.

Así que tuve que idear un mecanismo de afrontamiento. Algo que no me hiciera perder la cabeza en el momento en que leyera un asesinato o una locura.

Tuve la genial idea de que la práctica hace la perfección. Es decir, si me expongo mucho a esas palabras, seguramente me desensibilizaré. Habrá un día en el que las vea y sea como, "Meh" entonces montaré mi unicornio blanco hacia los arcoíris.

Así que hice una lista de ellas, en orden alfabético. El cuaderno se llama "Las palabras negativas".

Cada letra tiene palabras negativas debajo, clasificadas por colores. Las amarillas son más fáciles, las naranjas son un poco más difíciles, y las rojas... cielos, las rojas me llevaron a un viaje al infierno incluso al escribirlas.

Al principio no funcionaba. Miraba el cuaderno cerrado con todas las palabras negativas, me estremecía y lo volvía a meter en el cajón.

Lo que desafía todo el propósito de insensibilizarme.

Así que, durante mi adolescencia, sacaba esa lista y la leía en voz alta, vomitaba un poco, sentía más náuseas, me escondía en mi armario durante una hora y luego me daba una ducha fría y comía helado de vainilla.

Fue un proceso. Uno largo que casi me llevó a querer suicidarme y pedirle ayuda a papá.

Pero no lo hice. Necesitaba hacer esa mierda yo misma porque fue por esa época que decidí ser abogada como mi padre, y no hay manera de que sea normal que una abogada se estremezca ante las palabras escena del crimen, puñalada o asesino. Eso sería vergonzoso para mi estudio de abogados empáticos.

Así que, de todos modos, después de una batalla contra las palabras, salí como ganadora.

Bueno, casi. Empecé a leer mi cuaderno sin sentir la necesidad inmediata de esconderme, vomitar o estrellar mi auto contra un árbol.

Casi, porque aún a día de hoy, sigo teniendo problemas con una letra del alfabeto. D. Dato curioso: esa maldita letra tiene la mayoría de las palabras negativas debajo, y muchas de ellas están en rojo.

Daños.

Decadencia.

Deterioro.

Dolor.

Dañado.

Depresión.

Dolencia.

Y la más temido de todos. Mortal. Muerto. Muerte.

«Deadly, dead and death. En inglés empiezan por D».

No he podido soportarlo, por mucho que lo haya intentado. Se queda atascada cada vez que la digo, empujando mis cuerdas vocales y rebajando mi voz. Así que hice de esa letra D mi perra. Escribí cada palabra mil veces. Escribí muerte, unos cuantos miles.

Mis muñecas gritaron, mi corazón martilleó en mi garganta, y casi me apuñalé y me desangré en el suelo.

Cuando el abuelo murió hace cinco años, no me derrumbé ni lloré. Simplemente me recompuse y estuve al lado de papá mientras él y Ameyuri se acuchillaban mutuamente.

Así que lo había superado, ¿no?

No es así.

Mis ojos se abren mientras la verdadera realidad de la muerte se forma lentamente en mi conciencia.

La posibilidad de que mi padre pueda morir.

Como mi único miembro de la familia. La única persona que me mantuvo unida y que le hizo un guiño al mundo mientras me criaba él solo.

Un sabor salado estalla en mi boca y me doy cuenta de que es porque estoy bebiendo mis propias lágrimas.

Desde que desensibilicé la letra L y sus palabras, llanto incluido, ya no lo hago. Bueno, no lo hago mucho.

Pero es como si estas lágrimas tuvieran una mente propia. No se deben a la palabra en sí. No es mi reacción irracional a una palabra al azar. Esto viene de un lugar tan profundo dentro de mí, que no tengo ni idea de dónde se encuentra.

No importa que me duela el cuello y que mi cuerpo esté todo rígido por la incómoda posición en la que he dormido. Lo único que mi psique es capaz de procesar es que papá podría haberse ido.

Estaré sola sin mi padre.

El hombre que pintó el mundo con colores brillantes y luego lo puso a mis pies.

El hombre que frunce el ceño ante el mundo pero sólo me sonríe a mí.

Ahora no tendré a nadie que me cante Cumpleaños Feliz desafinando. Nadie me abrazará cada mañana ni cenará conmigo cada noche.

No habrá nadie que abra lentamente mi puerta a altas horas de la noche para asegurarse de que no me he vuelto a quedar dormida en mi escritorio porque me he consumido con cualquier proyecto en el que estuviera trabajando. No habrá nadie que me traiga mi té verde favorito con infusión de vainilla cuando no pueda dormir.

No estará ahí para meterme dentro cuando baile bajo la lluvia porque podría darme un resfriado.

Desaparecerá como si nunca hubiera existido. Y a diferencia de cuando murió el abuelo, no creo que pueda sobrevivir a esto.

No puedo volver a la casa que llamamos nuestra y recoger trozos inexistentes de mí.

¿Cómo puedo hacerlo cuando todo lo que hay ahí es testigo de lo bien y lo duro que me crio y lo mucho que se sacrificó por mí?

Ni siquiera me planteé mudarme después del instituto. La gente de mi edad quiere alejarse de sus padres, pero yo no. Es donde está el hogar.

Un súbito escalofrío me pone en pie cuando la chaqueta que me cubre cae por los brazos hasta el regazo.

Mis dedos rastrean el material y me sorprende que no se incendien. No importa que no recuerde que me lo haya puesto, ni cómo he acabado tumbada en la silla. El olor lo delata. Un poco picante y amaderado con un matiz de almizcle, pero sigue siendo fuerte y varonil y tan parecido a él.

El hombre al que abracé y en cuyo pecho lloré.

El hombre al que probablemente le estropeé la camisa.

No me devolvió las caricias, no me consoló, pero tenerlo allí, incluso inmóvil, fue suficiente para mí.

Todavía tenía el cuerpo tenso y rígido como el día del beso. Seguía negándose a cualquier contacto conmigo, como entonces, pero no pasa nada.

Me cubrió con su chaqueta. Y tal vez pueda conservarlo como he conservado mucho de él conmigo.

Como su cuaderno, su camiseta cuando una vez la olvidó, sus sudaderas de cuando corre con papá. La mayoría eran de mi padre, pero si Madara se las ponía aunque fuera una vez, pasaban a ser suyas. No me preguntes por qué. Es la ley. Luego hay una bufanda que me regaló porque hacía frío. Un libro sobre la ley. Que sea en plural de hecho. Un bolígrafo. Bien, bolígrafos, otra vez en plural.

Y no, no soy una acosadora. Solo me gusta coleccionar. Y por coleccionar, me refiero a las cosas que le pertenecen.

Pero ahora no está aquí.

Y hay un agujero del tamaño de un continente en la boca del estómago porque ahora pienso que me ha abandonado y tengo que lidiar con estos sentimientos revueltos por mi cuenta.

Me he pasado de la raya otra vez, ¿no? Ahora, realmente piensa que soy una pervertida imparable que no dejará de tocarle siempre que pueda.

No debía hacerlo. No lo habría hecho si él no me hubiera tocado primero y me hubiera dicho esas palabras que desencadenaron todo. El hecho de que necesitaba lidiar con ello para superarlo.

Pero se suponía que debía estar ahí para cuando me ocupara de ello. No debería haberme dejado otro recuerdo de sí mismo y luego desaparecer.

Me pongo en pie tambaleándome, me froto la cara con el dorso de las manos y me las limpio en el pantalón antes de colocarme la chaqueta en el antebrazo. Tiene que ser todo primoroso y correcto como él. Aunque probablemente la haya manchado antes con mis mocos y mis lágrimas.

Vaya.

Mis dedos rozan el brazalete que me dio mientras me pongo de puntillas al doblar la esquina, buscando a un hombre alto muy familiar con unos ojos que podrían mandar a alguien al infierno.

Específicamente a mí.

Aun así, sigo adelante porque no puedo hacerlo sola. No puedo mirar fijamente el cuerpo magullado y sin vida de papá y seguir de pie. Ninguna cantidad de listas o desensibilización o síndrome de cerebro vacío podría haberme preparado para esto.

Mis zapatillas hacen un ruido inaudible en el suelo mientras lo busco. No tardo en encontrarlo, pero antes de poder alegrarme, mi corazón se encoge.

No está solo. Está con la bruja. Mei.

Papá la llama así. La bruja. No había usado ese apodo para ella en el pasado, pero ahora lo hago porque tal vez esté encantando a Madara con magia negra. Después de todo, es la única mujer a la que presta atención. La única mujer con la que se relaja y a la que muestra ese leve tic en los labios.

Algunos lo llamarían una sonrisa. Pero yo siempre la he considerado media sonrisa. Casi allí, pero no realmente.

De todos modos, solo se la enseña a ella y lo odio, y a ella. Odio lo arreglada que está. Cómo lleva tacones altos y camina cómodamente con ellos, como si no existieran, y tiene la mejor colección de trajes de pantalón y falda de la historia, no como mis aburridos shorts de mezclilla y mis zapatillas blancas favoritas. Odio que su pelo sea rojo brillante como su pintalabios, no rosa como el mío.

Pero lo que más odio es lo compatible que es con Madara. Lo bien que fluyen sin esfuerzo, lo bien que se ven juntos sin siquiera intentarlo. Es exitosa, astuta y una perra jefa en su empresa. El tipo exacto de mujer que me imagino que atrae a Madara.

Una vez se lo oí decir a papá, que le gustan las mujeres que persiguen sus carreras con la misma agresividad que los hombres. Le gustan las mujeres inteligentes con fuego, como Mei.

No es una sorpresa que al rey le guste una reina.

Porque esa es la cuestión, ¿no? El rey no mira en dirección a las damiselas en apuros, no le gusta hacer ninguna salvación.

De repente, soy muy consciente de lo que soy para él. Un obstáculo que lo arrastra hacia abajo. Una obligación dejada por su mejor amigo.

Mis uñas se clavan en la chaqueta y puedo sentir el olor picante que hay en ella subiendo hasta mi garganta y asfixiándome. Puedo sentir que el olor a bosque se convierte en altos árboles por los que soy incapaz de ver o trepar.

Doy un paso atrás y corro hacia la silla en la que me ha dejado. Le devuelvo la chaqueta y dejo de ser una molestia. Lo último que quiero es convertirme en la niña molesta de la que tiene que ocuparse en nombre de su amigo.

Ya no soy una niña. Tengo veinte años y puedo cuidar de mí misma. Puedo encargarme de todo, desde el coma de papá hasta la casa y lo que haya dejado.

Se me aprieta el pecho cuando recuerdo el estado de papá. Ya no tengo a nadie a quien recurrir.

Mis pies se detienen cuando encuentro una cara conocida frente a la ventana de la habitación de papá.

Lleva un extravagante vestido rosa de cóctel. Un sombrero de plumas con las tonalidades del arco iris se asienta cómodamente en su cabeza, dejando asomar sus mechones blanqueados.

Me acerco a ella lentamente, sorprendida por lo vieja que se ve, a pesar de todo el botox y las cosas que se ha hecho en la cara. Es como si se hubiera convertido en una máscara. Por no hablar de lo hinchados y grandes que están sus labios, como si le hubieran picado decenas de abejas.

—¿Ameyuri?

No rompe el contacto visual con papá, y no tengo fuerzas para volver a mirarlo en su estado, pero puedo ver la forma en que lo observa.

Cómo sus ojos se fijan en él en su totalidad, yendo de un lado a otro mientras pasa su mano enguantada por su bolso de cuero. También de color rosa.

—Ameyuri —lo intento de nuevo, no estoy segura que me haya oído la primera vez.

—Está muy mal —dice en voz baja, sin expresión alguna.

Lucho contra las lágrimas que intentan escapar y hago chocar el pulgar contra el índice por debajo de la chaqueta de Madara. Entonces son mis uñas contra su chaqueta. En cierto modo, él está aquí conmigo.

Además, hay una venda alrededor de mi dedo que no había notado antes. ¿Fue él quien lo puso ahí?

Mis pensamientos se dispersan cuando Ameyuri se enfrenta a mí, con su expresión de esnobismo firmemente fijada.

—El cabrón por fin tiene lo que se merece.

Me retraigo por la fuerza de sus palabras, con la barbilla temblando.

—¿Cómo... cómo has podido decir eso? Aunque se hayan peleado, ahora mismo se enfrenta a la muerte.

—Como debería haberlo hecho hace mucho tiempo. Su tipo de maldad necesitaba ser castigada más pronto que tarde.

—¡Ameyuri!

—Voy a darte un consejo, aunque seas engendro del diablo. —Se acerca hasta que lo único que puedo oler son las fuertes notas de su vertiginoso perfume—. Sería mejor que dejaras todos los casos y te mudaras de la casa. Mi abogado dice que puedo recuperar la casa y también las acciones de Uchiha & Senju que poseía mi esposo antes de que volvieran a manos de tu intrigante padre.

Sacudo la cabeza a pesar de mis intentos de parecer imperturbable. Papá gastó mucho tiempo, esfuerzo y dinero para asegurar la casa y la empresa. No hay manera de que pueda quedarse con todo, ¿verdad? Seguro que hay algo que pueda hacer.

Ameyuri extiende su mano enguantada, me agarra la barbilla entre el pulgar y el índice y me da una pequeña sacudida.

—No me gustaría aplastar a una niña como tú, así que ¿por qué no nos ahorras a las dos la molestia y lo dejas todo? Tendrás tu fondo fiduciario cuando tengas veintiún años y eso es suficiente para mantenerte rica toda la vida. Voy a hacer que mi abogado redacte un contrato para que solo tengas que firmar.

—No —murmuro, con las uñas clavadas en la chaqueta.

Sus labios hinchados se tuercen.

—¿Qué acabas de decir?

—¡No! —Me alejo de ella, con el cuerpo temblando—. No permitiré que te lleves las cosas que tanto le costó ganar a papá. Jamás. ¡Y no está muerto, Ameyuri! Volverá y hará que te arrepientas de haberme sugerido eso.

—Hablas mucho, pero no tienes nada, pequeña. Prepárate para ser aplastada en la corte.

Mi corazón martillea con fuerza y rapidez en mi caja torácica mientras busco las palabras adecuadas para echárselas en cara. Nunca permitiré que esta mujer me quite por lo que papá ha trabajado, aunque sea lo último que haga.

—Eso debería ir para usted, señora Senju.

Me sobresalto, mi pecho hace esa opresión unida a un zapatazo al oír su voz.

Madara.

Se dirige a grandes zancadas hacia donde estamos, y antes de que pueda permitirme disfrutar del alivio, su brazo me rodea el hombro.

El brazo de Madara está sobre mi hombro.

¿Es una especie de sueño? O tal vez sea un sueño unido a una pesadilla.

Ameyuri levanta la barbilla, todavía torciendo los labios.

—No puedes hacer nada, aunque la representes. La ley está de mi lado esta vez.

—Eso podría ser así si estuvieras hablando con su abogado, pero ahora te estás dirigiendo a un miembro de su familia. Su futuro esposo, para ser más específicos.