XIX
—¿Qué carajos dices?
Mangetsu logró recomponerse tras escurrir su esencia entre las grietas de la madera, y por la noche a base de sorber frutas tuvo las fuerzas para introducirse en un despistado, ahogar a los durmientes y cazar al resto con el silencio de su cuchilla. Ameyuri no había pasado toda su vida aplicando descargas eléctricas sin probarlas ella misma ya sea para juzgar su efectividad o salirse del aburrimiento. De hecho, sostener la Kiba era ya una tortura constante, sometiendo al portador a un cosquilleo infinito. La trampa, cierto, logró inmovilizarla un rato, más que nada por venir de improvisto, como toda trampa, pero tan pronto recuperó la consciencia de su cuerpo, compartió los relámpagos de sus hojas con sus asesinos, poco experimentados en el placer del choque. Por su parte, aunque Jinin fue efectivamente apuñalado 17 veces, eso no bastó para evitar que se levantase y destrozase a todos sus enemigos, aterrados ante la aparente inmortalidad del enano. Ya luego curó sus heridas con vodka. Jinpachi, conocedor de todos los repertorios explosivos, sus alcances y sus latencias, supo esquivar aquella explosión desatando la suya propia. El impacto es verdad que lo aturdió, y no salió ileso porque algunas quemaduras quedaron en su cuerpo, pero al caer en mar fue ayudado por las sirenas, comadres busconas de su esposa pez, y tuvo tiempo para despejarse, sanar su cuerpo y a las pocas horas volver y hacer volar por los aires los barcos de los traidores.
—¿Pero qué mierda dices que dijiste? —Ao se apresuró en alcanzar el telégrafo llamó, y apenas sintió que descolgaban del otro lado, gritó todo desaforado: ¡Fuguki, maldita basura marina, ¿qué clase de hombres incompetentes tienes a tu mando, eh?!
—Eh... Fuguki no podrá contestar —le respondió una voz gutural, seguida de una risa macabra que le heló la sangre—, verá, está un poco indispuesto...
Suikazan yacía muerto, con la enorme panza abierta de tajo y con las tripas y los restos de tres comidas esparcidos por aquí y allá. Era solo el cadáver principal en medio de un adorno dantesco de muertos destrozados.
—Pero si quiere hablar de los hombres que manda —prosiguió la voz—, puedo decirle que aquí está el único que vale la pena.
Ao tragó una saliva dura como una piedra.
—... ¿Quién eres tú?
—Jeje... Mi nombre es Kisame del Clan Hoshigaki —rio el tétrico hombre tiburón que sostenía ahora la Samehada, sentado sobre el oso que era su anterior poseedor y desclavándole una de las púas del cuerpo para limpiarse los puntiagudos dientes—, ahora… ¿cómo va su golpe, Almirante Ao?
Ao colgó. El sonido de una risa viajó a través de un fino hilo tendido tras el aparato, atravesó las calles marciales, pasando por la Base Naval y llegando al Astillero, entrando por una buhardilla indiscreta, hasta alcanzar el oído de Kushimaru. Los Diablos de la Niebla rían extasiados por asesinarle, cuando su víctima les dejó notar los hilos que rodeaban el lugar y lo cruzaban de esquina a esquina, atrapando sus cuerpos en segmentos incómodos.
—¿Cómo...?
Kushimaru solo tuvo que halar con el meñique para que los cuerpos se comprimieran, enterrándose sus púas, sus cuernos y sus garras, y un pequeño esfuerzo mayor fue suficiente para cercenar los cuerpos con una limpieza envidiable que se opacó por los litros de sangre mugrosa que inundaron la escena. El Espadachín salió sin problemas, para encontrarse con la guardia militar de Ao desgajada a los pies de los Hermanos Monohana, entre los ENKO, sus más despiadados. Sin decir nada, sus hombres recibieron la orden de repartirse por la aldea y reestablecer la cordura que Ao estaba perdiendo.
Los shinobigatana eran el alma de Kirigakure, y muchos no creerían que se revelaran contra el Cuarto, aunque sus antecesores lo hicieran contra el Tercero, pero ese era un caso excepcional en el que el líder de la aldea había abandonado su puesto y toda razón. Yagura, por otra parte, era cruel, pero con él el pescado siempre llegaba a la mesa, podrido pero llegaba. Estaba desaparecido, sí, pero no había dicho que no fuera a volver, no había fundado países imaginarios para nombres su gobernante y, vale, sí estaba algo loco, pero solo en la medida en que es necesario para gobernar a un país de locos. La legitimidad de la que gozaban los Shinobigatanas actuales les permitió retomar el control de la Aldea en tan solo una noche, siendo el factor decisivo para ello los ninjas ENKO de Kushimaru, los cuales segaron a alborotadores y saqueadores sin misericordia justo y cómo tenía que hacerse. Aunque se había dado la orden de no salir de sus casas, esta venía de autoridades ilegítimas y muchos se reunieron en plazas y mercados para mostrar su apoyo a los Shinobigatanas y al Mizukage. Marcharon por la Aldea con farolas, banderines y cánticos bellos. Liberaron una por una las casas de los clanes de cada uno de los 7 espadachines, incluso las de Momochi y Suikazan. Se enfrentaron a palos y patadas con todo provocador, comerciantes que apoyasen el paro o trabajador sindicalizado que levantara banderas rojas o quisieran confundirse con la multitud. Fueron recibidos por los miembros del clan Akebino y Munashi, quienes a viva voz declararon que sus espadachines no habían renunciado al Mizukage. Llegaron a las puertas del clan Ringo, donde Mai Ringo, la estelar, rodeada de los sectarios apenas vestidos con redes, proclamó desde el techo que Yagura Karatachi es el único al que los shinobigatanas reconocían como líder. Así la multitud fue llegando al edificio de Finanzas, donde bendijo a Kisame como nuevo Shinobigatana y nuevo portador de la Samehada. Los miembros del clan Hoshigaki se apersonaron y entre lágrimas exclamaron que eso no podía ser posible, que se confundieron de tiburón, que nunca debieron darle su apellido a ese monstruo, que seguro ese Fuguki había hecho algo malo y que Kisame estaba drogado.
—Tranquila, señora, que aquí nadie quería al panda ese.
Kushimaru confirmó la traición de Fuguki, pero como Kisame no confiaba en nadie y nadie confiaba en él, decidieron dejarlo allí a cargo hasta que volviera el Mizukage y dijera él qué onda. Mientras tanto, Ao, más preocupado que nunca, abortada toda celebración en el Cuartel Naval y ordenado el inmediato atrincheramiento, justificando su acción en papeles oficiales hablando de las necesidades del Estado de Kiri, ahora se encontraba encerrado con decenas de señores feudales, jefes económicos y líderes de otros clanes, en un salón de mando donde reinaba un estado de negación y todos olían igual de culpables. Mei Terumi se había quedado con la cabeza levantada, esperando que le cayera el sombrero, como hace unos años se quedó plantada en el altar, disque porque su prometido se fugó con una sirena la noche en que despedía la soltería, aunque la verdad es que cayó al mar de borracho y se rompió el cuello contra las filudas rocas y ya luego sus amigos se inventaron eso para evitar dar explicaciones. Igual que aquella vez, el ambiente de jolgorio se había transformado en una atmósfera casi fúnebre, de las que preceden a las tormentas, llenas de incertidumbre, murmuraciones y nuevas lealtades. Fuera, mientras emergía el amanecer del noveno día (el que Ao había llamado El Nuevo Día), los 5 shinobigatanas más fieles a Yagura dirigían a sus escuadrones y a la multitud a retomar, ante ojos legañosos, el Faro del Mizukage y rescatar de paso a la doncella Sen Yuki para así ponerle fin a aquella alucinante empresa de la razón que aún muchos no comprendían.
—Acaso... ¿Perdimos? —pregunta Mei, con un tono casi ignorante.
Mientras Ameyuri avivaba las masas, y Kushimaru organizaba las redadas y detenciones por toda Kiri haciendo uso de la inmensa red, nunca mejor dicho, de hilos que tendió cubriendo todos los techos, Mangetsu, Jinin y Jinpachi marcharon con sus hombres por los pasillos y abrieron las puertas de la sala de la Concha Acústica.
—No. Aún hay una opción.
Y lo que encontraron fue a Zabuza Momochi panchamente sentado, con la Kubikiribocho a un lado y Sen Yuki al otro.
—Bienvenidos.
—¿En verdad confías en él? —preguntó Mei, consternada.
—No —respondió Ao—, y él no confía en nosotros.
Mangetsu, que estaba dispuesto a felicitar a Zabuza por asegurar el Castillo, observó el salón rodeado por ninjas fieles a Momochi, y reconoció en la mirada de la doncella el terror del oportunismo.
—Porque lo hacemos por razones egoístas, y él también.
—Ya veo... Así que fuiste tú... ¡Soldados, arresten a Zabuza Momochi!
—¡Maten a Mangetsu Hozuki! —ordenó mientras colocaba su enorme sable en el cuello de la juvenil doncella de cabello blanco. Los Shinobis de ambos bandos tensaron las miradas, con los cuchillos al alcance de los dedos.
—¿No te das cuenta de lo que haces? Matas a nuestra propia gente. ¿Es que tantas ansias tienes por el poder?
—¿Ansias? No, no lo llamaría ansias. Lo llamaría Codicia —Mangetsu reconoció en Zabuza los ojos del verdadero Demonio—. Lo quiero todo en este mundo, y lo voy a tener, comenzando justo ahora —lo señaló con la enorme espada—. Tú y yo, Mangetsu. Enfréntame, si tienes el valor...
Mangetsu observó la gotera sobre el hombro de Zabuza. Se sonrió.
—No veo por qué deba aceptar.
—La mataré —Zabuza posó el filo de su arma en el delicado cuello de la doncella, lo que le provocó una visible laceración.
—Zabuza... —suspiró Mangetsu—, tú ya has perdido.
El Demonio de la niebla no era de los que amenazaban en vano, y por tanto ya había comenzado a rebanar el cuello de Sen cuando la sintió más liviana y se volvió para ver a la muchacha como se elevaba cual papel.
—¿Pero qué mier...? —Miró hacia arriba y encontró a Suigetsu, pegado al techo como un moco, tirando del cuerpo de la muchachita con unos largos brazos extensibles—. ¡Maldito niño ¿cómo escapaste?!
—¡Ahora, mátenlos a todos! —gritó el Segundo Demonio y se armó el infierno de cuchillos y sables.
—¡Recuperen a la niña! —Zabuza se puso en posición de batalla.
Mangetsu se lanzó, dispuesto a matarlo con un solo ataque. Zabuza, sin pensárselo, mostró la concha marina que traía colgada del cuello, apuntó su ósculo hacia el Hozuki y sobándole un costado, esta liberó un chillido agonizante. Mangetsu sintió cómo, incapaz de mantener su cuerpo sólido, era licuado rápidamente hacia el interior de la caracola, dejando solo sus espadas en el suelo—. ¡Sorpresa, imbécil!
Zabuza había conseguido aquella mágica caracola de una vendedora vieja y horrible con cabellos de alga que tenía su puesto en una cueva en el extremo más alejado de una playa de arena celeste. Había estado preguntando todo el santo día por artilugios que le ayudaran en su misión y la vieja sería la única que le daría un arma, que no parecía tal, con la promesa de que cumpliría sus sueños si se los susurraba tras cada despertar. Dicen que los piratas las utilizaban para capturar criaturas mitológicas de cuya existencia los parientes dudasen, aunque luego no sabían cómo sacarlas. Le dijo, además, que solo podía usarse una vez cada mes lunar. Zabuza entregó el collar de su madre como intercambio, y cuando volvió arrepentido, y creyéndose un tonto por cambiar oro por crustáceo, el mar ya había taponado la gruta. Si la caracola funcionaba, se negaba a gastarla en Suigetsu, el inútil hermano menor, y la reservaba para el hermano mayor, a quien respetaba, así que cada mañana se dedicó a confesar su ambición sin fallo.
—¡Mangetsu fue atrapado! —gritaron sus soldados.
—¡Encárguense de los secuaces! —Gritó Jinin— ¡Nosotros vamos por Zabuza! —y junto a Jinpachi atacó al shinobigatana traidor.
—A ver qué pueden hacer, viejos.
Y le sacaron su mierda. A patadas lo tenían, cuando consiguió arrojarse sobre una rendija por la que corrían aguas sucias desde los cuartos de baño hasta las playas traseras. Alcanzó agarrarse de algunos barrotes revestidos de mierda, y oliendo a caca escaló hasta encontrarse con la solemne manifestación de los fieles que colocaban cada cosa en su lugar y disipaban, sin resolver, las dudas andantes.
—Entonces... ¿Perdimos? —volvió a interrogar Mei a un Ao que cruzaba la habitación sin direcciones claras, sosteniéndose el ojo tapado. Seguía con su cerquillo cruzado a aquel hombre que parecía deshacerse como una bola de estambre—, entonces... ¿se acabó?
—Aún tenemos una opción... —declaró Ao, sujetando la mesa de planeación, haciendo temblar sus fichas de blanco marfil—, el Cuarto Mizukage ha muerto... Mis hombres han estado difundiendo esa historia, es hora de intensificarla, veamos cómo reaccionan los espadachines... Ya después...
—¿Enserio echarás tus fichas a una idea tan tonta como esa?
Ao se frenó en seco. Reconoció una sonrisa en los finos labios de Terumi.
—¿Qué es lo que esperas que pase? ¿Qué los Shinobigatana salgan huyendo de la Aldea que acaban de recuperar, aterrados porque su Mizukage ya no está? —Mei se puso de pie, y caminó hacia el balcón. La tarde caía rendida, y el horizonte camuflaba los vapores—, no falta mucho. Si sobrevivimos esta noche... habremos ganado.
Y esa noche, la Aldea esperó con la navaja en la yugular. De alguna forma, todos habían cesado en sus respectivos movimientos, tal vez reflexionando sobre la funesta existencia de la isla que habitaban y por la que se estaban matando. Ao solo pudo observar incrédulo cómo la mujer de azul se reclinaba, cómoda en su largura, a ver el cielo de su nuevo hogar. Los Shinobigatanas, intentando descifrar la caracola mágica que mantenía cautivo a Mangetsu, retrasaron su inminente asalto a la Base Naval. El Faro se había convertido entonces en el templo de decenas de espadachines que, silenciosos y con sus sables tendidos, aguardaban el primer rayo de sol para finiquitar a los traidores. Todo el pueblo, con el músculo tenso y el nervio tranquilo, contenía el aliento del embate definitivo, y pensaba, quizás por primera vez, sobre su propio destino.
Entonces apareció: una mísera franja de luz cósmica tocó la concha húmeda de un molusco indeciso en el mar calentándose. Los espadachines se levantaron, las hojas metálicas destellaban. Mei Terumi contempló el horizonte. Un fogonazo partió la niebla y los regresó a la realidad. La torre occidental de El Faro se vino abajo, aplastando a un mensajero. Ao examinó la bruma con su ojo lechoso, y descubrió cómo emergían naves acorazadas que ondeaban banderas azules y blancas, y reconoció los emblemas de tantas pequeñas casas que se habían mantenido apartadas del asunto golpista. No eran los salvadores de Kumo y Konoha, que habían desistido de seguir avanzando dadas las cuantiosas pérdidas y los dudosos beneficios; sino que se trataba de una aglomeración de clanes relegados que Mei había ido convenciendo a lo largo de varios meses de conversaciones sinceras y préstamos con cero intereses para adquirir modernos barcos de guerra. Tuvieron que viajar al exterior con su humilde cartera, para descubrir que el Imperio de las Olas, reformado, ya no tenía ejército, que el Reino Tierra se encontraba bajo un embargo a su existencia, y que la Nación del Fuego había sucumbido a su propia geografía volcánica. Llegaron dando tumbos a una península gris, de gente confusa, dividida en dos gobiernos opuestos pero idénticos, y allí consiguieron realizar la compra, pero no pudieron acceder a los imponentes buques platinados, que era muy costosos, sino que a su alcance estaban más bien las viejas embarcaciones de metal y madera, más propias del museo o el deshuesadero que del mar, apenas equipados con viejas torretas y cañones de pistón, pero incluso eso ya era más tecnología militar que de la que se había visto alguna vez en el Mundo Ninja.
Los espadachines que rodeaban la Base Naval dudaron entre ingresar a cortar cabezas o regresar a defender el Faro, pero entonces detectaron una bruma espesa emerger de los salones de mando. Lo que esperaban fuera un bostezo solar, fenómeno más bien típico, los sorprendió con un ardor insoportable y el chillido horrido del metal oxidándose en instantes y la madera carcomida en segundos, solo opacado por sus pieles sancochadas y sus carnes cocidas. Huyeron como pudieron (llevaban los ojos derretidos), y ni siquiera pudieron alertar (la lengua se sancochó, quizás lo más doloroso) antes de caer al hirviente mar. Los cuerpos desnudos se amontonaron en el puerto, con un hedor nuevo, y la sangre liberada tintaba la bruma, enrojeciéndola.
Ao observó cómo la neblina de vapor dejaba tras de sí restos apenas humanos. Observó, luego, a la mujer de azul recuperando grácilmente la respiración. Quizás él había iniciado todo esto, pero había olvidado que la más deseosa de cambiar las cosas siempre había sido Mei Terumi, la Restauradora.
—Alégrese, Almirante Ao —dijo Mei, respirando los aires del cambio matutino—, viviremos para llevar a Kirigakure a una nueva era.
La Aldea estaba rodeada. En ese instante, de manera no relacionada, las gentes entraron masivamente en consciencia de sus propias necesidades y reclamos, y volvieron sus arpones y redes contra los fieles a Yagura y los seguidores del Shinobigatana. ¿Qué interés podrían ellos de tener en conservar un gobierno como ese, teniendo tan cerca la posibilidad de una transición que no podía ir a peor? Mucho se suele escribir sobre la cobardía del vulgo en las situaciones más comprometedoras, pero hoy le tocó una página a uno de esos momentos en los que el aldeano común —amalgamado en el pescador arruinado, el comerciante impedido, el estudiante revoltoso— se puso al frente de su destino, encaró el vacío de la historia, y dijo: No. Y, a cada centímetro más conscientes de su finitud existencial, los espadachines fueron soltando los sables, en un acto que ha sido interpretado como la noble aceptación de la derrota, o la dignísima entrega del cuerpo del delito, o a veces como la resignación ante la aplastante verdad y otras como la arrugada más grande en vez de morir en los abismos de su tiempo social. Las multitudes y, como suele suceder, muchos arribistas infiltrados, inundaron las plazas entonando aquel canto sirénico que llevaban atorado en la garganta desde que el Tercer Mizukage lo prohibiese hace ya tantos años.
Negras tormentas agitan los mares
nieblas oscuras nos impiden ver
aunque nos espere el hedor y la muerte
contra la corriente nos lleva el deber.
El pez más preciado es la libertad
zarpemos por él con fe y con valor.
Icemos las velas de la rebelión
eres timonel de la emancipación.
Al mar pueblo bravo de la Neblina
hay que exiliar toda la traición
¡A los barracones! ¡A los barracones!
Por el futuro de la peor generación*.
Tantos años, tantos, de un horror que parecía infinito, se terminaron de golpe en poco más de una semana y pico. Mei, alzada de pronto en docenas de brazos sin dueños, rodeada de coloridos estandartes salpicados de vítores, se iba abriendo camino borrando la densa niebla de las calles, hasta alcanzar la plaza mayor, con todos sus defensores rendidos y desarmados. Desde los techos las cocineras chocaban las cacerolas con el ritmo trepidante de un concierto libertino, y las niñas arrojaban medusas que se deshacían con la caída y regaban partículas de mermelada, y entre faldas los niños se escabullían para ver de cerca a esa legendaria mujer que había cesado a la tiranía y decían descendía de los ángeles del mar. Encontraron el Faro abierto y el pasillo principal regado de katanas abandonadas. La bajaron para que entrara por su propio pie, y tan confiada se vio que se deshizo de los mocasines y pisó las hojas con orgullo, cortándose las plantas. Por primera vez los comunes pudieron apreciar aquellas estatuas de tritones congelados y se horrorizaron ante los óleos que glorificaban las masacres, y comprobaron que el trono del Mizukage era realmente una concha acústica muy cómoda, por cierto. Mei rehusó sentarse en ese chiste, honrando sus posaderas, y se apresuró en salir por los balcones para dirigirse a la alfombra humana que empezaba a formarse a los pies del Faro y llegaba hasta el mar.
—¡Pueblo de Kirigakure! ¡Hoy, ustedes han triunfado! ¡Hoy, es el primer día del resto de nuestra vida como un pueblo libre y unido!
Los cucharones se estrellaban con estrépito ensordecedor, y daban paso a las vivas y las hurras por todos y para todos, las felicitaciones y los estrechones de mano no se hicieron esperar, ni los pronunciamientos gremiales improvisados donde cualquier vecino se convertía en orador consagrado. Estaban ebrios de triunfalismo, y no era para menos: Finalmente, Kirigakure era libre. Hasta que el rugido inmenso del océano frenó sus encandilados corazones. Se volvieron para descubrir la silueta siniestra de la gigantesca criatura a punto de arribar. La Aldea quedó en un mutis total al ver que Yagura Karatachi había vuelto convertido en en el Sanbi, la Bestia de Tres Colas Isobu.
*Inspirado por el Himno "A las barricadas".
