XX

Ao nunca se consideró un traidor al Cuarto Mizukage; fue más bien el primer soldado de la Quinta Mizukage. Hombre estricto se crío estrictamente en un hogar lleno de carencias: tenía que salir a la calle para cepillarse los dientes, caminar 80 metros para ir al baño y pronto aprendió del firme régimen de aguantarse el hambre y lo aplicó a los territorios de su alma. De ser el menor de sus hermanos aprendió a nunca mostrar las dudas ni los deseos ante sus superiores, y de su padre heredó la constancia imperecedera que lo caracteriza: era un borracho que negaba filosóficamente sus vicios hasta morir ahogado en un barril de cerveza negra. Ao, pequeño testigo, comprendió que nunca hay que retroceder, aunque estuvieses en el fin del mundo o ante el mismísimo Ser Único. Pero incluso aquella doctrina se enfrentaba a su inminente quiebra política cuando la Bestia de Tres Colas, trayendo consigo una nueva y más espesa neblina, arribaba a las playas de Kirigakure y detenía con su rugido de gruta infernal la realidad alegre de esa transformación.

—¿Cómo...? —Ao cayó sobre su rodilla mala—, ¿por qué...?

Yagura alcanzó la Tierra de las Olas apenas medio día después de su partida, y descubrió, gracias al ojo prodigioso del Sanbi, una isla oculta por un banco de espuma celestina. Con el estiramiento de sus pesadas extremidades las aguas se alzaron furiosas contra ese montículo de tierra inútil que desafiaba el perfecto orden que el Mizukage imponía allá donde fuere. Los aldeanos, divididos entre los sótanos cavados a toda prisa y las torres levantadas con lo que había, recibieron el embiste de unas aguas amargas que encegueció sus vidas y les llenó las bocas de ostras. Media isla desapareció en cuestión de segundos. Los pocos sobrevivientes flotaban sostenidos de los restos de su triste infraestructura, o se arrastraban mortalmente heridos por la arena fétida, y rogaban porque una corriente misericordiosa los alejase del horror cuando escucharon el relincho celestial desde las alturas. Era un corcel hecho de nubes y cabalgaba sobre las olas con una gracia conmovedora: era la Bestia de Cinco Colas Kokuou. Llegó tocando la superficie con sus finísimas patas, y empezó a rodear al Sanbi con elegancia, clavándole sus prístinos ojos. Yagura, sin intimidarse, volvió a levantar los brazos, y las aguas alrededor del Sanbi enloquecieron, amenazando con tragar el resto de la isla; pero Utakata respondió con la melodiosa agitación de la crin espumosa del Gobi, y las mareas apaciguaron su marcha y más bien se desplazaron suaves en su órbita, formando puentes y montañas de dúctil visión. Los que contemplaron aquella mitológica batalla no lo sabían, pero eran testigos de la formación de un nuevo mundo, más libre y lozano para morir.

Dicen que cuando el Sanbi abrió las fauces en un bostezo monstruoso los mares temblaron destrozando cualquier obra humana, y expulsó un tsunami a presión que contenía ballenas muertas, calamares gigantes, monstruos marinos nunca vistos y barcos fantasmas con piratas que aguardaban la batalla en El Fin del Mundo. Y cuando el Gobi trotó con la violencia de su especie remodeló las islas y las salpicó de lagunas preciosas. Se afirmaba también que del caparazón de la tortuga gigante descendían los enjambres de hombres cangrejo cíclopes que la habitaban alimentándose del musgo que en ella crecía y se desperdigaban por las islas robando vírgenes falsas y piernas trabajadoras; y los más confiables aseguraban ver cómo del ombligo del caballo marino eran expulsadas en un tierno chorro docenas de sirenas larvarias que llevaban una vitalidad contagiosa con sus risas y sus caricias. Ya los más alucinados juraron que los hombres cangrejos se enamoraron de las sirenas y estas, compadecidas, curaron sus neurosis.

Sí se puede afirmar, bajo los riesgos adecuados, que cuando ambas Bestias Coladas se encontraron sobre un cementerio naviero, se sumergieron éstas en una impenetrable neblina que dejó todo a la imaginación. Pero los chamanes del mar han escarbado en sus sueños para desentrañar el secreto de estos intensos momentos: vieron al jovial Utakata tocar delicadamente su arpa, y vieron al inflexible Yagura blandir su bastón floreado, en una suerte de danza musical que era como el debate más intenso que se hubiese experimentado en todo el País del Agua. Utakata expuso en falsetes arriesgados la máxima de la vida que se vive dejando vivir, pero Yagura atacó con el spring supino que otorga la supervivencia del más apto. El Muchacho de las Olas (como le denominaban en un cuento de muchos autores) respondió con los graves finísimos del perdón y el amor como sonetos angulares, a lo que El Chico de la Neblina (como le referían los rumores de pasillo) alegó en intensos espasmos circundantes que el único respeto auténtico es el creado por el miedo. Reconocieron, mientras las mareas estallaban, en la exigencia ajena la carencia propia, y se preguntaron, cuando los relámpagos atravesaban el negro cielo, ¿quién puede amar a un triste y quién puede matar a un niño? Las zarpas electrificadas atravesaron la coraza del Sanbi, y el Nibi rugió con los agudos de la tormenta.

Una escuadra de Kumo sí que había logrado infiltrarse en el País del Agua, aunque a base de rodearlo. Esta tenía una muy clara misión y estaba dirigida por una de las dos únicas personas capaces de llevarla a cabo. Al frente estaba Yugito Nii, la Jinchuriki del Matatabi. Kunoichi ejemplar, firme y valiente, ha servido en el ejército desde los dos años, cuando Lord Tercer Raikage la seleccionó entre todos los infantes (por su ausencia de llanto) para someterse al Templo de los Biju donde se entendió antes de conocerse y jugó con la Bestia como si de su amigo se tratara, aunque los militares insistieran en un trato más vertical tipo amo-mascota. Con el tiempo se ha convertido en la mujer más poderosa e incómoda del régimen. Yugito Nii, que puede ser muchas cosas (entre irritable, perfeccionista, mandona, responsable, terca y exigente), no es tonta. Sabe muy bien que, si ha sido ella la enviada, con su Gato Eléctrico de Dos Colas, y no Killer B con su Toro Pulposo de Ocho, es porque el Raikage A reconoce la importancia de la misión, pero esta no le despierta una ambición tal como para arriesgar a su propio hermano. En otras palabras, que Yugito Nii es reemplazable. Ella, profundamente herida en su orgullo, se ha mantenido entera con la bandana en alto para no bajonear a sus fieles hombres que la seguirían incluso a un infierno nebuloso como lo era ahora la Aldea de las Olas. Yugito, la única capaz de contemplar la apoteósica batalla entre las bestias, fue también capaz de internarse en el lío espiritual que significaba y, casi sin ser dueña de sí misma como nunca le había pasado, se vio empujada a involucrarse hasta las uñas. Transformada en el Nibi viajó entre los relámpagos y las nubes para saltar sobre el Sanbi, tratando de herir su poderoso ojo. El Gobi se irguió de un relincho tronador y agitando las patas delanteras fue cortando los pilares de bruma que escupía la tortuga por sus orificios y, convertido en neblina, se introdujo por su ojo herido, en busca del secreto mejor guardado de los mares, librando entonces la batalla final entre la neblina, los relámpagos y las olas.

Y suele ocurrir en los momentos más elevados de un enfrentamiento, cuando la intensidad convierte a cada momento en el último, que los contrincantes entrelazan sus fuerzas, sus voluntades, sus ánimos, sus espíritus y sus pensamientos, compartiéndolos en detalle. Aquel fenómeno de difícil registro recibe el nombre de Shinteki Kenchou (Corazones Enlazados según la nueva lengua, Eco Espiritual según la antigua) y muchos bravos Shinobis se han dado cuenta así que quizás aquel enemigo tan odiado con el que se estaban matando en ese instante pudo haber sido de hecho un buen amigo, incluso un hermano dada la similitud de sus recorridos, descubriendo así de pronto que ningún hombre o mujer sobre esta Tierra es tan distinto hasta la locura homicida, y que todo se trata más bien de un enorme fallo de comunicación impersonal, una colectiva incapacidad de formular aquellos males en verbos dolosos, quizás por doctrina estamental o quizás porque no existiera construcción lingüística que le soportara. Ello era lo que experimentaban nuestros Jinchurikis sumergidos en aquella vorágine de pasiones: expuestos en carnes, viajaban por oscuros recuerdos ajenos, atestiguando al joven heredero, sobreviviente de traiciones familiares, y al mozo de las playas, abandonado a la suerte de una marea débil, y a la soldado impecable, entrenada en el rigor de los catres y los látigos. Y desprovistos de cualquier tacto lo manchaban todo con su visión inquisidora o tristérrima, volvían sobre insignificantes asuntos que el corazón había guardado sin explicación y lo desintegraban con razonamientos hasta terminar dando vueltas en aquel limbo existencial que había dentro de cada uno y que era el mismo para todos. Entonces se dieron cuenta: estaban solos, pero su soledad no podía compararse con cualquier otra soledad, solo con las suyas. Cada soledad, tan honda como los mares y tan alta como las nubes, era una misma. Solos, pero acompañados, vagarían por familias orgullosas, posiciones de honor, amigos valerosos, y todo se desvanecería como la espuma en la mañana, dejando sus narices frías y falsas. Perdidos, se reconocieron.

Cuando la neblina se disipó, las gentes de las islas sobrevivientes contemplaron con belleza aquel castillo de coral que había crecido donde los Bijus se habían desecho. Aquel monumento sería nombrado más tarde como El Sueño de Coral, y nadie permitió que su memoria se pervirtiera.

—Qué triste... ha de ser toda tu vida...

Más o menos al mismo tiempo que la batalla moría, Kisame Hoshigaki terminaba de cortar la última garganta del Escuadrón de Encriptación que debía proteger. La orden de Fuguki había sido clara y contradictoria: Escolta a estos ninjas, y no dejes que su información caiga en manos enemiga, sin importar cómo. Ellos son la misión. A Kisame, a quien no le temblaba nada a la hora de levantar el sable contra conocidos, se le hizo fácil interpretar que los escoltados no debían caer en mano enemiga aún si eso significaba acabar con ellos. En ese caso, la misión no podría darse por fallida, y él no podría ser acusado de traidor, más bien de gran patriota. Kisame es, a pesar de todo, un gran patriota. Y, sin embargo; no entendió por qué era tan importante esta misión que salió a las apuradas, sin una ruta definida y con un único escolta. El contenido de los pergaminos nunca lo descubrió (hizo que unas pirañas lo devoraran tras bañarlo en la sangre de sus cuidadores), pero intuía que no era nada importante en realidad, porque el Escuadrón de Konoha que vino a por ellos ni siquiera lo buscó. Kisame, que puede oler una gota de sangre en 5000 litros de agua, sospechaba mucho del tema, así que tras fingir su muerte frente al Inquisidor Ibiki Morino (de fama más que respetable), viajó por el río hasta la costa y buscó pistas. Descubrió esa misma noche, torturando a un mercante con pata de palo, que Shinobis de Konoha y de Kumo habían estado inspeccionando la zona, quedándose a dormir y emborrachándose en sus bares para acosar a sus hijas. Con la primicia de una invasión secreta, Kisame buscó contactar con los escuadrones estacionados en la península, pero todos se habían retirado, dejando faros desvalijados. Intentó enviar la señal de alerta disparando una bengala roja que se reflejara en el oscuro mar, pero ningún escuadrón respondió. Podía entender una emboscada, ¿pero 47? Nadó hasta el País de la Corrientes, para encontrarse en el puerto con un retrato suyo (que exageraba en la fealdad, no hay por qué ocultarlo) en un cartel de Se Busca Por Traición. Entendió la irónica situación y nadó. Había al menos día y medio entre ese País y Kiri, por lo que no daba tiempo a la noticia, por falsa que fuese, a volver de la frontera a la Aldea y que de esta se repartiese por el País del Agua y alrededores. Esto era un plan, pero ¿de quién? Kisame es un hombre tiburón sencillo, si no sabe algo, simplemente va y pregunta. En ese momento no había nadie más que pudiera aclararle sus dudas que su maestro Fuguki Suikazan, así que se encaminó a la Aldea, y por puro instinto animal no fue a la Mansión del Clan (en esos momentos fuertemente resguardada por Ninjas ENKO) sino al Edificio de Finanzas, que estaba diseñado según la áurea formación de un Caracola Reina de 35 metros de alto, y allí encontró al Shinobigatana protegido por un espurio grupillo de novatos que no representaron mayor problema. Llegar a una conclusión le tomó más tiempo que ajustar las cuentas con su Maestro.

—Siempre fuiste una bestia resistente. Sabía que esos ninjas de Konoha no podrían contigo, y en parte estoy agradecido —Fuguki se levantó de su majestuosa postura y cogió la Samehada. Kisame se mantenía silencioso, esbozando una pequeña sonrisa con sus pequeños dientes afilados—. Dime, Kisame, ¿qué se sintió asesinar a tus propios hombres? ¿Te sentiste acaso realizado, maldito monstruo? Lo disfrutaste ¿cierto?

Kisame recordó entonces las últimas palabras de aquella muchacha risueña pero triste del Escuadrón de Encriptación: Qué triste ha de ser toda tu vida. Tal vez se llamaba Miru, pero ya no se acuerda. Algo le nació en la tripa entonces, y subió por su esófago efervescente hasta una erupción de risa.

—Por supuesto. Esos tipos eran unos debiluchos, hubiesen hablado de inmediato. Usted sabe, Maestro, que no hay nada que odie más que la traición.

—Lo sé bastante bien —Fuguki descocía el vendaje de su espada—, pero yo realmente quería tener la oportunidad... ¡de matarte yo mismo!

Fuguki odiaba a su discípulo. Era recto y disciplinado, alejado de los vicios del Chakra y el dinero, tan despiadado pero honorable que jamás hubiera contemplado alzarse contra el gobierno que lo recogió de esa espantosa cueva caníbal y lo convirtió en un ninja respetable, alguien que pudiese caminar por las calles de Kiri sin sentir vergüenza e inspirando más bien miedo. Y por eso lo odiaba, por raza y por ideología. Y a lo mejor un poco por celos. Kisame había desarrollado un Chakra intenso producto de aquella inolvidable experiencia para sobrevivir devorando a sus congéneres, y lo rodeaba una deliciosa aura que la Samehada deseaba desesperada cada que se acercaba. Cabe mencionar que cuando Shura forjó las 7 Espadas, hizo de la Samehada una especialmente perra. Creada de una criatura marina extinta, la Samehada Piel de Tiburón es una espada viva que come el Chakra de su portador, y que de encontrar un rival más apetecible no dudaría en cambiar de bando. Y Fuguki, quien la había heredado por familia y no por poder, tenía un Chakra asqueroso que la hacía retorcerse y enrollarse, apenas sirviendo para pegar. Mucho le habló, le rogó y le amenazó con hacerla filete, y al final se rindió, dejando el arma como un adorno y se entregó a las bebidas caras y a ensanchar la faja con banquetes monárquicos, perdiendo el poco atractivo que le pudiese quedar. Cuando apareció el joven tiburón, esta recuperó su bien ánimo y ese brillo vigoroso de sus escamas. Movía la cola muy coqueta cada que pasaba cerca, y sorbía un poquito de su Chakra cada que dormía. Furioso, Fuguki pensó usarlo a su favor. En secreto, fue alimentando a la Samehada con el Chakra de Kisame, hasta tenerla lista para ese momento en el que el pupilo volvería para asesinar al maestro.

Y todo eso no fue suficiente. Fuguki terminó acuchillado en direcciones que no imaginó posible, con todas las incoloras tripas expuestas, ahogándose en un charco de sangre nefasta, pataleando por intentar alcanzar la Samehada que a su vez reptaba ansiosa por llegar a Kisame. El hombre tiburón la tomó, y sintió por primera vez el aguijón intenso en su vena y la presión de la cola enredándose en su muñeca: era la Samehada chupando su Chakra, y no pararía hasta sentirse saciado. Los usuarios anteriores describieron como una maldición el cargar aquella espada, siempre aferrados al filo de sus vidas o enloquecidos de su súbita muerte, pero Kisame fue el único que alcanzó a recibir el regalo oculto del arma, un placer casi narcótico que lo dotaba de una insensibilidad admirable para la batalla. Nadie había alcanzado el Estado de Co-Dependencia del Deseo porque nadie antes había tenido tanto Chakra.

Fue en ese momento que entró la llamada peyorativa de Ao, y Kisame se dispuso a contestar con un sentido del humor insólito en él. El anunciado regreso de los Shinobigatana reavivó los ánimos maníacos de los espadachines, y un grupillo de estos, guiando una pequeña multitud, se acercó al edificio reclamando ver a Fuguki, ya sea por explicación o venganza, pero se encontraron con un hombre tiburón que olía a sangre y portaba una de las Siete Espadas. Hubo quienes montaron en indignación.

—¡Es un asesino, un monstruo!

—¡No, ese panda era una mierda! ¡El tiburón es un patriota!

Si no hubiese sido por un joven carismático llamado Ryu Mizushima, que reconoció en la bestia a un Shinobi digno que solo esperaba a su Cuarto Mizukage, la gente hubiese arremetido contra él como en los viejos tiempos de cacería deportiva. Cuando llegaron los ENKO a confirmar la traición de Fuguki ya muchos se habían puesto del lado del Hoshigaki, ese líder fuerte que no quería liderar nada, convencidos en su efímera devoción y organizando una resistencia férrea. Se apoderarían del Edificio de Finanzas, rebautizándolo como el Nuevo Cuartel General, para esperar lo que tuvieran que esperar sin ceder un solo centímetro hasta que llegara lo que tuviese que llegar. Fueron llamados "Los Pacientes". Al rato, los Shinobigatana retomarían El Faro y exigieron a Kisame la entrega de las instalaciones, pero este respondió como ya lo venía haciendo.

—Yo no sé quiénes son los traidores, si ustedes o ellos. Yo voy a esperar al Mizukage y solo ante él rendiré cuentas.

A Mangetsu le pareció bien. Ya conocía a Kisame y sabía de su patriotismo, y teniendo clara la traición de Fuguki, resolvió dejarlo ser. Es más, por alguna razón, el líder de los Espadachines decidió concederle el puesto de Suikazan al Hoshigaki, quizás como una forma de congraciarse con el pueblo. Redactó el nombramiento oficial en papel de arroz y tinta de molusco, y solo faltaba la firma del Mizukage para terminar de darle validez, firma que no dudaba que daría. Los que aun llamaban asesino a Kisame, y se agarraban a golpes con sus opositores a las afueras del Edificio de Finanzas, fueron calmando los ánimos y abandonando las denuncias según se acumulaban los sables. La gente hacía acampadas a las puertas, entonaban canticos guturales y libaban alcohol degradado. Algunos traían provisiones para los combatientes, esperando apoyar en su resistencia, pero lo cierto es que los que estaban adentro comían mejor que los vecinos del exterior, ya que disponían de la enorme y exquisita reserva de Fuguki, cuyo estómago se dice no tenía fondo. Los hombres no se dieron abasto y la comida parecía no acabarse. Por alguna razón, Kisame siempre lo comía todo crudo. Las únicas noticias que recibían del exterior eran por rumores de los campistas, los cuales no podían ser nunca muy fiables. Se hablaba que los golpistas se habían suicidado, que Zabuza era un traidor, que Sen Yuki había sido violada y arrojada de un acantilado, que Mangetsu se nombraría nuevo Mizukage, y hasta que el Cuarto había muerto intentando cazar al 5 Colas. Kisame decidió desoír cualquier información y cerrarse.

Quizás fue por eso que no se dio por enterado de la segunda toma de El Faro por parte de las fuerzas de Ao y Terumi. Se había quedado dormido en los últimos momentos de su guardia cuando los cañonazos de los buques extranjeros lo despertaron. La bahía estaba bloqueada y el edificio de Finanzas, esa enorme caracola, ahora ardía en llamas. Los campistas habían sido desalojados por las fuerzas de choque civiles recién llegadas, y aunque Kisame estaba dispuesto a luchar luego de aburrirse tras días de espera, lo cierto es que no podía hacer mucho contra las balas de hierro con las que lo bombardeaban por todas partes sin descanso. Sin razón, sus hombres intentaron mantener la barricada de las puertas, pero el fuego abrazador con olor a mar los mutiló. El caos cundió y se inició un tumulto para huir que bloqueó las salidas. Crueldad del destino, Kisame se vio obligado a matar otra vez a su gente, sin la intencionalidad de las otras ocasiones, abriéndose paso blandiendo la Samehada para así salir de aquel infierno primero. Huyó de las lenguas de fuego saltando al agua negra. Si no fuese un hombre tiburón nunca hubiera sobrevivido en aquella hedionda alcantarilla que le dio su libertad.

Allí abajo, muy cerca de los puertos subterráneos, subsistió alimentándose de pescado muerto que lo hubiera contagiado de Espuma Negra si es que no fuera inmune él y toda su tribu. Recordó a su Cuarto Mizukage cuando, tras una sangrienta misión en una aldea malcriada, le habló a solas y le felicitó por su lealtad y convicción con la causa de mezclar agua gasificada con la sangre de ninjas y civiles indistintamente. Kisame había notado algo raro en el muchacho, pero lo ignoró bajo el manto de la fe, atribuyendo su naturaleza mística. Kisame nunca había tenido nada hasta ese entonces. No se le había ofrecido más que el olor de la sangre y las tripas putrefactas que sobraban. Allí abajo, sumergido en esa oscuridad como estuvo hace tantos años en esa cueva, pensó en lo que era y por un segundo creyó no ser ni tiburón, ni hombre ni Shinobi. Lo único real en su vida había sido una cosa y solo una cosa: su nación. Entendió entonces el verdadero significado de la Aldea oculta entre la Neblina y las palabras de su Mizukage. Quizás era hora de ser uno con las corrientes del océano.

Pero toda su reflexión fue interrumpida cuando se encontró con Zabuza Momochi, quién había sobrevivido incluso más tiempo en aquellas grutas, escondiéndose de sus enemigos políticos.

—Esa es la espada de un Shinobigatana ¿Cómo la conseguiste? —Estaba todo rasgado, con mapas de carca en el cuerpo—, Y no digas que es una réplica.

—La pedí prestada.

—¿Qué pasó con Fuguki?

—Jeje. Me lo comí.

—Bueno, era un bastardo.

Kisame, al desestimar los rumores, creyó que Zabuza, encontrándose en la misma situación que él, también había huido de los enemigos de Yagura, por lo que le propuso trabajar juntos para reunirse con los otros Shinobigatana. Cuando el Momochi escuchó eso, comprendió que Kisame era leal al régimen del Cuarto. Hasta ese momento había creído que mató a Fuguki por alguna otra razón, como simple rencor u oportunismo, o al creerlo un leal al Mizukage en medio del Golpe de Estado. Con la ventaja de esta información, Zabuza fingió aceptar la propuesta del Hoshigaki, pero intentó cortarle el cuello apenas se dio vuelta. Kisame no podía caer en un ataque tan simplón. Ambos espadachines levantaron sus katanas en contra del otro.

—Así que eres uno de los traidores.

—Mataste a un Shinobigatana, yo diría que eso es traición.

—Matar a un traidor no me convierte en un traidor.

—¿Qué es esto? ¿El día de la traición? ¡Ven aquí, tiburoncín! —E inició una épica batalla de la que nadie más que ellos mismos fueron testigos. La destajadora espada de Zabuza no podía cortar los dientes filosos de la Samehada, y está no podía desgarrar la piel del Demonio de la Niebla, reforzada por kilos de porquería. Conocía bien esa espada, pero había subestimado a su nuevo portador, a quién no conocía en realidad. Pensó que se enfrentaba a un alzado asesino que se había apoderado de la espada matando a Fuguki mientras dormía o envenenando su sopa de aleta de tiburón que tanto le gustaba tomar frente a su pupilo, pero se topó con un rival bastante competente, incluso mejor que él, llegó a pensar. Sin embargo; si aquel hombre tiburón se había criado en la muerte y putrefacción, él lo había hecho en la cárcel y la guerra, que era básicamente lo mismo. Ambos se respetaron en cierto punto y así continuaron atacándose, cortándose y desgarrándose, sin ninguna razón en particular, sin saber por qué luchar o a quién defender. Solo lo hacían por qué era lo único que sabían hacer. Y hubieran continuado todo el día si no hubieran sido detenidos por aquel rugido océanico, la subida abrupta de la marea y el agudo llanto de las sirenas. Al salir a la playa, lo vieron a lo lejos. No era correcto decir que el Cuarto Mizukage había vuelto por fin, aunque así lo gritó Kisame, sino que el Sanbi había arribado de vuelta a Kirigakure.