XXI
Entonces la primera ola golpeó la Aldea. Buena parte de los soldados cayeron de bruces, disueltos al fin sus aires triunfalistas. Por las calles iba avanzando un lodazal que arrastraba botes camaroneros y carretillas de jugo de cangrejo. El Faro, por su parte, se inundó de pavor. Los señores y los capitanes salían por ventanas o subían escaleras espiraladas, pero lo cierto es que sin importar a dónde fueran, estaban atrapados: La Isla de Kiri sería su tumba submarina, y el Sanbi fungía de legendario sepulturero. Toda estructura, de hueso colorado o cemento blanco, temblaba y buscaba aferrarse al suelo solo para contemplar que la Bestia era ahora más grande. Muchos de los pobladores, expuestos a la irremediable realidad, caían de rodillas, poseídos por un llanto milagroso y clamaban al cielo, ¿qué resistencia podían presentar, a dónde huir y cómo invertir los últimos minutos de vida? El Sanbi se veía ahora inmenso.
Los Shinobigatanas que habían huido contemplaban el espectáculo desde su bote, ocultos aún bajo un frazadón de tela verde. Consideraron entonces perdido para siempre su hogar, y conversaron sobre el rumbo que debían tomar, y aunque el mar exterior lucía atractivo, acordaron ir a la Península Ballena primero, a surtirse de provisiones. En ese momento iniciaron los fogonazos, y al menos algunos torpedos atravesaron las gigantescas olas, impactando el cuerpo osamentado del Biju. Grandes explosiones se sucedieron alrededor de la bestia, y esta se sacudió, impulsando una segunda ola que golpeó a los buques, llenó sus cubiertas de ostras y calamares, y los hizo inclinarse sobre el arrecife, precipitando cuerpos hacia las rocas. El intenso ruido de los cañones ensordeció la isla: un puñado de incautos corrían a toda prisa por pasillos de acero y madera intentando matar a una fuerza de la naturaleza, pero quedaron inmóviles al verla levantar las tres inmensas colas. Un azotón abrió las aguas y se tragó a buena parte de esa flota de última mano, creando un nuevo cementerio naviero. Las gentes, desorientadas por el estruendo apocalíptico, se amontonaban en la plaza, cuerpo sobre cuerpo, rogando por el final. Mei Terumi se levantó entre tantos, y respirando el aire enrarecido de la batalla, exclamó:
—¡Pueblo de Kiri, esta es la primera prueba de su nueva vida, y puede que la más difícil, la que demostrará si la merecen! ¡Demuestren que están dispuestos a luchar por su libertad, por su nueva vida, por Kiri!
Las personas sintieron, con el ruido convertido en un pitido que partía sus cerebros, cómo el temblor se desvanecía de sus cuerpos. Habían probado, aunque sea por unos minutos, la claridad de una vida sin opresores, y ahora no estaban dispuestas a volver a esa existencia sumisa que no era existencia sino cualquier otra cosa. Cogiendo los trinches de filete y las lanzas de pesca, empezaron a intentar espantar a la Bestia, azuzándola sin respeto. Algo extraño ocurrió también de su lado: la criatura vio disminuido su ánimo destructor, y aquella aura maligna que le hacía lucir el doble de grande fue evaporándose como piel vieja frente al sol. Un destello hermoso apareció en su ojo mayor, y un haz de luz purpurea salió proyectado e impactó en la Aldea, haciendo estallar los balones de gas que la mayoría de casas mantenían en sus cocinas y extendiendo así un incendio voraz en los corazones de los testigos. El Sanbi pisó la tierra, y recibió el zarpazo de los pescadores, pero siguió sin inmutarse hasta alcanzar El Faro, en cuya torre principal se mantenía la Doncella Sen Yuki, orando con su cristal espiritual, y tras la que se protegían los señores que se habían atrapado a sí mismos subiendo la escalera espiralada y que consideraban ahora entregar a la muchacha para apaciguar al monstruo. Este contempló a la hermosa princesa de la Niebla, delicada como un copo de nieve, y esta se reconoció en el ojo zafiro, gigantesco como una Luna perversa. Mei Terumi jura que vio al Biju abrir la mandíbula y engullir a su temeroso público con su inocente esposa de primera.
Un nuevo rugido derrumbó cualquier ambición de sobrevivencia. En ese momento, uno de los capitanes de uno de tantos barcos escapistas, distinguió con su telescopio una imagen que era más propia de una alucinación del Fin del Mundo. Un hombre con una espada gigante surcaba el mar al lomo de un tiburón con brazos. La locura se socializó, porque muchos más vieron aquel jinete marino internarse en el tifón viviente que era el Sanbi.
—Ese tipo... ¡Es un desquiciado! —y Mangetsu echó a reír.
Kisame se impulsó para salir disparado en parábola, y Zabuza, sujetado a su aleta dorsal, levantó la gran espada. A los testigos se les vino a la mente la imagen de una tortuga agitando lenta la cabeza para espantarse un miserable mosco. Su objetivo era el espectacular ojo del Sanbi, y creyeron alcanzarlo cuando el destello hermoso de este los bañó, revelándolos puercos y desalmados, pero fueron recibidos por las fauces abiertas, como una gruta de las profundidades que se traga a los buzos despistados para nunca más escupirlos. Así concluyó a vista de ilusos aquella gesta tonta pero heroica de aquellos anónimos guerreros que enfrentaron a una fuerza imparable. Pero nadie pudo ver la batalla que se gestó dentro de la Bestia. Tras ser deglutidos por canales viscosos, chocando contra pústulas amarillentas que liberaban un charco de líquido nauseabundo, los dos Shinobis cayeron por una inmensa y oscura cavidad pulsante. Los ácidos estomacales les alcanzaban las rodillas, y buscaron pronto resguardarse trepando un barco partido. Pequeños fuegos, alimentados por escapes gaseosos de laceraciones en tripas que eran como pitones, iluminaban la lejanía, revelando un lago sin fronteras donde descansaban huesos titánicos, mástiles quebrados e incluso máquinas voladoras insólitas encalladas. Pero a escenarios más dantescos estaban acostumbrados ambos, hombre y bestia, bestia hombre u hombre bestia, así que no perdieron tiempo en contemplaciones y fijaron su atención en su objetivo: el corazón del Biju. No era difícil encontrarlo, solo debían seguir el estruendo rítmico que recorría la concavidad hasta su profundo origen. Usando las espadas como remos empezaron a desplazarse sobre aquellas aguas efervescentes, aunque la Kubikiribocho se escocía y por su hoja crecía una capa de óxido mientras que la Samehada se retorcía y escupía el líquido. Según avanzaban, adentrándose en una penumbra de pestilencia insospechada, el estruendo se intensificaba y hacía vibrar sus huesos y de pronto sentían que los órganos se agitaban buscando salírseles por los orificios; pero como estaban acostumbrados al terror absoluto de vivir al día en la salvajada que estaba hecho el mundo, pudieron seguir adelante, en casi total control de sus esfínteres. El Sanbi sabía bien lo que pasaba en su interior, y como si les mandara, colmenas de bichos parásitos empezaron a asaltar a nuestros jinetes, que se protegían espalda con espalda, aplastando, cortando y desgarrando a esos seres a los que no podía dar forma la imaginación. Al estar más cerca, el corazón empezó a acelerarse, nervioso, y su latido se convirtió en un concierto de truenos que hubiesen noqueado a cualquier neófito, pero Zabuza Momochi y Kisame Hoshigaki habían navegado aguas muy turbulentas antes, y (aunque no quisieran admitirlo) se obligaban a continuar apoyándose uno en el otro, negándose a flaquear o en un esfuerzo por no quedar como una nenita. Como fuere, aun arrastrándose mutuamente, alcanzaron la gruta bulbosa en la que se originaba aquel latir que ya era como si el aire se convirtiese en mil cuchillos que atravesaban cada milímetro del cuerpo. Al mirar adentro, sosteniendo sus ojos para que no escapasen de sus cuencas, reconocieron el enorme corazón de gasterópodo suspendido en medio de la sala, del que salían y entraban numerosas venas atrofiadas, y que se contraía epiléptico, aterrado.
El Sanbi, suelto en la Aldea, se desplazaba sin aparente objetivo derribando lo que se le presentase, y aunque a vistas de los asediados ningún cambio había en el comportamiento de la Bestia, muy dada a la destrucción indiscriminada, Ao algo notó (y lo podemos atribuir a su Byakugan, si queremos ser comechados) porque muy rápido ordenó la reagrupación de las tropas y llamó a Mei a dirigirlas y le sugirió utilizar sus tres Kekkei Genkai al hilo.
—Asegúrate que te vean —le dijo—, convéncelos de que fuiste tú...
El ataque se reanudó, y por primera vez la Bestia no los barrió con su simple bostezo de Chakra, sino que pareció huirles con su movimiento errático, haciendo temblar la isla y sus ídolos, acribillada por una ráfaga de dagas sucias, lanzas que se quebraban y lámparas de aceite que estallaban en fuego sobre su coraza. Mei fue al frente de los espadachines que quedaban y los ENKO que no habían huido, y disparó los chorros de lava y vapor sobre la Bestia, haciéndola soltar un grito agudo y extendiendo sobre ella un brutal incendio. La lava brillaba en su salpicadura incandescente, y derretía los techos aledaños, dejando expuestos a docenas de huérfanos abrazados, que asomaban a ver al monstruo intentando retornar al mar con desespero. En su interior, el hombre y la bestia se empujaban mutuamente para intentar apuñar el grotesco corazón, pero en medio de la emanación de ventisca pedorra una figura casi angelical era dibujada sobre la frágil vitrina acuosa de sus ojos, y ambos fueron capaces de reconocerla, aunque no vieron lo mismo. Para Zabuza era la lindísima Sen Yuki, con su intacta devoción por su retornante marido, y para Kisame tenía el rostro de Miru, tan suplicante y decepcionado como cuando le segó la vida de tan buena gana; pero también era el rostro de su madre y la madre del vecino, y de la vendedora de verduras y la chica que le saca la piel a las anguilas, y la niña que persigue y huye de las olas, y también la anciana con algas de cabello que te leía la suerte lamiéndote los pies y la sirena con un pulpo en la cabeza con la que tanto Kisame como Zabuza se acostaron en diferentes momentos y en distintas circunstancias, llegando a sentir no obstante un mismo orgasmo transoceánico. Quizás el recuerdo de ese coito ultramarino los inspiró.
En ese momento algo se quebró en el interior del Sanbi, y Ao lo vio. El ojo precioso de la Bestia se contrajo, y su luz mística se redujo a un mínimo que suspendió el tiempo. Lanzó un largo gemido, alto y triste por su corazón apuñalado que, sin llegar a un clímax, se pausó en seco para que finalmente el monstruo cayese, lento y derrotado sobre la playa. El público empezó a salir de sus hoyos viendo disipada la tormenta que escamoteaba todo y se encontró con la gigantesca criatura tendida como si durmiera, y creyeron entender que aquel brillo hermoso que escapaba del enorme oclayo dictaba el inicio de un relativamente largo descanso, pero Ao algo más reconoció en aquel último destello, un reflejo rojo y el color de una sombra escondida. Cuando el Sanbi empezó a descomponerse lo de meses en minutos, el júbilo estalló en Kiri acompañado de un luto respetuoso, un canto que era como una oración, el sake sobreviviente y la lira espiritual.
Con vítores de fiesta se encontraron Zabuza y Kisame saliendo de las entrañas del Biju, todo bañados en tripas putrefactas y una espuma de bellísima refracción, y pensaron que los estaban festejando por su hazaña, pero pasaron sin gloria alguna entre multitudes que se repartían las hermosas ostras que lograban palanquear de sus patas, llenaban barriles y tarros de conserva con la mermelada briosa que brotaba de entre sus dedos y cargaban como podían con los valiosos tesoros recubiertos de cecina que se liberaban de la panza abierta, todo con lo que Kiri revivió y mejoró su economía y no faltó comida por varias semanas. Nadie daba crédito de la inmensa claridad que embargaba ahora a Kiri, revelándose como una Aldea colorida de vegetación modesta llena de hombres recios y mujeres prístinas. La multitud fue sacada de su absorta felicidad con una lluvia de aplausos encaminados a la mujer que se aupaba sobre la coraza hueca de la Bestia, Mei Terumi.
—¡Ella lo hizo, ella nos salvó!
—¡No, pueblo de Kiri! —Exclamó ella, extendiendo el brazo a lo largo de la plaza—, ustedes se salvaron a ustedes mismos
—¡Encima es modesta!
Y el pueblo la llenó de aplausos, vivas, juramentaciones in situ y piropos. Ao no perdió tiempo en elucubraciones y exigió que le mostrasen respeto a su Nueva Lady Mizukage, y como si fuese una idea ya por mucho instalada en la consciencia común, las personas así le llamaron. Zabuza y Kisame fueron a limpiarse la jalea en las playas (jalea que luego sería comercializada por un pequeño grupo de emprendedores, y por la que tuvieron mucho éxito y llegaron a constituir una suerte de clase de Nuevos Ricos, llamados la Sanbitocracia o Los Reyes de la Jalea, y que siempre aconsejaban comerla siguiendo las indicaciones de la etiqueta, que rezaba comer la Jalea sin que se dé cuenta, sin que por ello se dejase de contar cada cierto tiempo de alguien que, al probarla en público, a la luz de la Luna, resultaba aplastado en un microsegundo, reducido a una fina película negra), y viendo el nuevo panorama que se construía en la Aldea, decidieron dividir caminos. Kisame, consciente de su inferioridad y muerto su líder, nadaría hacia el continente, donde los higos eran más ricos, y Zabuza por su parte intentaría reclamar su pedazo del pastel, aunque tuviese que cortarlo él mismo con su Kubikiribocho. Intentó hablar, pero cualquiera huía al verlo, tal vez por su olor persistente o por esa aura macabra que se le había quedado impregnada tras su estereoscópica aventura (y que también tenía Kisame cuando se perdió en esas olas novedosas), así que pensando (y pensando bien) que le habían bailado sabroso, reunió a sus hombres, la lumpenada y mercenarios sobrantes, y tomó posesión del Cuartel Naval, obligando una audiencia con la proclamada heroína de Kiri.
Mei, respaldada por una marea de intensos fanáticos, se plantó firme ante el espadachín todo pancho.
—Te daré dos opciones —le dijo alta y clara, sin titubear ni dejarle exponer su causa—: Puedes tomar un salvoconducto y abandonar Kirigakure, o puedes pasar el resto de tu vida en la cárcel, donde no te faltará techo y comida.
—¡¿Cómo te atreves?! —Zabuza enloqueció, pisando el palito.
—Estas interrumpiendo la consolidación de la Restauración Terumi
—¡¿Restauración Terumi?! —Exclamó, poseído por la ira— ¡Se suponía que esto era la Revolución Momochi!
Mei, haciendo uso de sus conocimientos políticos adquiridos en el último año, y sobre todo en la última semana, la cual equivalía a unos 5 años, tuvo la suficiente inteligencia para ofrecer amnistía a los hombres de Zabuza que ayudasen a capturarlo. Muchos aceptaron la oferta y se inició una pequeña guerra civil en las filas del Momochi. Ese es el problema cuando tu base social son un montón de criminales y rateros. Zabuza, será huevón, tomó a un puñado de sus hombres más confiables y se dirigió directo a El Faro para matar a Mei. Sin embargo, no pudo pasar de la puerta. Herido, regresó al cuartel para descubrir que las cerraduras habían sido cambiadas y los trapos negros que tenía por bandera habían caído y sido reemplazados por los escudos de la Familia Terumi. Diezmado, humillado, se vio obligado a huir de la Aldea, haciendo uso de esa red de alcantarillas que ya tan cómodas se le hacían. Dicho entremés fue conocido como El Segundo Golpe de Estado en Kiri, también llamado El Primer Golpe de Estado contra la Quinta Mizukage, o La Contra Restauración Momochi, la cual fue frenada por la Contra Contra Restauración Terumi, pero como todo eso era muy complicado para ponerlo en los libros, se optó por borrar a Zabuza de estos y dejarlo como un renegado más.
Había cosas más importantes que hacer que mantener viva en la memoria la patética intentona de un criminal más. Mei debía someter a Kirigakure a una Des-Yagurarización total. Disolvió a los Shinobigatana, retirando todas sus condecoraciones y desterrándolos a ese lado oscuro de la Historia. Hubo tensión con los Clanes, grandes perdedores de privilegios, pero Ao logró atajar su conspiración repartiendo las distintas carteras políticas y económicas entre ellos (al menos los que todavía gozaban de cierta credibilidad). Los Hozuki, por ejemplo, aceptaron la colaboración, pero los Ringo se retiraron de la Aldea, perdiendo posesiones y el acceso a su caja fuerte en el Banco de Crustáceos. Mei tomó a los viejos Sabios del Agua, otrora figuras de respeto, devenidos en ornamenta ceremonial durante el periodo del Tercero y relegados a sus templos marinos durante el Cuarto, y los constituyó en una parte fundamental de la resignificación moral de la sociedad de la Niebla. Reestableció muchas festividades prohibidas, tantas que pronto faltaron días en el calendario lunar para celebrarlas, por lo que muchas terminaron fusionándose, naciendo así, por ejemplo, el Festival del Invierno que reunía todos los carnavales locales, juegos navieros y paseos de revitalización y reencuentro. Hablando de reencuentro, se abolieron las restricciones de tránsito y se levantaron los cercos que mantenían incomunicadas muchas islas, por lo que muchos Clanes pudieron hermanarse tantos años después, solo para descubrir que habían surgido distancias irreconciliables. Era una época de extraña alegría, extraña por la falta de costumbre. Pero para representar los sentimientos del tiempo estaban los artistas, y Mei Terumi se encargó de promover el arte como ningún otro Mizukage, abriendo los museos, antes exclusivos, al pueblo playero, incentivando económicamente pequeños proyectos de pintores experimentales y eliminando la feroz censura, con lo que todos los artistas, hasta los más mediocres, eran libres de expresar su ridículo punto de vista. Así se formó una fuerte generación de jazzistas de caracola, se pudo pintar más allá de las acuarelas e incluso se llegó a filmar la primera película del Mundo Ninja, un docudrama realista con tonos expresionistas que representaba, como no podía ser de otra manera, el Relato de la Doncella y la Tortuga. Todo esto persiguió un fin subrepticio: repoblar el País del Agua, presentándolo como un archipiélago libre donde uno podía trabajarse un futuro, creer en lo que quisiese, encontrar espacio para sus ideas, ser como le viniera en gana, a fin de cuentas. Y suele ocurrir que aquellos países antes tan atrasados, que contuvieron por años las fuerzas renovadoras hasta que no pudieron más, se vuelven de pronto y sin esperarlo la urbe más moderna de su región o hemisferio, impulsados por el torrente incontrolable del progreso ahora libre. Ese era el caso del País del Agua, y ese sería el ejemplo de Kirigakure, la primera Aldea en entrar al siglo XXI.
