CAPÍTULO 7º: LA LUCIÉRNAGA Y EL RATÓN
A la mañana siguiente, cuando entraron acompañados de Xinerva y sus amigas en el Gran Comedor para desayunar, percibieron un silencio bastante inusual en toda la inmensa sala.
Nuestros amigos se sentaron donde siempre. Henry estaba dispuesto a atacar rápidamente todos los apetitosos bollos de chocolate posibles q tuviera al alcance de la mano, pero Xinerva le propinó un golpe seco con el codo antes de poder siquiera rozar alguno.
- ¡No pruebes bocado aún! –le susurró la niña, mirando extrañada a toda la gente de alrededor.
Y es que no era rara la actitud de la sobrina de la profesora McGonagall. Algo fuera de lugar estaba ocurriendo en aquella sala. El Gran Comedor se fue llenando poco a poco, es decir, los alumnos ocupaban sus lugares en la mesa pero no volvían a levantarse. Lo más extraño era que nadie probaba bocado. Todos miraban a la parte delantera del comedor, donde estaba dispuesta la gran mesa de los profesores.
- Algo ha ocurrido –dijo John, subiéndose las gafas y mirando incesantemente a aquella mesa.
Henry miró a su amigo por un momento y después, mecánicamente, él también dirigió la mirada a aquel lugar. Albus Dumbledore estaba de pie, impasible, mirando a todos los alumnos q entraban por la gran puerta. Una vez reunidos todos los estudiantes de Hogwarts en el Gran Comedor, el barbudo director rompió el incómodo silencio que se respiraba en el ambiente:
- ¡Buenos días a todos! Agradezco vuestro silencio porque os quiero dar a conocer una noticia acaecida esta misma noche, la cual me tiene algo preocupado. Puede que no sea nada grave, pero si bastante extraña –el semblante del director daba un poco de miedo al notársele bastante serio y tenso-. Esta noche ha desaparecido el señor Gujer, nuestro nuevo celador. La profesora McGonagall quiso hablar con él esta misma mañana sobre temas gastronómicos, pero no lo encontró por ningún lado.
Susurros y más cuchicheos se fueron esparciendo por todas las largas mesas de los alumnos.
- ¿Cómo que ha desaparecido? –preguntó Henry a Xinerva, John y los demás.
- Seguro que tenía ganas de irse de vacaciones y… –comenzó a decir Walter, moviendo los brazos lentamente como sin darle mucha importancia al asunto.
- ¿De vacaciones? ¡Pero si acabamos de empezar el curso! –exclamó John.
- ¡Pues le habrá salido una urgencia por algún lado! –se defendió el dueño de Moham, la morsa-. No sé, no creo que sea tan grave la cosa. Ya aparecerá. Dumbledore se preocupa de las cosas demasiado pronto, creo yo. Sólo ha desaparecido por una noche, nada más, ¿no? ¡No es para tanto, vaya!
- ¿Y la estatua de Harry Potter y sus amigos? –le preguntó Xinerva a Walter, frunciendo el entrecejo-. ¿No creerás que a aquélla también le salió algo urgente por algún lado, no?
Walter se quedó unos momentos pensativo antes de contestar a la niña.
- No creo que se pueda relacionar una cosa con la otra, Xinerva. Además…
- ¡Calla! ¡Dumbledore vuelve a hablar! –cortó Henry, mirando la mesa de los profesores.
- Sé que muchos de vosotros pensáis que todavía es pronto para preocuparse, sí. Sólo ha desaparecido por unas pocas horas, ya lo sé, pero no es normal esa actitud. Si al señor Gujer le ha ocurrido algo inesperado q le obligara a irse de Hogwarts ahora mismo, debería de haberlo comunicado rápidamente a cualquier profesor, o a mí mismo. Pero a nadie le ha llegado tal notificación –se retocó por un momento la larga barba blanca, sin decir nada-. También se me pasó por la cabeza que todo esto haya podido ser una novatada de algún o algunos alumnos de sexto ó séptimo curso. El señor Gujer no es un mago cualificado y no sería difícil, por ejemplo, haberlo metido mediante algún hechizo de movimiento en algún armario, encerrarlo en el mismo y dejarlo allí por un buen tiempo.
Se oyeron algunos cuchicheos, especialmente entre los alumnos más veteranos. No estaban de acuerdo con aquella desconfianza por parte de Dumbledore. Alguna que otra risita maliciosa aislada también se pudo percibir (encerrarlo en un armario, ¡qué ocurrencias!).
- Si ha sido el resultado de alguna gamberrada, por favor pido a los encargados de la trastada den la cara ahora mismo y se disculpen, devolviendo al señor Gujer a sus quehaceres diarios. No habrá castigo con tal de confesarse.
Durante un minuto nadie dijo nada, ni tampoco se levantó ningún alumno de su asiento. Todos seguían mirando expectantes al viejo director del colegio.
- Está bien –prosiguió el anciano profesor-. Muchas gracias por vuestra colaboración y seguid desayunando y continuando con vuestros quehaceres rutinarios de todos los días. En cuanto surjan nuevas noticias sobre el señor Gujer, os las haré saber personalmente en cualquier otro banquete del Gran Comedor.
Y, a continuación, se sentó en su bella silla de madera de caoba, mientras comenzaba a hablar a los profesores de su alrededor. Todos le prestaban atención, sin probar bocado de su desayuno.
- ¡A otra cosa, mariposa! –dijo Walter Heartbutter, mientras untaba una rebanada de pan con mermelada de frambuesa naranja (sabía a sandia).
- Para ti todo esto ha sido una simple chorradita, según me parece –dijo Xinerva, algo enojada-. ¡Maldita sea! Si a Dumbledore se le ha ocurrido decírnoslo, será por algo, ¿no?
John, Henry y las amigas de Xinerva (Samiña y Samantha) se quedaron mirando a la niña coletuda algo temerosos. No era para ponerse de tan mal genio, pensaban. Walter, en cambio, iba por el segundo mordisco de la rebanada, como si no le hubieran dicho nada.
- Xinerva, todavía no se sabe nada, es decir, puede que, al fin y al cabo, haya sido una broma de algún que otro estudiante, como bien nos ha dicho Dumbledore –comenzó hablando John-. No me parece que haya que darle, por lo menos por ahora, demasiada importancia a este asunto. Walter tiene razón: sólo ha desaparecido por una noche, ni más ni menos.
La hija de la profesora McGonagall, sin dejar de fruncir el ceño y después de sorber un poco de zumo de naranja, contestó de mal talante:
- Lo de si ha sido una trastada ya lo podéis ir descartando, porque, como habéis podido observar, nadie se ha proclamado culpable. Debe de ser algo más gordo que eso.
- ¿Y si el autor de la novatada no ha querido dar la cara? –preguntó Samiña.
- No creo que nadie de este colegio se atreviera a no dar la cara cuando el profesor Dumbledore le pide que lo haga, y además con la oferta de suspender el consiguiente castigo.
- ¿Por qué no hablamos de otra cosa? –preguntó Henry, con una sonrisa forzada, intentando aliviar los ánimos un poco caldeados al ver las miradas de mal genio que se dirigían entre sí las dos amigas-. Por ejemplo… ¿qué clase tenemos ahora? –Henry cogió su horario y lo remiró rápidamente-. ¡Anda! Ahora mismo, a primera hora, nos corresponde una clase nueva: Defensa Contra las Artes Oscuras. ¿Las Artes Oscuras? Da un poco para atrás, ¿no creéis? Parece como si nos fuéramos a medir contra enemigos totalmente desconocidos y, a la vez, terroríficos, todos ellos con conocimientos siniestros.
- La verdad es que todo eso de las Artes Oscuras es algo así –le comenzó explicando John. Al oír aquello, Henry se puso algo lívido, pero se sintió inmediatamente reconfortado al ver que su amigo sonreía-. ¡Vaya, Henry, no quería asustarte! No te apures, que no nos van a meter en trifulcas peligrosas con seres extraños, en eso puedes estar seguro. Lo que quiero decir es que, según me explicaron mis padres, o mi hermano Lucien, nos van intentar instruir para lograr tener una base, o algo más, de la que podamos sacarle jugo en algún que otro momento de peligro que podamos tener contra esas Artes Oscuras. Lord Voldemort, el mago más tenebroso que ha existido jamás en la Tierra y que en estos momentos está extinguido para siempre, puede ser un ejemplo perfecto de lo que son las Artes Oscuras. Él fue el precursor, sin lugar a dudas, de estas artes, llevándose consigo mismo para su conveniencia muchos magos y brujas que estudiaron en este mismo colegio (los de la casa Slytherin, sobretodo) y en otros lugares.
- Pero si su máximo precursor ha muerto, ¿para qué estudiar esta materia cuando las Artes Oscuras habrán desvanecido, o estarán apunto? –preguntó Henry, removiendo su tazón de chocolate con leche caliente.
John Abuys se puso serio, mientras recogía un par de tostadas con crema de naranja.
- ¡Nunca se sabe! El Mal en mayúsculas, como siempre oí decir a mi padre, puede resurgir y extenderse del lugar más recóndito e impensable.
Terminaron de desayunar y, rápidamente, se fueron hacia la primera clase de Defensa Contra las Artes Oscuras. Sólo Xinerva sabía el camino a seguir para llegar a ella, pero no tuvieron tampoco mucha perdida ya que se encontraron con toda su clase que se dirigía al mismo lugar. Sus pasos fueron dirigidos al amplio segundo piso del castillo.
La puerta del aula estaba abierta y dentro no había nadie. La profesora aún no había llegado. Los alumnos de primero de Gryffindor, llevando sus pesadas maletas, entraron en la estancia y Henry y los demás se sentaron en el lado derecho por la parte intermedia, cerca de los largos ventanales de forma barroca que se extendían por toda la pared.
- Esta clase, según parece, no vamos a darla junto con otra casa –dijo John, algo desilusionado y mirando a su alrededor, delante y detrás.
- ¿Qué libro o libros utilizaremos para esta extraña asignatura? –preguntó Samantha, mientras todo el mundo iba sacando libros, plumas y demás enseres de sus mochilas o maletas.
- A mí no me preguntes –le contestó Henry, rascándose la cabeza y mirando sus libros encima de la mesa-. No tengo ni la más remota idea.
- Éste titulado "Las defensas esenciales contra la Magia Negra" tiene pinta de ser para esta asignatura. Además, todos los demás libros, excepto el de "La magia y sus magos", los hemos empezado a utilizar en las demás materias –explicó John-. Vamos, seguro que estos dos acaban siendo para Defensa Contra las Artes Oscuras.
Pasaron unos diez minutos y todavía la profesora no había llegado. Todos los niños hablaban y cuchicheaban sus chismes sin parar, siendo aquello parecido a un gallinero.
- ¡La puntualidad no es el fuerte de algunos profesores! –exclamó Xinerva.
- ¿No te creerás que ha desaparecido, al igual que la estatua de Potter y el celador Gujer, verdad? –preguntó Walter, riéndose-. ¡Mira que hay alumnos que se atreven hasta con los profesores para encerrarlos en un armario! ¡Debemos andar con cuidado si no queremos acabar metidos en un bote grandote de basura, o alguna otra cosa parecida!
Todos rieron con ganas, hasta Xinerva (aunque le costó lo suyo, pero el enfado del desayuno se le había pasado en poco tiempo, por suerte).
Al oír y ver unas pequeñas chispas azules desde el pasillo vacío que se podía entrever por la puerta abierta (todos los alumnos estaban en clase en esos momentos, dejando los corredores bastante solitarios), el silencio se estableció en un santiamén. Alguien se acercaba desde el corredor, por la parte izquierda (por donde ellos mismos habían accedido al lugar). Era curioso: a la vez del sonido de las chispillas (como si estuviera ardiendo una pequeña hoguera por ahí cerca), se podía escuchar un sonido articulado, rodante; algo así como si se les acercara un carrito con ruedas.
Henry y los demás alumnos situados en la parte derecha del aula fueron los que mejor pudieron ver lo que les venía. Lo primero que apareció fue una mano sujetando una varita, de la cual salían, intermitentemente, chispitas azul claras que se dirigían hacía el suelo. Y después apareció una mujer morena en una silla de ruedas. Con las chispas de la varita hacía rodar el aparato, dirigiéndolo a donde ella quisiese.
Sonriente entró en el aula y, al llegar a la mitad de la estancia, se paró en seco y viró la silla de ruedas en su propio eje 90 grados, colocándose a la vista de los alumnos. Era una mujer joven, de un veinticinco años, y muy guapa. Llevaba un pelo liso, largo y negro como la pez que le llegaba hasta los hombros. Tenía unos ojos del mismo color que las chispas que había estado chisporreteando la varita, como el cielo claro de un mediodía de verano, y sus labios estaban pintados de un color escarlata muy fuerte que los hacía vistosos desde muy lejos.
- Perdón por el retraso, mis queridos alumnos nuevos, pero el profesor Dumbledore nos reunió a todo el profesorado en su oficina después del desayuno para hablar durante unos diez minutos –tenía una voz cálida, tranquila y suave, como la brisa del mar, y no paraba de sonreír-. Mi nombre es Elaine Rigby y soy la encargada de impartiros (con vuestro permiso, claro), por vez primera, Defensa Contra las Artes Oscuras.
Por un momentos los repasó a todos los alumnos con la mirada, como si estuviera buscando a alguien en especial de clase.
- Está bien, pues vayamos a eso que tenemos todos los profesores manía de hacer al comienzo de cada clase: pasar lista.
A cada alumno que levantaba la mano o exclama "¡presente!" al oír su nombre le dirigía una grata sonrisa. Aquello a todos les encantó: todos habían temido que el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras fuera un ogro como lo era Snape. En muchos casos, sobre todo cuando el nombre (o el apellido) del niño era inverosímil, la profesora Rigby sacaba un comentario a relucir, como "¡vaya nombre más bonito!" o "¿de dónde son tus padres para tener tal apellido?", etc.
- Bien –continuó hablando la profesora, después de finalizado con toda la lista (Zabiel Zapuru era el último) y haberse acercado con la silla de ruedas a la mesa del profesor para dejar el pergamino con los nombres en ella-. Defensa Contra las Artes Oscuras es una de las materias más importantes, sin lugar a dudas, de todas las que se imparten en este colegio. Tenéis que ser resistentes contra todo el Mal que se puede cernir en cualquier momento, o en cualquier parte. Por fortuna, hemos atravesado ya muy malos tiempos a raíz del resurgimiento del Arte Oscuro, pero ello no quiere decir que no pueda reestablecerse de nuevo –Henry miró a su lado, a John, y éste asintió seriamente-. Puede que no de la misma manera, pero si de otras porque siempre habrá mentes torcidas con finalidad malvada y destructiva. Debéis aprender a defenderos de todo ello con astucia, energía y, como no, inteligencia, que esta última es una de las cualidades más importantes de todo buen mago.
La profesora Rigby desvió su mirada hacia la silla de rueda en donde estaba sentada. Se había puesto algo sería y ya no sonreía abiertamente.
- Delante vuestro justamente podéis apreciar una de las consecuencias de las Artes Oscuras –explicó, volviendo a mirar a sus nuevos alumnos-. Lord Voldemort, el mago tenebroso que se elevó a cotas de poder muy pocas veces conocidas, fue el autor de mi parálisis total por debajo de la cintura. Me sorprendió con un Hechizo Incurable que no pude reprimir hace dos años, estando en mi propia casa y después de haberme negado a seguirle. Todos mis queridos compañeros de clase de Hogwarts de la casa Slytherin habían sucumbido por segunda vez a las órdenes de Voldemort después de su resurgimiento hace 3 años. Sí, yo misma también fui aliada de Lord Voldemort, es decir, fui una mortífaga (así nos hacíamos llamar entre nosotros, necios que éramos), pero no quise volver a las andadas con su retorno. Había abierto los ojos, había cambiado. Aquello era el Mal, y yo no quería ser partícipe de él. En este punto debo agradecer profundamente al profesor y director del colegio Hogwarts, Albus Dumbledore, ya que su ayuda fue totalmente necesaria y fundamental en mi recuperación para poder salir airosa de aquel agujero en el cual me encontraba presa.
La explicación de la profesora Rigby había recaído en los alumnos de forma fulminante y tuvo que pasar un cierto tiempo para que despertaran de su ensimismamiento y uno de ellos se aventurase a preguntar algo:
- ¿Sí, señor…?, espera un momento, que no puedo recordar vuestros apellidos tan fácilmente… –comenzó a decir la profesora, sonriendo, al ver a un niño de pelo largo y rubio de la tercera fila levantar la mano.
- Pitzcher, profesora Rigby –apuntó el alumno.
- Eso Pitzcher. ¿Qué querías preguntarme?
- Profesora, ¿su parálisis no se puede sanar de alguna manera? La magia está muy avanzada, ¿no es así? Debe de haber alguna solución al respecto.
Elaine Rigby volvió a ponerse seria.
- Cuando vuestro cuerpo es atacado por uno de los llamados Hechizos Incurables (que hay infinidad de clases), la posibilidad de recuperación total es mínima. Por eso se les llaman así. Puede ocurrir que la persona que te descargue el hechizo no sea muy habilidosa en ese terreno y, por lo tanto, el hechizo no te dañe completamente. En estos casos puede haber alguna solución, aunque hay que buscarla lo antes posible, sin que sea demasiado tarde. Pero cuando la persona que te hechiza es tan poderosa, como en mi caso fue el temible Lord Voldemort, las consecuencias son totalmente nefastas e inquebrantables. Se me es imposible mover los pies, ni con ayuda del más grande contrahechizo que pueda existir. Estoy postrada a esta silla de ruedas de por vida –la profesora notó como los alumnos ponían caras de espanto y tristeza al oír sus palabras y, para corregir aquel momento, se rió alegremente-. Por favor, no quiero que toméis mi caso como algo tremendo o escalofriante. No quiero que os asustéis. Mi caso es extremo. No creáis que mañana mismo, al ir a desayunar, os van a hechizar de este modo. Los Hechizos Incurables están rigurosamente prohibidos por el Ministerio de Magia, como lo están otros tantos más originados mediante la Magia Oscura. Os voy a enseñar a defenderos de todo ello, sí, pero, como podréis suponer, en este primer curso no llegaréis a aprender demasiado. Sois aún unos niños que acaban de comenzar en el mundo de la magia. Os queda mucho terreno por explorar, estaros tranquilos.
Hizo con la varita un movimiento giratorio delante suya y apareció un libro de texto en el aire, que calló plácidamente en su regazo.
- Pedí al profesor Dumbledore que me dejara dar clase con este libro que deberéis tener todos vosotros delante vuestro (o sino es que lo dejasteis en el Callejón Diagon olvidado, o en casa, o simplemente no lo comprasteis). Es la primera vez que se utiliza en Hogwarts el libro llamado "Las defensas esenciales contra la Magia Negra", de Birok Nederland. Me parece…
Se oyó un repentino movimiento de libros, dejando despejado los pupitres con el único de ellos que ahora mismo interesaba.
- ¡Ja, ja, ja! –se rió la profesora Rigby-. Veo que tenéis muchas ganas de estudiar. Como decía antes de que me interrumpierais, este libro me parece esencial e insustituible para vuestro primer contacto con las enseñanzas de Defensa Contra las Artes Oscuras. Todo el primer trimestre lo pasaremos estudiando las diferentes clases de varitas que se pueden encontrar en el mundo y que aparecen alfabéticamente en dicho libro. El segundo trimestre será mucho más práctico, con la enseñanza de algunos contrahechizos sencillos, pero importantes, y con los intentos de aprender a controlar la mente (aprender a tranquilizarla en los momentos más tensos). Y en el tercer trimestre, aunque aún no pueda asegurarlo porque estoy negociándolo con el profesor Dumbledore, puede que podáis establecer vuestro primer contacto con la nueva "Selciya", Lugar de las Mil Puertas. Por el momento, muchachos, abrid el libro por la página novena… bueno, creo que era la novena –remiró su libro que tenía en el regazo, mientras se reía-. ¡No, incorrecto! ¡Es la décima página! Fue un descuido, nada más (que, aunque no lo creáis, los profes también nos equivocamos). Pues eso: abrid por la página 10 y empezaremos a leer un poco sobre las 3 clases importantes y generales en las que se pueden diferenciar todas las varitas del mundo, aunque, como podréis comprobar más adelante, cada una de esas tres clases se puede dividir en otras tantas y tantas subclases.
Absolutamente nadie supo muy bien que quiso decir la profesora con aquello de las puertas. ¿De qué demonios estaba hablando? Todos ponían cara de pasmados, y fue Zabiel Zapuru, el valiente estudiante que se había atrevido a replicar delante del profesor Snape, quien preguntó sobre el tema, mientras todos los demás intentaban ponerse en la décima página del libro de texto.
- Sí…
- Zapuru, profesora Rigby, mi apellido es Zapuru.
- ¡Gracias, guapo! ¿Qué querías preguntarme?
- ¿De qué hablaba usted con aquello de las mil puertas?
Todos dejaron de mirar el libro para atender a la profesora en su contestación. La profesora Rigby, por un momento, no dijo nada sin dejar de sonreír a sus alumnos.
- Sabía que lo preguntaríais, mis queridos niños, pero por ahora no quiero desvelaros demasiado del asunto. Todo os llegará en su momento, sed pacientes (es la primera clase, no seáis brutos, ¡ja,ja,ja!), ya que, como dije, es todavía una sencilla idea que estoy proponiendo al profesor Dumbledore para, a mi parecer, intentar enseñar de forma más atrayente y, a la vez, garantizando una buena educación anti-Artes Oscuras. Selciya, Lugar de las Mil Puertas, es un… ¿cómo podría explicároslo de forma que lo entendierais?… bueno, sí, es una clase de estudio, como todos esos estudios donde trabajan los actores y actrices muggles para sus películas. Es algo relativamente nuevo, como os digo, que se abrió al público no hace ni un par de años, y en algunos colegios ya lo están practicando. Allí, actores magos y actrices brujas hacen de las suyas para, de alguna manera, intentar enseñar magia de diferentes maneras… pero no es solamente eso, ya que no es un lugar que se encuentre en la Tierra… pero, como lo he repetido antes, no sé si se podrá llegar a realizar el proyecto de utilizar Selciya como aprendizaje. La última palabra la tiene Dumbledore, o sea que no le deis más vueltas. Y ahora vayamos con las 3 clases generales de varitas.
La explicación de la profesora les dejo aún más aturdidos que antes, pero no por ello dejaron de leer el libro de texto durante todo el tiempo que restaba de clase. Henry, en aquel primer día de clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, supo de la existencia de las 3 Clases Importantes de varitas: las llamadas Normales, es decir, las que se utilizaban en la mayoría de los casos (todas las de Hogwarts eran de esa clase); las Aguamares, que era una clase de menor uso entre los magos y que consistían en varitas construidas mediante agua de mar unida a substancias sólidas; y las Piedrastas que, como su propio nombre indica, eran hechas con piedra, y más concretamente piedra volcánica.
Pero antes de finalizar la clase, la profesora Rigby, como si no hubiera dejado ya demasiado absortos a los pequeños alumnos después de su media-revelación del Lugar de las Mil Puertas, con otro vaivén de la varita hizo aparecer delante suya una bolsita trasparente llena de bolitas de cristal de colores del tamaño de cerezas grandes.
- ¡Son canicas! –exclamó de repente Walter Heartbutter, y se tapó la boca sonrojándose mientras todos se reían de su exaltación.
- Sí, mi querido Heartbutter (vaya, me acordé de tu apellido rápidamente), son canicas –afirmó la profesora Rigby, levantándolas por encima de su cabeza y, posteriormente, depositando la bolsa encima de la mesa grandota del profesor-. Ahora quiero que vengáis en orden de lista (yo os iré llamando por vuestro nombre y apellido, al igual que os hicieron en la Selección) y vais a ir cogiendo cada uno una sola canica. Sois exactamente, si no me equivoqué contándoos, 28 alumnos y, por tanto, en esa bolsa hay 28 canicas de diferentes colores y tonalidades.
Con cara de total extrañeza, sin saber que se proponía ahora la profesora, todos fueron pasando por delante de su mesa al oír su nombre (empezando con John Abuys y terminando con Zabiel Zapuru) y cogiendo su correspondiente canica de la bolsa.
- ¿De qué color te ha tocado a ti, Xinerva? –preguntaba John a la coletuda muchacha, en medio de los murmullos que se oían por todo el aula (¡lo que podían dar de hablar unas simples canicas!).
- Es totalmente blanca. ¿Y la tuya?
- Un verde bien clarito.
- ¡Pues el mío es de un marrón chillón que no me gusta nada! –se quejó Walter, mientras Samantha y Samiña no paraban de reírse, enseñando sus canicas de color canela y amarillo verdoso respectivamente.
- ¿Y el tuyo, Henry?
- Naranja, un naran…
- Bueno, queridos alumnos, os pido un poco de silencio (ese silencio tan delicioso que habéis tenido la bondad de dirigirme durante toda la clase espero que no se os esconda y escape en estos últimos momentos) –dijo la profesora Rigby con su dulce voz, silenciando a todo el mundo (Henry inclusive)-. Estas canicas que os reparto las deberéis de guardar hasta el final de curso cual una gran reliquia. Tenedlas en vuestros dormitorios y nunca las trasportéis por ahí, de clase en clase, o en los recreos y tiempos libres, porque así es como acaban extraviándose. Son canicas que han sido encantadas por mi varita para que puedan hacer percibir una sensación a su alrededor, es decir, cada una de ellas exterioriza una clase de sentimiento. Por ejemplo, puede haber una canica que le produce a su propietario mucha alegría, lo cual querría decir que es una canica con un sentimiento muy jovial y divertido. Pero también puede haber otra que resulte desagradable, hasta llegar a hacer sentir rencor. En ese caso sería una canica con el odio a flor de piel. Todos esos sentimientos son los que me deberéis de contestar para la última semana de curso (todavía tenéis muchísimo tiempo para desentrañar el misterio de vuestra canica).
Henry daba vueltas a su canica naranja admirando su brillantez.
- Y no os quiero quitar más tiempo. Os podéis ir ya, que os esperan en alguna otra clase… ¿o ahora tenéis que almorzar?… –la profesora Rigby se reía, mientras abría las puertas del aula con un movimiento de su varita y se acercaba a la salida con la silla de ruedas-. Bueno, en todo caso mi clase se terminó. ¡Hasta mañana!… si es que hay clase mañana, ¡qué despistada que estoy!
Mientras recorrían el pasillo, Henry y sus amigos no paraban de hablar, al igual que todo el resto de clase, sobre la profesora Rigby.
- ¿Habéis entendido bien todo lo de la canica? –preguntaba Walter, mientras se rascaba sus pelos rizados y rubios con actitud despistada.
- Bueno, ¿qué es lo que había para entender? –le contestó Samiña-. Quiero decir que lo único a tener en cuenta con la canica es conocer la reacción que le hace identificarse, ¿entiendes? Espero que la mía, al menos, no sea precisamente una histérica.
- ¿Pero cómo demonios vamos a lograr eso? –preguntó Henry, esquivando a un alumno ravenclaw de tercero que se dirigía en dirección contraria (el pasillo estaba atestado de gente, de alumnos que iban para un lado o para el otro tratando de ponerse en el camino correcto hacia su próxima clase)-. Mis canicas de casa las guardaba en un botecito de plástico y no tenía porque acordarme de ellas hasta el día que quería echar una partida de carreras con Nicolas y James. Todavía se me hace difícil pensar en una canica que pueda exteriorizar sus sentimientos… ¡Es totalmente absurdo!
- Son mágicas, Henry, y la magia puede hacerte creer las cosas más impensables –explicó John Abuys.
- ¡Ay, qué profesora más genial! Es majísima, estoy seguro. ¡Uf, al menos no ha sido algo como el horroroso Snape! –dijo Xinerva, sonriendo, aunque su sonrisa se desfiguró un poquito al pensar en lo siguiente que iba a expresar-. Todavía no me lo creo que fuera una slytherin. Es más inexplicable que eso de que las canicas puedan tener sentimientos. ¡No tiene ninguna pinta! Todos los slytherins son repulsivos.
- ¡Nunca se sabe! Recuerda que fue una mortífaga. ¡Demonios, puede que al fin y al cabo no sea lo que parece! Pero creo…
- ¡Ya nos lo ha explicado todo! ¡Es una persona que se arrepiente de su pasado! –exclamó Xinerva, dirigiendo a las gafas redondas de John una mirada indignada mientras éste no paraba de hablar.
-…que tienes una idea demasiado fatalista hacia los slytherins. No sé, puede que algunos de ellos (no te digo la mayoría, ni mucho menos) sean buenas personas, alegres o, al menos, con los que se pueda hablar un poco sin acabar echándonos pestes.
La sobrina de la profesora McGonagall cruzó los brazos, refunfuñando, a la vez que comenzaban a subir unas escaleras detrás de compañeros de clase.
- ¡Una casa que es supervisada por una persona tan vomitiva como Snape no puede tener alumnos con los que se pueda establecer una amistad!
No volvieron a decir palabra hasta llegar al piso tercero y penetrar en el aula de Encantamientos, donde el profesor Flitwick montaba guardia subido en una docena de gruesos volúmenes enciclopédicos, restregando la varita por su oreja izquierda.
Las primeras dos semanas se les esfumaron a los alumnos de primero antes de lo que pensaban. En todos esos días las clases fueron progresando lentamente, sin adelantar mucho en la materia en cuestión. Aún así, los trabajos extras para realizar en tiempos fuera de clase eran bastante continuos, sin pasar ni un único día sin tener algo que hacer al atardecer.
Lo que a Henry le pareció, hasta ese momento, el mejor día en el colegio Hogwarts fue aquel jueves en el que al fin pudo elevarse con su vieja escoba bastante tiempo, sin acabar con un golpe demasiado brusco. La profesora Hooch les obligó a realizar la misma prueba de los manzanos y los cestos, donde el muchacho pudo llegar hasta el segundo árbol, recogiendo 6 manzanas. No era mucho, pero la profesora Hooch le animó de sobremanera diciéndole que, tras una cierta práctica, lograría alzarse en el aire sin problema alguno. Henry y los demás se quedaron impresionados mirando como volaba August, cuando le tocó a él realizar por segunda vez la prueba de las manzanas. Se balanceó entre los 4 manzanos, cual una abeja velocísima, recogiendo las 20 preciadas manzanas, pero en menos tiempo, si cabe, que la semana anterior. Sin lugar a dudas, era el mejor alumno de vuelo de primero, no sólo entre los ravenclaws, sino entre las dos casas. La señora Hooch le dijo sonriendo que podría ser jugador de quidditch en el equipo de Ravenclaw si se lo proponía, y aunque Henry no acertó a saber si la profesora estaba de broma o hablaba en serio, a August Forman se le quedó una cara de radiante felicidad que le duró hasta el termino de aquel día.
El mismo August y Versher Harreston acompañaban, una semana más tarde de aquella clase de vuelo y dos semanas después de la primera clase con Elaine Rigby, a Henry y John Abuys en la biblioteca de Hogwarts. Era un lugar grandísimo, con amplias y largas baldas y estanterías repletas de libros de todas clases, casi todos más viejos que el hambre. Mesas igual de largas y anchas estaban dispuestas por todo el lugar y allí, en una esquina, una cuerda roja que se cruzaba de lado a lado a metro de altura dividía la Sección Prohibida y restringida con todas las demás estanterías. Henry ya había oído hablar de todo ello a August o su abuelo: los libros de la Sección Prohibida no se podían conseguir sin un permiso autorizado de algún profesor. Aquel choco rebosaba de volúmenes sobre Artes Oscuras.
Era el atardecer, ya terminadas las clases, y los 4 amigos intentaban realizar los problemas o redacciones mandados por los profesores.
- No sé si le va a hacer mucha gracia que echemos todo esto encima de la mesa a esa profesora con cara de buitre rapiña, pero nosotros debemos de acabar los trabajos que nos mandan. ¡Después que no se quejen! –dijo John, mirando de reojo entre sus gafas a la bruja que estaba sentada en una gran mesa de madera al lado de la Sección Prohibida. No paraba de remirar un libro gordote, mientras que de vez en cuando soltaba un siseo en señal de desaprobación a algún que otro ruido o voz sonora.
Acto seguido, el muchacho echó delante suyo lo que tenía dentro de una bolsa. En la mesa se esparcieron una veintena de hongos, setas y flores con grandes pétalos.
- Henry, no te escaquees –dijo, dirigiendo a Henry, que estaba sentado junto con August enfrente suyo, una malvada y sarcástica mirada.
Éste, sonriendo, soltó lo que él tenía en otra bolsa, que era otro tanto de hongos y setas. La profesora Sprout les había mandado realizar para el próximo día una enumeración de todas las plantas, hongos y setas que tenían en las bolsas, distinguiendo cada uno de ellos con su respectivo nombre y características. Todo ello con ayuda, como no, del libro "Mil hierbas mágicas y hongos".
- John, esa mujer es la señora Pince –explicó August, moviendo la cara hacia la profesora de cara afilada-. Es muy estricta, así que mejor andar con cuidado con ella.
- No creo que se tenga que tener tanto cuidado como con Snape –negó John, a la vez que restregaba un pergamino y mojaba su pluma en la tinta.
- Vamos a ir analizando este primer hongo oscuro, amorfo y rechoncho… –comenzó a decir Henry, con aire soñador, a la vez que abría su libro de "Mil hierbas mágicas y hongos" y recogía del tumulto de hongos, setas y flores uno excesivamente gordo-. Tiene pinta de ser venenoso.
- Si queréis os presto un poco de ayuda –dijo Versher, mirando a John que estaba a su derecha acercándose una seta pequeña de color amarillo a sus ojos-. ¡Sólo te falta una potente lupa para ser un verdadero detective de setas, muchacho! Yo ya acabé ese trabajo hace una hora escasa, en los terrenos del colegio junto con amigos de clase. No me atrevía a traer todo esto a la biblioteca. Vais a dejar la mesa embarrada y con tierra. Como se entere la señora Pince, podríamos tener problemas.
- ¡No seas aguafiestas, Versher! –contestó John de mal talante, mientras anotaba alguna característica de la seta amarilla-. Tú vigílala, y cuando veas que se acerca hacia aquí para sermonearnos, ¡nos damos el piro!
- El piro el que se dio el señor Gujer, ¿qué no? –preguntó August, abriendo sus ojos que se veían extremadamente gigantes a través de los gruesos cristales de sus gafas-. Se esfumó hace un par de semanas, más o menos, y todavía no ha vuelto. ¿Se habrá enfadado con Dumbledore y todos los demás, cogiendo unas vacaciones imprevistas sin decir ni pío?
- Es bastante curioso lo de el celador ese, ¿no creeis? –preguntó, a la vez, Versher.
- ¿Tú también piensas en que detrás de todo esto hay algo siniestro, como Xinerva? ¡Yo no me lo creo! –exclamó John.
- No pienso igual que ella, no…
- Esa chica es demasiado mal pensada…
- No creo que sea nada grave, al menos, pero no deja de ser curioso el hecho de que un hombre que acaba de comenzar a trabajar deje de hacerlo de la noche a la mañana sin decir absolutamente nada.
- Estoy de acuerdo contigo –corroboró Henry, sin dejar de mirar lo que iba escribiendo en el pergamino-. Ese Gujer es un tipo extraño.
- Mi primera impresión al verle en la cena de la Selección, al llegar a Hogwarts, fue buena… Quiero decir que Snape es un tipo más extraño que él, ¿no? –preguntó August, mirando a John comparar dos setas de color verde y violeta que parecían idénticas-. Esas setas son iguales.
- ¡No pueden ser! La profesora Sprout dijo que todos los ejemplares de las bolsas eran distintas.
- Igual se equivocó al introducirlas dentro, no sé…
- ¿Me dejas mirarlas, John? –preguntó Henry, alargando la mano.
- Toma. No puedo distinguirlas. Parecen de la clase viborosas, pero…
Entonces se oyó un portazo. Alguien había entrado en la biblioteca como un vendaval. La señora Pince se levantó de malhumor del asiento, sin parar de sisear con el dedo índice en la boca. Había sido Xinerva McGonagall, que se dirigía rápidamente, y sin hacer el menor caso a la señora Pince, hacia Henry y los demás. Traía mala cara: se le notaban los ojos rojos, clara evidencia de que había estado llorando, y tenía un humor de perros.
- ¿Qué te ocurre? ¿Estás loca, cerrando con ese golpe la puerta de la biblioteca? La señora Pince es muy estricta y puede caerte una gorda… –le reprendió August a la niña coletuda, cuando ésta se sentaba al lado de John.
- ¡Déjame en paz! ¡No tengo tiempo para pensar en la bibliotecaria!
Por un momento nadie dijo nada, mirando sin pestañear a la sobrina de la profesora McGonagall. A August le caía una gota de sudor por la sien.
Fue John quien rompió el silencio:
- ¿Por qué has llorado?
- ¡Yo no he llorado!
- Tienes los ojos hinchados y rojizos. No nos mientas.
Xinerva se restregó las manos por los ojos, limpiándose las dos últimas lágrimas que le empezaban a brotar.
- ¿No te habrán hecho algo los de Slytherin, verdad? –preguntó Henry.
La niña asintió con la cabeza.
- ¡Esos inútiles! ¿Qué ha ocurrido?
- Según parece, las palabras de Dumbledore sobre que el celador Gujer pudo ser víctima de una broma pesada (ya sabéis, todo eso de meter al pobre hombre en un armario) se han tomado de guasa y han querido hacer conmigo algo parecido.
- ¿QUË? –preguntaron a la vez los cuatro chicos (a John se le cayeron las dos setas de color verde y violeta al suelo).
- Ya sabéis quienes son Noseph McBurthy y Joseph McBarthy, ¿no?
- Claro, son los más desgraciados que puede haber en esa maldita clase de Slytherin –contestó Versher, frunciendo el entrecejo y poniendo cara de repugnancia-. Snape les tiene un cariño asquerosamente grande.
- ¿No me dirás que han sido ese par de memos los que te han intentado meter en un armario? –preguntó John.
- Pues sí, pero, como tú bien has dicho, lo "intentaron". No lograron encerrarme entre todos aquellos trastos del armario de la limpieza.
A John se le escapó una sonrisita que tuvo que disimularla con la mano. Xinerva, que estaba a su lado, lo miró con un odio indescifrable.
- Lo siento, Xinerva, de veras. Es que… el armario de la limpieza… si lo miras por ahí, ¿no te parece graci…?
- ¡NO!
John no volvió a abrir la boca. La señora Pince siseó.
- Lo que más me dolió no fue el hecho de que me quisieran meter en ese sitio apestoso –Xinerva bajó la mirada a la mesa, apesadumbrada-. ¡Me insultaron de la forma más vil que puede existir! Yo siempre dije que ser la sobrina de una profesora de Hogwarts no podía ser bueno. ¡NO HAY DERECHO!
Se volvieron a escuchar los siseos, esta vez de forma más prolongada y aguda. Henry, Versher, August y, sobre todo, John miraron con un poco de vergüenza su alrededor.
- ¡Serénate, haz el favor! –suplicó Henry.
- ¿Cómo demonios quieres que me serene, Henry? Esos cerdos no paraban de llamarme "¡niña de papá, niña consentida!, ¡tu querida tía no va a poder ayudarte, niña caprichosa!" mientras me empujaban hacia aquel armario (claro, todavía esos alcornoques no tienen ni pizca de idea de como hacerme llevar por el aire mediante una varita mágica).
- ¡Qué miserables! –dijo Versher, indignado-. Tendríamos que darles su merecido.
- ¿Y cómo lograste escapar? –preguntó Henry, a la vez.
La niña miró al muchacho directamente, con ojos abiertos como platos.
- No sé, de repente vino un hombre alto que no había visto nunca por el colegio, y agarró a los dos por las orejas de forma brutal. Se los llevó por el pasillo casi arrastras, mientras no paraban de llorar y gritar. Ese hombre me dio un poco de miedo, aunque me sonrió mientras estrujaba las orejas de aquellos idiotas.
No tardaron mucho en adivinar quien era aquel hombre que había "salvado" a Xinerva de una buena velada con las fregonas y cubos del armario de la limpieza. Una vez acabado aquella enumeración de los hongos, setas y demás (John acabó por echar la toalla con el caso de las dos setas idénticas), se dirigieron al Gran Comedor para cenar gustosamente. Walter se les unió en unas escaleras, corriendo y jadeando, diciéndoles que Moham estaba absurdamente algo nerviosa y que por ello no les había acompañado a la biblioteca. No habían llegado a la mesa de Gryffindor, cuando Xinerva los empujó a todos bruscamente (John se tambaleó peligrosamente, casi cayéndose al suelo).
- ¡Está ahí! ¡Está sentado a la derecha del profesor Dumbledore! –murmuró.
- ¿Quién? –preguntaron todos a la vez.
- ¡El hombre que me sacó de encima a McBurthy y McBarthy!
Era cierto. Había un hombre desconocido charlando de buen humor con Dumbledore. Era joven (no pasaría de los 30), larguirucho, moreno de pelo corto y con una barba abundante y bastante descuidada. Lo que más destacaba de su cara era la despejada frente, grande y bastante sobresaliente para afuera, sombreándole los ojos negros que quedaban hundidos en la semioscuridad. Llevaba puesta una túnica color canela, con manchones grisáceos en codos y mangas.
Al fin se sentaron en la mesa de Gryffindor. Samiña y Samantha, reunidas allí con algunas chicas más, ya conocían el lamentable contratiempo del armario y no paraban de preguntar a Xinerva que tal se encontraba.
- Me gustaría observar a los ojitos derechos de Snape con las orejas bien rojitas –dijo de forma mordaz y malvada John, mirando a la mesa de Slytherin. Allí se encontraban McBurthy y McBarthy, cabizbajos y con la mirada perdida en el plato. Una de sus manos pasaba cada cierto tiempo de un oído a otro, como si no quisieran escuchar algo que les estaban sermoneando justo al lado-. Resulta graciosísimo, ¿qué no? Parece que tienen un muelle en los brazos. Hay tan poco cerebro en sus cabezotas que no saben ni utilizar las dos manos a la vez para taparse esas sebosas orejas.
- ¡Dumbledore se levanta! –exclamó Xinerva, sin parar de mirar la mesa de los profesores-. ¡Va a decir algo!
- Pues espero que no se entretenga demasiado –dijo Walter, en voz baja y relamiéndose los labios-. Tengo un hambre atroz y ver estos platos vacíos me está poniendo malo.
Todo el Gran Comedor se quedó en silencio a la espera de las palabras del director.
- Queridos alumnos, antes de dar comienzo al banquete de esta noche os debo de comunicar un cambio importante en este colegio. Como ya habréis podido observar, a mi lado tengo el gusto de tener a un hombre muy inteligente que os es totalmente desconocido.
El hombre barbudo y de frente sobredimensionada se levantó de su asiento, como si esperara un elogio de todos los alumnos reunidos en aquella sala.
- Por razones que aún todo el profesorado y yo mismo desconocemos, el celador Gujer no ha vuelto a aparecer desde aquella noche que se fue sin decirnos nada. Este asunto cada vez me está preocupando más, sí, no lo puedo negar. Lo estoy estudiando a fondo pero no llego a ninguna conclusión satisfactoria. He dirigido mi atención a las personas más cercanas (familiares, amigos, etc.) del señor Gujer sin nadie que me haya podido transmitir ni una sola pista de su paradero. Todos ellos están nerviosos y asustados, como ya podréis imaginar. El caso es que el colegio no puede seguir prescindiendo de celador. Los pasillos alguien debe de cuidarlos, limpiándolos y verificando que ningún alumno ande suelto por las noches entre sus suelos. Por ello me alegra presentaros al nuevo celador que se unirá a nuestro colegio a partir de hoy, hasta que vuelva (y deseamos todos que no tarde) el señor Gujer. Su nombre es Noserando De Quiel, y espero con todo corazón que todos le ayudemos en su integración en Hogwarts. Nunca debemos…
- ¡No es más que un bastardo que no merece estar aquí! –gritó de repente alguien desde la esquina izquierda de la mesa.
Era el profesor Snape. Se había levantado de su silla con la varita dirigiéndola desafiante hacia el nuevo celador del colegio.
- Severus, tengamos calma… –murmuró tranquilamente el profesor Dumbledore, enseñando la palma de su mano al profesor de Pociones.
Los alumnos no podían creer lo que estaban viendo. Todos estaban aterrorizados, sin decir absolutamente nada.
- ¡Atrévete a atacarme, sabandija podrida, si es que no eres un cobarde! –exclamó la voz poderosa, hueca, misteriosa y bastante ronca de Noserando De Quiel.
- ¡No me obligues a hacerte daño, lombriz repugnante! –Snape no movía un músculo de lo tieso que estaba, sin dejar de marcar con la varita hacia el estómago del celador.
- ¡Te odio, te odio y te odio! ¡Acabemos de una vez!
En cuanto Noserando De Quiel sacó de su túnica la varita, el profesor Dumbledore le agarró del brazo fuertemente. Ningún profesor decía nada; se hallaban tan callados como los alumnos, muy impresionados viendo el espectáculo.
- ¡Noserando, por favor te lo pido! –después dirigió la mirada al otro lado-. ¡Severus, a ti también te lo pido! No podemos permitirnos estos choques, ¿de acuerdo? Tened calma. Conozco vuestros problemas y sé que es bastante difícil vuestra situación, pero no empeoremos las cosas. Haced el favor de sentaros y demos paso a la cena.
Noserando fue el primero en guardar su varita tras la túnica. A continuación, sin dejar de parpadear mientras miraba a Snape rencorosamente, se sentó en su asiento al lado de Dumbledore.
- Severus… –le recordó el director.
Al fin éste también se sentó en su sitio.
- No penséis en nada, alumnos míos. ¡COMAMOS!
Los platos se llenaron a rebosar, pero a los alumnos les costó cenar aquella vez. Había sido todo tan repentino y terrorífico que casi nadie articuló palabra durante el banquete.
A Henry se le había hecho un nudo en la garganta. Xinerva no pudo reprimir alguna lágrima. John no paraba de llevarse las gafas para arriba que se le caían demasiadas veces. Walter fue el que comió más de todos aquellos amigos, pero no tanto como de costumbre. Samantha y Samiñá tenían la cara tan blanca que parecía que se acababan de encontrar con el ser más terrorífico del universo.
Una hora más tarde todos los alumnos fueron dirigiéndose a las salas comunes de sus respectivas casas para poder entrar en los dormitorios y dormir. Después de aquella cena que no la olvidarían en mucho tiempo, el sueño era la mejor opción de todas.
Walter, John y Henry se despidieron de las chicas y de los demás amigos cuando subieron finalmente por las escaleras de caracol que acababan en su dormitorio.
- Nunca he pasado tanto miedo como en esos momentos de ira entre el nuevo celador y Snape –se atrevió a comentar Henry, ya que hasta ese momento no habían dicho nada sobre el asunto.
- ¿Qué tendrán entre ellos para que se odien de esa manera? ¡Parecía que se quisiesen matar, Dios mío! –dijo Walter.
- Si Dumbledore no hubiera estado allí para calmar los ánimos, estoy seguro que hubiéramos visto a dos magos enfrentándose cara a cara con ganas y fuerza increíbles –dijo John, volviéndose a subir las gafas-. Ese Nosetrando De Quriel, o como demonios se llame, iba en serio.
- ¡Y Snape también, no te fastidia! –exclamó Walter-. Recuerda que él fue quien empezó a atacarle.
- Pero con aquello de "¡te odio, te odio, te odio!" es como si hubiera visto a su enemigo mortal. Yo creo que no tenía dudas en matarlo allí mismo. Sin Dumbledore alguien de los dos…
- ¡No digas burradas, John! ¿Después hablas de que Xinerva es fatalista? –preguntó Henry-. No sé quien es más, la verdad. Ella o tú, no lo sé…
- ¡Qué lo pisáis! –gritó Walter, cortando las palabras de Henry.
Los tres miraron a las escaleras de caracol por donde iban subiendo.
- ¡Es un ratón! –exclamó Henry-. Pero… ¿qué es eso verde que flota tras él?
Un ratoncito pequeño subía atropelladamente las escaleras delante de ellos, seguido de una lucecita verde chispeante y fluorescente del tamaño de un caramelo que volaba a baja altura. Parecía que lo quisiera coger. El ratón, buscando una salida, se escurrió por un pequeño orificio de la pared (de su tamaño, justo-justo) y la lucecita siguió tras él, desapareciendo de la vista de los tres amigos.
- ¿Habéis visto lo que yo? –preguntó John mientras estaban quietos en las escaleras, mirando con cara de pasmados el orificio por donde habían desaparecido la lucecita y el ratón.
- Un ratón seguido por… –comenzó Henry-. No lo podría identificar.
- Era una luciérnaga, estoy seguro –dijo Walter-. ¿Qué, sino?
- ¿Una luciérnaga persiguiendo a un ratón? Un poco extravagante, ¿no?
- Recuerda, Henry, que estamos en el mundo mágico. Todo es posible.
Siguieron subiendo las escaleras hasta que se encontraron en sus dormitorios.
- ¡Hola, Moham! –saludaron a la morsa de Walter tumbada en su cama. Ni se inmutó.
- Está nerviosa, ya os he dicho. No se en realidad el porqué de su nerviosismo. Vaya, puede que tenga un sexto sentido y haya presentido las broncas de allí abajo –dijo Walter, vistiéndose el pijama.
Como no, aquella noche también la recordarían de por vida, como lo iban a recordar todos los demás alumnos del colegio. Pero para John, Henry y Walter (sobretodo para este último) la noche fue especial no sólo por los recuerdos de la cena, sino por otro imprevisto que les ocurrió a las 3 de la madrugada:
El corazón le dio un brinco a Henry. Walter estaba gritando como un descosido y los había despertado.
- ¡¿Pero qué pasa ahora?!
- ¡MIRAD, MIRAD! –Walter no paraba de llorar, alzando el dedo hacía una de las camas que estaba vacía.
Era la cama de Moham, la morsa.
