8º CAPÍTULO: LOCURA
Moham había desaparecido y su dueño aquello, como era de suponer, no lo podía ver con buenos ojos. Walter Heartbutter estaba fuera de sí, quedándose ronco de tanto gritar y vociferar.
- ¡Muchacho, ten calma, hombre! –quiso decir John, poniéndose al lado del niño sin ajustarse las gafas siquiera y con los ojos algo hinchados por estar recién levantado, pero su voz fue prácticamente inaudible entre todos aquellos berreos.
Henry, por un momento, pensó en un montón de bebés llorando a la vez sin parar. A Walter se le veían todas las venas del cuello, demasiado grueso en ese momento a causa de la cantidad de energía que derrochaba por el lloriqueo.
- ¡Nos va a oír todo el maldito colegio! –exclamó John, repentinamente sudoroso-. ¡Intenta tranquilizarte!
- John tiene razón, Walter. De esta forma no vas a lograr arreglar nada –dijo Henry, sentándose en el otro lado y pasando un brazo por la espalda de su amigo.
Le costó poder asimilar algunas pocas palabras, pero, aunque fue entre gimoteos, Henry y John pudieron comprender lo que quiso transmitirles el muchacho sin morsa:
- ¡Moham! No puede… no puede… ¡no puede ser posible que se haya largado! Siempre ha estado con… conmigo, ¿entendéis? –los miró a los dos muchacho con ojos llorosos, mientras se restregaba el dorso de su mano izquierda por la mocosa nariz-. Es un animal q lo crié… no er… ¡desde que nació estuvo conmigo! ¡Moham me adoraba! No puede haberse ido sin mí a ningún lado… ¡es totalmente imposible!
Cuando parecía que el muchacho se había calmado un poco (aunque seguía gimoteando muy de vez en cuando, pero al menos ya dejó de gritar), John se levantó de la cama sonriendo.
- Y si nos está haciendo una jugarreta el muy pícaro, ¿eh? ¡Quién sabe si se ha escondido en algún armario del dormitorio!
- ¡Es posible, sí! –exclamó Henry, él también levantándose de la cama de un golpe.
- Non… non… no lo creo, Moham no es de esa cla… clase –tartamudeó Walter.
- ¡Ay, Walter! ¡Los animales son siempre una caja de sorpresas! Yo tuve un perro pastor alemán (Ryckicho lo llamábamos) que en todo momento era de lo más adorable y apacible que te puedas encontrar en este mundo. ¡No era capaz ni de matar a una simple mosquita! –dijo John, abriendo un armario lleno de túnicas-. Pero míralo que un día, el muy cabrito, va y lo pescamos con su dentadura incrustada en el trasero de una pobre viejecita que no quería más q darle un par de galletas. ¡Cómo corría la muy desdichada! –se rió, lo cual contagió también a Henry, pero éste dejó de hacerlo rápidamente al volver a dirigir la mirada hacia su amigo Walter, totalmente echo polvo y desolado.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio, apareciendo otros alumnos de Gryffindor, seis en total, de segundo y tercer curso.
- Hemos oído gritos y estamos realmente asustados. ¿Qué demonios a ocurrido aquí? –preguntó un muchacho rubio de pelo largo, con nariz rechoncha llena de granos-. ¿Por qué tiene tan mala cara ese muchacho?
- ¡¿Pero esto qué creéis que es, eh?! –dijo John, perdiendo la paciencia y poniéndose al frente de toda la tropa, a la entrada del dormitorio, para no dejar ver ni pizca de lo que ocurría dentro-. ¡Son las tres de la madrugada! ¡¿Os parece normal vuestra actitud abriendo la puerta del dormitorio de otros para espiar?! ¡Haced el favor de largaros si no queréis que le cuente todo a la profesora McGonagall! ¡Tened por seguro que no le hará nada de gracia vuestra forma de meter las narices donde no os llaman!
- Pero esos gritos…
- ¡Qué gritos ni que niño muerto! ¡Largo!
Pero el muchacho de gafas redondas no se daba cuenta que se estaba imponiendo a gente mayor que él, de uno y dos años más. Para aquella edad tan temprana las suma de ese año o esos dos años era muy significativa, lógicamente. Así pues, el mismo muchacho de nariz regordeta se envalentonó con John (le sacaba más centímetros de los deseados y su musculatura era la de un rinoceronte comparados con las de éste).
- Tú no mandas a nadie, ¿entendido? ¿Quién te has creído, pues? Habla con más respeto a los mayores, si no quieres ganarte una buena tunda como regalo anticipado de Navidad.
John miró hacia atrás, implorando ayuda a Henry, pero éste no se atrevió a decir nada. A decir verdad, tampoco tuvo tiempo de reaccionar, ya que, con un repentino movimiento que asustó hasta al rubio de nariz grandota, Walter se había levantado de la cama gritando el nombre de su querida morsa por doquier y empujando a todos los reunidos en la entrada del dormitorio. Más de uno se cayó de bruces al suelo, o por las escaleras, mientras que Walter escapó corriendo de camino a la sala común.
- ¡Walter, espera! –exclamaron John y Henry a la vez, precipitándose ellos también por las escaleras. Los muchachos de segundo y tercero, de lo anonadados que se habían quedado, no opusieron resistencia.
Cuando llegaron a la sala común, donde crepitaba un poquito el fuego de la chimenea, Walter ya se había esfumado por el retrato de la Señora Gorda. Pero la sala común estaba repleta de niños y niñas de todos los cursos en pijama o camisón, y todavía bajaban más por las escaleras que se abren hacia los dormitorios.. Los gritos de Walter eran tan ensordecedores que todo Gryffindor se estaba espabilando. Aquel lugar era un hervidero de preguntas sin respuestas ("¿qué ha ocurrido?", "¿qué eran todos esos gritos?", "¿ha pasado algo grave?", "¡con lo a gusto que estaba yo durmiendo después de lo visto en la dichosa cena!").
La prefecta de Gryffindor, la chica pelirroja (Ginny Weasley) que los había dirigido a todos hacia la sala común y dormitorios en aquella noche de la selección con el sombrero, no paraba de dar órdenes contundentemente:
- ¡Por favor, orden y serenidad! ¡Diríjanse todos a sus respectivos dormitorios! ¡Todo esto lo arreglaremos la profesora McGonagall y yo misma!
Henry y John se encontraron con Xinerva y sus amigas, que estaban totalmente aterradas (sus caras eran de espanto, y más con el reflejo de la poca luz que irradiaba las ligeras llamas del fuego).
- ¡Walter se ha escapado! –comenzó a explicar Henry a las chicas, antes de que éstas pudieran decir nada-. Moham (ya sabéis, su querida morsa) ha desaparecido misteriosamente y se ha largado llamándola a los cuatro vientos.
- ¡Dios mío! –pudo balbucear Xinerva, mirando a la prefecta que seguía dando órdenes (aunque sin mucha eficacia, porque la sala común en vez de irse vaciando, el número de niños que comprendía iba en aumento)-. Ginny tiene razón. ¡Hay que avisar a mi tía antes que desaparezca cualquier otro!
- Yo no pienso esperar hasta que llegue la profesora McGonagall. ¡Me voy tras Walter! –dijo John, decidido-. ¿Vienes, Henry?
Ni respondió, porque el niño de gafas redondas ya se lo estaba llevando sujetándole del brazo izquierdo.
- ¡A la prefecta no le va gustar eso! ¡Y a mi tía menos! –sentenció Xinerva, mientras los dos chicos se escabullían por el retrato de la Señora Gorda.
- Está prohibido salir a la noche por los pasillos –dijo Samiña, mirando hacia donde habían desaparecido los dos amigos.
- Sí, lo sé… y ellos también lo saben de sobra…
- ¡Ei! ¡¿Dónde creéis que vais vosotros dos?! –grito Ginny Weasley, salpicando saliva en sus alrededores, pero Henry y John ya no la pudieron oír.
El berreo de Walter se podía notar sin ningún problema en aquellos pasillos del colegio que en esos momentos estaban totalmente solitarios y algo siniestros, con sus cuadros y sus armaduras provistas tras casi cada esquina. Los dos amigos no pararon de correr, gritando el nombre del muchacho fugado, hasta que se toparon con la profesora McGonagall que subía por unas escaleras, deprisa y jadeando. No traía muy buen humor:
- ¡Abuys y Cortyon! ¿Se puede saber qué estáis haciendo a estas horas gritando como unos descosidos?
- ¡Es Walter! Su morsa acaba de desaparecer sin ninguna lógica y se ha fugado de la sala común –explicó John-. Si escucha, vera como se le oye llamar a la morsa.
- ¿Walter Heartbutter?
- El mismo, profesora McGonagall –afirmó Henry seriamente.
En cambio, Walter en esos momentos bajaba atropelladamente por otras escaleras, con los ojos totalmente desencajados y con los brazos extendidos hacia delante, como si fuera la víctima de una persecución inquietante. Para entonces ya se había tropezado y caído al suelo unas tres veces, pero siempre se reponía inmediatamente con un repentina sacudida del cuerpo.
- ¡Moham, Moham! ¡Vuelve, Moham! –gritaba desesperadamente.
Ni se dio cuenta que Peeves, el poltergeist, había aparecido tras una puerta de un aula, con una silla en sus manos y los hombros llenos de botones color granate. Tan asustado y encolerizado vio al muchacho que se asustó, volviendo al aula de donde había salido.
Pero no iba a seguir corriendo sin que le apareciera, al menos, una persona. Y así ocurrió: al doblar una esquina, sus manos extendidas tocaron una forma voluminosa.
- ¡NO!
Tenía al nuevo celador de Hogwarts delante suyo, Noserando De Quiel. Con aquella poca luminosidad de los pasillos y su frente desencajada, parecía que se había encontrado con el mismísimo Frankenstein de Mary Shelley. Walter estaba apunto de desmayarse.
- No ocurre nada, muchacho. Respira hondo y dime lo que te ocurre –dijo De Quiel, sonriendo amablemente.
El muchacho sin morsa no podía articular palabra. Se había quedado totalmente petrificado.
- Haz el favor de respirar hondo.
Seguía sin moverse. De Quiel le tomo los brazos.
- ¿Qué está ocurriendo? –preguntó una voz cálida detrás de Walter.
Era Albus Dumbledore y se notaba recién levantado, con el pelo algo enmarañado. Pero su semblante era igual de impasible que casi siempre.
- ¡Profesor, profesor! ¡Este hombre me quiere matar! –gritó Walter, soltándose violentamente del celador y acercándose hacia Dumbledore.
- Tranquilízate, Walter, y explícate. Ya sabes que no se puede estar deambulando de noche por los pasillos del colegio.
En un solo segundo la cara de Walter se transformó en un gesto de espanto y terror de cotas casi inalcanzables. Su boca se abrió totalmente y, gritando y llorando a la vez de forma más intensa que las veces anteriores, salió corriendo hacia delante del pasillo. Albus Dumbledore sacó su varita de debajo de la túnica. En ese momento aparecieron en escena la profesora McGonagal, el fantasma Nick Casi Decapitado, John Abuys y Henry Cortyon. Dumbledore, sin pronunciar palabra y moviendo milimétricamente la varita hacia arriba, hizo aparecer una finísima franja de luz blanca que se dirigió directamente a la cabeza del muchacho sin morsa. Los llantos de éste se silenciaron de repente, dejándolo sin conocimiento mientras flotaba horizontalmente en el aire.
- Minerva, Noserando, ayúdenme a llevar a Walter a la enfermería, por favor. Este chico tiene que descansar. Ha sufrido un gran shock –Dumbledore fijó la vista hacia John y Henry, tan seriamente que éstos notaron un retortijón en el estómago-. Y vosotros dos, por esta vez haré la vista gorda y no se os dictará castigo por estar despierto a las 4 de la madrugada en los pasillos del colegio. Volved inmediatamente al dormitorio, es una orden, antes de que pueda cambiar de opinión.
Los dos amigos, sin decir nada, se fueron asustados por lo recién visto.
- Pobre muchacho –susurró Nick Casi Decapitado, volando hacia el cuerpo inerte de Walter.
Al próximo día, viernes, entre los Gryffindor no había otro tema de conversación: los gritos y lamentos de un niño de primero que se había largado corriendo de la sala común. Las otras casas de Hogwarts no se habían ni enterado del suceso. Los berreos de Walter no pudieron llegar, por ejemplo, hasta las plantas bajas, las mazmorras y demás, de Slytherin. Ravenclaw era la casa que tenía su sala común más cercana a la de Gryffindor, pero August Forman comentó a la hora del desayuno en el Gran Comedor a Henry y sus amigos que nadie de su casa había mencionado tal inusual suceso.
- Ahora se encuentra en la enfermería. Esperemos que se reponga rápidamente –explicó Henry, a la vez que Versher se les unía con una galleta en la mano.
- ¿Dónde está Walter? –preguntó el muchacho de pelo negro liso y largo.
- Esta noche le desapareció la morsa y le han tenido que llevar a la enfermería del disgusto tan grande que se cogió el pobre. Dumbledore tuvo que hacerle desfallecer, de alguna forma u otra –contestó John.
- Bueno, ahora ya daréis más importancia al hecho de que desaparezcan en un abrir y cerrar de ojos seres vivos y no vivos, ¿verdad? –preguntó Xinerva, cruzando los brazos-. Es grave lo que está ocurriendo en el colegio, como muy bien presiente Dumbledore.
Henry miró con los ojos abiertos a Xinerva, algo nervioso, y asintió con la cabeza. John, en cambio, todavía no creía que las cosas fueran a ser tan desastrosas como pretendía hacer saber la niña coletuda.
- Sigo pensando que no hay que darle tantas vueltas al asunto. Moham muy bien pudo escaparse, sin darnos nosotros cuenta, del dormitorio. ¡Quién sabe si está en estos momentos vagando por el colegio el solito! Seguro que se ha hecho muy amigo del fantasma ese ensangrentado de Slytherin (el Barón Sanquinario, o cómo rayos se llame).
- ¡Eso es imposible, John! –exclamó Xinerva, ofendida-. ¡No empieces a decir estupideces! ¿Cómo diantre se va a escapar una morsa por el colegio sin que la vea ningún alumno o profesor? ¡Las morsas son tan perezosas y lentas que pueden ganarles una tortuga en una carrera de velocidad!
El muchacho de gafas redondas no contestó.
- En eso Xinerva tiene toda la razón –comentó August, cogiendo una rosquilla de la mesa de Gryffindor-. Bueno, yo me voy yendo a clase de Herbología. Mis amigos me esperan… ¡ah, Henry!
- ¿Sí?
- ¿Porque no quedamos a la hora de comer para subir a la lechucería del colegio y mandar a Gramus y Violet con algún que otro mensaje? Mi abuelo se pondrá contento de recoger alguna carta con noticias mías.
- ¡Tienes razón! –dijo Henry, entusiasmado.
Se había olvidado totalmente de su pobre lechuza Violet desde que había llegado a Hogwarts. Podría mandar algún que otro pergamino a casa y también a su par de amigos, Nicolas Nerdell y James Coulier. ¡Era una idea fantástica!
- Pues yo también quiero mandar una lechuza para que haga un recado, ¿por qué no? Ya sabéis que no tengo lechuza propia, pero puedo arreglármelas con una cualquiera del colegio (mi querido sapo Raffter no podría llevar un mensaje ni a un destinatario que estuviera a dos metros de él) –comentó Versher.
- ¡Yo también, vaya! De tan poca utilización que le doy, no me extrañaría ni lo más mínimo que mi lechuza haya acabado oxidándose –dijo John.
- ¿Es qué tú también tienes lechuza? No nos habías dicho nada –dijo Henry.
- ¡Claro que tengo! No me gustan ni los gatos ni los sapos… ¿y no querrás que tenga una morsa como la de Walter, verdad? Mi querida Ponzo es suficiente para mí.
Al final quedaron todos en dirigirse a la hora del almuerzo hacia la lechucería.
- ¡Qué casualidad! ¡Ahora mismo llega el correo de todos los días! –exclamó John, mirando hacia el techo mágico del comedor.
En ese momento aparecieron decenas de lechuzas volando por todo el Gran Comedor, cargados de sobres, cartas, paquetes y demás enseres. Henry ya había visto las bandadas de esas aves entrar en el gran salón mientras estaban desayunando o almorzando, pero nunca le habían dejado ningún recado. Era de suponer, claro, que los recados correspondían de gente que conocía la existencia del correo aéreo mágico y su procedimiento. Su familia era muggle y, aparte de los amigos del colegio, todos los demás conocidos eran también gente no mágica… menos… quizás…
- ¡Toda la túnica mojada de zumo de naranja! –exclamó John. Xinerva, Samiña y Samantha se reían.
Y es que era cosa de risa: un paquete marrón rectangular, del tamaño de una caja de zapatos y con un lacito inclusive, había dejado caer una lechuza delante justo de Henry, rociando el zumo de su vaso diagonalmente, hacia John.
- ¡Henry, te han mandado algo! –dijo Versher, poniéndose al lado del muchacho.
El muchacho no podía ni creérselo.
- Hay una nota colgada de ese lazo… -decía Xinerva, acercándose hacia Henry (todos los muchachos estaban alrededor suyo).
- ¡Lo abres tú o lo abro yo! –exclamó impaciente John, olvidándose de la mancha de zumo de naranja que se le había quedado en la túnica-. A mi mis padres me suelen mandar algo así como cada tres días unos bomboncitos de chocolate que ya estoy bastante harto de comer. ¿No te habrán mandado algo parecido, quizás?
Henry envió su mirada hacia su amigo, sin entender nada.
- ¡Es de mi abuelo, Henry! ¡Otra lechuza me acaba de tirar encima de la cabeza una caja idéntica a la tuya! –exclamó August, eufórico. Le había quitado la nota que colgaba del lazo-. Aquí pone que me lo envía como regalo que me puede ser de gran utilidad para la clase de Astronomía.
¿Para la clase de Astronomía? Pues como no fuera un… al abrir el paquete August dejó entrever un telescopio de metal blanco de treinta centímetros. En la caja de Henry, efectivamente, también había uno igual, del mismo color y todo.
- No es muy grande, la verdad –dijo Samantha, mirando como Henry daba vueltas al telescopio recién adquirido.
- ¡Pero si son telescopios Cuatro Vistas! –dijo John-. Pueden verse 4 localizaciones distintas a la vez. Mi padre tiene uno de estos, un poco más grandote, y son tremendamente eficaces. ¡Abridlo y ya veréis por qué se les llaman así!
El muchacho de gafas redondas estaba en lo cierto: Henry tiró de su telescopio hacía arriba y vio con estupefacción como se abrían a la vez 4 salidas, al igual que unos tubos de escape.
- ¡Es cierto! –dijo Henry, mirando por el telescopio-. ¡Estoy viendo a la vez, como si fueran 4 pantallas de televisión dispuestas una al lado de la otra, la nariz retorcida del profesor Flitwick, la pata de aquella silla bastante descolorida, la media salchicha de Zabiel que se la traga en estos momentos y la oreja aún enrojecida de McBurthy!
Los dos muchachos estaban maravillados.
- ¡Vamos a ser la envidia de todos los alumnos en Astronomía! –dijo August, contentísimo y guardando su regalo en la maleta comprada en el callejón Diagon-. Bueno, me voy de una vez hacia los invernaderos. Hasta la hora de comer, que ahora si que tengo más razones para escribir a mi abuelo. ¡Adiós!
- Adiós, August… -comenzó a decir Xinerva al lado de Henry, cuando el muchacho de gruesas gafas les dio la espalda alejándose entre todos los demás alumnos que salían o entraban al Gran Comedor-. Muchacho, todavía no has leído la nota que te trae el paquete, ¿no te da vergüenza? El abuelo de August te regala algo, cuando no tiene porqué regalarte nada, ¡y vas tú y abres el paquete sin siquiera mirar lo que pone en la nota!
El telescopio fue guardado en su caja y la nota fue leída.
Durante las primeras dos clases de aquel viernes (Encantamientos y Transformaciones) Henry tuvo su ya queridísimo telescopio guardado celosamente en la maleta. Pero no quería llevárselo consigo a la doble clase de Pociones que tenía que compartir con los de Slytherin en las mazmorras. Podía arriesgarse a que alguno de aquellos alumnos, o incluso el profesor Snape, dieran con el telescopio y se lo confiscaran por diversas razones. Lo mejor era guardarlo celosamente y así, a la hora del almuerzo, subió a la sala común con el propósito de dejar el armatoste en el dormitorio. Lo guardo en un hueco del armario, entre las túnicas.
Con entusiasmo subieron a la lechucería del colegio Henry, John, August, y Versher al término de las clases de aquella mañana. Era un lugar tan grande como dos salas comunes de Gryffindor y estaba repleto de cientos de aves con ojos redondos y enormes, sin dejar de hacer ruido y revoloteado entre las barras de madera que atravesaban toda la estancia y que hacían de apoyaderos. Pero tuvieron serios problemas para localizar sus respectivas lechuzas de tantas y diferentes que había. Suerte que las lechuzas, como bien había dicho aquella vez August, eran de lo más fieles con sus dueños y ellas fueron las que los reconocieron. Allí estaba Violet posándose en el hombro del muchacho (no había duda que era ella; tenía aquella mancha negra en el cuello que la hacía inconfundible). La lechuza de John Abuys era muy bonita, de color amarillo intenso con motas verdes. Para Versher, claro está, tuvieron que elegir una cualquiera.
- ¿Cómo vas a saber coger una que no tenga dueño? Aquí deben estar emparejadas las lechuzas de los alumnos del colegio y las demás lechuzas de utilización libre –dijo Henry, algo extrañado.
Entonces una lechuza gris, algo regordeta, se le posó a Versher en la mano derecha que tenía elevada:
- Bueno, puede que me haya confundido con su dueño, pero ésta me gusta.
- No creo que se haya confundido, Versher. Las lechuzas no se suelen confundir con su dueño, te lo aseguro –explicó John.
- Todas las lechuzas del colegio saben como hacer su trabajo, ¿entendéis lo que digo? –corroboró August, acariciando la papada de Gramus y viendo como John le asentía con la cabeza-. Es decir, su cometido es ayudar a los alumnos que no tengan lechuza y quieran mandar algo. Esta lechuza te ha visto levantar el brazo y, al ver que no se te arrimaba ninguna otra, ella se ha dispuesto a ayudarte. Me lo contó mi abuelo que es así como trabajan, y es cierto.
Sin más preámbulos (sus estómagos ya comenzaban a impacientarse), mojaron en tinta sus plumas y mandaron sus lechuzas al aire libre a través de uno de los altos ventanales dispuestos en aquella estancia con trozos de pergamino doblado colgando de sus patas. Henry había mandado tres mensajes: una a sus padres, comentándoles todo lo ocurrido hasta ahora en Hogwarts (aunque no quiso explicarles lo de las extrañas desapariciones para no alarmarles sin motivo aparente); otra a sus dos mejores amigos, Nerdell y Coulier, explicando lo maravilloso que era todo el mundo mágico; y un último destinado al abuelo de August, agradeciéndole de veras su regalo.
Al atardecer, cuando habían acabado de sentarse en las mesas del aula de Historia de la Magia y el profesor Binns dirigía su vista cansada al voluminoso libro de texto, un muchacho de pelo rubio rizado y con la mirada fija en el suelo entró lentamente. Dirigió sus lentos pasos a una mesa de la parte de atrás y, sin siquiera abrir la boca ni mirar a nadie, se sentó.
- ¡Pobre Walter! –murmuró Henry, sacando el libro "Una historia de la Magia"-. Debe de estar pasándolo fatal.
- Al menos parece estar mucho más calmado. Le habrán echado una pila de hechizos con fuerza tranquilizadora porque anoche… ¡daba terror hasta verlo! –comentó John.
- No me extraña que se pusiese como decís vosotros –dijo Xinerva-. ¿Cómo os sentiríais si por algún psicópata fueran atrapados y hechos desaparecer vuestras lechuzas?
- ¿Qué? ¿Ahora piensas que tras todo ese rollo de las desapariciones hay un tipo que es todo un asesino o criminal? Dios santo, Xinerva, ¡no me hagas reír!
- ¿Y por qué no? Yo creo…
- ¿Y para qué demonios querría un psicópata una estatua de tres simples magos? –preguntó John, alzando un poco la voz y cortando las palabras de la muchacha.
- ¡No eran simples magos, idiota! Eran Pot…
Pero la chica no pudo terminar sus palabras porque la voz monótona y cansada del profesor-fantasma Binns había comenzado a llegar a los oídos de todos los alumnos.
Aunque ellos lo intentaron durante todo lo que restaba de día, no pudieron entablar conversación con Walter ni durante 5 míseros segundos. Cada vez que se acercaban a él, ya fuera en los pasillos o en el Gran Comedor a la hora de la cena, éste les rehuía la atención que le prestaban. Se encontraba tan abatido que no probó bocado durante toda la noche (sólo sorbió agua, ni siquiera zumo de calabaza). Pero John y Henry no se iban a quedar aquella noche sin intercambiarse al menos un par de palabras con el muchacho de pelo rizado. Era su amigo y tenían la casi obligación de animarle.
La ansiada conversación aconteció a la hora de dormir, cuando habían vuelto a los dormitorios y estaban vestidos los tres con pijama. Walter, sentado en su lecho y con voz muy ronca y poco audible, explicó:
- Cuando el rayo aquel de Dumbledore me alcanzó la cabeza, me desmayé y al volver el conocimiento ya era la mañana siguiente y estaba instalado en una cama de la enfermería del colegio. Me acompañaban una enfermera (la señora Pomfrey creo recordar que la llamaban) y el director del colegio. Me sentía totalmente agotado, pero tras comer un par de tabletas de chocolate bien grueso que me entregó esa enfermera al instante se me fueron todos los cansancios. Me sentía físicamente reestablecido, como si hubiera estado plácidamente durmiendo durante horas.
- ¿Y qué te contó Dumbledore? –preguntó Henry-. Estaría preocupado, supongo.
- Sí que lo estaba. Me dijo que lo sentía de veras lo de la perdida de Moham, pero que estuviese tranquilo, que sobre las desapariciones que se están encadenando en la escuela el mismo va a dar parte en el Ministerio de Magia y se van a analizar todas las vías posibles para alcanzar la solución al problema.
- ¡Esto es tremendo! –dijo John, levantándose de su cama y andando por el dormitorio-. No es normal que un director de colegio, por unas pocas desapariciones ocurridas, ponga en alerta a todo el personal del Ministerio. ¡Es como si estuviéramos delante de una inminente catástrofe!… La verdad no sé que pensar. Parece que Dumbledore tiene miedo hasta de su sombra, ¿no creéis? Después de haber pasado todos los líos con Voldemort, unas pequeñeces le empujan a pedir auxilio por todos lados. Supongo que los malos tiempos le hacen temblar a uno por cualquier nimiedad.
- ¡John, mi morsa ha desaparecido! –Walter se había ofendido considerablemente. Le habían saltado unas lágrimas-. Antes a mí también me parecían unas tonterías todas las preocupaciones de Dumbledore… o incluso de Xinerva, ¡pero Moham desapareció mientras estábamos tranquilamente durmiendo! ¡No es cosa de broma!
El muchacho se echo la mano derecha por los ojos llorosos.
- Lo siento, Walter, no quería herirte con mis palabras –suplicó John, acercándose adonde su amigo y propinándole unas palmaditas de cariño en el hombro.
Durante los posteriores días el humor de Walter fue mejorando, casi llegando a su estado natural. Claro, de vez en cuando, sobre todo cuando su mente iba a parar en los recuerdos de Moham, la morsa, exteriorizaba una tristeza y melancolía en su rostro abatido. Henry y los demás intentaban tenerlo entretenido para que no le diese a su imaginación tiempo de llevarlo a ideas sobre el animal de feroces colmillos. Pero había momentos que era imposible lograr tales objetivos, sobre todo en horas de clase. Se podría decir que la materia más propicia para que Walter acabase ahogado en su depresión era Historia de la Magia, por su aburrimiento total que a los alumnos les daba tiempo de pensar en cualquier otra cosa que no fuera lo que iba leyendo incansablemente el profesor Binns. Pero para Walter el verdadero infierno le acariciaba en las mazmorras del colegio, en clase de Pociones. El profesor Snape sabía perfectamente, como ya para entonces casi todo el colegio, la pérdida dolorosa de Moham y no dejó desaprovechar un momento tan idóneo para dañar sentimentalmente a uno de sus alumnos menos agraciados de Gryffindor.
- …y este gran brebaje logra enmudecer de frío a todo el que lo prueba –decía el profesor de largo pelo negro grasiento, enseñando un tarro de cristal lleno de un líquido pringoso trasparente como el agua-. En grandes cantidades puede hasta llegar a herir mortalmente a su víctima. Hoy en día al Agua de Hielo se le da una utilización esencialmente experimental, y se suelen suministrar cantidades importantes a toda serie de animales, ya sean mágicos o no mágicos –en ese momento iba andando por al lado de donde estaban John, Henry y Walter sentados-. Ni animales tan acostumbrados a las bajas temperaturas como pingüinos, focas o morsas pueden aguantar la potencia de este brebaje.
Las risas mal disimuladas irrumpieron en el aula de parte de alumnos de Slytherin.
- Deberían de echar mano más a menudo del Agua de Hielo para poder ir extinguiendo ciertos animales que son un número desproporcionado en la Tierra…
- Walter, no le hagas ni puñetero caso –murmuró John al oído de su acompañante, pero al muchacho sin morsa le habían comenzado a brotar unas lágrimas silenciosas-. ¡Lo hace sólo para fastidiarnos, no hay que prestarle atención!
- …al menos uno de estos animales hace pocos días fue exterminado en un santiamén, ¡qué felicidad! –seguía el profesor Snape, con voz tan desagradablemente alegre que daba asco oírlo-. Yo siempre pensé…
- ¡Al que deben de exterminar de este colegio es a usted! ¡No es más que un cobarde y un miserable! –un niño de la parte de atrás se había levantado de su asiento. Era Zabiel Zapuru y corriendo se había puesto al lado del profesor, sin dejar de mirarlo con sus ojos cercados por espesas cejas.
Las risas de los slytherins se silenciaron. Era un momento tenso.
- Señor Zapuru, ha logrado restar 50 puntos a la suma (no tan elevada, permítame que se lo diga) de la casa Gryffindor. A este paso no creo que vayáis a llegar al final de curso con algún punto en positivo –el profesor Snape frunció el entrecejo con maldad-. Y ahora, ¡haz el favor de sentarte! No querrás un castigo mayor que la vez anterior, ¿verdad? ¿O quizás te gustó ordenar alfabéticamente todos los potes y tarros del desván?
Pero Zabiel no se inmutó.
- Zabiel, vete a tu sitio. Así no lograrás nada –dijo de repente John.
Fue un gran error. Snape miró a los dos muchachos con la mandíbula apretada.
- Los dos vais a estar a partir de las siete de la tarde ordenando las diversas pociones del desván. ¡Y otros 60 puntos menos para Gryffindor!
Así pues, al finalizar las clases de aquel día, a John no se le vio hasta la hora de la cena. Cuando entró al Gran Comedor y se sentó al lado de Henry, sudaba como un pollo.
- ¡Y eso que el desván ese es un lugar mil veces más frío que la mazmorra donde damos clase! Pero había cientos y cientos de tarros, con todo tipo de pociones (y lo que no eran pociones, ¡madre mía!) –les comentó, con respiración entrecortada-. ¡Qué Zabiel rompiera un par de botes de cristal tampoco nos ayudó mucho!
En un día de principios de octubre, cuando estaban apunto de salir del dormitorio para dirigirse al Gran Comedor a desayunar, Henry, al ir haciendo la cama, se percató de la presencia de una bolita dura debajo de la almohada. Era una canica de color marrón, de las que de mano de Elaine Rigby, la profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras, habían adquirido.
- ¡Ei! ¿De quién es esta canica? –preguntó, alzándola hacia sus dos compañeros de dormitorio-. La mía la tengo en el cajoncito de la mesilla.
- ¡Es mía! –exclamó Walter-. Llevaba días buscándola. Yo también la guardaba en el cajón de la mesilla, pero al parecer se me escapa siempre como si me tuviera miedo.
- Puede que eso tenga que ver con todo el rollo de los sentimientos que pueden exteriorizar. Será que es una canica muy nerviosa –comentó John pensativo-. Oíd, porque no cogéis y me las dais.
- ¿Las canicas?
- Sí. Yo la mía la guardo en una cajita pequeña antirrobo que me regaló mi padre al pedírselo en un mensaje por lechuza.
El niño de gafas redondas les enseñó un cubo gris del tamaño de un baso mediano de cristal. No parecía que fuera una cajita, como él bien les había dicho. Más bien parecía un dado gigante de madera, sin ningún tipo de número ni señal alguna.
- Pero si eso no se puede abrir –dijo Henry.
- ¿Cómo que no? Hay que darle dos golpecitos suaves con el dedo índice en la parte superior y, si detecta que es mi dedo, es decir, el dedo de John Abuys, se abre mecánicamente.
Le propinó dos golpes con su dedo índice derecho y la cajita antirrobo, dejando maravillados a Henry y Walter, se abrió por la mitad. La verde canica del muchacho estaba allí.
- O sea, que te detecta las huellas dactilares –dijo Henry.
- ¿Huellas dactilares? –preguntó John, sin entender nada.
- Algo parecido debe de ser –dijo Walter, alcanzándole su canica a John y guardándolas en la caja antirrobo.
En la entrada al Gran Comedor, en el tablón de anuncios, se daba a conocer a todos los alumnos de tercero para arriba que aquel fin de semana tenían salida al pueblo Hogsmeade, donde dejaba el expreso de Hogwarts a sus alumnos para después dirigirse hacia el castillo. Los alumnos de primero y segundo lo tenían terminantemente prohibido, según las palabras escritas por la tía de Xinerva.
- ¿Y por qué los de tercero para arriba pueden ir y nosotros no? –exclamó John, de malhumor-. No lo veo nada justo, la verdad.
- ¿Pero que importancia tiene ese pueblo? –preguntó Henry.
- Dicen que es el único pueblo enteramente dedicado a la magia en el Reino Unido, ¿comprendes? –contestó Xinerva-. Allí hay tiendas de toda clase, desde unas llenas de animales mágicos, pasando por otras llenas de ricos bombones y chucherías, hasta otra con toda clase de artículos de broma.
- ¡Es una tragedia tener que esperar a tercero para poder saborear todos esos lindos sitios! –dijo John, apesadumbrado.
Entonces llegó hasta ellos August, con dos íntimos amigos de su clase, Jarman Dossier y Harry Toller. El primero era un muchacho moreno y menudo y el otro, al contrario, alto, rubio y de orejas considerablemente grandes. Forman venía radiante de felicidad.
- ¡Todavía no, amigos míos, todavía no! –les dijo, alegre y sonriente.
No entendieron nada.
- ¡Qué no! Me han dicho que hasta el mediodía no van a ponerlo.
- August, o te explicas mejor o déjanos en paz porque estamos deprimidos por no poder ir a Hogsmeade este año –dijo John algo enfadado.
- Cuando vengáis a la hora de comer mirad la lista que aparecerá en el tablón…
- ¿Qué lista? –preguntaron todos a la vez.
- ¡Adiós!
Elaine Rigby, en clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, les había traído una varita del grupo onduladas, dentro de la Clase Importante Piedrastas. Era muy pesada (de piedra, naturalmente) y su superficie estaba llena de salientes redondeadas, como si la varita tuviera grandes granos. Con el hechizo Incendio tuvieron que prender fuego a un pedazo de pergamino. La varita fue pasando de uno a uno.
- Aunque penséis que todo esto no tiene que ver absolutamente nada con la Defensa Contra las Artes Oscuras, estáis equivocados –les decía la profesora de ojos azules-. Tenéis que acostumbraros a distintas clases de varitas porque el Mal puede originarse de diferentes lugares. No creáis que todos los magos de este mundo tienen en su poder una varita Normal y nada más. Ese es un pensamiento erróneo, mis queridos alumnos. Hay y hubo grandes brujos que nunca utilizaron una varita Normal. Merlín, el mago más famoso de la historia, aunque os extrañe considerablemente, maravilló a todos sus semejantes con sus geniales actuaciones mediante una varita mohosa, de la clase Piedrasta.
El hechizo Incendio era de lo más sencillo y todos, sin excepción (quizás a Walter le costase un poquito, pero nada más), lograron incendiar el pequeño trozo de pergamino que ocupaba parte de la mesa. La profesora Rigby, con un volteo de la varita y algunas palabras, hacia apagar el fuego en cuestión de segundos. Después la varita iba a manos del siguiente, hasta que se dio fin a la clase y todos los alumnos habían logrado satisfacer los deseos de la profesora.
Henry y sus amigos habían olvidado para entonces las palabras de August sobre la lista del tablón de anuncios. Pero nada más acercarse por el vestíbulo hacia el Gran Comedor, vieron reunidos a unos treinta alumnos de distintas edades mirar enfáticamente el tablón. No tuvieron otro remedio que acercarse a ver lo que sucedía, qué era lo que llamaba tanto la atención. Cuando el grupo de alumnos fue disminuyendo, Henry y los demás pudieron ver que, al lado de la nota anunciadora de la cercana visita de Hogsmeade, habían añadido otro pergamino de mayor tamaño.
- Son las listas de los equipos de quidditch de cada casa –dijo Xinerva.
- ¿Y August que tiene que ver con eso? –preguntó Samantha, ingenua.
- ¿No puede ser que quizás…?
La pregunta de Henry se quedo en el aire al leer los nombres de los jugadores que integraban el equipo de Ravenclaw:
RAVENCLAW
Capitán/Guardián: Albert Goshini (7º)
Cazadora nº 1: Nama Awo (7º)
Cazadora nº 2: Carla Camientas (3º)
Cazador nº 3: Jilguer Jijam (3º)
Golpeador nº 1: Kol-Fien Heinderboy (6º)
Golpeador nº 2: Yojesty Yanboy (6º)
Buscador: August Forman (1º)
- ¡Es increíble! ¡August ha sido elegido buscador de Ravenclaw! –exclamó Xinerva.
- ¡Pero si es un crío! Aún está en primero, no me lo puedo creer –decía John, sin dar crédito a lo que tenía delante de sus ojos.
- Pues vete creyéndotelo, John.
Ahí tenían a August, más sonriente todavía que la vez anterior.
- ¿Cómo demonios lo has conseguido?
- Ya me habéis visto lo veloz y seguro que vuelo en las clases de Vuelo, ¿o no os acordáis? –contestó el muchacho de anchas gafas, con un pizca de prepotencia-. La profesora Hooch ya me lo había avisado que, si me lo proponía, podía incluirme en el equipo de quidditch. Yo pensé, ¿por qué no? ¡Me apunté y ahí estoy! ¡Soy buscador de Ravenclaw!
- Es un verdadero record, la verdad –comentó Samiña-. No es nada fácil que elijan a un alumno de primero como representante de un equipo de quidditch.
- Al famoso Harry Potter, según me contó mi tía, también lo eligieron buscador de un equipo de quidditch cuando estaba cursando el primer año en Hogwarts (del Gryffindor, claro, y fue mi tía la que intervino en ese asunto) –dijo Xinerva-. Pero aunque sea así, August, es magnífico que te hayan elegido. ¡Enhorabuena, de verdad!
- Gracias, Xinerva.
- ¿Y ya te sabes las normas y todo lo demás sobre quidditch? –preguntó Henry-. No entiendo como Hooch no nos ha enseñado las reglas del juego en clase de Vuelo. Se cree que todos los alumnos son originarios de familia totalmente maga, o algo así, y que hemos estado viendo partidos de quidditch desde los tiempos en que tomábamos biberón.
- Claro que me las sé. Me las aprendí ayer a la tarde, con ayuda de la profesora Hooch y el capitán del equipo (un alumno de séptimo llamado Albert Goshini), ya cuando estaba en conocimiento de mi candidatura.
Con las conversaciones sobre la elección de August en el equipo de Ravenclaw entraron en el Gran Comedor. Para entonces la mayoría de los alumnos estaban comiendo.
- ¡Oíd! Hoy, a las seis y media de la tarde tengo el primer entrenamiento de quidditch. Me encantaría que estuvieseis presentes, ¿vale? Me gustaría mucho, de verdad –les dijo August cuando se iba a sentar a la mesa de Ravenclaw.
- De acuerdo, allí estaremos –prometió Henry.
Como todos los días después de las agotadoras horas de clase, los alumnos traían un hambre atroz. Las albóndigas, salchichas, filetes, huevos, ensaladas y empanadas volaban literalmente de las fuentes centrales de la mesa a los platos de porcelana.
- ¿…entonces dices que había que hacer para esta tarde la redacción sobre los puntiagudos alfileres del siglo X? ¿El profesor Binns nos mandó hacer esa ridiculez? –preguntaba Samiña a Xinerva, mientras ésta cortaba un filete de lomo exquisito. La niña coletuda no hizo más que asentirle con la cabeza-. ¡Maldita sea! Fíjate que se me olvidó.
- ¿Cómo que se te olvidó? –preguntó Samantha, estricta-. Ayer estuvimos metidas en la biblioteca, antes de ir a cenar, dos horas largas con la intención de acabar los deberes, ¿y no te acordaste? ¿Qué corchos estuviste haciendo, Samiña?
- Bueno, un poco de todo. La profesora Zafiesta también nos había mandado aquello de las lunas y satélites… ya sabéis, obtener las diferencias existentes entre unas y otras, siempre teniendo en cuenta… -la chica no supo seguir.
- …siempre teniendo en cuenta los asteroides reinantes en cada uno de ellos, ¿o no? –completó Henry, sonriendo y estirándose por la mesa para poder alcanzar con el brillante tenedor una suculenta albóndiga-. Todavía me acuerdo. Pero, si no me equivoco, eso es para la semana que viene, no para esta tarde.
La chica de piel cetrina, enojada consigo misma, se llevó su vaso rebosante de zumo de calabaza a la boca.
- Bueno, ya te dejaré que me copies un poco –dijo Xinerva, mirándola piadosamente-. Entre Samiña y yo te ayudaremos después de comer, ¿vale? Antes de ir a clase lo arreglaremos, no te comas los dedos ahora.
- ¡No está bien visto, señora McGonagall, que se deje copiar por compañeros de clase! –dijo John, con voz socarrona y aparentando ser un profesor rígido e impasible-. ¡A vuestra tía, la Excelentísima Minerva McGonagall, no le sentará bien vuestro comportamiento!
- ¡Y usted, señor Abuys, métase en sus propios asuntos y deje los ajenos en paz si no quiere ganarse un trocito de pan en su zumo de naranja! –contestó Xinerva, riéndose y echando una miga en el vaso de su compañero.
- ¡Ei!
Entonces se oyó el estruendo de varios platos y vasos romperse en añicos contra el suelo del Gran Comedor. Algunos alumnos se sobresaltaron.
- Vaya, a alguien no le ha gustado la comida de hoy –comentó John, mientras intentaba sacar su miga de pan del vaso.
Henry y los demás se rieron de la gracia del muchacho.
Pero se volvieron a oír otros quebrantamientos de cubertería, esta vez de un número más elevado.
- ¡Denle de comer aparte, no vaya a romper todos los platos del comedor! –dijo John-. ¡Su furia es incontrolable!
Pero aquella vez nadie se rió. John se extrañó de la actitud de sus amigos. Pero sus amigos no le estaban prestando atención. En la mesa de los profesores estaba ocurriendo algo muy grave. No pudo más que dirigir la mirada hacia allí, todavía con media sonrisa suscitada por sus bromas.
Hagrid, el gigante y barbudo guardabosques de Hogwarts, se había levantado de su asiento en una esquina de la mesa de los profesores y no paraba de coger platos y demás enseres, arrojándolos al suelo con todas sus fuerzas, o bien se golpeaba con ellos en la cabeza. Parecía estar en una crisis neurótica, o algo parecido, gritando a todo pulmón:
- ¡Si es para la derecha, será para la derecha! ¡Si es para la izquierda, será para la izquierda! ¡No me gusta las nubes, no me gusta el sol! ¡No me gusta dormir, no me gusta llorar! ¡Si es para la derecha, será para la derecha! ¡Si es para la izquierda, será para la izquierda! ¡No me gusta las nubes, no me gusta el sol! ¡No me gusta dormir, no me gusta llorar! ¡Si es para la derecha, será para la derecha! ¡Si es para la izquierda, será para la izquierda! ¡No me gusta las nubes, no me gusta el sol! ¡No me gusta dormir, no me gusta llorar! ¡Si es para la derecha, será para la…!
No se detenía en sus palabras, siempre repitiendo lo mismo, mientras no dejaba de echar esputos y espumarajos por todos lados. Albus Dumbledore se había levantado de su asiento, al igual que Noserando De Quiel, pero ninguno más de la mesa del profesorado movió un dedo.
- ¡HAGRID! –se le oyó gritar débilmente a la profesora McGonagall, con lágrimas en los ojos-. ¡HAGRID! ¡¿QUÉ TE OCURRE, HAGRID?!
Pero los esfuerzos de la profesora de Transformaciones eran inútiles: el robusto guardabosques no parecía (o no quería) oír nada; él sólo gritaba y gritaba, repitiendo y repitiendo constantemente las mismas incoherentes frases. Su despeinado y abultado cabello oscuro parecía estar humeando un vapor verdoso, como si se tratara de una chimenea de una fábrica en donde se construyen fuegos artificiales.
Los alumnos también comenzaron a impacientarse, casi todos ellos vociferando como unos descosidos, y muchos dirigieron sus veloces y temblorosos pasos hacia la gran entrada del comedor. Era el caos.
- ¡Albus, haga algo! –gritó Noserando De Quiel-. ¡Hagrid no aguantará mucho!
El director del colegio, con la vista clavada en el guardabosques y con ojos resplandecientes, estaba sacando la varita de su larga túnica color púrpura. En ese momento a Hagrid se le saltó un denso chorro de sangre de la nariz que salpicó a un par de alumnos de segundo y el frío pavimento.
- ¡Oh, Dios! –dijo el profesor Flitwick antes de desmayarse. La profesora Hooch le cogió en brazos.
- ¡TURTRESTE! –gritó firmemente Albus Dumbledore, y un rayo blanquecino parecido al que semanas antes había descargado sobre la cabeza de Walter salió de su rígida varita.
Ocurrió lo mismo que con el chico de Gryffindor: Hagrid dio fin a sus ensordecedores gritos y quedó plácidamente flotando en el aire. Todo era silencio, exceptuando los sonidos de las agitadas respiraciones de los allí congregados. Poco a poco la calma fue reestableciendo los ánimos, sacando de debajo de la mesa a varios alumnos miedosos o atrayendo a varios otros desde el vestíbulo que no hacían más que mirar con curiosidad lo acontecido.
Entre el profesor Dumbledore, Snape y el celador Noserando De Quiel (éstos dos ni se dirigían la mirada) fue llevado Hagrid fuera del comedor, de camino a la enfermería. El diminuto profesor de Encantamientos también fue trasladado hacia allí. La profesora McGonagall anunció, todavía sudorosa y nerviosa por lo recién vivido, que la comida podía seguir su curso sin ningún problema, que aún tenían tiempo hasta el comienzo de las clases al atardecer. Pero ningún alumno probó bocado después de presenciar al guardabosques volverse loco. Carecían de estómagos blindados que pudieran seguir con hambre.
- ¿Por qué no salimos un poco a los terrenos del colegio? –propuso Walter-. Me siento realmente mareado.
Todos estuvieron de acuerdo y salieron del Gran Comedor en el momento en que la profesora Elaine Rigby, mediante una pequeña floritura de la varita, hacía desaparecer la sangre de las túnicas de los alumnos y del suelo.
Aquella tarde las clases fueron totalmente silenciosas. Nadie hablaba, pero no era porque estaban atentamente escuchando lo que el profesor en cuestión les estaba impartiendo en esos momentos; la mente de los alumnos era un hervidero de ideas e imágenes sobre todo lo presenciado en el Gran Comedor. No había nada que hacer. Ni siquiera Snape con sus feroces ataques podría hacerles salir de ese ensimismamiento. Pero el profesorado tampoco se encontraba en sus momentos más sublimes, ni mucho menos. Por ejemplo, la profesora McGonagall se encontraba tan excitada que se equivocó dos veces al intentar transformar un ciempiés en un lápiz de colores (el pobre ciempiés acabó con la increíble proeza de poder dibujar a su antojo con el trasero). Y la clase de Encantamientos, que era la última de aquel día para los alumnos de primero de Gryffindor, fue cancelada por ausencia del profesor Flitwick.
A eso de las seis y media, cuando estaban todos reunidos en los terrenos del colegio cerca del gran lago que se abría en la parte delantera del castillo (hacia un día bastante caluroso, aunque ya estaban en fechas otoñales), Henry se acordó de August y su entrenamiento.
- August debe de estar allí presto con su escoba.
- Tienes razón. Nos va a venir de perillas ver el entrenamiento. Eso nos hará olvidar el rollo tan grande que tenemos en la cabeza –afirmó Xinerva, razonablemente.
- Pero ya me podéis ir explicando un poco todo lo relacionado con el juego del quidditch, chicos –dijo Henry, mientras caminaban hasta el gran campo de quidditch que estaba cerca de allí-. No tengo ni idea de las reglas ni nada. Sé lo que sabía August antes de ingresar en este colegio. Ahora me siento el más ignorante de todos nosotros.
- Yo tampoco me sé muy bien las reglas, Henry –comentó Samantha-. Recuerda que vengo de familia muggle como tú.
- Y yo, aunque tenga un padre mago, nunca he sabido muy bien como va el quidditch. Sé que hay tres postes muy altos con aros en la punta en donde suelen intentar introducir pelotas, pero poco más.
- La cosa no tiene mucho misterio, ya veréis –comentó John, orgulloso-. Yo os explicaré todo. Me lo sé muy bien, siempre me gustaron los Mundiales de quidditch que se juegan cada 4 años, aunque sólo he estado presente en dos ocasiones (recordad que no tengo más que once años, ¡eh!).
El estadio de quidditch era grandioso, más grande que los campos de fútbol que había contemplado Henry cuando iba con su padre para ver a su equipo favorito, el Manchester United. Como bien había comentado rápidamente Walter Heartbutter, en cada extremo del campo estaban dispuestas, clavadas bien firmes en tierra, 3 postes de unos 15 metros provistos de aros redondos en sus partes superiores. Las gradas se encontraban también a bastante altura. Cuando fueron subiendo por las frías escaleras de piedra que iban a coronar a las gradas, un muchacho se situó a la par de ellos flotando en una bella y limpia escoba voladora. En el fondo, revoloteando como pájaros, se veían otras 5 figuras.
- ¡August!
- Habéis venido, ¡qué alegría! Me temía que lo tan tremendo visto en la comida os hiciera desistir…
- Ya ves que no, August, somos todos buenos amigos –dijo John.
- ¿Os gustan las escobas que tenemos los de Ravenclaw? Son las llamadas Nimbus 2007. Aunque no sean las últimas en tecnología punta, se vuela mil veces mejor que con las que andamos en clase de Vuelo.
Cuando llegaron a las gradas, ya había unos 50 alumnos allí (casi todos ravenclaws). Versher Harreston tampoco quiso perderse el primer entrenamiento de August, así que fueron donde él se sentaba a hacerle compañía. El niño de pelo negro largo y liso se encontraba con un amigo hufflepuff de primero llamado Hyermon Yermon, flacucho y pelirrojo, y también con los dos amigos ravenclaws de August, Jarman y Harry.
Henry no podía dejar de mirar las piruetas, arranques de velocidad y carreras que se hacían entre ellos los jugadores. Tres de ellos no paraban de echarse una pelota roja tan grande como un balón de fútbol. Y otro muchacho, un chaval de raza negra de unos 17 años, intentaba recogerlas cuando las echaban hacia los aros de los postes con intención, como no, de introducirlas dentro. Después había unas pelotas negras, más pesadas y de menor tamaño que las rojas, que se dirigían despiadadamente, como si estuvieran bajo control remoto, a diversos puntos de los cuerpos de los jugadores. Dos robustos muchachos, provistos de gruesos bates, se las arreglaban para ausentarlas con feroces golpes. ¡Era fabuloso!
- Es una gozada… pero no entiendo ni pito –dijo Henry.
- Bueno, vamos a ver –comenzó John-. Como ves hay tres jugadores, esas dos chicas y aquel chico, que…
John, lo mejor que pudo (Xinerva le ayudó en diversos puntos), fue explicándoles a Henry, y a los demás amigos que no tenían mucha idea sobre quidditch, las reglas del mismo.
- El quidditch consta de 7 jugadores: 3 cazadores, 2 golpeadores o bateadores, un guardián y un buscador. Los cazadores tratan de introducir la pelota roja, llamada quaffle, por uno de los aros (claro, no pueden meter la pelota en dos aros a la vez, ¡sería milagroso!). Así se consiguen 10 puntos. Pero…
- Me recuerda mucho al baloncesto, vaya –dijo Henry.
- ¿Al qué? ¿De qué carajo hablas? –preguntó John, con cara de extrañeza.
- ¡Ja, ja, ja! ¡Muy buena comparación, Henry! –se rió Samantha, al mismo tiempo.
- Sigue explicando, John, no me hagas caso.
- Bueno, como decía… no recuerdo dónde iba… ¡Ah, sí! Pero mientras se está jugando, las pesadas pelotas negras llamadas bludgers, que son dos en cada partido, no paran de incordiar a los jugadores persiguiéndoles e intentando…
- Básicamente intentando romperles la crisma, para ser sinceros –comentó Xinerva.
- …bueno, sí, pero no hacía falta tanta aclaración.
- ¿Y los golpeadores tienen el objetivo de intentar alejar esas pelotas negras con ayuda de sus bates? –preguntó Henry.
- Eso es, sí, ya lo vas pillando. Después está el guardián… –comentó Xinerva.
- El guardián es aquel muchacho de último curso que anda dando piruetas entre los aros…
- …que se dedica alejar las quaffles que echen los contrincantes hacia los aros.
- Entiendo –dijeron Samantha, Walter y Harry Toller a la vez.
- Pero no veo que tiene August qué ver en todo esto… -comenzó a decir Henry, cuando el muchacho de gruesas gafas se les acercó volando.
- ¡Pronto sacarán la snitch dorada y me veréis en acción! Albert, el capitán (es ese chaval que está cerca de los aros, el guardián), me ha dicho que esté alerta porque pronto soltará la querida bolita con alas.
- Esa es la bola que tiene que atrapar August –dijo John, viendo alejarse otra vez a August Forman-. Ese es su cometido.
- Eso es. Es pequeña (del tamaño de una ciruela grande y de color amarillo brillante) y tan veloz como el rayo. Tiene pequeñas alas en los laterales que la hacen casi inalcanzable. El buscador que recoja la snitch en su mano, habrá dado fin al partido otorgando a su equipo 150 puntos. August, como podéis suponer, lleva casi todo el peso del partido a sus espaldas. Pobrecillo –dijo Xinerva.
Y sí que era veloz la pelota dichosa. El muchacho de raza negra (aquél era Albert Goshini, el guardián y capitán de Ravenclaw) bajó al terreno de juego y sacó de una caja de piel marrón una bolita amarilla. La dejó en el aire y, sin previo aviso, la bola desapareció de la vista de todos.
- ¡Mirad! ¡August la está persiguiendo a toda velocidad!–gritó Henry.
Tenía verdadero talento. Ellos ni siquiera podían ver la snitch (un par de veces creyeron vislumbrar un destello dorado, poco más), pero August estaba totalmente concentrado en ella. La seguía despiadadamente.
- Vuela realmente bien. En las clases de Vuelo no se le veía tan perfecto –comentó Walter, impresionado.
- Eso supongo que será a causa del aburrimiento que siente al tener que estar recogiendo siempre manzanas de los dichosos árboles –dijo John, melancólicamente-. Es de verdad muy engorroso, no me diréis que no.
- Hooch nos dijo que la semana que viene nos cambiaría de prueba –dijo Versher.
- ¿En serio? –preguntó Henry-. Nosotros llevamos semanas con lo…
- ¡HARRY! ¡HARRY! ¡EH, UN AUTÓGRAFO, HARRY!
- ¿Qué es lo que pasa allá abajo? –preguntó Xinerva, mirando hacia los terrenos del colegio.
Una muchedumbre de cientos de alumnos de todas las edades subía lenta y apretujadamente por el terreno del colegio hacía el castillo, levantando los brazos y gritando con entusiasmo hacía el centro del apelotonamiento.
- ¡RON! ¡RON, AQUÍ! ¡HERMIONE, HERMIONE, SALUDA, HERMIONE!
- ¿Ron, Hermione? Deben de ser… -decía Henry.
- ¡Son Harry Potter y sus amigos! ¡Me largo a verlos! –gritó Hyermon, el amigo de Versher, levantándose del asiento y dirigiéndose hacia las escaleras de piedra.
- ¡Yo tampoco me lo pierdo! –dijo Samiña, entusiasmada.
- ¡Esperad, nosotros también vamos! –gritaron otros.
En las gradas hubo un revuelo tan fortuito que al instante estaban bajando, rápida y incontroladamente, alumnos por las escaleras. En pocos momentos aquello se quedó totalmente despejado, exceptuando a Henry, John, Walter, Xinerva, Samantha, Versher y algún muchacho despistado que se había quedado dormido viendo el entrenamiento en la parte trasera de las gradas.
- No sé… yo no entiendo que es lo que les hace enloquecer al ver a esos muchachos –comentó Henry, viendo como, casi al final de la escalera, cuatro alumnos se enzarzaban en una pelea porque por culpa de alguno de ellos había hecho tropezar y caer al suelo a los demás.
- Claro, habrán venido a visitar a Hagrid. Siempre le oí decir a mi tía que entre el guardabosques y ellos tres existía una gran amistad –explicó Xinerva.
- ¿Y a ti no te da ganas de bajar corriendo, estirándote los pelos, como una loca? –preguntó John, abriendo los ojos exageradamente y llevándose las manos a la cabeza-. ¿No son tus ídolos?
- ¡Qué va! No digas tonterías.
Pero a ellos también les picó la curiosidad. En diez minutos, cuando ya toda la escalera se hubo despejado, estaban bajando a los terrenos. ¿Qué podían perder? Henry podría conseguir un autógrafo del muchacho que había hecho sucumbir a uno de los peores brujos que hayan poblado jamás la Tierra. Se lo enseñaría a sus padres y amigos orgullosamente.
Cuando iban para el castillo, se dieron cuenta que ya no estaban allí; habían entrado al colegio. Un chica de tercero les digo, con lágrimas en los ojos y con un trozo de pergamino firmado por Ron Weasley, que si se daban prisa podrían encontrarlos en la enfermería acompañando a Hagrid. Pero el pasillo que iba a dar a la puerta de dicho lugar estaba abarrotado de gente, aún más que la vista por las gradas del estadio de quidditch (para entonces la noticia de la llegada de Potter y su tropa lo sabía todo el colegio) y no pudieron ni meter medio pie en ella.
- Esto es absurdo. ¡Volvamos al campo! –dijo Henry enojado, tapándose los oídos mientras una chica de quinto curso vociferaba con todas sus fuerzas a su lado-. ¡Tanto histerismo me va ha poner dolor de cabeza!
- Yo prefiero ir a estudiar un poco. Además, tengo que hacer deberes para mañana –comentó Walter, cuando estaban en el vestíbulo.
- ¿Quieres que estudiemos juntos? Te puedo ayudar en los deberes –le propuso Versher, sonriendo-. ¡Aprovecha ahora que tengo ganas!
- ¡Es una buena idea! Me apunto con vosotros –corroboró Samantha.
Los tres se despidieron de Henry, John y Xinerva y se dirigieron a la biblioteca.
- Pues vaya las ganas que les ha dado por estudiar –dijo John-. ¿Vamos al campo?
Cuando llegaron al campo y se disponían a subir por las escaleras de piedra, vieron como los jugadores de Ravenclaw iban retirándose hacia los vestuarios. El entrenamiento había tocado a su fin.
- No hemos sabido si al final logró August coger la snitch –dijo Henry.
- Era un entrenamiento, nada más. No es importante. Es en los partidos reales en donde nos tiene que sorprender, no aquí –dijo Xinerva.
- Vaya, se me va ha ser difícil animar a Gryffindor… teniendo a August en Ravenclaw, casi prefiero que ganen ellos.
La cena aún quedaba lejos (faltaría una media hora) y decidieron volver al mismo sitio donde se encontraban antes de partir hacia el campo de quidditch, cerca del lago. Con un poco de suerte podrían ver al calamar gigante que reina en sus profundidades enseñar una de sus patas cubierta de ventosas. Henry, en lo que llevaba de curso, sólo lo había visto un par de veces. Se decía que el calamar era muy tímido a causa de lo sufrido en el pasado durante los tiempos terribles del poderío de Lord Voldemort. Había sido un animal bastante peligroso (Benjamín Forman ya les había contado el contratiempo ocurrido con él), pero ahora tenía miedo hasta de su sombra. Para John Abuys todo aquello no era más que palabrería.
- Lo que pasa es que debe de estar harto de que le estemos todo el tiempo vigilando, como si fuera un ladrón preso en una cárcel –les dijo a Henry y Xinerva, subiéndose las gafas-. ¿Cómo os sentiríais vosotros en su lugar, eh?
- Tampoco le estamos vigilando constantemente, John –dijo Xinerva.
- No le culpo su reacción introvertida. No esperéis verlo salir, porque no va a salir.
- Pues a mí me encantaría que saliese.
- Que no, Henry, que no. Estará durmiendo plácidamente, sin tener delante suyo cientos de caras idiotas de niños con ganas de divertirse a su costa.
- ¡Cientos de caras! ¡Qué exagerado! –comentó divertida Xinerva, cogiendo una flor azulada del lado izquierdo a donde estaba sentada y llevándosela a la nariz.
- Si saliese ahora, no vería más que nuestras tres caritas y… uno, dos, tres, cuatro… y otras seis caras solitarias de chavales que están disfrutando de los últimos momentos de este día tan precioso.
- No va a salir, Henry, no seas pesado –dijo John tozudamente.
Algo se revolvió en el agua. Los tres miraron hacia el lago.
- ¡Ahí está! –gritaron Henry y Xinerva.
Tres gordas, rosadas y grandes patas de calamar gigante, del tamaño de farolas, aparecieron en la superficie salpicando sus alrededores. Si tuviera una cámara de fotos… ¡lo que haría Henry allí con una cámara de fotos!
- Pobre bicho, no sabe aún que es pronto para salir. Debería esperar a más tarde –murmuró John en voz baja-. ¡A la noche puedes tomar el aire! ¡Ahora no!
- ¡Qué preciosidad! –gritaban tres chicas de segundo.
El lago, a fuerza de golpes de los tentáculos del calamar, acababa transformando olas pequeñas de medio metro que iban a disolverse en la orilla. Pero una ola de mayores dimensiones estaba surgiendo por detrás de donde se encontraba chapoteando el calamar gigante. Su longitud aumentaba por segundos, superando incluso el del animal. Un extraño color verdoso de distintas tonalidades dibujaba su parte delantera, la cual estaba apunto de romperse contra el calamar.
- ¡Apartaos! –gritaba alguien que venía corriendo por los terrenos. Sin más dilación se metió en el lago, con túnica y todo vestido.
Como era de prever, la gigantesca ola se rompió en el cuerpo del calamar, irradiando chispas verdosas a un metro de diámetro en su alrededor.
El chapoteo del animal de extinguió. En pocos segundos todo era calma otra vez.
Noserando De Quiel salió del lago, con todas sus ropas empapadas. Sacó su varita de la mojada túnica y la dejó flotando delante de él. De su punta salió aire caliente que le secó todo lo que llevaba puesto, de arriba abajo. Después, volviendo a guardar la varita, dijo:
- El calamar gigante de Hogwarts ha desaparecido.
