9º CAPÍTULO: VERSHER HARRESTON SE ASUSTA
El nuevo celador de Hogwarts, sin pararse si quiera a mirar o hablar con nadie, dirigió sus veloces pasos hacia el castillo. Los pocos chavales que habían visto lo recién acontecido estaban quietos, como lámparas.
- John, ¿qué opinas ahora de las misteriosas desapariciones? –preguntó Xinerva, severa y medio tartamudeando por el miedo que sentía en la totalidad de su cuerpo-. ¿Aún sigues pensando que mis preocupaciones sobre todo eso son sólo vagas tonterías de una niña de once años?
El muchacho de gafas redondas no podía emitir sonido alguno. Estaba petrificado de miedo.
- Vayamos a cenar, ¿eh? Es la mejor opción. Ha sido un día terrorífico y tengo tanta hambre como para comerme una vaca de tres toneladas entera, con sus huesos inclusive –dijo Henry, al ver que su amigo de dormitorio no decía nada, y se levantó del suelo de un tirón.
Cuando se encontraban a pocos metros de las escaleras que subían a la gran puerta de entrada, vieron a la profesora Zafiesta salir del mismo, con cara de malos amigos y cargando en su hombro una cesta. Bajó las escaleras y se dirigió por el campo hacia el Bosque Prohibido que se abría delante del colegio.
- ¿Dónde se dirigirá? –preguntó John, viéndola alejarse con paso ligero y decidido.
- No tengo la menor idea, amigos… parece que vaya a recoger con la cesta setas al bosque–contestó Henry.
Pero la profesora de Astronomía no tenía ninguna intención de pisar el tenebroso bosque. Una cabaña que piedra y arena, con tejado construido a base de troncos, había justo en el linde del bosque y la mujer del cesto se acercó allí y, tras dejar el cesto en el suelo un momento, abrió la puertezuela y entró dentro.
- ¿Y esa cabaña? Ya la había visto antes, pero nunca se me había ocurrido pensar en nadie que viviera allí… -comentó Henry-. Yo creía que la profesora vivía dentro del castillo, ¿vosotros no?
- Henry, ¿no recuerdas que el gigantesco Hagrid vive en una cabaña cerca del bosque? Él es el guardabosques de Hogwarts –explicó Xinerva.
- Claro, ahora lo entiendo…
- ¿Y que irá a hacer con la cesta allí dentro? –preguntó John.
- Supongo que querrá darle comida al chucho que vive, además de Hagrid, en la asquerosa cabaña de mala muerte –dijo, con maldad y sonriendo, el hermano mayor de Versher Harreston, Peter, que en ese momento pasaba por al lado junto con otros amigotes de clase-. ¡La verdad que no merece la pena darle de comer a un bicho como ese que, cuando se entere de lo ocurrido a su dueño, no querrá probar bocado de la depresión!
Y, sin más, penetró en el castillo.
- ¡Qué imbécil! –dijo John, frunciendo el entrecejo.
- Ahora soy yo quien no recordaba… ¿Hagrid y un perro? –se preguntaba Xinerva.
- ¡Vayamos dentro! –exclamó Henry.
La gran sala, para cuando ellos llegaron, estaba repleta de niños ansiosos de comer. Lo ocurrido alrededor de Hagrid, el guardabosques, en la comida del día les había obligado a no poder zampar todo lo requerido para el organismo y ahora, lógicamente, la mayoría tenía un apetito de oso. Henry, acompañado de sus dos amigos, se dirigió a la mesa de Gryffindor. Sus caras de desconcierto eran todo un poema que apremió las preguntas de sus compañeros a la velocidad de la luz. Todos se quedaron mudos, como les había ocurrido a ellos en la orilla del lago.
- Pues Noserando De Quiel no está en la mesa de los profesores. Se solía sentar allí, ¿no es cierto? –preguntó Walter.
No era la única persona que faltaba en aquella mesa. El director de Hogwarts, Albus Dumbledore, tampoco se había presentado a la velada. La profesora Zafiesta, en cambio, en ese mismo momento hacía acto de presencia por la puerta de entrada.
- Deben de estar hablando sobre la desaparición, no hay duda. Dumbledore hará saber a todos, absolutamente todos, los integrantes del Ministerio de Magia sobre lo ocurrido –dijo John, mientras se metía una patata frita en la boca-. No quedará nadie fuera de lugar con todo este embrollo que está ocurriendo.
- ¡Mira qué eres cabezón! ¿Todavía piensas que las desapariciones no son algo grave? –preguntó Xinerva, indignada y golpeando la mesa con el puño-. ¡Creo que no tienes sensibilidad! ¿No defendías antes con tanto fervor a tu queridísimo calamar gigante? ¡Pues ha desaparecido, si no te has enterado todavía!
- ¡Me estás interpretando mal! No he querido decir nada que parezca rebajar la gravedad de lo que está ocurriendo, ¿comprendes? Reconozco que es algo gordo.
John, en silencio y sin dejar de mirar a la niña coletuda, vació su vaso con zumo de calabaza antes de proseguir:
- Lo que ocurre es que a ti lo único que te gusta es contradecirme. ¡Me tienes frito con tus quejas! ¡La única cabezona aquí eres tú!
- ¡Serás imbécil…! –Xinerva se había alzado del asiento.
Henry, que estaba sentado entre medias de los dos histéricos niños, levantó los brazos diciendo:
- Bueno, ¡qué haya paz! Estáis discutiendo por una tontería, por favor. Dejad de atacaros y seguid comiendo, que la comida se enfría…
- No será por culpa mía, eso tenlo por seguro… -murmuró John, untando con pan la salsa de carne.
Los dos muchachos no se dirigieron la palabra durante todo el día.
El pronóstico del guardabosques de Hogwarts no mejoró. Cada día le daba, al menos, un ataque de locura que le hacía repetir las mismas aparentes absurdas frases dichas en el Gran Comedor. Dumbledore, Snape, De Quiel, McGonagall o cualquier otro profesor tenía la obligación de estar presente al lado del semigigante para ayudarlo en su desfallecimiento. A mediados de octubre una noticia sorprendente brotó y se extendió, al igual que una llama a lo largo de una mecha, por el colegio: Hagrid había sido conducido e ingresado en el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas.
- Mis padres y mi tía me contaron una vez cosas de ese hospital. Según parece, el noventa por ciento de brujos allí introducidos están locos, es decir, no les funciona bien la cabeza –comentó Xinerva, de camino a la clase de Astronomía en una de las torres del gran castillo.
- ¿Cómo? ¡Eso es horrible! –exclamó Henry.
- No es de extrañar, la verdad. ¿No visteis como se puso, como un verdadero enloquecido escupiendo sin ton ni son? –preguntó John-. Veo bastante lógico la determinación adoptada por Dumbledore.
- Aún así es terrible –dijo Samantha-. A mí me daría un patatús penetrar en un lugar así, y más como paciente .
- Pero tú no estás loca y él sí, esa es la diferencia. Ni se habrá inmutado… ¿no os dais cuenta que casi todo el tiempo lo tienen al pobre como en coma, totalmente desmayado? En definitiva, Hagrid está más muerto que vivo en estos momentos. Es duro decirlo, pero es así.
- Por una vez te tengo que dar la razón, muchacho –afirmó Xinerva, sonriendo con sorna. Las peleas entre ella y John habían disminuido de intensidad en los últimos días.
Aquella noche era una de las que te dejan con la boca abierta, totalmente despejada de nubes y llena de estrellas maravillosas. La extraña profesora Zafiesta, con sus grandes orejas puntiagudas rumiando al son del viento que las balanceaba, les obligó observar con la máxima atención el cielo estrellado para dar con la cometa que estaba prevista iría a dejar su estela a la vista durante la medianoche.
- ¡Esto es de asco, la verdad! Con este maldito telescopio sucio e quejumbroso, más viejo que el hambre, no podría ver ni un centauro volador a dos palmos de mis narices –se quejaba John, moviendo su telescopio entre sus manos, en el momento que todos los alumnos iban sacando sus instrumentales de Astronomía-. Henry, ya me dejarás un poco tu pequeño gran telescopio Cuatro Vistas, regalo del abuelo de August, ¿eh?
Henry accedió a la petición de su amigo. No había duda que ese telescopio era una ventaja enorme comparado con todos los demás telescopios de la clase Gryffindor de primero. Ningún alumno había optado por comprar un Cuatro Vistas (su precio no era de lo más asequible, seguro) y todos ellos no tenían otra elección que mirar las estrellas a través de un solo objetivo.
- Ábreme el libro de texto por la página donde salen todo eso del rollo de las constelaciones y demás, haz el favor –pidió el muchacho de gafas redondas, curvándose sobre el telescopio Cuatro Vistas de Henry.
- ¡Maldita sea! Estos candelabros son una verdadera porquería. ¡No alumbran nada! ¡Las cuatro llamitas que llevan son del tamaño de garbanzos, o incluso menores! –exclamó Walter, detrás de ellos, con malhumor y acercándose para sí un poco más el candelabro que compartía con Xinerva.
- ¡Eh! Que no veo nada de lo que pone en el libro –dijo la niña coletuda.
- Déjame un poco nada más, ¿vale? Espérate un poquito. Dame sólo cinco minutos, que sino no voy a poder saber en que constelación tengo que dirigir este trasto. ¿Zafiesta dijo que el dichoso cometa pasaría por la constelación Saturno, no?
- No nos ha dado tantas pistas, mi querido amigo, lo siento que te decepcione –contestó Xinerva, mirando al cielo como pidiendo auxilio.
En el universo había tantas constelaciones como edificios en Londres, según se podía testificar en aquel libro de texto. Henry nunca hubiera pensado que el mundo y, en consecuencia, toda la Vía Láctea pudiera estar arropada con tan alto número de estrellas, planetas, nebulosas o galaxias. Era increíble.
- Hemos entrado ya en la medianoche, alumnos, y el cometa Hufferpine dará sus primeros coletazos en breves momentos. ¡Estad atentos, por favor! –exclamó la voz chirriante de la profesora Zafiesta, pasando por los alrededores de los alumnos atrás ubicados (eran los más revoltosos, riéndose por cualquier nimiedad).
- Vamos, John, que tú ya tienes tu propio telescopio –dijo Henry, impaciente.
Pero el amigo no le contestó, sin parar de mirar por su espectacular aparato.
- Está bien. Lo intentaré con el tuyo… pero sólo unos minutos, ¿de acuerdo?
Tampoco dijo nada. Así pues, sin esperar contestación posible, Henry intentó dar con el presunto cometa que debía pasar a velocidad relámpago por el oscuro, inquebrantable y, a la vez, precioso cielo.
- No sé cómo os podéis arreglar con estos rudimentarios telescopios, John. Estoy tan acostumbrado al Cuatro Vistas que los vuestros se me antojan atrasados y para el arrastre, decrépitos totalmente. Seguro que August debe pensar igual… ¡Eh! No te levantes que me tapas el objetivo y no puedo ver nada.
- Lo siento, Henry –dijo Samiña, delante suyo-. Me duele el trasero de estar tanto tiempo sentada en un mismo sitio y por eso tenía la necesidad de ponerme en pie.
- No te preocupes. Mira que aunque te quites de en medio tampoco es que vea demasiado con este telescopio de juguete. Casi prefiero el catalejo que utiliza mi padre cuando va al monte a dar…
Sintió un fuerte golpe en su costado izquierdo. Era John, que le había golpeado con su codo. Ya no miraba por el telescopio, sino que lo miraba a él con ojos muy abiertos. Se le notaba muy nervioso a través de la luz del candelabro.
- ¿Qué te ocurre?
- Dios… no sé… -estaba sudoroso y tenía empañadas la redondas gafas-. Puede que no sea más que mi imaginación, pero…
Echó una mirada hacia atrás, a Walter, y se quedó mudo. Después, con rapidez, se soltó las gafas y las intentó limpiar con la túnica.
- Pero, ¿de qué hablabas? –volvió a preguntar Henry unos segundos más tarde-. Pocas veces te he visto tan apurado. ¡Parecías un flan, chico!
- Ya te lo contaré mañana, ¿vale? Ahora mejor callarse… ya me entiendes.
¿Entender? ¿Entender el qué? Henry se quedó desconcertado, pero con esas frases quedó zanjada la cuestión y nadie dijo nada más.
Ni la mitad de los alumnos de clase pudo vislumbrar, ni siquiera por un mínimo de tiempo, a la escurridiza Hufferpine. Ya eran la una de la madrugada y la clase había llegado a su fin. No hubo ni un mísero punto de regalo para Gryffindor por los escasos alumnos que visionaron el fenómeno.
- Y dadme gracias a que no os quite puntos. Os lo mereceríais, la verdad, porque no tenéis ni idea de utilizar un mísero telescopio –les había recriminado la profesora Zafiesta cuando se dirigían, con sus instrumentales y libros de texto bajo el brazo, escaleras abajo. Para entonces nadie la escuchaba o, mejor dicho, nadie quería ya saber nada sobre ella. Estaban todos somnolientos después de un día durísimo; haber estado trabajando como unos perros era agotador y, en esos momentos, la cama era el lugar más añorado.
Henry y sus compañeros de dormitorio estuvieron de acuerdo en analizar el todavía inapreciable "comportamiento" de las canicas de la profesora Rigby aquel sábado a la mañana. Se dispusieron alrededor de la cama de Henry, una vez bien estiradas las mantas y hecha la cama completamente. Las tres canicas de diferentes colores fueron colocadas sobre el edredón, separadas entre sí por una distancia de unos 20 centímetros.
- ¿Y ahora qué? –preguntó Walter, incrédulo-. ¿Qué hacemos ahora?
- Pues no hay que hacer nada más que esperar, esperar y esperar. No perdamos de vista nuestra canica correspondiente –respondió John, acomodándose en el suelo con las piernas cruzadas-. Si la mía salta de repente hasta el techo… ¡supongo que la podré identificar como una canica muy emocional!
- Lo que estamos haciendo no tiene ningún sentido –comentó Henry, despectivamente-. Cualquiera que nos vea en estos momentos… estamos mirando atentamente unas simples canicas, esperando que hablen o algo así.
- No son simples canicas. Están hechizadas, Henry, ya lo sabes.
- Aún así se me hace raro. Es como si la profesora nos estuviera tomando el pelo.
- ¡Ninguna profesora puede tomar el pelo a sus alumnos! –exclamó Walter.
Henry desvió su mirada al muchacho rubio, con expresión lastimosa.
- ¿Y qué crees que Snape nos hace en sus clases? ¡Aquello es peor que tomarnos el pelo! A veces me gustaría tener la valentía de Zabiel para encararme sobre él.
- No te lo recomiendo. Zabiel Zapuru está pagando caro su descaro y atrevimiento: casi no hay clase de Pociones que pase sin que Snape lo castigue –explicó John.
Guardaron silencio durante un cuarto de hora, analizando las posibles reacciones de las canicas. Pero ninguna canica se movía de su sitio ni lo más mínimo. Aunque no llevaban demasiado tiempo mirándolas fijamente, Henry empezó a notar un conocido picor en los ojos. Se estaba quedando dormido. La noche anterior estuvieron hasta muy tarde hablando en la sala común, junto al fuego, y lo que habían dormido no era demasiado.
De repente, las tres canicas rodaron por el edredón.
- ¡Se han movido! ¡Se han movido! –gritó John.
- ¡Has sido tú, payaso! Empujaste la cama a propósito para que se movieran –dijo Walter, frunciendo el entrecejo.
El niño de gafas redondas rió atronadoramente.
- ¡Lo siento, lo siento! Pero es que os habéis quedado con unas cara que para qué… Pensándolo bien… Igual con algún hechizo en especial se podrían suscitar las canicas, ¿me comprendéis? La magia lo puede arreglar todo. Al fin y al cabo, Henry, puede que no sean tan absurdas tus valoraciones de que esto que hacemos es muy raro. Con un toque de varita, ¡tachán!, a lo mejor les sonsacamos sus sentimientos: la tuya rompe a llorar, o la mía empieza a chillar como una histérica, o la tuya, Walter, se queda muda por simple timidez,… ¿quién sabe?
- Sí, y ya puestos a pedir, podrían hasta ponerse a cantar una nana, tan sensibles que son, ¡no te fastidia! –comentó Walter.
- ¡Hay que tener fe, muchachos! Ahora mismo voy a bajar a la sala común a pedirle a mi hermano Lucien que suba y nos ayude. Recordad que está en sexto curso (¡uf, muy lejos!) y sabrá sacarnos de dudas, estoy seguro. Suele pasar las primeras horas de la mañana jugando al ajedrez mágico junto con amigos de su clase (es que son unos aburridos…).
- ¿Pero tú crees…? –comenzó a preguntar Henry.
- Nada, nada, no digáis nada. ¡Ahora mismo vuelvo!
Y John se largó del dormitorio.
- ¿Hechizar las canicas? ¡Qué tontería! –dijo Walter, recogiendo su canica color marrón y mirándola con desdén.
- Es el mundo mágico. Aquí puede ser cualquier cosa, ya dijiste tú eso una vez.
- Pero lo dije después de presenciar un hecho inusual y palpable: lo de la luciérnaga y el ratón. Eso fue antes de que desapareciera Moham… -la cara del muchacho de pelo rubio rizado se ensombreció-. Henry, hoy he tenido un sueño espeluznante.
- Bueno, todos tenemos sueños espeluznantes –contestó Henry, jugando con su canica naranja entre las manos-. ¿De qué iba?
- Aparecía mi morsa.
Henry levantó lentamente la mirada hacía su amigo. Hacia tiempo que no hablaba sobre su morsa. Parecía ser que lo había casi olvidado. Al menos se le veía mucho más sereno que en los días posteriores a la desaparición del animal.
- No es más que un sueño, Walter, no te tortures.
- Déjame explicarte el sueño, por favor, ¿vale? Es de lo más extraño. Veía a Moham a través de un montón de vaho, casi borroso y medio borrado. Creo que estaba llorando y me pedía ayuda.
- Eso es porque te sientes culpable por su desaparición, Walter. No debes pensar eso. No fue culpa tuya, ni mucho menos. Desapareció, y punto. Y Dumbledore ya te dijo que estaban haciendo todo lo posible para recuperarla. Ya verás como, tanto Moham como el calamar gigante, o como el señor Gujer, el celador anterior, (hasta la estatua de Potter) aparecen cuando menos nos lo esperemos. Tan rápido como han desaparecido volverán a aparecerse. Eso creo yo, al menos.
- Pero no te he contado el final del sueño. ¿Ya sabes porque Moham estaba sumergida entre un montón de vaho?
Henry negó con la cabeza.
- Era porque se estaba dando una ducha.
- ¿Una qué…?
La puerta del dormitorio volvió a abrirse y aparecieron John y un muchacho de unos 16 años, alto, de pelo corto oscuro y ojos azules.
- Este es mi hermano Lucien. Lucien, estos son mis compañeros de dormitorio: Henry Cortyon y Walter Heartbutter –presentó John sonrientemente.
El muchacho de sexto curso se acercó a la cama y se arrodilló.
- ¿Esa es tu famosa canica?
- Sí… Henry, Walter, dejad la vuestra encima de la cama para que mi hermano las pueda analizar profundamente.
- ¿Profundamente? No creo que puedas sacar nada en limpio –le dijo Walter al hermano de John, poniendo su canica al lado de la de Henry-. Tu hermano cuenta que igual, con algo de magia, se podría "dar vida" a estos pedazos de cristal.
- No sé. La verdad es que no creo que se pueda hacer nada con ellas salvo esperar a que exterioricen los sentimientos por sí solos. Ya le he venido diciendo a John todo esto por las escaleras, pero mi hermanito tiene una cabeza como un alcornoque de dura y es capaz de explotar si no le sigo hasta aquí.
- Al menos, míralas un poquito, ¿vale?
- Eso es lo que estoy haciendo, no te impacientes.
Pero Lucien, como era de prever tanto para Walter y Henry como para él mismo, no sacó nada en claro y se fue del dormitorio a la media hora escasa, dejando a los tres amigos igual que al principio, o incluso con peores ánimos.
Cuando bajaron al vestíbulo con la idea de entrar en el Gran Comedor para el almuerzo, se encontraron con August que corría tras ellos escaleras abajo.
- ¡Qué emocionante! –gritaba el muchacho de gruesas gafas, quitándose el sudor de la frente-. ¡Los partidos de quidditch están apunto de dar comienzo!
- ¿Te estarás entrenando duro, no? –le preguntó Henry-. ¿Contra quién jugáis el primer partido?
- ¡En eso radica la gran emoción, amigos!
- ¿Por qué?
- La semana que viene, el martes a la tarde, ¡Ravenclaw se enfrentará a Gryffindor! Ya lo siento que os lo diga, pero vuestro equipo es bastante pésimo comparado al nuestro. He visto algún que otro entrenamiento de Gryffindor y dan un poco de lástima. Además, casi todos ellos utilizan escobas más bien viejas… casi todas son Saetas de Fuego, o algo así, y alguna que otra Nimbus 2004… vamos, un desastre.
- ¡Bueno, bueno, te estás pasando! –exclamó John, enojoso.
- Tan pésimos como cuenta August no sé si seremos, John –decía Xinerva, que se les había acercado acompañada de Samiña y Samantha-, pero las malas lenguas de por ahí dicen que desde que Harry Potter dejó Hogwarts el año pasado, el equipo ha decaído como una mosquita después de haberla golpeado.
- ¡Exacto! –dijo August, de lo más contento-. ¡Vamos a arrasar! –levantó los brazos esgrimiendo el signo de la victoria.
- Un poco de modestia no te vendría mal, sí… -dijo Henry-. Aunque yo prefiero que ganéis vosotros. En el equipo de Gryffindor no conozco a nadie. En Ravenclaw juegas tú, que eres nuestro amigo, o sea que te animaremos a ti.
John y Samiña se le habían quedado mirando con cara de pasmados.
- ¿Estás loco? –preguntó la niña rubia-. Que no te oigan animar a Ravenclaw los demás alumnos de Gryffindor porque te puede costar un ojo morado, ya me entiendes.
- Bueno, ¿es que en este colegio no hay libertad para animar a quien te venga en gana? –preguntó Xinerva, consternada-. Eso son tonterías. Yo te ayudaré, Henry, no te preocupes. ¿Que la gente se calienta al oír nuestros gritos de "¡arriba Ravenclaw, arriba August!"? Pues que les den morcilla. Ni caso, y punto.
- A mí no me miréis si salís del estadio con orejas de elefante y morros de nutria como consecuencia de algún hechizo lanzado con las peores intenciones… -murmuró John, a la vez que entraban al Gran comedor.
Por vez primera Henry iba a presenciar un partido real del deporte más afamado entre los brujos en el mundo mágico: el quidditch. Cuando llegó el martes de la semana siguiente, una atmósfera de inquietud se había apoderado de todos los alumnos de Gryffindor y de Ravenclaw, dando lugar a un panorama casi irrespirable. En las clases los profesores tuvieron que subir el tono de la voz (casi a grito pelado), o amenazar con castigos excesivamente aberrantes, porque los niños de primero no dejaban de hablar entre ellos sobre el inminente partido. Pero a la profesora McGonagall también se le notaba bastante apurada. Era la jefa de Gryffindor, sí, y su equipo no estaba dando buenos resultados en los entrenamientos.
- Como ya sabéis, nuestra puntuación a vistas de la Copa de la Casa es bajísima. Llevamos más de mes y medio de curso y no sobrepasamos los 15 puntos. Me atrevería a decir que es la peor puntuación que he visto en estas fechas desde que doy clase en Hogwarts. Y la mayoría de los puntos que se han restado ha sido por culpa vuestra, es decir, por los alumnos de primero. Lo nuestro es vergonzoso. Llevábamos 7 años seguidos ganando la Copa, pero esta temporada no me veo ni con fuerzas de dar la cara en el último día de clase, cuando se expongan los resultados definitivos –les había dicho la tía de Xinerva muy dolorida-. Hay que ganar en quidditch, es lo mínimo que podemos hacer.
- Tu tía es la alegría y la autoestima personificada, Xinerva –le comentó John sarcásticamente a la niña coletuda, una vez salidos del aula.
- ¡Pero si tiene razón! ¿No veis que somos un desastre?
- ¿Un desastre? ¿Por qué? ¿Quizás lo estás diciendo por lo que nos dijo la otra noche la profesora Zafiesta, que nos merecíamos quitarnos puntos porque casi nadie logró ver su asqueroso cometa? ¡Venga ya!
- No es sólo eso, ya sabes…
- John, ahora que me acuerdo… ¿qué demonios te ocurrió aquella noche en la torre? Te quedaste lívido después de estar un buen rato mirando por mi telescopio –dijo Henry, mientras bajaban por unas escaleras-. Me dijiste que ya me lo contarías, pero todavía no has dicho nada.
El niño de gafas redondas miró, apresuradamente, a todos lados, como fijándose en todos los que le rodeaban. Parecía que estuviera buscando algo.
- ¿Qué es lo que pasó? –preguntó Xinerva-. ¿Algo guardáis en vuestra mente que no me habéis querido contar, eh?… pero… John, ¿qué pasa tanto mirar a un lado y a otro?
- ¿Dónde está Walter?
- ¿Walter? Viene algo atrasado, con Samiña… ¿qué tiene que ver él en este fregado?
- No quiero que nos oiga. Puede afectarle… vamos, que puede herirle, y yo no quiero herirle sentimentalmente.
Xinerva y Henry no entendían nada, lógicamente. El comportamiento de John en esos momentos se asemejaba a lo visto en la torre aquella noche.
- Tienes mala cara, como la otra vez. ¿Nos puedes decir qué diantres pasa de una vez por todas? ¡Abre la boca!
- Bueno, no os pongáis nerviosos, ¿vale? Aquella noche creí ver dibujada a la morsa de Walter en el cielo estrellado.
- ¿QUÉ? –exclamaron Xinerva y Henry, a la vez que se quedaban quietos en mitad del pasillo atestado de alumnos por donde se dirigían a la clase del profesor Binns (Historia de la Magia).
- Era como si un pintor hubiera garabateado con tinta roja sus contornos. Os lo juro que lo vi. Fue un instante de unos cinco segundos, nada más. Después se desvaneció. Estaba allí, aullándome, como pidiendo socorro, dibujado entre la inmensa cantidad de estrellas. No os miento… bueno, supongo que será imaginación mía, ya lo sé. Es algo imposible.
John no quiso tenerlos allí parados por miedo a que Walter apareciera por detrás y, a empujones, les obligó a continuar la caminata.
- Es curioso que nos cuentes eso, John –empezó a decir Henry-. El pasado sábado, en el dormitorio, cuando tú te fuiste en busca de tu hermano por lo de las dichosas canicas, Walter me contó un sueño que había tenido aquella misma noche. Moham, la morsa, se le había aparecido también como pidiendo auxilio, mientras se estaba dando una ducha.
Aquello dejó a sus amigos más estupefactos de lo que estaban hasta ese momento.
- Bueno, es sólo un sueño. No hay que darle más vueltas –comentó John.
- Supongo que sí –afirmó Henry, y llegaron al aula del profesor-fantasma Binns.
Al término de las clases, a falta de una media hora escasa para el partido, todo Hogwarts se dirigió al gran campo de quidditch. Henry y los demás, con un poco de prisa (salieron los primeros del aula de Encantamientos), pudieron llegar y desear a August mucha suerte en el partido cuando se dirigía él también, acompañado de sus dos amigos Jarman y Harry, al estadio. Iba provisto de su deslumbrante Nimbus 2007. El pobre muchacho tenía los nervios a flor de piel
- Bueno, me voy pitando que seguro todos los del equipo ya me esperan en los vestuarios (¿no creeréis que vaya a jugar con la túnica de la escuela, eh?). ¡Adiós! –y se alejó corriendo.
- ¡Buena suerte otra vez, August! ¡Te estaremos animando con todas nuestras fuerzas! –gritó Xinerva, con las manos alrededor de la boca.
- ¿Todavía pensáis animar a los ravenclaws? –preguntó John-. Estáis locos. ¡Os van a correr a golpes!
- Pero bueno, John –dijo Henry-, ¿cómo sabes que la gente se toma tan a pecho todo esto de los equipos y demás? Que yo sepa, es el primer año que estás en Hogwarts. No has podido presenciar otro partido entre distintas casas del colegio… ¿o será que has repetido curso?
- Ya os conté que estuve un par de veces en los Mundiales. Allí la gente grita y berrea animando a su equipo, y ya he visto duelos de hechizos entre magos hinchas de diferentes equipos en medio de las gradas de los grandiosos estadios.
- Oye, que esto no son los Mundiales –comentó Walter-. Son partidos sencillos dentro del puñetero colegio; no creo que tenga que ver nada con los Mundiales. ¡Aquello es internacional, muchacho!
- Yo sólo os prevengo, ¿de acuerdo? Ahora, haced lo que os dé la gana.
A medida que se iban acercando al campo, las voces de los espectadores más impacientes se hacían oír.
- Ya que tenéis tantas ganas de animar a Ravenclaw, ¿por qué no os colocáis en las gradas junto con los compañeros de esa casa? –preguntó Samiña, al llegar ante unas escaleras que les conducía a las gradas donde grandes banderas de color escarlata y con leones dibujados aparecían ondeando vigorosamente-. Id con Jarman y Harry, ellos os conducirán al sitio adecuado. Evitaréis supuestas complicaciones.
A Henry le daba igual, pero Xinerva lo tuvo que pensar bastante. Al fin, después de varios segundos, dejó su orgullo a un lado y se fue con Henry y los dos ravenclaws por otro lado, mientras que John, Walter, Samiña y Samantha subían por las escaleras.
Según parecía, los incondicionales de Ravenclaw se habían sentado en las gradas de atrás y alrededor de los tres postes de un lado, mientras que los de Gryffindor se dispusieron al otro lado. Slytherins y hufflepuffs también estaban listos para presenciar el partido, como no, pero pasaban totalmente desapercibidos. Los ravenclaws agitaban sobre sus cabezas grandes estandartes de color azul, con el animal representante de dicha casa: el águila. Los gritos eran ensordecedores.
Los cuatro se sentaron en una esquina de las gradas que para entonces estaban casi repletas de alumnos.
- Vaya, me siento como un intruso –dijo Henry a Xinerva, mirando alrededor con ojos bien abiertos. Un muchacho ravenclaw de cuarto curso saltaba sin parar a su lado, ondeando una bandera.
- ¡No digas idioteces! –le recriminó ella-. ¡Viva Ravenclaw! ¡Vamos August!
- August no va a tener ningún problema en recoger la snitch cuando menos nos lo esperemos, ya veréis –les comentó Jarman, muy excitado-. ¡Es el mejor!
Entonces aparecieron los jugadores de ambos equipos. Los gryffindors, como no, vestían túnicas color escarlata, mientras que las de Ravenclaw eran azules. Mientras los capitanes de ambos equipos de estrechaban la mano, puestos en fila unos enfrente de los otros en el terreno de juego, la voz de la comentarista Orla Quirke, alumna ravenclaw de quinto curso, fue enumerando todos los jugadores de ambos equipos.
- Ya me temía yo que la profesora Hooch fuera a ser el árbitro de los partidos –dijo Henry, con sorna, al ver a la profesora al lado de los dos capitanes, con un pito en la boca-. ¡A nosotros no nos enseña nada en sus clases sobre las reglas del juego, pero ella vale para árbitro!
- ¡Calla! El partido va a dar comienzo de un momento a otro –exclamó Harry Toller.
- ¡…y la profesora Hooch acaba de pitar, anunciando el comienzo del partido! –decía la comentarista Orla Quirke, con todo fervor-. ¡La quaffle está en juego! La snitch dorada, como no, también anda bailoteando en el aire, veloz como la luz radiante del sol, y los buscadores de ambos equipos, August Forman y Dennis Creevey respectivamente, estarán… ¡Atención! ¡Ravenclaw se adelanta diez a cero con un excelente lanzamiento de Nama Awo, dejando al guardián de Gryffindor, Stuart Sotenberg, sin demasiadas oportunidades!
¡Qué espectáculo! Los colores azul y escarlata volaban de un lado para otro, como guiados por una fuerza mayor. Las duras e inquebrantables bludgers se deslizaban ensordecedoramente entre los jugadores, y más de un cazador se ganó un buen golpe. Los bateadores o golpeadores de los dos equipos intentaban alejarlas de sus compañeros, pero siempre volvían a por ellos tarde o temprano. Henry, hasta que se hubo acostumbrado, tuvo dificultades de ver bien el partido: los jugadores, ya fueran cazadores como golpeadores, iban y venían de un lado a otro velozmente, llevando la quaffle o, en el caso de los golpeadores, tras las pesadas bludgers, y no sabía a qué prestar la máxima atención.
- ¿Dónde está August? –le preguntó a Xinerva.
- Está allá arriba –señaló la muchacha.
El muchacho de gruesas gafas estaba solo, arriba del todo, mirando de un lado para el otro, intentando dar con la snitch. Hasta ahora no habían podido ver ni siquiera un destello que pudiera dar fe de la presencia de la bolita con alas.
Gryffindor no podía con la fuerza, astucia y agilidad de los jugadores ravenclaws. Se hacía visible la ventaja de las escobas, pero también la mejor técnica de Ravenclaw. Los entrenamientos habían dado su fruto, no había duda. Después de algún que otro penalti a favor de Ravenclaw y de cuatro preciosas entradas por el aro de la quaffle, el equipo celeste se adelantaba en el marcador por un rotundo 70 a 0.
- Gryffindor sigue con la quaffle, con la ayuda del cazador Minder Goldsmith… -narraba la comentarista-. Pero se le acaba de estrellar una bludger en toda la espalda que le ha hecho tambalear encima de la escoba y escurrírsele la bola entre las manos… Jilguer Jijam, de Ravenclaw, la recoge y se la pasa diagonalmente, por encima del aturdido Minder, a Carla Camientas y… ¡con un precioso quiebro que casi tira de la escoba al pobre guardián de Gryffindor, logra introducir la bola por el aro por enésima vez! ¡80 a 0 para Ravenclaw! Mucho debe de espabilar Gryffindor si quiere llegar a peligrar, aunque sea en lo mínimo, el marcador arrollador de Ravenclaw.
El clamor en las gradas de los ravenclaws era apoteósico. Todo el mundo estaba de pie, Henry y Xinerva inclusive, aplaudiendo y gritando a rabiar.
- Menuda bazofia de equipo que tenemos –le comentó la niña coletuda a Henry, medio riéndose y agitando los brazos en el momento en que Jilguer Jijam, sorteando los bludgers que se dirigían directamente a su cara, volvía a introducir la quaffle por el aro intermedio-. Vas a ver como no ganamos ningún partido y el dicho de Snape de no tener ningún punto en positivo a fin de año se cumple. John debe de estar estirándose de los pelos.
Los golpeadores de Gryffindor, más bien por impotencia que por otra cosa, elevaron el número de faltas contra sus contrincantes. Pensaban que el juego sucio les iba a dar la victoria, pero estaban totalmente equivocados.
- …y un puñetazo en todo el ojo izquierdo hace caer de la escoba a Nama cerca del suelo. ¡Falta! Los gryffindors están muy agresivos, dando palizas sin ton ni son a los contrarios. No es muy deportivo, la verdad. Nunca se habría visto nada de eso el año pasado, cuando el histórico Harry Potter imponía su autoridad en el equipo, siendo, además de buscador, el capitán. Dennis Creevey, el buscador de Gryffindor en la presente temporada, debe dar rienda suelta a sus reflejos y intentar entrever la snitch. Están perdiendo por un escandaloso 120 a 0, pero la obtención de la preciada bola dorada les adjudicaría un triunfo inmediato al sumar 150 y terminar, sin más preámbulos, el encuentro.
En eso estaban los buscadores de cada equipo. No se movían de arriba, mientras todos los demás jugadores bailoteaban debajo de ellos. August miraba de reojo a Creevey, alejado cinco metros nada más de él, por si en cualquier momento se tiraba como una bala tras la snitch dorada. La tensión entre los dos estaba apunto de arder.
- ¡Vamos August! ¡Tú puedes coger la snitch! –murmuró Henry, sin dejar de fijarse en su amigo gafotas.
- Y otros diez puntos más para Ravenclaw. ¡Esto es avasallador, Henry! –le dijo Xinerva, muy contenta y saltando del asiento, mientras el golpeador Kol-Fien Heinderberg abrazaba a Carla Camientas por su precioso tanteo en el aro intermedio-. Espero que August vea pronto la snitch. No sería justo que ahora, porque el buscador de Gryffindor coja la bolita dichosa, se lleven el triunfo después de ser absolutamente superior a ellos… ¡vaya –se llevó una mano a la boca-, hablo como si fuera una raven…! ¡ESTÁ AHÍ!
Los espectadores enmudecieron al entrever algo brillante dando vueltas alrededor del poste izquierdo de Gryffindor.
- ¡August va tras ella! –exclamó Henry, eufórico y levantándose del asiento
- ¡Pero el otro señorito también lo ha captado, maldita sea! –se enfureció la niña coletuda, propinando un golpe al asiento.
Los dos buscadores se echaron en sus escobas y salieron pitando hacia los postes de Gryffindor. Una bludger le rozó la oreja a August, pero ni se inmutó. Él sólo miraba hacía delante, hacia el poste en donde la snitch dorada daba vueltas como una loca. Y al llegar, que lo hizo medio segundo antes que su contrincante, no dejó ni pizca de tiempo en el aire y se puso a dar vueltas él también tras la brillante bola. Dennis Creevey, a la segunda vuelta, se topo de cara con la otra bludger y cayó aparatosamente al suelo desde una distancia de 5 metros. En ese mismo instante, August estiraba su brazo derecho y oprimía en su mano la ansiada bola dorada.
- ¡…y el jovencísimo August Forman logra retener la snitch entre sus dedos! ¡Fin del partido! ¡Ravenclaw, por un rotundo 280 a 0, es el ganador del encuentro! –vociferaba la comentarista ravenclaw, fuera de sí de lo contenta que estaba-. Ahí vemos al pequeño gran genio dando la vuelta de honor por el campo. Todos sus compañeros de equipo lo quieren abrazar, pero él no se deja alcanzar. ¡Enhorabuena, Ravenclaw!… no es por presumir, pero el equipo de Ravenclaw es de lo mejorcito que he visto yo en estas competiciones del colegio… ¡las demás casas deberán tenerlo en cuenta!
Esas últimas palabras de Orla Quirke no fueron bien recibidas por los alumnos de Gryffindor, Slytherin y Hufflepuff. Un murmullo despectivo recorrió las gradas.
- Ahí se ha pasado un poquito, ¿no crees? –preguntó Henry a Xinerva.
- ¡Da igual! ¡Vayamos a felicitar a August antes de que entre en los vestuarios! –se le adelantó el alto y rubio Harry Toller a la muchacha, pero estuvieron de acuerdo con él y bajaron apresuradamente por las escaleras en medio de todo el gentío.
August Forman, cual una marioneta, ahí lo tenían alzado, encima de los hombros del capitán ravenclaw, Albert Goshini. Su cara estaba radiante de felicidad, con las gruesas gafas medio torcidas y mal puestas en las orejas (resultado de los continuos abrazos de sus compañeros).
- ¡Felicidades, August! –le grito Henry, cuando pasaron cerca de ellos.
El chico le guiñó un ojo y, sin poder contenerse, varias lágrimas le cayeron por los mofletes.
- ¡No te pongas así, hombre! No ves que tampoco…
- ¡Henry! –le previno Xinerva, poniéndole una mano en el hombro derecho. La voz le temblaba de la emoción-. No seas duro con él, ¡por favor! Parece que no tienes sentimientos, la verdad. ¿No te das cuenta que está viviendo una de las situaciones más hermosas de toda su vida? Primer año en Hogwarts; primer año en el equipo de quidditch; primer partido jugado y ganado. ¿No te parece asombroso?
La chica tenía razón, pensó Henry. Además, se acordó de los tiempos pasados, cuando iba a clase de la escuela junto con August, y lo mal que lo trataban. Él siempre estaba solo. Lo consideraban un loco con sus historias de magia. Ahora era aclamado por centenares de personas y eso, sin duda, debería de ser algo indescriptible para el muchacho. Era una sensación tan intensa que le sería difícil de explicar.
Le dijo adiós con la mano, sonriente, justo cuando desaparecía entrando por las puertas de los vestuarios.
- ¡Vaya chapuza de partido! ¡Parecía que estaba amañado! ¡Lo de Gryffindor es un verdadero ultraje! Habría que quejarse a McGonagall. No sé dónde demonios está mirando para reunir a unos jugadores tan ineptos. Hagrid mismo hubiera jugado mucho mejor que ellos, ¡maldita sea! –dijo una voz socarrona a sus espaldas.
Se dieron la vuelta y allí tenían a John (quien había acabado de hablar), Walter, Samiña y Samantha. El muchacho de gafas redondas y la chica rubia traían cara de malos amigos; los otros dos, en cambio, no parecía que el partido les hubiese afectado demasiado.
- ¡Hola, amigos! –exclamó Xinerva-. ¿Por qué no pensáis en positivo? August Forman, nuestro gran amigo, ha ganado el partido. ¿Qué más podéis pedir, eh?
John escupió en el suelo y le preguntó a la niña coletuda, con sarcasmo:
- ¿Os han reservado un sitio de lujo en aquellas gradas repleta de ravenclaws?
- ¡Seguro que era mejor ambiente que el de Gryffindor!
- Eso no es difícil, Xinerva: ¡no sabes las pataletas que se ha cogido más de uno al ver al equipo perder de manera tan exagerada! –dijo Samantha, poniendo cara de asustada-. Hubo un momento que hasta nos vimos involucrados en una trifulca formada por varios estudiantes de tercero. Según parecía, cinco o seis de ellos estaban listos para asaltar el campo y golpear a la profesora Hooch. ¡Querían hacerle tragar el pito, la quaffle y, como no, las bludgers!
Henry nunca hubiera imaginado tal periódico entre brujos, pero aquella era la pura realidad. Pensándolo bien, ¿por qué el mundo mágico no debería tener un diario por el cual informarse de las diversas situaciones del mundo? Ser mago no representaba una total sabiduría de lo que ocurría alrededor, como si fueran dioses. Eso era algo inalcanzable sin ayuda de aquellas páginas impresas.
- ¡Ahí vuelven las ruidosas lechuzas con sus cartas, paquetes y cosas por el estilo! –exclamó Xinerva, cuando estaban reunidos en el Gran Comedor para el almuerzo en el último domingo de aquel mes de octubre.
Las incansables lechuzas mensajeras habían hecho acto de presencia en el Gran Comedor en aquel mismo momento.
- ¡Algunas son unas verdaderas gamberras! –dijo, bastante irritado, John-. El otro día, sin ir más lejos, ¿a qué no sabéis lo que hizo una de ellas al pasar volando por encima de esta mesa?
Nadie le contestó, pero todos esperaron expectantes la respuesta.
- A un muchacho de segundo (aquel que se encuentra enfrente de Nick Casi Decapitado), cuando menos se lo esperaba, su plato de pastelitos fue cubierto por una espesa y olorosa sustancia blanca-amarillenta –el muchacho de gafas redondas cerró los ojos y sacó la lengua, en actitud de censura.
Muchos rieron.
- Oye, supongo que cuando a uno le entran ganas… ¿por qué esperar? –le preguntó Henry, rascándose la nariz con cara de asco.
- ¡NO! –gritó Samiña, que estaba al lado de John.
- ¿Qué ocurre? –preguntó Henry.
- Me han tirado El Profeta justo encima del zumo de calabaza. ¡Qué desperdicio! Varias hojas se han quedado emborronadas de lo empapadas que están.
- ¿Qué profeta? ¿De qué hablas?
Xinerva, al ver la ingenuidad de su amigo, le explicó que se trataba del periódico más leído entre los brujos.
- Mis padres son socios de El Profeta desde que dejaron de estudiar en Hogwarts. Bajo su petición, me suele llegar un ejemplar al mes (ya sé que no es mucho, pero es que no es mi costumbre leer los periódicos). Los demás ejemplares son entregados a mis padres personalmente –les contó Samiña, restregando el diario delante de la mesa.
En la última página aparecía una foto en la cual a un mago, vestido de túnica verde-gris y con un gran gorro puntiagudo, se le veía montar y desmontar de un precioso caballo blanco.
- Y las fotos se mueven, al igual que los cuadros del colegio. Es curiosísimo –comentó Henry, y se empezó a reír-. ¿No os parece gracioso los movimientos tan ridículos que está haciendo ese mago del caballo?
Samiña, al ver que todos se fijaban en aquella última página del diario, cerró el periódico para ver la foto mencionada por su compañero de clase.
- Pone que se ha abierto la temporada de aprendizaje para montar a caballo. Según parece, este mago de la foto no es muy dicho en ello… ¡Mirad! ¡Se acaba de caer del animal, el muy patoso!
Entonces, con un movimiento brusco, Xinerva, que se encontraba sentada al lado de la niña rubia de gafas, le zarandeó el periódico con nerviosismo.
- ¿Pero qué estás haciendo? –preguntó furiosa la dueña de El Profeta de aquel día, atrayendo hacia sí el periódico.
- ¿No has leído los titulares de la primera página?
Samiña volteó el periódico dejando a la vista la página principal. En ella, en letras grandes y rectangulares, se podía leer el siguiente titular: "15 CASOS DE REPENTINA Y MISTERIOSA DESAPARICIÓN ENTRE MAGOS Y MUGGLES DE TODO EL MUNDO". Debajo del titular, ocupando casi la mitad de toda la página, en un gran cuadrado se veían expuestas caras de magos y muggles que se habían dado por desaparecidos. La mayoría tenía cara asustada y lloraba sin cesar.
- ¡Es increíble! Yo creía que el problema era únicamente del colegio, pero ya veo que la cosa está extendida por todos los rincones del mundo –dijo Samantha, horrorizada.
- "…las llamadas de socorro a la Central de Urgencias Mágicas han sido constantes durante días enteros –leía Samiña, ya abierto el periódico y extendiéndolo por la página correspondiente a la noticia de las desapariciones-. Miles de magos y muggles se sienten indefensos frente a esta terrorífica situación. El Ministerio de Magia no sabe por dónde partir para remediarlo…"
Todos los amigos, oyendo a la rubia chica, se habían quedado sin habla, totalmente anonadados y blancos como la tiza.
- ¡DIOS SANTO! –gritó de repente Samiña, dejando de leerles en alto las noticias-. ¡Mirad lo que pone aquí!
- Preferimos que nos lo leas tú, si no te importa… -comentó John, casi sin voz.
- "…Las desapariciones han hecho estragos también en los colegios magos. Sin ir más lejos, Hogwarts, colegio dirigido con mano firme por el famoso profesor Albus Dumbledore, ha conocido hasta el momento dos graves desapariciones: la del celador Gujer, que había hecho incursión en el colegio hacía pocos días, y, el caso más extraño, la del guardabosques Hagrid. Éste último, siendo un semigigante, se extinguió de la Tierra como mota de polvo después de haber padecido "locura persecutoria" durante varios días. Todavía se estudia si esta enfermedad mental puede tener relación con su posterior desaparición…"
31 de octubre. Toda Hogwarts estaba ansiosa de que llegase la noche, y la razón era claramente palpable: la Noche de Halloween. Henry ya había podido oír por parte de estudiantes mayores que en aquel colegio la víspera del Día de Todos los Santos era festejado a conciencia con una suculenta cena y fiesta en todo lo alto. Aquel día no tuvieron clase y pudieron disfrutar admirando las monumentales calabazas vacías con orificios formando ojos y boca rectilíneas que unos cuantos profesores se las apañaban para colocarlas en lugares dispares del Gran Comedor. Algunos alumnos también echaron una mano en la tarea: allí tenían a Samiña y Samantha, intentando levitar con la varita las calabazas. Por doquier se veían murciélagos (muchos de plástico o de goma, colgados de las paredes o del techo mágico, pero también había unos cuantos reales desplegando sus alas y volando de allá para acá). Un humo grisáceo se esparcía en la estancia, al igual que si fuera densa niebla, aumentando el tono siniestro del momento.
- ¡Es maravilloso! –exclamaba Henry, con ojos como platos-. En los colegios muggles no se celebra Halloween de manera tan extraordinaria.
- ¿Pero es que tenías clase en esos días? –le preguntó Xinerva, extrañada.
- ¡Claro que no!
- Entonces lo festejaríais de alguna manera, supongo.
- Sí, lo festejábamos, pero aquello es otra cosa. Los niños tienen por costumbre vestirse de fantasmas, monstruos o cualquier otro ser que pueda expresar terror y, sin más dilación, dirigirse a las puertas de los domicilios colindantes para asustar y pedir caramelos, chicles, pastelitos… o incluso dinero.
- Henry, déjalo ya. Yo no tengo muy buen recuerdo de todo aquello –comentó Walter, algo cabizbajo.
- ¿Por qué?
- Recuerdo que hace un par de años me vestí de oruga peluda con ojos saltones pensando que iba a ser lo más terrorífico de todo el pueblo. Nada más incierto: todos mis amigos se me rieron con ganas porque, según ellos, aquello daba lástima en vez de pavor.
John, Henry y Xinerva no pudieron reprimir unas risitas entrecortadas.
- Fue muy frustrante. Al próximo año no me vestí de nada… ¡creo que de ese modo asusté más que con aquel apestoso vestido de oruga!
En ese momento, estando de píe contra la pared del Gran Comedor, al lado de la puerta de entrada, Versher Harreston entró corriendo ondeando su melena negra y lisa.
- ¡Versher! ¡Estamos aquí! ¿A dónde vas tan rápido? –preguntó Xinerva.
El muchacho se paró en secó, dándose la vuelta, y se les acercó. Estaba realmente sudoroso y le faltaba el oxígeno. Se retorció y apoyó las manos en los muslos y su respiración fue normalizándose.
- ¿Te encuentras bien? Tienes mala cara, como si hubieras visto a la profesora Zafiesta vestida de payaso y bailar una balada con Dumbledore –dijo John.
- Os tengo que hablar de algo muy serio.
- Pues empieza, que somos todo oídos, mi querido amigo.
- Estoy asustado. Algo realmente malo anda deambulando por el dormitorio que comparto con Hyermon. Anoche, sin ir más lejos, ninguno de los dos pegamos ojo. Ya lo hemos visto tres veces en las tres últimas noches. Llevo todo el día queriéndoos decir esto.
- Pero, ¿de qué se trata? –preguntó Xinerva-. ¿Qué es lo que deambula por el dormitorio?
Versher miró a la niña por un momento sin decir nada, con cara de circunstancias (como si le costara expresar lo que quería decirles a continuación).
- Es difícil de explicar… no sé, pero creo que tiene que ver mucho con las desapariciones que están ocurriendo últimamente.
Henry notó un respingo por todo su cuerpo, y estuvo seguro que sus tres amigos allí presentes también sintieron algo parecido.
- Algo verde claro y brillante vimos entrar y salir del dormitorio, con la puerta estando cerrada. Era como un haz de luz potente, pero voluminosa… Se me hace muy complejo describíroslo.
- ¡Cómo la ola que atrapó de lleno al calamar gigante! ¿No lo recordáis? –exclamó John-. El agua estaba muy enrarecida, con color algo verdoso y amarillento.
- ¿Se os ha desaparecido algo… o alguien? –preguntó Henry, acongojado.
- No –negó Versher, mirándole fijamente-. Las tres únicas veces que lo hemos podido ver fueron por un tiempo muy limitado. Era entrar en el dormitorio y, flotando como un fantasma de esos transparentes, irse por donde había venido en cuestión de segundos. Pero nos dejaba petrificados a los dos. La primera vez lo vi yo solo, y se lo comenté a Hyermon al próximo día. No supimos que hacer. Quisimos decirle a Dumbledore todo, pero no nos atrevemos. Al fin y al cabo, puede q sea un nuevo fantasma que deambula por el castillo a sus anchas y nuestras sospechas sean erróneas.
- ¡Pero es verde! Pongo la mano en el fuego que ese ser es el causante de las desapariciones, no hay duda –dijo John, algo excitado.
- Pues vayamos a decirle todo a Dumbledore… ¿no os parece lo más razonable? –preguntó Walter, con voz temblorosa.
- ¿Y si vamos a verlo por nuestros propios ojos? –preguntó Xinerva, sin prestar atención a la cuestión de su amigo-. Después podremos sacar nuestras conclusiones.
- ¿Qué quieres decir?
- Pues que yo me apunto para ir esta misma noche al dormitorio de Versher y esperar a que aparezca.
Hubo un silenció prolongado, roto por las asustadas palabras de Walter:
- No sé si es muy buena idea… además, me parece que no está permitido penetrar en salas comunes que proceden de casas ajenas.
- A mí me parece una buena idea –sentenció John Abuys-. Esta noche es Halloween y todo el mundo estará en el Gran Comedor festejándolo. Nadie tiene porque enterarse. ¿Tú que opinas, Henry?
- Puede que nos pesquen… pero me apunto. Me intriga ese extraño ser…
- Entonces queda dicho. Después de cenar, cuando nos aseguremos que todos estén en el Gran Comedor sumergidos en la fiesta, casi de puntillas nos abrimos y nos dirigimos hacia la sala común de Hufflepuff.
- Está bien. Os agradezco que me queráis ayudar en todo esto –dijo Versher-. Iremos juntos y abriré la entrada de la Gran Manzana Rojiza con la contraseña.
- ¿La entrada de la Gran Manzana Rojiza? –preguntó Henry.
Versher sonrió:
- ¿No sabéis lo que custodia la entrada de la sala común de Hufflepuff? Pues esta noche lo averiguaréis, estaros tranquilos.
- Ya me diréis lo que os ocurre. Yo no me veo con fuerzas para ir, lo siento –comentó Walter, huidizo y acomplejado.
- No te preocupes. Además, es mejor que no vayamos tantas personas. Cuantos menos, mejor –dijo Henry, guiñándole el ojo a su amigo.
Una mano golpeó la frente de Versher Harreston en esos momentos. Su hermano Peter acaba de entrar en el Gran Comedor, acompañado por sus inseparables amigos.
- Un llorica hufflepuff y cuatro míseros griffindors hablar entre ellos de forma tan animada no me parece un buen augurio –dijo, con voz grave y quejumbrosa y enseñando una cínica sonrisa-. Algo se trama entre vosotros… y seguro que no es algo que pueda terminar de buena forma.
- ¡Déjanos en paz, Peter! ¡Nadie se ha metido contigo! –se quejó Versher.
Entonces su hermano se le acerco y le zarandeó la mejilla derecha con los dedos. A continuación se fueron a la mesa de Slytherin a comer algo.
- ¡Será inú…! –comenzó a decir John, cerrando los puños con fuerza-. Mira Versher… ese chaval será tu hermano, y por eso le tengo algo de respeto… pero no me negarás que es un…
- ¡Maldita sea! –exclamó Versher Harreston-. ¿Y si nos ha oído? ¿Y si nos han estado vigilando? No quiero ni pensarlo si él y sus amigos están al tanto de las maquinaciones que estamos prestos a llevar a cabo esta noche.
- No le des muchas vueltas –le dijo Henry-. ¿Qué podría ocurrir?
- Mi hermano no es un tipo con el que se pueda fiar uno, ¿sabéis? Es más quisquilloso que un ladrón sin pasamontañas.
Salieron a pasar las últimas horas de aquel atardecer a los campos de Hogwarts. Así fue como se olvidaron totalmente del hermano de Versher (hasta a este último se le fue de la cabeza). Lo que más les preocupaba en aquellos momentos era lograr entrar en la sala común de Hufflepuff y en el dormitorio de Versher para poder ver al misterioso ser verdoso. Los acontecimientos próximos parecían excitantes, pero no tenían ni la menor sospecha de la gravedad que iban a suponer. Y Peter Harreston representaría uno de los papeles principales en esos pormenores.
Ya para las siete y media de la tarde el Gran Comedor se fue llenando de alumnos felices y expectantes. La atmósfera de la majestuosa estancia se había convertido, si cabe, más espeluznante que lo visto aquella tarde por Henry y sus amigos. El número de terroríficas calabazas se había multiplicado, la niebla que se esparcía en esos momentos alrededor era de color verde oscuro, y Henry dio un respingo al ver planear un murciélago, tres veces más grande que los normales y de ojos rojos como la sangre, encima del gorro puntiagudo del profesor Dumbledore. El director del colegio, más que asustarle, le encantaba aquel ejemplar. Sin dejar de sonreír, estuvo acariciándole el feo morro de cerdo con el dedo índice.
El festín fue exquisito, con toda la variedad de viandas y manjares que una persona pueda imaginar. Los anonadados alumnos tuvieron la suerte de degustar una gama de alimentos que iban desde unas simples patatas fritas hasta exquisitas pezuñas de konchos en salsa de tomate y zanahoria. El koncho, como bien les explicó Xinerva a Henry y demás compañeros que no lo supieran, se trataba de una criatura mágica del tamaño de un gato, que se asemejaba a un diminuto elefante por la trompa que le sobresalía, y que tenía la cualidad de poder dar tales saltos que alcanzaban alturas de hasta 10 metros. Su descubrimiento fue tardío (a principios de siglo) y su caza era extremadamente complicada por lo escondidos que viven. La vivienda de estos seres fantásticos eran los interiores de los árboles, en mitad de espesos bosques desconocidos. Y, aun pudiendo entreverlos, son muy precavidos y escurridizos; el observador, cuando menos se lo esperaba, podría tener al animal a cuantos metros pudiera llegar saltando.
Aunque era una noche memorable, para gozar y disfrutar, ya fuera con el festín o ya con el "espectáculo" que estaba previsto en la sobremesa, al director del colegio, Albus Dumbledore, se le veía preocupado y con tez abrumadora. Sentado en su trono, en medio de todos los profesores, no hablaba con nadie (y lo normal era que estuviera charlando gustosamente con Noserando De Quiel, profesora McGonagall, o con cualquier otro). Se limitaba a mirar su plato con chuletillas de cordero, o paseaba la vista por doquier, pero, en realidad, sin fijarse en nada. No se dirigió a sus alumnos en todo lo que duró la comilona.
- Debe de estar pasándolo muy mal –comentó Samantha, con pesadumbre, al referirse al profesor Dumbledore.
- Estará pensando en que el problema de las desapariciones se le está escapando de las manos –opinó John, rascándose la parte de atrás de la oreja, posterior a las gafas.
- ¡No digas eso! –dijo, con furia, Walter, escupiendo migas de pan por doquier-. ¡Me prometió que Moham reaparecería tarde o temprano! Seguro que tiene alguna idea en la cabeza. ¡Por eso se le ve tan concentrado!
Por no lastimar, nadie se atrevió a contradecir al muchacho sin morsa, pero sabían que las cosas eran más dificultosas de lo creía su amigo. La posibilidad de que no volviera a poder ver a su querida mascota era una idea que rondaba más claramente que cualquier otra en las cabezas de los niños.
Cuando el festín tocó su fin tras unos deliciosos postres que comprendían majestuosas tartas de fresa, naranja, nata, bizcocho y chocolate, el profesor Dumbledore se levantó de su asiento para dirigirse a sus alumnos por primera y única vez en toda la noche:
- Ahora necesito silencio, por favor. El profesorado hemos decidido una gran fiesta para después de la cena, relacionada, claro está, con Halloween. Creeréis que el ambiente del Gran Comedor en estos momentos ya es bastante terrorífico con todos esos murciélagos volando sin ton ni son, o con las calabazas flotantes,… Pues estáis muy equivocados. La enigmática magia que nos proporciona nuestros poderes pueden regalarnos gratas sorpresas –alzó los brazos, y al momento los profesores sentados a su alrededor se levantaron de sus asientos. Todos ellos portaban sus respectivas varitas en la mano derecha-. ¡A la de tres! Una, dos,… ¡Y TRES!
Las varitas fueron dirigidas hacia el techo mágico, y de sus puntas repiquetearon, como láminas de luz, diversos rayos de todos los colores. Y, al momento que todos aquellos preciosos chorros retumbaron en la bóveda del Gran Comedor, las llamas de las velas que flotaban por todo el lugar se extinguieron, dejando que las anaranjadas calabazas brillantes alumbraban lo mínimo sus alrededores. A la débil luz, las caras de los atolondrados alumnos parecían fastasmagóricas.
- ¡Es realmente aterrador! –gritó Henry, entre todos los aullidos de admiración y, como no, inquietud que se propagaron por el Gran Comedor.
- ¡Es maravilloso! –gritó John, admirando sus alrededores.
Henry, en aquel mismo momento, sintió un raro cosquilleo en sus caderas. Alguien lo zarandeaba. Miró a su costado y, perplejo, pudo vislumbrar, agazapado en el suelo, a su amigo Versher.
- ¡¿Pero qué demonios andas…?!
- Tenemos que irnos. ¡Aprovechemos toda esta confusión para salir, sin ser vistos, del Gran Comedor! –dijo, entrecortadamente, el muchacho de pelo liso y negro.
- ¡Tienes razón! –comentó Xinerva, que estaba sentada al lado de Henry-. ¡John, vayámonos ahora mismo! Lo mejor será salir pegados a la pared izquierda, despacio y agachados, casi gateando.
La mesa de Gryffindor se encontraba al lado mismo de la pared izquierda. Por tanto, no tuvieron demasiada dificultad para pegarse, literalmente, a dicha pared.
- ¡Tened mucho cuidado! –les previno Walter, mirándoles agazapados, prestos en su peregrinaje hacia la puerta de entrada.
Y tuvieron mucha suerte. Cuando les faltaban escasos tres metros para llegar a la pared contigua a la puerta de entrada, Dumbledore, mediante su poderosa magia, hizo desaparecer casi totalmente la ya por sí escasa luz de las calabazas y, al instante, centenares de esqueletos humanos, de color rojo brillante, bailotearon entre las velas apagadas. Todo ello redondeado con lastimosos gritos y aullidos incansables de hombres lobo. Los alumnos y, ¿por qué no?, también la mayoría del profesorado ahogaron un grito de admiración al contemplar aquel espectáculo.
Cuando llegaron, por fin, al lado mismo de la puerta, Henry le propinó un empujón a Versher, que iba en cabeza la comitiva, para que abriese despacio y lo más mínimo la puerta. El vestíbulo del colegio estaba solitario y vacío. Uno tras otro, al momento que salían del Gran Comedor y se establecían en el vestíbulo, respiraron profunda y plácidamente. La primera prueba estaba realizada: salir del comedor sin ser vistos… sin ser vistos, sí, menos aquel par de ojos negros que bien acertaron a vislumbrar el trasero de John, el último en el tropel, colarse por la puerta de entrada.
- L a entrada a la sala común de Hufflepuff se encuentra, como ya os lo habréis figurado más de una vez, tras esa puerta –comentó Versher, señalando la puerta que se encontraba en el mismo vestíbulo de entrada, debajo mismo de las escaleras de mármol que se dirigían a los pisos superiores.
La puerta chirrió levemente cuando Versher la abrió con demasiada lentitud. Se encontraron de frente con un largo y recto pasillo tapizado con una espesa alfombra color amarillo claro. De sus paredes grisáceas, adornadas de decenas de cuadros con perfectas representaciones de retratos de antiguos alumnos hufflepuffs, colgaban vistosas lámparas de hierro, de color marrón claro y con forma oblicua, otorgando a la estancia una claridad extensa y blanquecina. Todo se veía despejado, para gloria de nuestros amigos.
- La sala común se encuentra al final de este pasillo –les comunicó Versher a sus acompañantes-. No tiene pérdida –movió los brazos horizontalmente, como quitando importancia al asunto, pero se quedó pensativo por un momento, con cara de circunstancias.
- ¿Qué ocurre ahora? –preguntó Henry.
- Bueno, supongo que os debería de prevenir del mal carácter que tiene el Guardián de la Gran Manzana Rojiza. Sois gryffindors, es decir, aquí ahora mismo sois como unos infiltrados, como espías que van a analizar algún problema de nuestra casa. El Guardián seguro que no pone buena cara al veros acercarse. Puede que os empiece a insultar, como quien no quiere la cosa, pero vosotros no le hagáis ni caso y así evitaremos engorrosos problemas.
- Tranquilo. Yo soy todo olfatos. Lo de "todo oídos" lo dejaré para otro momento –puntualizó John, sonriendo.
Unos metros más adelante, alcanzaron la manzana, ya fuera de mentiras o real, más grande que Henry hubiera visto jamás. Medía dos metros de altura y otro tanto de anchura. Era de color rojo intenso, de las que tienen un alto sabor ácido. La gigantesca fruta ocupaba casi todo lo ancho del corredor, dejando entrever detrás una vieja puerta de madera que, sin duda, era la entrada hacia la sala común de los hufflepuff. En el poco espacio dejado por la manzana había un hombrecillo de un metro escaso de altura, de piel cetrina, orejas puntiagudas y con un casco brillante de caballería en la cabeza. Iba descalzo, aireando sus grandes píes peludos y feos, y portaba en su mano derecha una lanza de su misma altura.
Al verlos llegar, frunció el entrecejo con cara irritante. A Henry le vino rápidamente a la cabeza el gnomo que había visto con August y su abuelo a la entrada de Gringotts, el banco de los magos.
- ¿Se puede saber quienes son estos "extraños"? –la palabra "extraños" la exageró palpablemente, hundiendo su gruesa voz-. No son alumnos hufflepuff, estoy seguro. Conozco a todos los alumnos, uno a uno, que entran y salen por esta puerta todos los días. ¡No podéis engañarme! Es Halloween. ¡Idos al Gran Comedor, que es donde tenéis que estar! ¡Gamberros! ¡Aguafiestas! ¡Asquerosos! ¡Inútiles! ¡Caracríos!…
Desde aquel momento no paró de escupir insultos. Aunque dijo decenas y decenas , ni uno sólo lo repitió. Su reserva era grandísima, sin duda.
- ¡La contraseña es mirro amarrillo! –dijo Versher, con voz alzada entre los improperios del Guardian de la Gran Manzana Rojiza.
Como si una taladradora trasparente la hubiera agujereado, en la gigantesca manzana se abrió un boquete de un metro de diámetro que traspasaba todo su espesor, dejando el camino abierto para nuestros amigos.
- …¡Ratas sarnosas! ¡Ciclópeos! ¡Quitasueños! ¡Piojos gigantes!… -el Guardián seguía con su inacabable retólica.
- ¡Adiós, amigo! –se despidió John, con la mano, al momento que entraba el último por el orificio abierto en la Gran Manzana Rojiza.
Cuando el muchacho de gafas redondas saltó al otro lado, la manzana volvió a cerrarse, impidiendo el paso a futuros alumnos que no dispuesieran de la contraseña correcta.
- Me parece más chulo tener en la entrada de la sala común una manzana de estas dimensiones que un cuadro con una fea y antipática Señora Gorda –dijo Xinerva, mirando admirada la manzana cerrarse de golpe.
- ¡Oye, te olvidas de algo! Que el Guardián no es muy simpático, si no te has dado cuenta –comentó Versher-. Seguro que se llevaría de perlas con esa señora de que hablás.
Sin más dilación, el muchacho hufflepuff abrió la puerta y entraron en su sala común. Era un lugar muy agradable. Tenía parecidas dimensiones a la sala común de Gryffindor, aunque era algo más limpia y despejaba. No había tantos muebles como en aquélla. Cinco pequeñas mesas redondas de madera, pintadas de amarillo claro (como la alfombra) y con sus respectivas cuatro sillas alrededor, ocupaban casi toda la pieza, y en la esquina derecha, teniendo en cuenta siempre la entrada, habían colocado unas grandes estanterías repletas de libros. En una pequeña chimenea, de menores dimensiones que las de la sala común de los gryffindors, borboteaban pequeñas chispas. Como era de suponer, no había un alma en la sala.
- Es muy reconfortante –comentó Henry, sentándose alrededor de la mesita más cercana-. Hasta uno se puede traer su desayuno aquí. Las mesas de nuestra sala común son más rústicas e incomodas, con rayaduras y pedazos desquitados por doquier. Éstas, en cambio, son deliciosamente sólidas –y se empezó a reír de sus propias ocurrencias-. Aunque el color amarillo no es que me guste demasiado… Prefiero el rojo de Gryffindor.
- Y no tenéis la necesidad de ir a la biblioteca, ¿eh, Versher? –preguntó Xinerva, acercándose a las estanterías llenas de libros-. Seguro que cualquier información que necesites la puedes encontrar entre estos volúmenes sin ningún problema.
- Pues a mí, si te soy sincero, me parece un lugar triste. Para empezar, no hay cuadros o cualquier otro adorno en estas míseras paredes solitarias, y la chimenea se me antoja algo pequeña –dijo John.
- ¿Y yo qué quieres que haga? No soy el tipo que ha diseñado esta sala. A mí me metieron aquí cuando vinimos, y poco puedo hacer al respecto –dijo Versher, al lado de John. Para hacerles saber que no se había ofendido ni lo más mínimo, les sonrió abiertamente-. Ahora vayamos a mi dormitorio y esperemos… esperemos que ese extraño ser aparezca –la sonrisa se le desfiguró al momento, pasando a un rostro ensombrecido-. Seguidme.
El muchacho hufflepuff les dirigió hacia una puerta amarilla que se encontraba al lado izquierdo del habitáculo. Un letrero dorado en el dintel triangular de la misma aseguraba la siguiente leyenda: "DORMITORIOS". Al traspasar la puerta, se encontrar con una bifurcación de pasillos, con sus alfombras amarillas y sus lámparas curvas colgando de las paredes.
- Los dormitorios de los chicos se encuentran por este pasillo de la derecha. Sigamos –les explicó Versher, señalando el corredor.
Al poco se cruzaron con diversos dormitorios que se abrían a sus lados detrás de bronceadas puertas, todas ellas del color prenominante en Hufflepuff. Cada puerta llevaba su número y letra, y con las palabras escritas en los dinteles se podía saber de qué curso eran los alumnos que habitaban el dormitorio en cuestión.
Versher se les paró en seco delante de una de tantas puertas, donde "1er CURSO" en letras redondas y verdosas aclaraban las dudas. Para extrañeza de sus amigos, el muchacho sacó una llave del bolsillo de la túnica.
- ¿Cómo? ¿Tenéis llaves de los dormitorios? –preguntó extrañado John, viendo como su amigo introducía el pedazo metal en la pequeña roñosa cerradura.
- Claro. ¿Vosotros no? Todos los alumnos de un dormitorio tienen una llave para cada uno. Y ya pueden guardarla con todo cariño, porque si se nos pierden no hay vuelta de hoja.
El dormitorio era enano. A cada lado de la pieza se encontraban una sola cama, idénticas, con sábanas, edredones y almohadones amarillos. En mitad de los lechos, una mesita de noche, con tres cajoncitos, portaba libros y apuntes de los alumnos. Y del techo, poniendo su punto mágico a tan aburrido diseño, colgaban una veintena de bolas de cristal, del tamaño de pelotas de tenis, todas ellas de diferentes colores que daban luz al dormitorio.
- Me gusta el techo –comentó John, mirando hacia arriba cuando Henry cerró la puerta tras ellos-. Es lo único…
De repente un sapo grande, gordo, mojado y arrugado le saltó al hombro. Fue tan repentino que, del susto, le dio un manotazo que lo tiró al suelo.
- ¡Es Raffter! –gritó Versher preocupado, recogiendo la mascota del suelo-. ¡Le has podido hacer daño! ¡Se ha asustado!
- ¿Asustado? ¿Y qué crees que me ha ocurrido a mí? ¡Cómo si fuera lo más normal de mundo entrar en un dormitorio y, mira por donde, que un gigantesco sapo se te suba al hombre cuando menos te lo esperas! –se defendió John, enfurecido-. ¿No querrás que le dé un besito y todo por su grata bienvenida?
- Tampoco es tan gigantesco, ¡no exageres! ¡Es una preciosidad! –Versher acariciaba el sapo en su regazo como si fuera un niño.
Todo fue muy repentino, como suelen ocurrir siempre las cosas más impactantes e impresionantes. Las discusiones se acallaron al momento y Raffter, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció de las manos de Versher escondiéndose debajo de una de las camas. Fue el animal quien presintió primero el peligro. Una masa, un ser, algo cristalino y verdoso, del tamaño de una persona adulta, apareció delante de sus narices, traspasando la pared de enfrente, detrás de la mesita de noche. Se movía lentamente, pero su progreso era imparable. A los niños se les había helado la sangre, y un sudor frío recorría sus nucas.
Ni gritaron, ni se miraron. Se habían quedado parcialmente mudos, ahogando los gritos en sus entrañas. Todo fue instintivo. Se volvieron y abrieron la puerta con la intención de salir de allí pitando. Corrieron por el pasillo, como si la vida dependiera en ello (nunca mejor dicho), desandando lo andado. De vez en cuando torcían el cuello para mirar hacia atrás. El ser cristalino había salido del dormitorio y les perseguía incansable.
Pero antes de alcanzar la bifurcación, la visión de tres personas a escasos metros les paró en seco.
- ¡Miradlos! ¡Sabía qué tramaban algo! –exclamó Peter Harreston, con su asquerosa voz rasposa, con los brazos cruzados-. ¿Qué hacen tres gryffindors por estos lugares? ¿Qué es lo que tramáis?
- ¿Y tú que carajo haces aquí? –le preguntó Versher a su hermano, respirando entrecortadamente-. ¿Cómo leches has podido penetrar en la sala común?
Peter se rió atronadoramente, sin perjuicio alguno.
- Ese Guardián de la Manzana "Podrida" más vale que se ocupara de otros menesteres. Con un par de puñetazos y patadas lo hemos dejado KO en el suelo.
- ¡Pues quitaros de en medio ahora, ignorantes, si no queréis acabar tragados por el ser verdoso que nos persigue! ¡Aquél no entiende de patadas ni puñetazos! –gritó Xinerva, nerviosa como una rama.
La risa de Peter se desmayó al momento.
- ¿De qué demonios habláis? –preguntó incrédulo, mirando hacia el pasillo.
Henry y los demás también hicieron lo propio y se sorprendieron al ver despejado todo el corredor. El ser cristalino había desaparecido, ¿o no?
- Juro que lo hemos visto… -empezó a balbucear Versher.
- ¡Vosotros no veís ni un hipogrifo a dos metros de vuestras narices! –dijo su hermano-. Versher, esta vez te la has ganado. Sabes que está prohibido meter alumnos de otras casas a tu "antro". Dumbledore será puesto al tanto de todo esto.
- ¿Y tú dónde te crees que te encuentras, imbécil? ¡Sois unos asquerosos slytherins!
Los amigos de Peter se reían locamente. Pero sus risas se apagaron al momento. Como una ráfaga de viento, helando sus contornos, el ser cristalino verdoso hizo su presencia por la pared que tenían a la izquierda, pararelo a los dos amigos de Peter. No pudieron reprimir sus intenciones. Los dos muchachos de Slytherin se introdujeron en la masa medio trasparente que, una vez cometido sus fechorías, desapareció por la otra pared.
