1.1 Capítulo 2
"Que Ceiphied os lo pague". Aquellas amables palabras fueron todo cuanto recibieron Lina y Gourry de aquel viejo, después de que ellos le hubieran librado de la amenaza de un temible dragón rosado en estado de embriaguez (a pesar de su aspecto dócil, los dragones rosados pueden llegar a ser muy agresivos, especialmente si llevan varias pintas de cerveza entre pecho y espalda). Ya era de noche y la extraña pareja de aventureros tenía que resignarse una vez más a dormir al raso, debido precisamente a aquellos honorarios tan sui generis que habían cobrado ese día. Lina trataba de dormir, tumbada boca arriba sobre la espesa hierba del claro del bosque en el que decidieron pernoctar. Una honda preocupación le impedía conciliar el sueño. Bueno: eso, y los ronquidos de su compañero de fatigas, que se hacían a cada momento más similares a los de un wyvern en celo, a pesar de lo cual, Lina seguía mirando al chico con una profunda desazón, más que con fastidio. La hechicera se puso de lado, en posición fetal, acarició tímidamente un mechón de la larga melena rubia de Gourry y susurró: "no lo entiendo", mientras recordaba lo ocurrido.
Ocurrió que la extraña pareja acababa de llegar a una aldea no muy lejos de Saillun llamada Hergest Ridge, tras días enteros de recorrer los bosques aledaños y vías pecuarias sin haber encontrado una sola banda de salteadores de caminos con los que dar una dimensión efectiva, real y palpable al viejo dicho "donde las dan, las toman", es decir, a los que vapulear salvajemente y después desposeer de su botín. No les quedaba ni una moneda y estaban exhaustos y hambrientos, tesitura en la que, la verdad sea dicha, no era la primera vez en la que se veían. De pronto, en una de las pintorescas callejuelas que Lina y Gourry recorrían en busca de alguna pendencia con facinerosos urbanos que aliviara su comprometida situación pecuniaria, un alarido desesperado se alzó por encima incluso de los rugidos de sus estómagos.
-¡Auxorroooooo! ¡Sokiliooooooo!
Gourry, por instinto, preguntó a Lina:
-¿Qué idioma era ese?
-¡Cierra el pico, ceporro! –interrumpió Lina- ¡Y ven, que puede que esto nos salve el día!
Apenas terminó la última frase, Lina Invers, la mujer que destruiría una ciudad por una moneda de bronce, la hechicera que huele el oro antes que la mierda, comenzó a correr hacia el lugar desde donde partieron los gritos. Su compañero salió corriendo detrás de ella casi de inmediato, mientras iba echando mano a la empuñadura de su espada de buen acero forjado, movido por esa idea suya de que debía ser el caballero protector de aquella dama tan peculiar. Gourry sabía que su escuálida y pelirroja consorte (en sentido etimológico, como el "ex-cathedra" de Zelas) actuaba de forma impulsiva, irreflexiva, lo cual casi siempre acarreaba consecuencias desastrosas.
Y allí lo vierais. En una plazoleta pública de la aldea, a la puerta de una taberna, entre un corro de curiosos transeúntes que se habían parado a admirar tan insólito espectáculo, un dragón rosado algo más grande que un oso pardo, provisto, como todos los de su especie, de unas alas que las leyes de la evolución natural de las especies habían empequeñecido hasta ser poco más grandes que las de un murciélago gigante o un gallo, bailaba un abominable "agarrao" con un pobre anciano. El orondo animal de piel rosa alzaba al pobre individuo abrazado, estrujado y estrechado contra su enorme cuerpo, rodeado y estrangulado por sus cortos pero fuertes brazos. Durante su ebrio movimiento de vaivén, el dragón zarandeaba al viejo de forma que sus escuálidas y osteoporosas piernas realizaban un movimiento oscilatorio nada armónico ni simple, tomando cada cual una trayectoria en el espacio independiente respecto de la otra, como los badajos de dos cencerros colgados de una cabra al trote. Ante la visión de semejante escena, parecía evidente que el estado de embriaguez de la bestia era ya realmente avanzado. Según el tratado más fiable y riguroso que se ha escrito sobre la intoxicación etílica, atribuido a la hechicera y experta en aguas y brebajes Naga, La Serpiente Blanca, la borrachera más común, la denominada Tipo 1 o Tipo Festivo-Finisemanal, puede evolucionar hasta tres grados, dependiendo de la cuantía de la ingesta alcohólica, a saber: Grado 1 o Exaltación de la Amistad (el sujeto manifiesta su afecto de forma dolorosamente efusiva), Grado 2 o Negación de lo Evidente (el sujeto niega categóricamente estar curda, entre otras cosas más que obvias), y Grado 3 o Cánticos Estúpidos (desde Santurce a Bilbao, pasando por Asturias -patria querida-, la puta de la cabra, o la exaltación de los incoloros vinos de una tal Asunción). De alguna forma, Lina intuyó que era ya una trompa Tipo 1, Grado 3, dado que el dragón, a pesar de que pudiera parecer que lo suyo era una manifestación de cariño extralimitada (Grado 1), profería en su baile grotesco una sarta de gruñidos y bufidos con cierto sentido de ritmo, melodía y, a ratos, incluso armonía, lo que quería decir que su estado de embriaguez era tal que no sería un rival difícil para una hechicera como ella. El pobre anciano volvía a pedir auxilio con gritos desesperados, ante la pasividad impotente (o cobarde) de la multitud expectante. Lina se colocó justo delante de la pareja de baile y puso los brazos en jarra, dejando por un momento que su melena pelirroja y su capa negra ondeasen a un viento inexistente. Justo detrás, el recién llegado Gourry Gavriev, el hombre del cerebro de medusa, desenvainaba su espada y se colocaba en posición de ataque (su capa y su larga melena rubia también ondeaban, a pesar de que no corría ni una brizna de viento). El dragón, borracho, pero no tonto, se percató enseguida de que estaba siendo amenazado y, ni corto ni perezoso, cogió al anciano por un tobillo con una de sus fuertes garras y comenzó a blandirlo como si de un mayal se tratase. El pobre infeliz, con cada bandazo, emitía un grito de pavor y dolor más y más escalofriante, pasando de toque de corneta a gorrino en plena matanza; gritos que eran casi ahogados por el crepitar de su osamenta octogenaria. Lina y Gourry no estaban dispuestos a morir de un viejazo, pero tampoco a huir ante una concurrencia tan abrumadora. Lo cierto es que, ante tal ultraje por parte de una bestezuela del tres al cuarto, a ambos, especialmente a la orgullosa Lina, ya les daba lo mismo la suerte que corriera el viejo: se trataba de un asunto de honor.
-¿Te estás poniendo farruco? –gritó Lina al animal, indignada.
Pronunciadas esas palabras, el dragón rosado lanzó una mirada a la hechicera. Primero fue desafiante, pero al momento la bestia fijó sus ojos en los de Lina y su mirada se fue tornando serena, luego amable y, finalmente, tierna. La fiera de color fucsia dejó de blandir al ochentón, aunque sin soltarlo del pié de donde lo tenía fuertemente asido, quedando cabeza abajo, con los ojos desorbitados. El dragón se quedó un momento con su mirada fija en la joven, con ojos de cordero degollado y con la cabeza ligeramente ladeada. Lina no salía de su asombro.
-¿Qué pasa, Lina? –inquirió Gourry- ¿Lo has acojonado?
Al momento, el dragón soltó de golpe al anciano e, inerme, abrió sus brazos de par en par y, sin dejar de mirar con una ternura infinita (curda, pero infinita, al fin y al cabo) a Lina, corrió hacia ella con un entusiasmo que mis torpes palabras jamás alcanzarían a describir y, entre amorosos bufidos, la estrechó entre sus brazos y se aferró a ella como un náufrago a una tabla flotante. Una ovación cerrada y enternecida llenó la plaza. El animalote comenzó a mecer suavemente a un lado y a otro a la bruja, mientras acariciaba con su hocico su pelirroja cabeza. El público, ante la evidencia de que acababa de asistir al nacimiento del amor su estado más puro, capaz de traspasar incluso fronteras biológicas y zoológicas, comenzó a ovacionar de nuevo, entre exclamaciones melifluas del tipo "¡Qué tien- no!", "¡Mira qué monaaaaada!" o "A ver si aprendes del dragón, Borja Luis, que desde que estoy embarazada ni me tocas, so cerdo".
-Parece que le gustas, Lina –dijo Gourry, con una amplia sonrisa y rascándose la nuca
Pero los gritos ahogados e histéricos de Lina pusieron fin a tan idílica escena:
-¡Sonfcoorrronf! ¡Gouf-ry, haf algngo! ¡Nom pfuedo refbirar!
-No besuquées al dragoncito mientras hablas, Lina, que no te entiendo. –Replicó Gourry.
-¡Mfete a dommarf bfor gulo! –respondió Lina, ante la evidencia de que, una vez más, su compañero no acababa de entender la situación.
Las risotadas de los mirones, movidos a la hilaridad por el espectáculo, resonaron como unas risas enlatadas de telecomedia. Lina había errado en su juicio de la borrachera del dragón rosado: parecía ya más claro que estaba en el Grado 1 de su embriaguez, y que los cánticos y los bailes se debían a que la curdología no es una ciencia exacta, y a que, a lo mejor, Naga, su antigua compañera de correrías, se había pasado de lista en su tratado, pionero en dicha disciplina. Dándose cuenta de su error, la hechicera pelirroja, conocida como Pechoplano por las lenguas más viperinas (ahora, además, aplanado por la presión ejercida por el animal), pensó que la mejor manera de quitarse de encima al dragón era lanzar un hechizo Purificación para inhibir el alcohol en su sangre. La muchacha se concentró y pronunció el mantra correspondiente (bueno... más o menos):
-¡Fburifigaciónf!
Acto seguido, la cara del dragón cambió radicalmente. Los ojos de cordero degollado dieron paso a una mirada de estupor hacia la hembra de Homo Sapiens Sapiens que parecía haber aparecido de pronto entre sus brazos. Los abrió súbitamente, dejando caer sobre sus nalgas a la pobre bruja. Ella alzó su mirada hacia la oronda fiera desde el suelo.
-Podrías tener un poco de cuidado, ¿no? –clamó
El dragón miró hacia abajo y volvió a clavar su mirada en Lina, pero era terror lo que podía verse en sus ojos esta vez. Gourry, precavido, se interpuso entre el dragón y la que consideraba su protegida, espada en ristre. Ella se levantó, extrañada por la actitud de un animal de natural dócil y confiado, y volvió a mirarlo, por encima del hombro del guerrero. El animal dio un respingo y emprendió una huida desesperada.
-¿Cómo puede un bicho tan gordo correr tanto? –preguntó Gourry.
"Incluso un dragón huiría de ella". Esa era una de las frases que más se repetían popularmente respecto a Lina Invers. Por eso mismo las risas de la gente congregada en torno a la particular escena, que había oído una y mil veces a Gourry llamarla por su poco común pero célebre nombre, se le clavaban como puñales. La ira se apoderó de ella y, como presa de una fuerza desconocida, salió en persecución del reptil. Gourry estaba asustado: nunca había visto correr tanto a su amiga, ni siquiera tras una moneda rodando cuesta abajo. Él también salió corriendo, espada en ristre. A la carrera, dragón, bruja y espadachín salieron del poblado y se adentraron en los montes. El dragón en ningún momento dejó de correr, despavorido. Lina, ávida por darle caza, hizo algo a lo que Gourry, quien observaba atónito y sin dejar de correr los acontecimientos desde no poca distancia (el cansancio comenzaba a hacer mella en él), no daba crédito a sus ojos: su amiga lanzó contra el dragón un Mega Brand, algo que incluso alguien tan corto de entendederas como Gourry consideraba matar moscas a cañonazos. Parece ser que la ira desvirtuó su habitual buen tino, y el hechizo impactó muy lejos del dragón rosado. No obstante, la inmensa explosión fue lo suficientemente potente como para que saliera despedido junto con gran cantidad de tierra y astillas que justo un instante antes eran árboles. Tras aterrizar, el dragón rodó unos metros por el suelo. Pero Lina siguió corriendo hacia él. Una vez llegó, se paró junto a él. Gourry comprobó horrorizado, mientras seguía corriendo hacia ella, que movía hacia adelante y hacia atrás su pierna derecha, en pie junto a la bestia. Lo estaba rematando a patadas. Cuando el guerrero llegó hasta donde Lina estaba, comprobó que había pasado de dar paradas a dar violentos pisotones.
-¡Lina! ¿Puede saberse qué...?
Gourry no terminó la frase. Un sonido similar al de una sandía estrellándose contra el suelo le heló la sangre. Lina se giró hacia él. Su sudadera amarilla estaba roja. Su rostro desencajado también lucía el color de la sangre. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del zagal. Sus manos se vieron de pronto incapaces de sujetar la espada, que cayó al suelo.
-Lina... ¿Qué coño... ? ¿Qué... has... hecho?
Gourry no entendía nada. Su amiga podía ser muy agresiva a veces, pero no era un ser capaz de algo tan cruel y tan ruin. No, al menos, que él supiera. El joven miró a la hechicera con un nudo en la garganta. Pero la tristeza en el rostro de Gourry no impidió que Lina se abalanzara sobre él. Lo tumbó. Se puso a horcajadas sobre él. Clavó en él sus ojos inyectados en sangre. Rodeó su cuello con sus manos. Gourry no se lo podía creer. Ella babeaba como un perro rabioso. No. "Aquello" no era Lina. No "su" Lina, al menos. Le faltaba el aire. La presión que le aplastaba la garganta le dolía hasta nublarle la visión. No. No podía ser. Aquello no podía estar sucediendo. "No es verdad: Lina no es así", pensaba. Por un momento, los azules ojos del muchacho se quedaron fijos en los suyos. Una lágrima rodó por la mejilla del guerrero. De pronto, la presión sobre su cuello cesó. En los ojos de Lina ya no había ira, sino horror. Lina soltó su cuello y, en un sobresalto, se levantó. Luego se dejó caer sobre sus posaderas y, con la misma mirada de horror, reculó sin levantarse, gimiendo y jadeando. Gourry se incorporó y se sentó. Ambos se miraron con incredulidad. Jadeaban. Luego Gourry perdió su mirada a lo lejos, en un punto imaginario. Los jadeos de Lina se tornaron en sollozos. Quería hablar, quería decir que lo sentía, que no entendía lo que acababa de pasarle, que no comprendía cómo había llegado a eso, pero un nudo en su garganta le impedía articular sus palabras, como si tuviera una piedra en enorme bajo el velo del paladar. Sólo podía mover la boca, y a duras penas. Gourry se puso en pié y le tendió la mano.
-Venga, Lina, regresemos al pueblo.
Ella se cogió a su mano y se levantó también, con los ojos cerrados. El sentimiento de culpa no le dejaba ni mirarle. Bajaron al pueblo cada uno por su lado, distantes, cabizbajos, sin mirarse siquiera, como dos desconocidos que sólo compartieran el polvo del camino. Llegaron de nuevo a la plazoleta, donde el octogenario que hizo de pareja de baile al malogrado dragón esperaba su vuelta. Miró a los jóvenes, sinceramente agradecido.
-Por des-sagria, hijos míos, no duepo daros otra cosa que mi dembición, por el insemno favor que me habéis hecho. Que Ceiphied os lo pague.
Lina frunció el ceño. Gourry, ante el temor de que cometiera otra estupidez, sujetó a la bruja rodeándola con sus brazos. No podía creer que una chica de pequeña estatura y tan delgada pudiera tener tanta fuerza. Sus muestras de ira eran aún más desproporcionadas y violentas de lo habitual. Llegó incluso a levantar un palmo sobre el suelo a Gourry con los movimientos convulsivos que ella efectuaba para deshacerse de él, mientras el viejo huía despavorido. Harto de tanto aspaviento, Gourry la agarró de los hombros le dio la vuelta de forma brusca y volvió a agarrarla fuertemente por los brazos.
-¡¡Basta ya, Lina!! ¡¿Qué diablos te ocurre?!
Los ojos de Lina volvían a estar enrojecidos y cubiertos de venillas. Pero enseguida que Gourry comenzó a mirarlos, la ira en ellos de apagó, y el rostro desencajado de la hechicera volvió a tornarse compungido, justo antes de que lo hundiera en el pecho del joven y comenzara a llorar. Él la abrazó con una ternura y una delicadeza tales que pudiera parecer que ella podría romperse sólo con un roce. De forma instintiva, mecánica, besó su cabeza. Gourry sintió, quizá por primera vez, que entre sus brazos estaba lo más valioso de este mundo, y que, por mucho que lo intentara, no podría abrazar así a nadie más.
Lina volvió a su realidad inmediata, de noche, tumbada junto a Gourry, insomne. Seguía preguntándose, no obstante, qué podía haberle pasado. No era consciente de que unos ojos furtivos les observaban en la noche.
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-¿Pero qué coño... ?
Fue todo lo que Naga pudo pronunciar en su estupor. De pronto parecía haberse olvidado de su pelea con Luna. Tenía la cabeza tan echada hacia atrás, que parecía que se había roto el cuello. Miraba con los ojos como platos hacia aquella jovenzuela que tan a gusto parecía sentirse haciendo de pararrayos.
-¿Quién diablos eres? –inquirió Naga.
-¡Tiembla, bruja: soy la amenaza que se cierne sobre tu cabeza! –amenazó grandilocuente la misteriosa desfacedora de entuertos.
-¡Será mejor que no te metas en esto, niña! –intervino Luna, aunque sólo fuera por tener algo de voz en su incómoda tesitura de dama en apuros.
-¡Hum... ¡ -dijo Naga para sí, en voz baja- Parece una de esas niñas de la nobleza advenediza a las que les gusta jugar a aventureros.
-¿De la nobleza? –Noel improvisó una bocina con las cavidades de sus manos, la dirigió hacia arriba y gritó: - ¡Eeeeeoh! ¿Sabes de alguien que pase farlopa en esta mierda de sitio?
Luna reparó en que ni el aspecto ni el vocabulario de Noel eran del todo normales. Se dirigió a él con cara de sorpresa, mientras lo señalaba con el dedo de marcar bichos raros:
-Tú no vendrás también de ese mundo, ¿no?
Naga, ajena a Noel y a Luna, respondió a la chica del tejado:
-¿Crees que así das miedo? ¿Por qué no bajas a darme miedo de verdad, renacuajo?
Atendiendo a su propuesta, la muchacha de blanco dio un salto desde el tejado, realizando una prodigiosa voltereta mortal hacia adelante suspendida en el aire. La ejecución del ejercicio fue brillante, y hubiera merecido el calificativo de magistral si no llega a ser porque la pequeña gentildama no tuvo en cuenta que la distancia entre el punto de partida del salto y el suelo no era exactamente la misma que la que había entre dicho punto y la cabeza de Naga, que estaba erguida en su misma vertical (la diferencia era de casi ciento ochenta centímetros), por lo que no le dio tiempo siquiera a maniobrar para dar una salida algo más airosa a su espectacular zambullida en el vacío, como un aterrizaje en blandito sobre sus propias nalgas, y aterrizó de cabeza sobre la cabeza misma de Naga, provocando un ruido sordo como el de un coco cascándose contra una roca, para luego rebotar dos veces, también sobre el cráneo, en el duro adoquinado de la calle, emitiendo con cada contacto con el suelo sendos "ayes" estertóreos, y quedar finalmente por tierra, decúbito prono, con cara, clavícula y hombros en el suelo, espalda en diagonal hacia arriba, el trasero dirigido hacia las estrellas, rodillas y puntas de los pies hincados en el pavimento, y brazos desparramados por el mismo. La capa de la muchacha, echada sobre ella, tapaba parcialmente, como si de un manto de pureza se tratase, tan bochornosa pose.
Luna se dirigió hacia la joven de blanco. Después de todo, ella, como damisela, se debía a su caballero. En contra de lo aconsejado en estos casos (es peligroso mover a un contusionado), le dio la vuelta y la tumbó boca arriba. Su caballero era una dama de poco más de un metro sesenta de estatura, pero francamente bella, vestida ut supra diximus, es decir, toda de blanco con ribetes púrpuras, como el reverso de su capa. Llevaba alrededor del cuello y de una de sus muñecas sendos amuletos esféricos azules con una estrella de seis puntas grabada (¿quizá de la casta sacerdotal de Saillun?) engarzados en finas cintas de suave y brillante raso del mismo color de los ribetes. Su pelo era de un negro intenso, como el de la grosera bruja que también yacía en el suelo, semiinconsciente y decúbito supino, pero cortado a media melena y ondulado hacia afuera, configurando dos curiosas aletas, y con un mechón rebelde que salía hacia arriba desde la coronilla idéntico (Luna acababa de percatarse) al de Naga. También sus ojos, en ese momento entreabiertos y estrábicos, eran de un azul intenso, profundo, según veía Luna gracias a su inestimable luz mágica. Aunque los rasgos y las hechuras de la pequeña sacerdotisa eran más delicados, el parecido entre ella y Naga era evidente.
La joven parecía volver en sí. Luna, al advertirlo, la reprendió:
-¿Estás mal de la cabeza, niña? ¡Podrías haberte matado!
-¡Aaaaay! –la pequeña justiciera giró ligeramente su mirada a Luna, sin levantarse- Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta –no fue por estos campos el mítico jardín-: son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.
Dichas estas enigmáticas palabras, la sacerdotisa andante pareció volver a perder el conocimiento.
Justo al lado yacía, claro, Naga, y junto a ella estaba arrodillado Noel, dándole palmadas en las mejillas, mientras, en su tono de borracho indolente, le preguntaba:
-Oye, tú, no te habrás muerto, ¿no?
-Nnooo... –gimió Naga.
-Pero... ¿de verdad que no te has muerto? –insistió el desgreñado individuo.
-No puede... no puede... ser... –Naga susurraba para sí, ajena a las palmadas y a las inteligentes preguntas de Noel- No puede ser ella.
-Joder, Naga, tía. –el adormilado alfeñique seguía a lo suyo, abofeteando de forma insistente a la enorme hechiera- ¿Estás muerta o algo? Dímelo.
Como por ensalmo, La Serpiente Blanca recuperó el conocimiento, abrió los ojos bruscamente y se abalanzó sobre el desgreñado muchacho, lo tumbó boca arriba y, a horcajadas sobre él, comenzó a abofetearlo con todas sus fuerzas, que no eran pocas, y a gritar, histérica y con los dientes apretados:
-¡¿QUIE-RES – DE-JAR – DE – JO-DER-ME –CON – LAS – PAL-MA-DI-TAS, I-DIO- TA?! -el silabeo acompañaba la cadencia de los golpes.
La hechicera negra se levantó y caminó hacia Luna, que intentaba reanimar a la pequeña saltimbanqui, aún tendida en el suelo, visiblemente conmocionada con el golpe. Se agachó junto a la sacerdotisa hincando una rodilla y miró a Luna:
-No uses al renacuajo ese como excusa para no batirte.
Pero era ella misma, Naga, la que necesitaba un pretexto para acercarse a mirar más de cerca a la chica que cayó del tejado. Había una sospecha inquietante que confirmar. La chica tumbada abrió los ojos. Parecía que esta vez de veras había vuelto en sí.
-¿Estás mejor? -dijo Luna, ignorando los desplantes de Naga.
-Creo que... sí. -respondió la joven.
-¿Quién diablos eres? –preguntó curiosa Naga.
-Soy...
La pequeña se puso en pie de golpe, separó las piernas, alzó su dedo índice al cielo estrellado y clamó con su voz aguda y una expresión desafiante en el rostro:
-¡Mi nombre es Amelia Wil Tesla Saillun, princesa del reino de Saillun y garante de la Justicia allí donde va!
A Naga, de pronto, le recorrió el espinazo un escalofrío que no recordaba haber sentido desde hacía mucho, mucho tiempo. Pero prefirió no decir nada. Ahora que su vida se había estabilizado, y que era no sólo una aventajada estudiante de Enología de la Universidad de Zefielia, sino también una reputada tratadista de lo que podría ser una nueva disciplina científica derivada de la Enología, la Curdología o estudio de los efectos de los estupefacientes sobre el organismo y la conducta humanos, y sobre la posibilidad de que las drogas ayuden a trascender el mundo conocido y llegar a otros mundos, no quería agitar a los fantasmas del pasado.
Y es que la princesa renegada Gracia Wil Naga Saillun, la ahora conocida como Naga La Serpiente o, simplemente, Naga, se había reencontrado con su hermana pequeña Amelia, tras abandonar, y no de forma precisamente amistosa, el hogar paterno, su familia, el reino que estaba destinada por derecho sucesorio a heredar y la institución a la que representaba: la monarquía más poderosa e influyente de lo que en su día fueron los reinos de la Gran Barrera. Y es que una hechicera negra con un potencial como el suyo no tenía ningún futuro en el reino de la magia blanca por excelencia, cuando menos en su casa real. Y después de todo, ¿qué valor podría tener para ella un trono mancillado con la sangre de innumerables crímenes por la sucesión, motivados por los aspirantes al trono de las ramas insatisfechas de la familia? A ella nunca la hubieran mirado bien en Saillun, siendo una bruja obsesionada con obtener un poder que ni el trono de Saillun ni la magia espiritual, la magia de los pusilánimes, podían darle. ¿Pero acaso hay mayor ruindad que la de una familia real que se vende a sí misma como valedora de la Paz y la Justicia, pero que, de puertas de palacio hacia adentro, sólo era una jauría de perros hambrientos de poder político y de oro, dispuestos a desollarse vivos por una corona? ¿Cabe mayor hipocresía que esa? ¿Cómo podría ella siquiera mirar a la cara al príncipe Filionel, su padre, sin acordarse de que el camino de su permanencia en el trono, el trono en el que querían sentarla a ella, estaba sembrado de cadáveres? Cadáveres... Naga recordaba el de su madre, tendido en un charco de sangre, tras haber agonizado entre estertores ahogados y convulsiones, al haber sido apuñalada por un sicario que tenía órdenes no de matarla a ella, sino a la misma Naga, la futura reina. Con ella estaba también Amelia, que entonces apenas sí sabía hablar, y que en ese momento no se apercibía bien de lo que ocurría, de qué hacía madre en el suelo junto a aquella daga ensangrentada que marcó sus vidas para siempre. Pero ella ya era lo suficientemente mayor como para saber que su madre acababa de dejar de existir. Y todo, por intentar protegerla a ella. A ella y a su hermanita. Aquello la destrozó psicológicamente. Gracia no volvió a ser ella nunca más: la joven princesa, tal y como sus allegados la conocían hasta entonces, murió con su madre aquel día, para ser sustituida por una díscola preadolescente con una temprana y preocupante afición a las drogas. Además, creía que aquella daga debió derramar su sangre, no la de su madre. Era ella quien tendría que haber desaparecido. Sí. A lo mejor hubiera sido mejor así. Por eso, Naga, a los quince años, y ante la atónita mirada de su hermanita Amelia, a punto de cumplir doce, hizo un hatillo y huyó de tanta mezquindad maquillada con bellas palabras (Paz, Justicia...). Y cuando Naga dejó atrás los muros de la capital del reino, se reencontró con una paz interior similar a la que alcanzaba años atrás, en los cálidos brazos de aquella madre a la que las intrigas entorno a aquel trono que ella parecía destinada a ocupar se habían llevado por delante.
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"Que Ceiphied os lo pague". Aquellas amables palabras fueron todo cuanto recibieron Lina y Gourry de aquel viejo, después de que ellos le hubieran librado de la amenaza de un temible dragón rosado en estado de embriaguez (a pesar de su aspecto dócil, los dragones rosados pueden llegar a ser muy agresivos, especialmente si llevan varias pintas de cerveza entre pecho y espalda). Ya era de noche y la extraña pareja de aventureros tenía que resignarse una vez más a dormir al raso, debido precisamente a aquellos honorarios tan sui generis que habían cobrado ese día. Lina trataba de dormir, tumbada boca arriba sobre la espesa hierba del claro del bosque en el que decidieron pernoctar. Una honda preocupación le impedía conciliar el sueño. Bueno: eso, y los ronquidos de su compañero de fatigas, que se hacían a cada momento más similares a los de un wyvern en celo, a pesar de lo cual, Lina seguía mirando al chico con una profunda desazón, más que con fastidio. La hechicera se puso de lado, en posición fetal, acarició tímidamente un mechón de la larga melena rubia de Gourry y susurró: "no lo entiendo", mientras recordaba lo ocurrido.
Ocurrió que la extraña pareja acababa de llegar a una aldea no muy lejos de Saillun llamada Hergest Ridge, tras días enteros de recorrer los bosques aledaños y vías pecuarias sin haber encontrado una sola banda de salteadores de caminos con los que dar una dimensión efectiva, real y palpable al viejo dicho "donde las dan, las toman", es decir, a los que vapulear salvajemente y después desposeer de su botín. No les quedaba ni una moneda y estaban exhaustos y hambrientos, tesitura en la que, la verdad sea dicha, no era la primera vez en la que se veían. De pronto, en una de las pintorescas callejuelas que Lina y Gourry recorrían en busca de alguna pendencia con facinerosos urbanos que aliviara su comprometida situación pecuniaria, un alarido desesperado se alzó por encima incluso de los rugidos de sus estómagos.
-¡Auxorroooooo! ¡Sokiliooooooo!
Gourry, por instinto, preguntó a Lina:
-¿Qué idioma era ese?
-¡Cierra el pico, ceporro! –interrumpió Lina- ¡Y ven, que puede que esto nos salve el día!
Apenas terminó la última frase, Lina Invers, la mujer que destruiría una ciudad por una moneda de bronce, la hechicera que huele el oro antes que la mierda, comenzó a correr hacia el lugar desde donde partieron los gritos. Su compañero salió corriendo detrás de ella casi de inmediato, mientras iba echando mano a la empuñadura de su espada de buen acero forjado, movido por esa idea suya de que debía ser el caballero protector de aquella dama tan peculiar. Gourry sabía que su escuálida y pelirroja consorte (en sentido etimológico, como el "ex-cathedra" de Zelas) actuaba de forma impulsiva, irreflexiva, lo cual casi siempre acarreaba consecuencias desastrosas.
Y allí lo vierais. En una plazoleta pública de la aldea, a la puerta de una taberna, entre un corro de curiosos transeúntes que se habían parado a admirar tan insólito espectáculo, un dragón rosado algo más grande que un oso pardo, provisto, como todos los de su especie, de unas alas que las leyes de la evolución natural de las especies habían empequeñecido hasta ser poco más grandes que las de un murciélago gigante o un gallo, bailaba un abominable "agarrao" con un pobre anciano. El orondo animal de piel rosa alzaba al pobre individuo abrazado, estrujado y estrechado contra su enorme cuerpo, rodeado y estrangulado por sus cortos pero fuertes brazos. Durante su ebrio movimiento de vaivén, el dragón zarandeaba al viejo de forma que sus escuálidas y osteoporosas piernas realizaban un movimiento oscilatorio nada armónico ni simple, tomando cada cual una trayectoria en el espacio independiente respecto de la otra, como los badajos de dos cencerros colgados de una cabra al trote. Ante la visión de semejante escena, parecía evidente que el estado de embriaguez de la bestia era ya realmente avanzado. Según el tratado más fiable y riguroso que se ha escrito sobre la intoxicación etílica, atribuido a la hechicera y experta en aguas y brebajes Naga, La Serpiente Blanca, la borrachera más común, la denominada Tipo 1 o Tipo Festivo-Finisemanal, puede evolucionar hasta tres grados, dependiendo de la cuantía de la ingesta alcohólica, a saber: Grado 1 o Exaltación de la Amistad (el sujeto manifiesta su afecto de forma dolorosamente efusiva), Grado 2 o Negación de lo Evidente (el sujeto niega categóricamente estar curda, entre otras cosas más que obvias), y Grado 3 o Cánticos Estúpidos (desde Santurce a Bilbao, pasando por Asturias -patria querida-, la puta de la cabra, o la exaltación de los incoloros vinos de una tal Asunción). De alguna forma, Lina intuyó que era ya una trompa Tipo 1, Grado 3, dado que el dragón, a pesar de que pudiera parecer que lo suyo era una manifestación de cariño extralimitada (Grado 1), profería en su baile grotesco una sarta de gruñidos y bufidos con cierto sentido de ritmo, melodía y, a ratos, incluso armonía, lo que quería decir que su estado de embriaguez era tal que no sería un rival difícil para una hechicera como ella. El pobre anciano volvía a pedir auxilio con gritos desesperados, ante la pasividad impotente (o cobarde) de la multitud expectante. Lina se colocó justo delante de la pareja de baile y puso los brazos en jarra, dejando por un momento que su melena pelirroja y su capa negra ondeasen a un viento inexistente. Justo detrás, el recién llegado Gourry Gavriev, el hombre del cerebro de medusa, desenvainaba su espada y se colocaba en posición de ataque (su capa y su larga melena rubia también ondeaban, a pesar de que no corría ni una brizna de viento). El dragón, borracho, pero no tonto, se percató enseguida de que estaba siendo amenazado y, ni corto ni perezoso, cogió al anciano por un tobillo con una de sus fuertes garras y comenzó a blandirlo como si de un mayal se tratase. El pobre infeliz, con cada bandazo, emitía un grito de pavor y dolor más y más escalofriante, pasando de toque de corneta a gorrino en plena matanza; gritos que eran casi ahogados por el crepitar de su osamenta octogenaria. Lina y Gourry no estaban dispuestos a morir de un viejazo, pero tampoco a huir ante una concurrencia tan abrumadora. Lo cierto es que, ante tal ultraje por parte de una bestezuela del tres al cuarto, a ambos, especialmente a la orgullosa Lina, ya les daba lo mismo la suerte que corriera el viejo: se trataba de un asunto de honor.
-¿Te estás poniendo farruco? –gritó Lina al animal, indignada.
Pronunciadas esas palabras, el dragón rosado lanzó una mirada a la hechicera. Primero fue desafiante, pero al momento la bestia fijó sus ojos en los de Lina y su mirada se fue tornando serena, luego amable y, finalmente, tierna. La fiera de color fucsia dejó de blandir al ochentón, aunque sin soltarlo del pié de donde lo tenía fuertemente asido, quedando cabeza abajo, con los ojos desorbitados. El dragón se quedó un momento con su mirada fija en la joven, con ojos de cordero degollado y con la cabeza ligeramente ladeada. Lina no salía de su asombro.
-¿Qué pasa, Lina? –inquirió Gourry- ¿Lo has acojonado?
Al momento, el dragón soltó de golpe al anciano e, inerme, abrió sus brazos de par en par y, sin dejar de mirar con una ternura infinita (curda, pero infinita, al fin y al cabo) a Lina, corrió hacia ella con un entusiasmo que mis torpes palabras jamás alcanzarían a describir y, entre amorosos bufidos, la estrechó entre sus brazos y se aferró a ella como un náufrago a una tabla flotante. Una ovación cerrada y enternecida llenó la plaza. El animalote comenzó a mecer suavemente a un lado y a otro a la bruja, mientras acariciaba con su hocico su pelirroja cabeza. El público, ante la evidencia de que acababa de asistir al nacimiento del amor su estado más puro, capaz de traspasar incluso fronteras biológicas y zoológicas, comenzó a ovacionar de nuevo, entre exclamaciones melifluas del tipo "¡Qué tien- no!", "¡Mira qué monaaaaada!" o "A ver si aprendes del dragón, Borja Luis, que desde que estoy embarazada ni me tocas, so cerdo".
-Parece que le gustas, Lina –dijo Gourry, con una amplia sonrisa y rascándose la nuca
Pero los gritos ahogados e histéricos de Lina pusieron fin a tan idílica escena:
-¡Sonfcoorrronf! ¡Gouf-ry, haf algngo! ¡Nom pfuedo refbirar!
-No besuquées al dragoncito mientras hablas, Lina, que no te entiendo. –Replicó Gourry.
-¡Mfete a dommarf bfor gulo! –respondió Lina, ante la evidencia de que, una vez más, su compañero no acababa de entender la situación.
Las risotadas de los mirones, movidos a la hilaridad por el espectáculo, resonaron como unas risas enlatadas de telecomedia. Lina había errado en su juicio de la borrachera del dragón rosado: parecía ya más claro que estaba en el Grado 1 de su embriaguez, y que los cánticos y los bailes se debían a que la curdología no es una ciencia exacta, y a que, a lo mejor, Naga, su antigua compañera de correrías, se había pasado de lista en su tratado, pionero en dicha disciplina. Dándose cuenta de su error, la hechicera pelirroja, conocida como Pechoplano por las lenguas más viperinas (ahora, además, aplanado por la presión ejercida por el animal), pensó que la mejor manera de quitarse de encima al dragón era lanzar un hechizo Purificación para inhibir el alcohol en su sangre. La muchacha se concentró y pronunció el mantra correspondiente (bueno... más o menos):
-¡Fburifigaciónf!
Acto seguido, la cara del dragón cambió radicalmente. Los ojos de cordero degollado dieron paso a una mirada de estupor hacia la hembra de Homo Sapiens Sapiens que parecía haber aparecido de pronto entre sus brazos. Los abrió súbitamente, dejando caer sobre sus nalgas a la pobre bruja. Ella alzó su mirada hacia la oronda fiera desde el suelo.
-Podrías tener un poco de cuidado, ¿no? –clamó
El dragón miró hacia abajo y volvió a clavar su mirada en Lina, pero era terror lo que podía verse en sus ojos esta vez. Gourry, precavido, se interpuso entre el dragón y la que consideraba su protegida, espada en ristre. Ella se levantó, extrañada por la actitud de un animal de natural dócil y confiado, y volvió a mirarlo, por encima del hombro del guerrero. El animal dio un respingo y emprendió una huida desesperada.
-¿Cómo puede un bicho tan gordo correr tanto? –preguntó Gourry.
"Incluso un dragón huiría de ella". Esa era una de las frases que más se repetían popularmente respecto a Lina Invers. Por eso mismo las risas de la gente congregada en torno a la particular escena, que había oído una y mil veces a Gourry llamarla por su poco común pero célebre nombre, se le clavaban como puñales. La ira se apoderó de ella y, como presa de una fuerza desconocida, salió en persecución del reptil. Gourry estaba asustado: nunca había visto correr tanto a su amiga, ni siquiera tras una moneda rodando cuesta abajo. Él también salió corriendo, espada en ristre. A la carrera, dragón, bruja y espadachín salieron del poblado y se adentraron en los montes. El dragón en ningún momento dejó de correr, despavorido. Lina, ávida por darle caza, hizo algo a lo que Gourry, quien observaba atónito y sin dejar de correr los acontecimientos desde no poca distancia (el cansancio comenzaba a hacer mella en él), no daba crédito a sus ojos: su amiga lanzó contra el dragón un Mega Brand, algo que incluso alguien tan corto de entendederas como Gourry consideraba matar moscas a cañonazos. Parece ser que la ira desvirtuó su habitual buen tino, y el hechizo impactó muy lejos del dragón rosado. No obstante, la inmensa explosión fue lo suficientemente potente como para que saliera despedido junto con gran cantidad de tierra y astillas que justo un instante antes eran árboles. Tras aterrizar, el dragón rodó unos metros por el suelo. Pero Lina siguió corriendo hacia él. Una vez llegó, se paró junto a él. Gourry comprobó horrorizado, mientras seguía corriendo hacia ella, que movía hacia adelante y hacia atrás su pierna derecha, en pie junto a la bestia. Lo estaba rematando a patadas. Cuando el guerrero llegó hasta donde Lina estaba, comprobó que había pasado de dar paradas a dar violentos pisotones.
-¡Lina! ¿Puede saberse qué...?
Gourry no terminó la frase. Un sonido similar al de una sandía estrellándose contra el suelo le heló la sangre. Lina se giró hacia él. Su sudadera amarilla estaba roja. Su rostro desencajado también lucía el color de la sangre. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del zagal. Sus manos se vieron de pronto incapaces de sujetar la espada, que cayó al suelo.
-Lina... ¿Qué coño... ? ¿Qué... has... hecho?
Gourry no entendía nada. Su amiga podía ser muy agresiva a veces, pero no era un ser capaz de algo tan cruel y tan ruin. No, al menos, que él supiera. El joven miró a la hechicera con un nudo en la garganta. Pero la tristeza en el rostro de Gourry no impidió que Lina se abalanzara sobre él. Lo tumbó. Se puso a horcajadas sobre él. Clavó en él sus ojos inyectados en sangre. Rodeó su cuello con sus manos. Gourry no se lo podía creer. Ella babeaba como un perro rabioso. No. "Aquello" no era Lina. No "su" Lina, al menos. Le faltaba el aire. La presión que le aplastaba la garganta le dolía hasta nublarle la visión. No. No podía ser. Aquello no podía estar sucediendo. "No es verdad: Lina no es así", pensaba. Por un momento, los azules ojos del muchacho se quedaron fijos en los suyos. Una lágrima rodó por la mejilla del guerrero. De pronto, la presión sobre su cuello cesó. En los ojos de Lina ya no había ira, sino horror. Lina soltó su cuello y, en un sobresalto, se levantó. Luego se dejó caer sobre sus posaderas y, con la misma mirada de horror, reculó sin levantarse, gimiendo y jadeando. Gourry se incorporó y se sentó. Ambos se miraron con incredulidad. Jadeaban. Luego Gourry perdió su mirada a lo lejos, en un punto imaginario. Los jadeos de Lina se tornaron en sollozos. Quería hablar, quería decir que lo sentía, que no entendía lo que acababa de pasarle, que no comprendía cómo había llegado a eso, pero un nudo en su garganta le impedía articular sus palabras, como si tuviera una piedra en enorme bajo el velo del paladar. Sólo podía mover la boca, y a duras penas. Gourry se puso en pié y le tendió la mano.
-Venga, Lina, regresemos al pueblo.
Ella se cogió a su mano y se levantó también, con los ojos cerrados. El sentimiento de culpa no le dejaba ni mirarle. Bajaron al pueblo cada uno por su lado, distantes, cabizbajos, sin mirarse siquiera, como dos desconocidos que sólo compartieran el polvo del camino. Llegaron de nuevo a la plazoleta, donde el octogenario que hizo de pareja de baile al malogrado dragón esperaba su vuelta. Miró a los jóvenes, sinceramente agradecido.
-Por des-sagria, hijos míos, no duepo daros otra cosa que mi dembición, por el insemno favor que me habéis hecho. Que Ceiphied os lo pague.
Lina frunció el ceño. Gourry, ante el temor de que cometiera otra estupidez, sujetó a la bruja rodeándola con sus brazos. No podía creer que una chica de pequeña estatura y tan delgada pudiera tener tanta fuerza. Sus muestras de ira eran aún más desproporcionadas y violentas de lo habitual. Llegó incluso a levantar un palmo sobre el suelo a Gourry con los movimientos convulsivos que ella efectuaba para deshacerse de él, mientras el viejo huía despavorido. Harto de tanto aspaviento, Gourry la agarró de los hombros le dio la vuelta de forma brusca y volvió a agarrarla fuertemente por los brazos.
-¡¡Basta ya, Lina!! ¡¿Qué diablos te ocurre?!
Los ojos de Lina volvían a estar enrojecidos y cubiertos de venillas. Pero enseguida que Gourry comenzó a mirarlos, la ira en ellos de apagó, y el rostro desencajado de la hechicera volvió a tornarse compungido, justo antes de que lo hundiera en el pecho del joven y comenzara a llorar. Él la abrazó con una ternura y una delicadeza tales que pudiera parecer que ella podría romperse sólo con un roce. De forma instintiva, mecánica, besó su cabeza. Gourry sintió, quizá por primera vez, que entre sus brazos estaba lo más valioso de este mundo, y que, por mucho que lo intentara, no podría abrazar así a nadie más.
Lina volvió a su realidad inmediata, de noche, tumbada junto a Gourry, insomne. Seguía preguntándose, no obstante, qué podía haberle pasado. No era consciente de que unos ojos furtivos les observaban en la noche.
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-¿Pero qué coño... ?
Fue todo lo que Naga pudo pronunciar en su estupor. De pronto parecía haberse olvidado de su pelea con Luna. Tenía la cabeza tan echada hacia atrás, que parecía que se había roto el cuello. Miraba con los ojos como platos hacia aquella jovenzuela que tan a gusto parecía sentirse haciendo de pararrayos.
-¿Quién diablos eres? –inquirió Naga.
-¡Tiembla, bruja: soy la amenaza que se cierne sobre tu cabeza! –amenazó grandilocuente la misteriosa desfacedora de entuertos.
-¡Será mejor que no te metas en esto, niña! –intervino Luna, aunque sólo fuera por tener algo de voz en su incómoda tesitura de dama en apuros.
-¡Hum... ¡ -dijo Naga para sí, en voz baja- Parece una de esas niñas de la nobleza advenediza a las que les gusta jugar a aventureros.
-¿De la nobleza? –Noel improvisó una bocina con las cavidades de sus manos, la dirigió hacia arriba y gritó: - ¡Eeeeeoh! ¿Sabes de alguien que pase farlopa en esta mierda de sitio?
Luna reparó en que ni el aspecto ni el vocabulario de Noel eran del todo normales. Se dirigió a él con cara de sorpresa, mientras lo señalaba con el dedo de marcar bichos raros:
-Tú no vendrás también de ese mundo, ¿no?
Naga, ajena a Noel y a Luna, respondió a la chica del tejado:
-¿Crees que así das miedo? ¿Por qué no bajas a darme miedo de verdad, renacuajo?
Atendiendo a su propuesta, la muchacha de blanco dio un salto desde el tejado, realizando una prodigiosa voltereta mortal hacia adelante suspendida en el aire. La ejecución del ejercicio fue brillante, y hubiera merecido el calificativo de magistral si no llega a ser porque la pequeña gentildama no tuvo en cuenta que la distancia entre el punto de partida del salto y el suelo no era exactamente la misma que la que había entre dicho punto y la cabeza de Naga, que estaba erguida en su misma vertical (la diferencia era de casi ciento ochenta centímetros), por lo que no le dio tiempo siquiera a maniobrar para dar una salida algo más airosa a su espectacular zambullida en el vacío, como un aterrizaje en blandito sobre sus propias nalgas, y aterrizó de cabeza sobre la cabeza misma de Naga, provocando un ruido sordo como el de un coco cascándose contra una roca, para luego rebotar dos veces, también sobre el cráneo, en el duro adoquinado de la calle, emitiendo con cada contacto con el suelo sendos "ayes" estertóreos, y quedar finalmente por tierra, decúbito prono, con cara, clavícula y hombros en el suelo, espalda en diagonal hacia arriba, el trasero dirigido hacia las estrellas, rodillas y puntas de los pies hincados en el pavimento, y brazos desparramados por el mismo. La capa de la muchacha, echada sobre ella, tapaba parcialmente, como si de un manto de pureza se tratase, tan bochornosa pose.
Luna se dirigió hacia la joven de blanco. Después de todo, ella, como damisela, se debía a su caballero. En contra de lo aconsejado en estos casos (es peligroso mover a un contusionado), le dio la vuelta y la tumbó boca arriba. Su caballero era una dama de poco más de un metro sesenta de estatura, pero francamente bella, vestida ut supra diximus, es decir, toda de blanco con ribetes púrpuras, como el reverso de su capa. Llevaba alrededor del cuello y de una de sus muñecas sendos amuletos esféricos azules con una estrella de seis puntas grabada (¿quizá de la casta sacerdotal de Saillun?) engarzados en finas cintas de suave y brillante raso del mismo color de los ribetes. Su pelo era de un negro intenso, como el de la grosera bruja que también yacía en el suelo, semiinconsciente y decúbito supino, pero cortado a media melena y ondulado hacia afuera, configurando dos curiosas aletas, y con un mechón rebelde que salía hacia arriba desde la coronilla idéntico (Luna acababa de percatarse) al de Naga. También sus ojos, en ese momento entreabiertos y estrábicos, eran de un azul intenso, profundo, según veía Luna gracias a su inestimable luz mágica. Aunque los rasgos y las hechuras de la pequeña sacerdotisa eran más delicados, el parecido entre ella y Naga era evidente.
La joven parecía volver en sí. Luna, al advertirlo, la reprendió:
-¿Estás mal de la cabeza, niña? ¡Podrías haberte matado!
-¡Aaaaay! –la pequeña justiciera giró ligeramente su mirada a Luna, sin levantarse- Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta –no fue por estos campos el mítico jardín-: son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.
Dichas estas enigmáticas palabras, la sacerdotisa andante pareció volver a perder el conocimiento.
Justo al lado yacía, claro, Naga, y junto a ella estaba arrodillado Noel, dándole palmadas en las mejillas, mientras, en su tono de borracho indolente, le preguntaba:
-Oye, tú, no te habrás muerto, ¿no?
-Nnooo... –gimió Naga.
-Pero... ¿de verdad que no te has muerto? –insistió el desgreñado individuo.
-No puede... no puede... ser... –Naga susurraba para sí, ajena a las palmadas y a las inteligentes preguntas de Noel- No puede ser ella.
-Joder, Naga, tía. –el adormilado alfeñique seguía a lo suyo, abofeteando de forma insistente a la enorme hechiera- ¿Estás muerta o algo? Dímelo.
Como por ensalmo, La Serpiente Blanca recuperó el conocimiento, abrió los ojos bruscamente y se abalanzó sobre el desgreñado muchacho, lo tumbó boca arriba y, a horcajadas sobre él, comenzó a abofetearlo con todas sus fuerzas, que no eran pocas, y a gritar, histérica y con los dientes apretados:
-¡¿QUIE-RES – DE-JAR – DE – JO-DER-ME –CON – LAS – PAL-MA-DI-TAS, I-DIO- TA?! -el silabeo acompañaba la cadencia de los golpes.
La hechicera negra se levantó y caminó hacia Luna, que intentaba reanimar a la pequeña saltimbanqui, aún tendida en el suelo, visiblemente conmocionada con el golpe. Se agachó junto a la sacerdotisa hincando una rodilla y miró a Luna:
-No uses al renacuajo ese como excusa para no batirte.
Pero era ella misma, Naga, la que necesitaba un pretexto para acercarse a mirar más de cerca a la chica que cayó del tejado. Había una sospecha inquietante que confirmar. La chica tumbada abrió los ojos. Parecía que esta vez de veras había vuelto en sí.
-¿Estás mejor? -dijo Luna, ignorando los desplantes de Naga.
-Creo que... sí. -respondió la joven.
-¿Quién diablos eres? –preguntó curiosa Naga.
-Soy...
La pequeña se puso en pie de golpe, separó las piernas, alzó su dedo índice al cielo estrellado y clamó con su voz aguda y una expresión desafiante en el rostro:
-¡Mi nombre es Amelia Wil Tesla Saillun, princesa del reino de Saillun y garante de la Justicia allí donde va!
A Naga, de pronto, le recorrió el espinazo un escalofrío que no recordaba haber sentido desde hacía mucho, mucho tiempo. Pero prefirió no decir nada. Ahora que su vida se había estabilizado, y que era no sólo una aventajada estudiante de Enología de la Universidad de Zefielia, sino también una reputada tratadista de lo que podría ser una nueva disciplina científica derivada de la Enología, la Curdología o estudio de los efectos de los estupefacientes sobre el organismo y la conducta humanos, y sobre la posibilidad de que las drogas ayuden a trascender el mundo conocido y llegar a otros mundos, no quería agitar a los fantasmas del pasado.
Y es que la princesa renegada Gracia Wil Naga Saillun, la ahora conocida como Naga La Serpiente o, simplemente, Naga, se había reencontrado con su hermana pequeña Amelia, tras abandonar, y no de forma precisamente amistosa, el hogar paterno, su familia, el reino que estaba destinada por derecho sucesorio a heredar y la institución a la que representaba: la monarquía más poderosa e influyente de lo que en su día fueron los reinos de la Gran Barrera. Y es que una hechicera negra con un potencial como el suyo no tenía ningún futuro en el reino de la magia blanca por excelencia, cuando menos en su casa real. Y después de todo, ¿qué valor podría tener para ella un trono mancillado con la sangre de innumerables crímenes por la sucesión, motivados por los aspirantes al trono de las ramas insatisfechas de la familia? A ella nunca la hubieran mirado bien en Saillun, siendo una bruja obsesionada con obtener un poder que ni el trono de Saillun ni la magia espiritual, la magia de los pusilánimes, podían darle. ¿Pero acaso hay mayor ruindad que la de una familia real que se vende a sí misma como valedora de la Paz y la Justicia, pero que, de puertas de palacio hacia adentro, sólo era una jauría de perros hambrientos de poder político y de oro, dispuestos a desollarse vivos por una corona? ¿Cabe mayor hipocresía que esa? ¿Cómo podría ella siquiera mirar a la cara al príncipe Filionel, su padre, sin acordarse de que el camino de su permanencia en el trono, el trono en el que querían sentarla a ella, estaba sembrado de cadáveres? Cadáveres... Naga recordaba el de su madre, tendido en un charco de sangre, tras haber agonizado entre estertores ahogados y convulsiones, al haber sido apuñalada por un sicario que tenía órdenes no de matarla a ella, sino a la misma Naga, la futura reina. Con ella estaba también Amelia, que entonces apenas sí sabía hablar, y que en ese momento no se apercibía bien de lo que ocurría, de qué hacía madre en el suelo junto a aquella daga ensangrentada que marcó sus vidas para siempre. Pero ella ya era lo suficientemente mayor como para saber que su madre acababa de dejar de existir. Y todo, por intentar protegerla a ella. A ella y a su hermanita. Aquello la destrozó psicológicamente. Gracia no volvió a ser ella nunca más: la joven princesa, tal y como sus allegados la conocían hasta entonces, murió con su madre aquel día, para ser sustituida por una díscola preadolescente con una temprana y preocupante afición a las drogas. Además, creía que aquella daga debió derramar su sangre, no la de su madre. Era ella quien tendría que haber desaparecido. Sí. A lo mejor hubiera sido mejor así. Por eso, Naga, a los quince años, y ante la atónita mirada de su hermanita Amelia, a punto de cumplir doce, hizo un hatillo y huyó de tanta mezquindad maquillada con bellas palabras (Paz, Justicia...). Y cuando Naga dejó atrás los muros de la capital del reino, se reencontró con una paz interior similar a la que alcanzaba años atrás, en los cálidos brazos de aquella madre a la que las intrigas entorno a aquel trono que ella parecía destinada a ocupar se habían llevado por delante.
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