1.1 Capítulo 5
El universo es inconmensurable. Hay mundos, por tanto, de todos los tipos y con todas las formas que uno pueda imaginar. Hay mundos que reposan sobre caparazones de tortugas gigantescas. Hay mundos apuntalados sobre el vacío por enormes bastones sagrados. Y hay mundos anodinos, absurdos y esferoidales que giran sobre sí mismos y, a la vez, alrededor de alguna estrella enana, perdidos en mitad de la nada. En un punto minúsculo de uno de esos mundos se hallaba, ignorante de su contingencia y fatuidad, convencido de estar tocado por la gracia divina, el prepotente y grosero parroquiano de Luna Invers.
Ese punto era una taberna perdida en algún pueblo costero de extraña belleza, de casas blancas, cielos grises, barcos de pesca y olor a tierra mojada. La taberna estaba decorada por fuera con un predominio del blanco con detalles en azul: los marcos de los ventanales y dos franjas a lo largo de toda la parte baja de la fachada. En los cristales de las ventanas, con vistas a un exterior dominado por dos enormes bandas horizontales, el azul intenso y uniforme del mar y el gris del cielo, irregular como una aguada de acuarela a esponja, a lo largo de cuya divisoria se extendía un brazo de tierra negruzca en cuyo cabo se alzaba un faro blanco, estaba grabado un giroscopio en sutil bajorrelieve translúcido, inscrito en una corona de círculo en cuya parte inferior, describiendo un arco, estaba escrito Lizarazu. A través de esos cristales, desde el exterior, se podía ver a la parroquia del local: hombres de gesto serio y piel curtida por la edad, el viento y las olas que, arropados por el humo gris e hipnótico del tabaco y en pequeños grupos sentados entorno a mesas cuadradas de madera oscura y tosca en sillas de lo mismo, departían de forma relajada, bien e tan mesurados, o solos, viendo pasar la vida desde su cálida atalaya, decorada con vetustas y barrocas lámparas de araña de latón tomado de herrumbre y salitre, y viejas fotografías en tonos sepia enmarcadas en madera noble (peral sabio, probablemente) que reflejaban escenas de ese mismo puerto, pero en otro tiempo, protagonizadas por otros hombres y mujeres de aspecto serio: otras vidas que el mar, el cielo gris y el faro, allá, a lo lejos, vieron pasar.
Pero el hombre que susurraba a los taburetes no estaba en una mesa. El hombre que susurraba a los taburetes estaba esta vez sentado sobre uno sin preocuparle eventuales bisoñés o tocados en la cabeza que el asiento pudiera tener. Curiosamente, estaba degustando una bebida no alcohólica, ante una barra de madera vieja (puede que de peral sabio, puede que de castaño o de roble, aunque no es un detalle a tener en cuenta) tras la cual reinaba, entre estanterías con botellas, una mujer joven, de cabello oscuro, largo y ondulado, de complexión recia (lo que comúnmente se conoce como "un pedazo de maciza") y unos bellos ojos negros, grandes y perfilados por unas densas pestañas. Era muy similar en hechuras y maneras a la propia Luna, pero ese era un detalle en el que el encorbatado individuo no había reparado. En lo que sí reparó el malencarado y malhumorado padrastro de su patria era en que otra bella mujer, esta de cabellera blanquecina recogida en dos trenzas y ojos violáceos y oblicuos, vestida con un chaleco negro abrochado sobre una camisa blanca y pantalones vaqueros, se le acercaba. Se dirigió a él con una voz dulce y suave como un susurro:
-Menos mal que le he encontrado. Llevo todo el día buscándole.
-¡GRUNF! ¿Quién diantre es usted? –dijo el hombre, sin girarse, mirando a la mujer de reojo.
-Soy la dueña y señora de Xellos.
-¡Ah! ¡De ese! ¿Y qué quiere? –ya se dio la vuelta.
-Mi sacerdote está muy ocupado sirviendo a mis propósitos, así que me he rebajado a hacerle un pequeño favor. Me ha dicho que le entregue esto.
Zellas le tendió un sobre de papel grueso y rugoso, sellado y lacrado.
-¿Y qué es?
-No lo sé. No lo he abierto. Es sólo para sus ojos. Me pidió que le advirtiera que mantuviera el contenido de esta carta en el más absoluto de los secretos, que la destruyese una vez leída y que defendiese ese secreto con su vida si fuera necesario.
El grosero individuo arrancó el sobre de las manos de la señora demoníaca con brusquedad. Con un inusual cuidado rompió el sello de cera que lo cerraba y extrajo el amarillento papel doblado que contenía. Se iba a disponer a desplegarlo ante sus ojos cuando miró con desprecio a Zellas y le dijo entre dientes:
-Creo que ya puede largarse con viento fresco, señorita. ¡GRUNF!
Los ojos rasgados de Zellas se volvieron blancos. Un viento frío y una extraña neblina inundaron el ambiente de la tasca. La señora demoníaca lanzó una mirada cortante y fría como el hielo, desprovista de pupilas e iris, al parroquiano, que la observaba horrorizado, con la mano que sujetaba la carta temblorosa como un flan. Toda la taberna tembló bajo los pies de los presentes hasta tal punto que del techo comenzaron a caer lascas de yeso. Un ensordecedor rumor de tierra resquebrajándose inundó el ambiente. La pobre camarera, al borde de un ataque de histeria, apenas podía gritar debido al horror que le producía aquella visión. Menos comedidas fueron las reacciones de la mayor parte de la parroquia, que huyeron despavoridos por la puerta a los gritos (no exentos de cierta flema, pero gritos al fin y al cabo) de "¡Andalaostia!", "Como que esto se derrumba y nos va a pillar debajo, ¿no?", "¡Sálvese quien pueda!" y "¡Yo no sé si puedo, pero lo voy a intentar!". La diablesa abrió la boca ligeramente para enseñar sus colmillos, que habían crecido considerablemente, y para decir, sin perder su tono pausado, pero con severidad:
-No se atreva a hablarme así otra vez. No tiene ni idea de con quién está tratando.
Al instante, Zelas recobró la compostura, sonrió al parroquiano, se dio la vuelta y se fue mientras decía:
-No entiendo cómo mi siervo puede hacer pactos con alguien como usted.
El tipo canoso recuperó su habitual cara de vinagre mientras leía el contenido de aquella hoja de papel rugoso y plegada en tres que tenía en sus manos. Luego, sin apartar la vista de la misteriosa carta, asintió con la cabeza mientras se dibujaba en su rostro algo vagamente parecido a una media sonrisa. Finalmente volvió a su seriedad habitual.
-¡Lizarazu! –ladró con su tono de sargento chusquero.
-¿Se... señor? –respondió, solícita, la sufrida camarera, quien, sorprendentemente, parecía ya recuperada del espanto, pues estaba absorta tras su barra con una videoconsola portátil entre las manos.
-Póngame lo de siempre. Una botella entera. Me espera un día duro.
-¿Y si desaparece otra vez? –preguntó la chica morena y alta de la barra.
-Si alguien pregunta, diga que estoy reunido. ¡GRUNF! Parece usted nueva, Lizarazu. –gruñó, arrugando el hocico con desprecio.
-De acuerdo, señor. –la camarera soltó la maquinita sobre la plateada cámara de los refrescos, se dio la vuelta, cogió una botella de lo de siempre y se la sirvió al parroquiano, junto con un vaso pequeño, para luego añadir:- Digo yo que si usted bebería menos, no se le arrimaba tanta gente rara. Ya me espantó bastante clientela aquel tío raro que se vino con usted el otro día con la sonrisa puesta.
El parroquiano se sirvió el primer vaso. Luego miró a la camarera como quien mira la cagada de perro que acaba de pisar y rugió:
-¡GRUNF! ¡Ni una palabra a nadie de este asunto, Lizarazu, que me parece que sabe usted demasiado!
-Por supuesto, señor. –respondió la joven, para luego volver a su videojuego.
Pero el grosero y orondo parroquiano no escuchó nada, pues ya estaba en plena libación, dispuesto a volver a aquel mundo, siguiendo las instrucciones de la carta. En un ambiente vacío del rumor de voces típico de una taberna, tomado por los ruidos enlatados de la videoconsola, engulló el licor de tres largos tragos, lanzando con fuerza su cabeza hacia atrás. Luego martilleó la barra con el grueso fondo del vaso, provocando un sonido que resonó hasta en el último rincón de la taberna. Justo antes de servirse el siguiente vaso, se quedó pensativo, mirando el vaso como si intentara ver en él algo más que restos del oloroso brebaje, y pensó:
-(Bueno... Al menos, voy a sacar tajada de esto, después de todo. Espero que puedan meter en cintura a esa Invers mientras yo esté allí.)
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El salón de la casa de Giras tenía un aspecto algo más acogedor que aquel angosto y húmedo recibidor. Era realmente amplio. Al entrar, a la derecha, destacaba una enorme librería modular de madera con unas vitrinas en la parte central que guardaban delicadas piezas de cerámica de colección y tres series de amplios cajones en el cuerpo inferior. En el centro se hallaba una mesa camilla con faldilla de lana gris y tapete de ganchillo de color hueso, iluminada por un quinqué que había sobre ella, justo en el centro, y una lámpara de araña de latón de cinco velas que quedaba justo por encima, y que el propio Giras se afanaba en encender. Estaba flanqueada por dos sillones con orejas tapizados en terciopelo gris con tapetes de ganchillo sobre sus respaldos y, justo al entrar, en el lugar en el que se encontraban los recién llegados y sus inesperados anfitriones, dos amplios sofás también tapizados en gris y con tapetes de ganchillo sobre los respaldos: uno de tipo rinconera cubriendo el ángulo que quedaba justo a la derecha según se entraba (justo al lado de la librería) con capacidad para cuatro personas, y un tres plazas justo en frente, junto al cual se levantaba una lámpara de pie de tamaño considerable. En el centro del espacio que enmarcaban los sofás había una mesita rectangular de madera noble también protegida por un tapete de ganchillo color hueso. Las paredes apenas se dejaban ver, debido a la enorme cantidad de cuadros de barroca moldura (madera con barniz oscuro y pan de oro) que las recubrían hasta casi alicatarlas, bodegones todos ellos. La librería también estaba llena de cuadros, pero algo más pequeños y todos ellos, además, servían no ya tanto para decorar como para hacer omnipresente la imagen de un niño pequeño de cabello verde azulado.
-Amelia, cielo –preguntó orgullosa y sonriente Filia-, ¿te gusta el salón? Lo decoré yo misma. A Giras le encanta, ¿verdad?
Giras respondió:
-Ss... sí, jefa. –para luego pensar- (Los cuadros del amo Var están bien, pero los putos tapetes y esos horribles bodegones van a ir al desván de cabeza en cuanto se largue)
Filia continuó agasajando a su manera a su regia e inesperada invitada:
-Miiira –tomó entre sus manos uno de los pequeños portafotos con cara de niño y, con un brillo especial en sus ojos, se lo mostró a Amelia, delicadamente, con ambas manos-: ¿Sabes quién es este? ¿Eeeeh? No me digas que no está para comérselo.
Amelia miró asombrada la imagen: un plano medio de un sonriente niño de pelo azulado largo y ondulado y enormes ojos color miel, flanqueado por dos alitas negras, emplumadas sólo parcialmente, que parecían salirle (de hecho, le salían) de la espalda.
-Pero... ¿este es Vargaarv?
-¡Ejem! –había fastidio en el carraspeo de Filia, al igual que en sus palabras, pronunciadas con un énfasis altanero, una vocalización exagerada y un ritmo muy marcado- No le llames así ni en broma, Amelia. –la dragona retiró bruscamente el cuadro de delante de la cara de Amelia y lo estrechó contra su pecho, cual si quisiera proteger al niño que allí había de algún peligro- Mi niño se llama Var. Lo de "–gaarv" sobra.
La princesa soltó una carcajada leve y tonta, mientras se rascaba la nuca y le caía una enorme y azulada gota por un lateral de la cabeza.
-¡Ji...! Es.. verdad. No... no había caído. Lo siento.
Pizpireta, sin signos ya de fastidio, Filia se puso a brinquitos justo detrás de Amelia, la cogió por los hombros, volvió a poner ante sus ojos el cuadro de Var y puso su mejilla junto a la de la princesa, mientras sus ojos, brillantes de humedad y repentinamente vueltos el doble de grandes que de costumbre, se clavaban en la foto, sobre un rostro ruborizado que de pronto carecía de nariz y sonreía con labio leporino.
-¡A que es una ricura, mi niño! ¿Eh? ¡A que ssssí!
-Fi... Filia –contestó Amelia con los ojos como platos y sin nariz-, estás empezando a asustarme.
Filia dejó en seguida de sonreír; recompuso su rostro, miró a Luna y le dijo:
-Bueno, Luna, te perdono esta faena por haberme traído a Amelia. Y ahora, dime: ¿qué diablos se te ha perdido aquí a estas horas? ¿Qué pasa con Lina? ¿Y quién diantre es el individuo ese que está sobando a Giras?
La dragona señaló alternativamente a Noel, que estaba realizando prospecciones pituitarias con el dedo índice mientras acariciaba insistentemente la cabeza de Giras (perriiiito guaaaapo, perriiiito), y a Naga, que se paseaba con sus larguísimas piernas por el salón, lentamente pero a grandes zancadas, con los brazos cruzados alrededor de sus enormes tetas, mientras observaba la decoración con gesto distraído.
-Lo primero... –Luna prefirió ir respondiendo por partes- quiero que Giras me dé mi espada, esté como esté.
-Pero... señorita Invers... –intervino el zorro, mientras era acosado por las caricias de Noel- las filigranas de la empuñadura están aún llenas de rebabas y aristas cortantes.
-¿Una espada con filigranas? –se entrometió Naga- ¿Se puede ser más hortera? –la bruja se llevó el dorso de la mano ante la boca- ¡¡HAAAAAA... mpfg!!
La antigua sacerdotisa del Dios Dragón de Fuego no dejó a la hechicera terminar su risotada. Es muy difícil reírse cuando tienes una maza tipo lucero del alba amenazadoramente incrustada en los dientes. La dragona rubia, con su dulce rostro convertido en una mirada helada y ceñuda que atravesaba de parte a parte los ojos de Naga, susurró iracunda:
-En esta casa hay un niño pequeño durmiendo. Si me lo despiertas, te comes la maza. ¿Entiendes?
Por extraño que parezca, Naga estaba realmente asustada, por lo que se limitó a asentir con la cabeza de forma nerviosa. Una vez más, fue Luna quien puso algo de paz:
-Filia... Déjala. Tenemos asuntos importantes de qué ocuparnos.
La aludida desincrustó de las doloridas encías de Naga su cachiporra, ante la mirada atónita de Noel y Giras, y la risa silenciosa, ahogada por las manos con las que se tapaba la boca, de Amelia. Luego miró con rostro severo a Luna, y, mientras se levantaba cuidadosamente el camisón para entallar el arma con una coqueta liga rosa a la cara exterior de su muslo derecho, inquirió, en voz baja, pero con la aspereza y los gestos amanerados de una portera que critica a la del cuarto derecha:
-¿Seguro que esos asuntos no tienen nada que ver con tu periodo, bonita? Porque te conozco, ¿eh? ¡Claaaaaro! Te lo pasas en grande con ese bala perdida con el que estás ahora, y luego, cuando las cuentas no te salen, vienes a pedirme soluciones a mí –la dragona se apuñaló el esternón con el índice para reivindicarse a sí misma-, como si tuviera la culpa de algo. Pues anda que...
Luna contestó:
-¡Ejem! "Ese bala perdida", como tú le llamas, tiene nombre.
-Bueno, pues que me parece un poco tarambana, ese Bulbasur, o como se llame. ¡Tch! Mira, cariño, que no: que no te conviene.
-¡Ejem! Se llama Vulvum. Y es muy buen chico: cuida de Delgia cuando no estoy. Y me importa una mierda que no te guste. Además, no hemos venido aquí para hablar de él.
-(Vulvum... ¿De qué me suena a mí ese nombre?) –se preguntó Amelia, pensativa.
-Es verdad –recapacitó Filia-, ¿para qué has venido a estas horas y con toda esta gente? ¿Para qué cuernos quieres tu espada ahora?
Luna acababa de acordarse de que había requerido hacía un momento su espada.
-¡Joder! ¡Mi espada! –miró al zorro, que seguía siendo víctima de las carantoñas de Noel- Giras, por favor, dile a ese oligofrénico que deje ya de fastidiar y vete a por mi espada.
Giras, que estaba echando mano de una de sus inseparables pistolas con la intención de descerrajarle a Noel un plomazo en los genitales para que se fuera a acariciar la rabadilla de su señora abuela, se alejó (al tiempo enfadado y aliviado, posiblemente) por un pasillo oscuro que partía del salón, quinqué en mano y en silencio para no molestar a su querido amo Var.
-¿Y por qué quieres tu espada? ¿Ocurre algo malo? –preguntó Filia algo asustada.
-Espero que no, pero tengo que ponerme en marcha, por si acaso. –respondió el Caballero de Ceiphied.
-Verás, Filia –intervino Amelia-, se trata de Lina.
-Luna... ¿qué pasa con tu hermana? No entiendo nada. –Filia estaba ya algo desconcertada.
-¿Recuerdas aquello de lo que hablamos? Ya sabes: ese desasosiego sin saber por qué, tu accidente del ánfora de Hormi-Ghon, mis trastornos con... ¡ejem!... lo mío... El Mal podría estar a punto de manifestarse en este mundo, y creo que Lina, al ser una de las hechiceras negras más poderosas y activas del mundo, podría ser uno de los media de esa manifestación. No preguntes cómo. El caso es que hay que avisarla como sea, y mantenerla vigilada.
-¡Jo, qué diver! –apostilló Noel.
Naga se acercó a Luna despacio, con gesto serio y pensativo, cual si valorara minuciosamente sus palabras.
-¿Es posible, según tú, que Lina haya sido seducida por el reverso tenebroso de La Fuerza?
-Yo no lo expresaría en esos términos tan pedantes –respondió Luna-, pero... Oye... –se rascó la barbilla un momento, reflexiva- ¿Qué entiendes tú por "La Fuerza"?
Naga dio un leve respingo, como si acabara de morderse la lengua, y luego se rehizo con una sonrisa tonta de circunstancias y una mano detrás de la nuca.
-Esto... no, nada... Cosas mías.
Giras llegó con la espada de Luna Invers acunada entre sus brazos, envuelta con un grueso paño de lana roja. Debía de medir un metro. Quizá algo más. Luna la tomó con mucho cuidado y la desenvolvió, dejando ver su vaina negra decorada con un remate dorado en la punta y otro en la boca, de donde asomaba una empuñadura cruciforme ricamente decorada con pedrería y filigranas. El acabado de dicha decoración aún era, como había advertido Giras, algo tosco. Incompleto.
-Señorita Invers, cuando acabe con ella, ¿le importaría volver a traérmela para que remate las filigranas? Y no os hagáis daño con las rebabas, por favor. Tened cuidado.
Luna miró al zorro con gesto amable.
-No te preocupes, Giras. Lo tendré. Muchas gracias. ¡Ah! –miró detenidamente la empuñadura- Estás haciendo un buen trabajo.
-¡Ah! Vea que la he afilado, como me pidió. Si fuera usted un hombre, podría afeitarse con ella. Pruébelo.
Noel se acercó lentamente a curiosear, con el índice de su mano izquierda aún metido en la nariz hasta una profundidad de casi dos falanges. Mientras, Luna desenvainó suavemente las espada. Asentía con la cabeza con satisfacción, mientras admiraba su hoja, de casi una cuarta de ancho y más larga que el brazo de su portadora. Y era una hoja admirable, sin duda. Admirable porque su punta era tan aguda que podía pinchar como un alfiler, y su doble filo, dividido por un alma poco profunda y perfectamente trazada, alcanzaba en su parte central no más de unos pocos milímetros, lo que hacía de ella un arma ligera y manejable, además de conferirle un engañoso aspecto frágil y una inusitada eficacia a la hora de asestar cortes limpios, casi de cirujano. Admirable, además, porque estaba pulida como un espejo; tanto era así, que pudo ver reflejado en él a Noel acercarse a ella desde atrás, aún con el dedo en la nariz. De pronto, algo la sobresaltó. La visión de Noel en el filo de su espada la turbó enormemente, como si hubiera, de buenas a primeras, algo amenazador en aquel elemento que parecía no tener ni conciencia de sí mismo. Con la espada tomada con su mano derecha por la empuñadura, el Caballero de Ceiphied giró sobre sí con una agilidad felina y le tiró al perro inglés una cuchillada tan brutal que los demás, aterrados y desconcertados, no vieron su brazo asestando el golpe, sino apenas una confusa estela de brillo metálico describiendo un abanico horizontal casi paralelo al suelo.
-¡¡Lunaaaaaa!! –exclamó Filia aterrorizada, llevándose las manos crispadas a la boca.
Noel estaba justo delante de ella, a muy poco más de lo que medían juntos su brazo y la espada. El muchacho tenía un corte limpio, como de tijeras de sastre, en la manga de la camisa que cubría el brazo que estaba adelantado y alzado para la exploración nasal. Aquel corte dejaba ver en su piel una sutil y pequeña línea roja de sangre: un arañazo con la punta de la espada.
-¡¿Estás loca?! – bramó Naga- ¡¡Casi mandas mis estudios a hacer puñetas!!
La cara de Luna era la estupefacción misma: la boca abierta y los ojos desorbitados e inexpresivos, como los de un cadáver. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba al ritmo de su respiración jadeante. Su brazo seguía extendido, en la posición final del golpe que acababa de asestar. No entendía cómo algo así acababa de sucederle. Era como si una amenaza real hubiera aparecido reflejada en el filo de su espada. Pero sólo era Noel. Aunque, definitivamente, había algo en aquel individuo que le inquietaba. Por un momento, Luna tuvo la sensación de que no hubiera hecho mal en lanzarle a aquel alfeñique unas cuantas cuchilladas más como esa y cortarlo en juliana. Pero recapacitó:
-¿Te he hecho daño? –preguntó mientras recuperaba el aliento y la expresividad en el rostro y envainaba la espada.
-Nnnn... no. –contestó Noel, obnubilado, si sacarse el dedo de la nariz.
-¡Señorita Invers! –Amelia también había recuperado, no sin esfuerzo, la respiración- ¿Qué hace?
-No... lo sé. No... no lo entiendo. De pronto me pareció... –respondió Luna.
Filia corrió en pos de Luna con cara de preocupación, mientras Noel seguía mirándose la manga de la camisa y el arañazo con asombro. La ryuzoku cogió a Luna por los brazos y la miró muy de cerca, como si quisiera encontrar en su cara, que Luna de pura vergüenza parecía negarse a mostrar, una respuesta a lo que acababa de suceder. Luna soltó la espada sobre la mesa camilla y se dejó llevar por Filia hasta uno de los sofás.
-Luna, cariño, ¿qué te ocurre? Venga, cielo. Lo que pasa es que todo esto te está poniendo un poco tensa. Será mejor que te sientes un poco y que te tranquilices.
La mayor de las Invers se fue dejando caer poco a poco en el sofá- rinconera, mientras Filia la sujetaba, hasta que se quedó sentada. El Caballero de Ceiphied se incorporó hasta clavar los codos en las rodillas, echándose el pelo hacia atrás mientras resoplaba con preocupación. Por un momento, todos pudieron ver los ojos que se ocultaban tras aquel flequillo de perro pastor: eran grandes, redondos y color miel. Amelia notó que aquellos ojos, y aquella cara completa, sin el velo negro del flequillo, tenían un aire familiar. "Realmente, es la hermana de Lina", pensó.
-Bueno, -dijo Filia- y de ahora en adelante, que nadie chille, por favor, que mi niño está durmiendo.
-¡¡AAAAAAAAGH!!
Un grito ahogado hizo que todos los presentes dieran un brinco, con los ojos como platos y el pelo erizado. A Filia le desconcentró tanto el chillido que de su zona lumbar afloró un indicio de su naturaleza de dragón, en forma de larguísima cola de color dorado, rematada por una punta en forma de triángulo, como la de una flecha, con un llamativo lazo de raso rosa atado.
-¡¡MI LIBRERÍIIIIIIIIIIIIIAAAAAAAAAAAAA!! ¡¡MIS LIBROS DE AAAAARMAAAAAAS!! –chilló Giras.
En efecto, media docena de lujosos volúmenes encuadernados en cuero rojizo con lomos rotulados con pan de oro, que quedaban más o menos a la altura justa del golpe que asestó Luna, aparecían con un corte transversal continuo y limpio, que se extendía hasta cortar uno de los tabiques de madera de la librería. El tajo fue tan brutal que los mitades de los libros estaban aún juntas, en su sitio; sólo ligeramente solapadas cada una con su correspondiente. La madera cortada no tenía el más mínimo astillamiento. La espada de Luna lo había cortado todo como si fuera mantequilla.
-¡¡MAAAAAAMAAAAAAAA!! –del interior de la casa les llegó la voz llorosa de un niño.
Si las miradas matasen, Giras hubiera caído asesinado por los ojos azules de Filia, que agarró al zorro por una de las orejas y le susurró, visiblemente irritada:
-¡Histérico! ¿Ves? ¡Ya has despertado al niño!
Acto seguido, la dragona se dirigió a paso ligero hacia el oscuro corredor quinqué en mano, haciendo retumbar el suelo con el sonido de sus pies descalzos, mascullando:
-¡Ntch! ¡Qué locura, qué locura...! –para luego decir:- ¡Ya voy, mi tesooooro! ¡No pasa naaaadaaaa!
Con un aura de luz rojiza que iba dibujando a tramos las estancias de la casa por donde iba pasando, Filia se adentró e la habitación del pequeño Var, que seguía reclamando la presencia de su madre adoptiva de forma estrepitosa en insistente.
-Ya estoy aquí, mi cielo –musitó melosamente.
La dragona depositó el quinqué en la mesita de noche y se agachó a coger en brazos a un niño de cabellos azulados, de unos tres años. Lo apretó contra su pecho y lo acunó dulcemente. El pequeño dejó de llorar y se limitó a sollozar de forma silenciosa, con un nudo en la garganta que le hacía hipar. La madre sonrió mientras movía suavemente, como un gato, su enorme cola dorada con un lazo rosa en la punta.
-No pasa nada, mi niño. Mamá está aquí –susurró antes de darle un beso en la frente.
Las lámparas de aceite que había a la entrada de la habitación, adosadas a las paredes, se encendieron solas. Filia dio un brinco cuando, ante sus ojos horrorizados, apareció una cara sonriente de ojos rasgados y entreabiertos con media melena.
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-¡Peeeero Zaaaanglus! ¿Cóoomo quieres que alquileeemos nuestro nidito de ammmoor de veraaano a la desconociiiida de esta mañaaana?
Martina, la pomposa Monarca Soberana Absoluta del Muy Glorioso Reino de Zoanna, enfundada en un pomposo miriñaque en tonos dorados que hubiera hecho las delicias de las meninas de la corte de Felipe IV, no podía creer lo que estaba oyendo.
-Martina, palomita... ya sabes que las arcas de palacio están en muy mal estado. Nuestro Real Contable de las Reales Haciendas ha estado haciendo números y, atendiendo a las ideas de nuestro Muy Leal Ministro de Economía y Hacienda, me ha sugerido que desamorticemos parte de nuestras tierras de realengo, y la Quinta es...
Nada más terminar la frase, Zanglus, el antaño espadachín vagabundo metido ahora a Muy Glorioso Rey Consorte del Muy Glorioso Reino de Zoanna, recibió un recio (y regio) golpe en la cara, asestado por su muy regia (y recia, cuando se ponía a ello) esposa, Martina Zonnanmer Navratilova, con su nada leve abanico artesanal de áspero lienzo con varillas de madera. Al momento, la reina lo volvió a abrir para abanicar su bello rostro, pequeño, redondeado y ligeramente mofletudo, de forma rápida y nerviosa, agitando con el aire sus tirabuzones violáceos, que le llegaban hasta los hombros. Clavó en su marido sus penetrantes ojos grises, que resultaban aún más inquietantes debido a sus cejas, muy pronunciadas y ligeramente inclinadas hacia abajo, que le daban una expresión severa aún cuando no pretendía serlo. La pomposa reina hablaba de una forma peculiar: su voz era aguda, engolada y ligeramente nasalizada; pero lo que la hacía más desagradable al oído era, sin duda, su extraña dicción, es decir, su forma de alargar algunas vocales a lo largo del discurso (algunas de las cuales, como la "o", pronunciaba más abiertas de lo normal), acompañada de chasquidos de lengua con el paladar a modo de pausas, sus erres rotundas y sus eses alveolares zumbadoras.
-¡¿Pero qué estás dicieeendo?! ¡Ntch! ¡No me diiigas que te estás dejaaando influiiir por ese liberal degeneraaado!
Zanglus se rehizo como pudo tras el abanicazo en la cara.
-Princesita... Piensa que los gastos suntuarios de la Real Corte están desangrando el erario público. Creo que la propuesta del Muy Leal Ministro es más que razonable.
-¿Gaaastos suntuaaarios? ¿Llamas gaaastos suntuaarios a dar una fiestecita de nada en palaaacio para celebrar que... –la reina se sonrojó, se llevó las manos a las mejillas y supiró- al fin lleeevo en mi vieeentre un heredeeero para Zoaaanna? –acto seguido, Martina recuperó la seriedad en el rostro- ¡Ntch! ¡Te estás dejando influiiir por esos valiiidos del tres al cuarto!
-Querida... Tuvimos cuatrocientos invitados, y lo más barato del menú eran las huevas de merluza
-¿Y qué paaasa? ¿Es que ni siendo la Rreeeina puedo darme un homenaaje?
-Yo... Bueno, Martina, yo sólo pienso que no estaría de más que tuviéramos una fuente de ingresos extra. Piensa en el dinero que podríamos sacar de haciendas improductivas como la parcela de la Quinta Torresellada.
Martina montó definitivamente en cólera.
-¡¿Ves?! ¡¿Ves?! ¡Ntch! ¡Ya estás hablaaando como ese miniiistro! ¡Mañana mismo lo ceso!
-Pero, Martina, tesoro... ¿Sin el consentimiento de las Muy Nobles y Muy Leales Cortes Generales...?
La reina, a quien empezaba ya a hinchársele una vena en su amplia frente, cerró su abanico y lanzó un simbólico golpe al aire con él, de izquierda a derecha, con gran violencia. Haciendo resonar su agudísima voz en medio palacio (hágase cargo, lector, de las horas que eran), bramó:
-¡¡QUE SE PUUUDRAN ESOS POPULISTAS!! ¡¡YO SOY LA RREEEIIINA, Y MI VOLUNTAD ES LEY!! ¡¡MI PODER EMAAANA DEL PODEROOOSSO ZOOOMERTETH: ES INCUESTIONAAABLE!!
Zanglus empezaba a dar signos más que evidentes de inquietud, o más bien de terror. Con la voz temblorosa, argumentó:
-Ma... Martina, corazón... Piensa en que es la buena voluntad y el bien del Reino de Zoanna lo que mueve a nuestro Ministro de Economía y Hacienda.
-¡¡Y UN CUEEERRNO!! ¡Lo que quieeere ese julandrón es hacerle la rreforma agraaaria por el mooorro a su amiguiito, el Muy Leaaal Ministro de Agricultuuura! ¡Ntch! Si está claaaro que los que se acueeestan en el miismo colchón, se levaaantan con la miiisma opinión.
Zanglus, aún sudoroso pero con visos de empezar a calmarse, replicó, con ese tacto que, por la cuenta que le traía, usaba siempre con su real esposa:
-Sigo creyendo que un poco más de dinero en nuestras reales arcas no vendría nada mal, teniendo en cuenta que esperamos un hijo.
Martina puso los brazos en jarra y, desafiante, se plantó ante su marido con las piernas algo separadas.
-¿Y cuáaanto es un poco más? ¿Eh, eh? ¿Cuáaanto está dispuesta a pagaar esa taaal...?
-Mullam Teizalles –añadió Zanglus-.
-Bueeno, -contestó la reina de Zoanna- como se llame: ¿cuáanto pretende pagaaarnos? Más vaaale que sea muucho.
-Veinte millones de monedas de oro. Al contado. Por una semana. Plazo prorrogable por otros diez millones. Ya ha hecho depósito de un anticipo de cinco millones. Los otros quince los cobraremos si cerramos el trato. Es razonable, ¿no?
La pomposa reina de Zoanna dio un brinco hacia atrás de la impresión que le causó la sola idea de ver en sus arcas de caudales semejante suma. Su rostro se iluminó de felicidad sólo de pensar en la cantidad de preciosos vestidos de premamá que podría comprarse con eso. ¡Y sólo ocuparía la Quinta Torresellada y su hacienda por una semana! Martina, con su rostro de infinita felicidad (sonrisa amplia, ojos húmedos, brillantes y de un tamaño muy superior al habitual) juntó primorosamente sus manos justo debajo de su mentón, con los dedos entrelazados, mientras su estampa se veía poco a poco enmarcada en un fondo algo difuso de delicadas rosas rojas (variedad american beauty, posiblemente).
-¡Eeessa mujeeer es nueestra benefactooora! –afirmó Martina, entusiasmada.
De pronto, Zanglus, al ver que al fin tenía a su regia consorte donde quería, pareció crecerse.
-Mañana volverá a venir, para ver si le confirmamos que le alquilamos la Quinta y su hacienda. Yo hablé con ella, pero no quise hacer tratos definitivamente con ella sin tu consentimiento, mi princesita.
-¡¡OOOOOOOOOOOOYYYYYYYY!! –la reina Martina no cabía en sí de gozo, y se abalanzó melosa al cuello de su esposo- ¡¡Te quieeeeerooooo!! ¡Pues claaaro que doooy mi consentimieeento! ¡Faltaríiia máas! Dile a esa respetaaable señora que pueede contaar con nuestra casiiita de caaampo cuando guuuste.
Zanglus se separó de Martina e hizo una reverencia:
-Se hará tu voluntad, mi reina y señora.
-¡¡Oooooyyy!! ¡Me encaaanta cuando te pooones galaaante! –respondió la reina, tapándose, coqueta ella, parcialmente el rostro con su abanico abierto.
Zanglus sonrió tras su reverencia, de forma que sus dientes emitieron un destello. Martina cerró el abanico y relajó un poco el rostro para preguntar:
-¿Cóoomo es posiiible que essa mujer pueda pagar taaanto dineeero?
Zanglus, temiendo que las dudas de la reina pudieran dar al traste con tan ventajosa transacción, contestó, con reflejos felinos:
-Parece ser que es la manager del clan de trovadores Greensleeves de Saillun. Una mujer rica, corazoncito mío. –el rey consorte se hurgó en uno de los reales bolsillos de su real jubón- Aquí está su tarjeta.
Zanglus extendió la tarjeta a su amada reina, quien la tomo tal como si le pudiera quemar los dedos. Martina Zoannanmer pudo ver en aquel rectángulo de papel estucado mate de 120g/m2:
Mullam Teizalles
Managing y Contratación de Juglares
TLF/FAX: 98-95526548923
mullam.teizalles@helter-skelter.com
La reina Martina, lejos de tranquilizarse, pareció algo más desconfiada:
-Za... Zaaangluss... ¿Qué claaase de letras son eeestas? ¡Ntch! No entieendo naada.
El rey Zanglus respondió en tono neutro, sin dar mayor importancia a sus palabras, como quien habla del tiempo:
-¡Ah, sí! La señorita Teizalles me dijo que eran caracteres de una misteriosa lengua, La Lengua de los Artistas, para impedir que los no iniciados en las artes puedieran saber datos sobre ella. Estos millonarios son tan excéntricos...
Martina le devolvió la tarjeta a su marido con rostro de zozobra y el ceño fruncido.
-Aaaayyy... Zaaangluss... No ssé... Creo que deberíííamos pedirle rrefereeencias. O investigaaarla un pooco.
El ex-espadachín, con un gesto de suficiencia, miró para otro lado mientras agitaba su mano arriba y abajo junto a su rostro con el brazo alzado y quieto, en un gesto amanerado:
-¡Detalles...! Estamos hablando de dinero contante y sonante. Y en cantidad. ¿A quién le importa de quién o de dónde venga? Lo nuestro es la política, ¿no, pichoncito?
-Vale, sí, dineeero... –Martina parecía pensativa- Pero... ¿qué le pueeede interesar taaanto de la Quiiinta Torresellaada?
-Dice que quiere estar unos días viviendo allí y, si le gusta el sitio, acondicionaría la Quinta para concentrar allí al clan de los Greensleeves, que son sus nuevos representados, para que se inspiren rodeados de naturaleza y piedras viejas; de ahí que me propusiera que el contrato de arrendamiento fuera prorrogable. Estos artistas son tan excéntricos...
-Bueeeno... –Martina comenzó a mesarse el mentón- Espeeero que a los juglaaares de marras esos no les dé por curioseaaar en la Toorre Sellaada. Si mis anceeestros la cerrraaaron a cal y canto, por algo seríiia.
-¡Nah! –contestó despectivo Zanglus- No creo que a esos niñatos de mantequitas blandas les dé por acercarse a un sitio tan lóbrego.
-¡¡Ooooyyy!! –Martina estaba de nuevo entusiasmada con su esposo- ¡Tú sí que eeres un hooombre!
La reina se abalanzó de nuevo sobre su consorte, quien la tomó en brazos y la miró fijamente a los ojos. El rubor en las mejillas de Martina delataba que...
-Demuéeestrame lo hooombre que eres antes de que mañaaana esa comosellaaame firme el contraaato –susurró.
-Por supuesto, ricitos. –contestó Zanglus, mientras, cuidadosamente, iba desabrochando el primer botón del vestido de Martina.
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El universo es inconmensurable. Hay mundos, por tanto, de todos los tipos y con todas las formas que uno pueda imaginar. Hay mundos que reposan sobre caparazones de tortugas gigantescas. Hay mundos apuntalados sobre el vacío por enormes bastones sagrados. Y hay mundos anodinos, absurdos y esferoidales que giran sobre sí mismos y, a la vez, alrededor de alguna estrella enana, perdidos en mitad de la nada. En un punto minúsculo de uno de esos mundos se hallaba, ignorante de su contingencia y fatuidad, convencido de estar tocado por la gracia divina, el prepotente y grosero parroquiano de Luna Invers.
Ese punto era una taberna perdida en algún pueblo costero de extraña belleza, de casas blancas, cielos grises, barcos de pesca y olor a tierra mojada. La taberna estaba decorada por fuera con un predominio del blanco con detalles en azul: los marcos de los ventanales y dos franjas a lo largo de toda la parte baja de la fachada. En los cristales de las ventanas, con vistas a un exterior dominado por dos enormes bandas horizontales, el azul intenso y uniforme del mar y el gris del cielo, irregular como una aguada de acuarela a esponja, a lo largo de cuya divisoria se extendía un brazo de tierra negruzca en cuyo cabo se alzaba un faro blanco, estaba grabado un giroscopio en sutil bajorrelieve translúcido, inscrito en una corona de círculo en cuya parte inferior, describiendo un arco, estaba escrito Lizarazu. A través de esos cristales, desde el exterior, se podía ver a la parroquia del local: hombres de gesto serio y piel curtida por la edad, el viento y las olas que, arropados por el humo gris e hipnótico del tabaco y en pequeños grupos sentados entorno a mesas cuadradas de madera oscura y tosca en sillas de lo mismo, departían de forma relajada, bien e tan mesurados, o solos, viendo pasar la vida desde su cálida atalaya, decorada con vetustas y barrocas lámparas de araña de latón tomado de herrumbre y salitre, y viejas fotografías en tonos sepia enmarcadas en madera noble (peral sabio, probablemente) que reflejaban escenas de ese mismo puerto, pero en otro tiempo, protagonizadas por otros hombres y mujeres de aspecto serio: otras vidas que el mar, el cielo gris y el faro, allá, a lo lejos, vieron pasar.
Pero el hombre que susurraba a los taburetes no estaba en una mesa. El hombre que susurraba a los taburetes estaba esta vez sentado sobre uno sin preocuparle eventuales bisoñés o tocados en la cabeza que el asiento pudiera tener. Curiosamente, estaba degustando una bebida no alcohólica, ante una barra de madera vieja (puede que de peral sabio, puede que de castaño o de roble, aunque no es un detalle a tener en cuenta) tras la cual reinaba, entre estanterías con botellas, una mujer joven, de cabello oscuro, largo y ondulado, de complexión recia (lo que comúnmente se conoce como "un pedazo de maciza") y unos bellos ojos negros, grandes y perfilados por unas densas pestañas. Era muy similar en hechuras y maneras a la propia Luna, pero ese era un detalle en el que el encorbatado individuo no había reparado. En lo que sí reparó el malencarado y malhumorado padrastro de su patria era en que otra bella mujer, esta de cabellera blanquecina recogida en dos trenzas y ojos violáceos y oblicuos, vestida con un chaleco negro abrochado sobre una camisa blanca y pantalones vaqueros, se le acercaba. Se dirigió a él con una voz dulce y suave como un susurro:
-Menos mal que le he encontrado. Llevo todo el día buscándole.
-¡GRUNF! ¿Quién diantre es usted? –dijo el hombre, sin girarse, mirando a la mujer de reojo.
-Soy la dueña y señora de Xellos.
-¡Ah! ¡De ese! ¿Y qué quiere? –ya se dio la vuelta.
-Mi sacerdote está muy ocupado sirviendo a mis propósitos, así que me he rebajado a hacerle un pequeño favor. Me ha dicho que le entregue esto.
Zellas le tendió un sobre de papel grueso y rugoso, sellado y lacrado.
-¿Y qué es?
-No lo sé. No lo he abierto. Es sólo para sus ojos. Me pidió que le advirtiera que mantuviera el contenido de esta carta en el más absoluto de los secretos, que la destruyese una vez leída y que defendiese ese secreto con su vida si fuera necesario.
El grosero individuo arrancó el sobre de las manos de la señora demoníaca con brusquedad. Con un inusual cuidado rompió el sello de cera que lo cerraba y extrajo el amarillento papel doblado que contenía. Se iba a disponer a desplegarlo ante sus ojos cuando miró con desprecio a Zellas y le dijo entre dientes:
-Creo que ya puede largarse con viento fresco, señorita. ¡GRUNF!
Los ojos rasgados de Zellas se volvieron blancos. Un viento frío y una extraña neblina inundaron el ambiente de la tasca. La señora demoníaca lanzó una mirada cortante y fría como el hielo, desprovista de pupilas e iris, al parroquiano, que la observaba horrorizado, con la mano que sujetaba la carta temblorosa como un flan. Toda la taberna tembló bajo los pies de los presentes hasta tal punto que del techo comenzaron a caer lascas de yeso. Un ensordecedor rumor de tierra resquebrajándose inundó el ambiente. La pobre camarera, al borde de un ataque de histeria, apenas podía gritar debido al horror que le producía aquella visión. Menos comedidas fueron las reacciones de la mayor parte de la parroquia, que huyeron despavoridos por la puerta a los gritos (no exentos de cierta flema, pero gritos al fin y al cabo) de "¡Andalaostia!", "Como que esto se derrumba y nos va a pillar debajo, ¿no?", "¡Sálvese quien pueda!" y "¡Yo no sé si puedo, pero lo voy a intentar!". La diablesa abrió la boca ligeramente para enseñar sus colmillos, que habían crecido considerablemente, y para decir, sin perder su tono pausado, pero con severidad:
-No se atreva a hablarme así otra vez. No tiene ni idea de con quién está tratando.
Al instante, Zelas recobró la compostura, sonrió al parroquiano, se dio la vuelta y se fue mientras decía:
-No entiendo cómo mi siervo puede hacer pactos con alguien como usted.
El tipo canoso recuperó su habitual cara de vinagre mientras leía el contenido de aquella hoja de papel rugoso y plegada en tres que tenía en sus manos. Luego, sin apartar la vista de la misteriosa carta, asintió con la cabeza mientras se dibujaba en su rostro algo vagamente parecido a una media sonrisa. Finalmente volvió a su seriedad habitual.
-¡Lizarazu! –ladró con su tono de sargento chusquero.
-¿Se... señor? –respondió, solícita, la sufrida camarera, quien, sorprendentemente, parecía ya recuperada del espanto, pues estaba absorta tras su barra con una videoconsola portátil entre las manos.
-Póngame lo de siempre. Una botella entera. Me espera un día duro.
-¿Y si desaparece otra vez? –preguntó la chica morena y alta de la barra.
-Si alguien pregunta, diga que estoy reunido. ¡GRUNF! Parece usted nueva, Lizarazu. –gruñó, arrugando el hocico con desprecio.
-De acuerdo, señor. –la camarera soltó la maquinita sobre la plateada cámara de los refrescos, se dio la vuelta, cogió una botella de lo de siempre y se la sirvió al parroquiano, junto con un vaso pequeño, para luego añadir:- Digo yo que si usted bebería menos, no se le arrimaba tanta gente rara. Ya me espantó bastante clientela aquel tío raro que se vino con usted el otro día con la sonrisa puesta.
El parroquiano se sirvió el primer vaso. Luego miró a la camarera como quien mira la cagada de perro que acaba de pisar y rugió:
-¡GRUNF! ¡Ni una palabra a nadie de este asunto, Lizarazu, que me parece que sabe usted demasiado!
-Por supuesto, señor. –respondió la joven, para luego volver a su videojuego.
Pero el grosero y orondo parroquiano no escuchó nada, pues ya estaba en plena libación, dispuesto a volver a aquel mundo, siguiendo las instrucciones de la carta. En un ambiente vacío del rumor de voces típico de una taberna, tomado por los ruidos enlatados de la videoconsola, engulló el licor de tres largos tragos, lanzando con fuerza su cabeza hacia atrás. Luego martilleó la barra con el grueso fondo del vaso, provocando un sonido que resonó hasta en el último rincón de la taberna. Justo antes de servirse el siguiente vaso, se quedó pensativo, mirando el vaso como si intentara ver en él algo más que restos del oloroso brebaje, y pensó:
-(Bueno... Al menos, voy a sacar tajada de esto, después de todo. Espero que puedan meter en cintura a esa Invers mientras yo esté allí.)
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El salón de la casa de Giras tenía un aspecto algo más acogedor que aquel angosto y húmedo recibidor. Era realmente amplio. Al entrar, a la derecha, destacaba una enorme librería modular de madera con unas vitrinas en la parte central que guardaban delicadas piezas de cerámica de colección y tres series de amplios cajones en el cuerpo inferior. En el centro se hallaba una mesa camilla con faldilla de lana gris y tapete de ganchillo de color hueso, iluminada por un quinqué que había sobre ella, justo en el centro, y una lámpara de araña de latón de cinco velas que quedaba justo por encima, y que el propio Giras se afanaba en encender. Estaba flanqueada por dos sillones con orejas tapizados en terciopelo gris con tapetes de ganchillo sobre sus respaldos y, justo al entrar, en el lugar en el que se encontraban los recién llegados y sus inesperados anfitriones, dos amplios sofás también tapizados en gris y con tapetes de ganchillo sobre los respaldos: uno de tipo rinconera cubriendo el ángulo que quedaba justo a la derecha según se entraba (justo al lado de la librería) con capacidad para cuatro personas, y un tres plazas justo en frente, junto al cual se levantaba una lámpara de pie de tamaño considerable. En el centro del espacio que enmarcaban los sofás había una mesita rectangular de madera noble también protegida por un tapete de ganchillo color hueso. Las paredes apenas se dejaban ver, debido a la enorme cantidad de cuadros de barroca moldura (madera con barniz oscuro y pan de oro) que las recubrían hasta casi alicatarlas, bodegones todos ellos. La librería también estaba llena de cuadros, pero algo más pequeños y todos ellos, además, servían no ya tanto para decorar como para hacer omnipresente la imagen de un niño pequeño de cabello verde azulado.
-Amelia, cielo –preguntó orgullosa y sonriente Filia-, ¿te gusta el salón? Lo decoré yo misma. A Giras le encanta, ¿verdad?
Giras respondió:
-Ss... sí, jefa. –para luego pensar- (Los cuadros del amo Var están bien, pero los putos tapetes y esos horribles bodegones van a ir al desván de cabeza en cuanto se largue)
Filia continuó agasajando a su manera a su regia e inesperada invitada:
-Miiira –tomó entre sus manos uno de los pequeños portafotos con cara de niño y, con un brillo especial en sus ojos, se lo mostró a Amelia, delicadamente, con ambas manos-: ¿Sabes quién es este? ¿Eeeeh? No me digas que no está para comérselo.
Amelia miró asombrada la imagen: un plano medio de un sonriente niño de pelo azulado largo y ondulado y enormes ojos color miel, flanqueado por dos alitas negras, emplumadas sólo parcialmente, que parecían salirle (de hecho, le salían) de la espalda.
-Pero... ¿este es Vargaarv?
-¡Ejem! –había fastidio en el carraspeo de Filia, al igual que en sus palabras, pronunciadas con un énfasis altanero, una vocalización exagerada y un ritmo muy marcado- No le llames así ni en broma, Amelia. –la dragona retiró bruscamente el cuadro de delante de la cara de Amelia y lo estrechó contra su pecho, cual si quisiera proteger al niño que allí había de algún peligro- Mi niño se llama Var. Lo de "–gaarv" sobra.
La princesa soltó una carcajada leve y tonta, mientras se rascaba la nuca y le caía una enorme y azulada gota por un lateral de la cabeza.
-¡Ji...! Es.. verdad. No... no había caído. Lo siento.
Pizpireta, sin signos ya de fastidio, Filia se puso a brinquitos justo detrás de Amelia, la cogió por los hombros, volvió a poner ante sus ojos el cuadro de Var y puso su mejilla junto a la de la princesa, mientras sus ojos, brillantes de humedad y repentinamente vueltos el doble de grandes que de costumbre, se clavaban en la foto, sobre un rostro ruborizado que de pronto carecía de nariz y sonreía con labio leporino.
-¡A que es una ricura, mi niño! ¿Eh? ¡A que ssssí!
-Fi... Filia –contestó Amelia con los ojos como platos y sin nariz-, estás empezando a asustarme.
Filia dejó en seguida de sonreír; recompuso su rostro, miró a Luna y le dijo:
-Bueno, Luna, te perdono esta faena por haberme traído a Amelia. Y ahora, dime: ¿qué diablos se te ha perdido aquí a estas horas? ¿Qué pasa con Lina? ¿Y quién diantre es el individuo ese que está sobando a Giras?
La dragona señaló alternativamente a Noel, que estaba realizando prospecciones pituitarias con el dedo índice mientras acariciaba insistentemente la cabeza de Giras (perriiiito guaaaapo, perriiiito), y a Naga, que se paseaba con sus larguísimas piernas por el salón, lentamente pero a grandes zancadas, con los brazos cruzados alrededor de sus enormes tetas, mientras observaba la decoración con gesto distraído.
-Lo primero... –Luna prefirió ir respondiendo por partes- quiero que Giras me dé mi espada, esté como esté.
-Pero... señorita Invers... –intervino el zorro, mientras era acosado por las caricias de Noel- las filigranas de la empuñadura están aún llenas de rebabas y aristas cortantes.
-¿Una espada con filigranas? –se entrometió Naga- ¿Se puede ser más hortera? –la bruja se llevó el dorso de la mano ante la boca- ¡¡HAAAAAA... mpfg!!
La antigua sacerdotisa del Dios Dragón de Fuego no dejó a la hechicera terminar su risotada. Es muy difícil reírse cuando tienes una maza tipo lucero del alba amenazadoramente incrustada en los dientes. La dragona rubia, con su dulce rostro convertido en una mirada helada y ceñuda que atravesaba de parte a parte los ojos de Naga, susurró iracunda:
-En esta casa hay un niño pequeño durmiendo. Si me lo despiertas, te comes la maza. ¿Entiendes?
Por extraño que parezca, Naga estaba realmente asustada, por lo que se limitó a asentir con la cabeza de forma nerviosa. Una vez más, fue Luna quien puso algo de paz:
-Filia... Déjala. Tenemos asuntos importantes de qué ocuparnos.
La aludida desincrustó de las doloridas encías de Naga su cachiporra, ante la mirada atónita de Noel y Giras, y la risa silenciosa, ahogada por las manos con las que se tapaba la boca, de Amelia. Luego miró con rostro severo a Luna, y, mientras se levantaba cuidadosamente el camisón para entallar el arma con una coqueta liga rosa a la cara exterior de su muslo derecho, inquirió, en voz baja, pero con la aspereza y los gestos amanerados de una portera que critica a la del cuarto derecha:
-¿Seguro que esos asuntos no tienen nada que ver con tu periodo, bonita? Porque te conozco, ¿eh? ¡Claaaaaro! Te lo pasas en grande con ese bala perdida con el que estás ahora, y luego, cuando las cuentas no te salen, vienes a pedirme soluciones a mí –la dragona se apuñaló el esternón con el índice para reivindicarse a sí misma-, como si tuviera la culpa de algo. Pues anda que...
Luna contestó:
-¡Ejem! "Ese bala perdida", como tú le llamas, tiene nombre.
-Bueno, pues que me parece un poco tarambana, ese Bulbasur, o como se llame. ¡Tch! Mira, cariño, que no: que no te conviene.
-¡Ejem! Se llama Vulvum. Y es muy buen chico: cuida de Delgia cuando no estoy. Y me importa una mierda que no te guste. Además, no hemos venido aquí para hablar de él.
-(Vulvum... ¿De qué me suena a mí ese nombre?) –se preguntó Amelia, pensativa.
-Es verdad –recapacitó Filia-, ¿para qué has venido a estas horas y con toda esta gente? ¿Para qué cuernos quieres tu espada ahora?
Luna acababa de acordarse de que había requerido hacía un momento su espada.
-¡Joder! ¡Mi espada! –miró al zorro, que seguía siendo víctima de las carantoñas de Noel- Giras, por favor, dile a ese oligofrénico que deje ya de fastidiar y vete a por mi espada.
Giras, que estaba echando mano de una de sus inseparables pistolas con la intención de descerrajarle a Noel un plomazo en los genitales para que se fuera a acariciar la rabadilla de su señora abuela, se alejó (al tiempo enfadado y aliviado, posiblemente) por un pasillo oscuro que partía del salón, quinqué en mano y en silencio para no molestar a su querido amo Var.
-¿Y por qué quieres tu espada? ¿Ocurre algo malo? –preguntó Filia algo asustada.
-Espero que no, pero tengo que ponerme en marcha, por si acaso. –respondió el Caballero de Ceiphied.
-Verás, Filia –intervino Amelia-, se trata de Lina.
-Luna... ¿qué pasa con tu hermana? No entiendo nada. –Filia estaba ya algo desconcertada.
-¿Recuerdas aquello de lo que hablamos? Ya sabes: ese desasosiego sin saber por qué, tu accidente del ánfora de Hormi-Ghon, mis trastornos con... ¡ejem!... lo mío... El Mal podría estar a punto de manifestarse en este mundo, y creo que Lina, al ser una de las hechiceras negras más poderosas y activas del mundo, podría ser uno de los media de esa manifestación. No preguntes cómo. El caso es que hay que avisarla como sea, y mantenerla vigilada.
-¡Jo, qué diver! –apostilló Noel.
Naga se acercó a Luna despacio, con gesto serio y pensativo, cual si valorara minuciosamente sus palabras.
-¿Es posible, según tú, que Lina haya sido seducida por el reverso tenebroso de La Fuerza?
-Yo no lo expresaría en esos términos tan pedantes –respondió Luna-, pero... Oye... –se rascó la barbilla un momento, reflexiva- ¿Qué entiendes tú por "La Fuerza"?
Naga dio un leve respingo, como si acabara de morderse la lengua, y luego se rehizo con una sonrisa tonta de circunstancias y una mano detrás de la nuca.
-Esto... no, nada... Cosas mías.
Giras llegó con la espada de Luna Invers acunada entre sus brazos, envuelta con un grueso paño de lana roja. Debía de medir un metro. Quizá algo más. Luna la tomó con mucho cuidado y la desenvolvió, dejando ver su vaina negra decorada con un remate dorado en la punta y otro en la boca, de donde asomaba una empuñadura cruciforme ricamente decorada con pedrería y filigranas. El acabado de dicha decoración aún era, como había advertido Giras, algo tosco. Incompleto.
-Señorita Invers, cuando acabe con ella, ¿le importaría volver a traérmela para que remate las filigranas? Y no os hagáis daño con las rebabas, por favor. Tened cuidado.
Luna miró al zorro con gesto amable.
-No te preocupes, Giras. Lo tendré. Muchas gracias. ¡Ah! –miró detenidamente la empuñadura- Estás haciendo un buen trabajo.
-¡Ah! Vea que la he afilado, como me pidió. Si fuera usted un hombre, podría afeitarse con ella. Pruébelo.
Noel se acercó lentamente a curiosear, con el índice de su mano izquierda aún metido en la nariz hasta una profundidad de casi dos falanges. Mientras, Luna desenvainó suavemente las espada. Asentía con la cabeza con satisfacción, mientras admiraba su hoja, de casi una cuarta de ancho y más larga que el brazo de su portadora. Y era una hoja admirable, sin duda. Admirable porque su punta era tan aguda que podía pinchar como un alfiler, y su doble filo, dividido por un alma poco profunda y perfectamente trazada, alcanzaba en su parte central no más de unos pocos milímetros, lo que hacía de ella un arma ligera y manejable, además de conferirle un engañoso aspecto frágil y una inusitada eficacia a la hora de asestar cortes limpios, casi de cirujano. Admirable, además, porque estaba pulida como un espejo; tanto era así, que pudo ver reflejado en él a Noel acercarse a ella desde atrás, aún con el dedo en la nariz. De pronto, algo la sobresaltó. La visión de Noel en el filo de su espada la turbó enormemente, como si hubiera, de buenas a primeras, algo amenazador en aquel elemento que parecía no tener ni conciencia de sí mismo. Con la espada tomada con su mano derecha por la empuñadura, el Caballero de Ceiphied giró sobre sí con una agilidad felina y le tiró al perro inglés una cuchillada tan brutal que los demás, aterrados y desconcertados, no vieron su brazo asestando el golpe, sino apenas una confusa estela de brillo metálico describiendo un abanico horizontal casi paralelo al suelo.
-¡¡Lunaaaaaa!! –exclamó Filia aterrorizada, llevándose las manos crispadas a la boca.
Noel estaba justo delante de ella, a muy poco más de lo que medían juntos su brazo y la espada. El muchacho tenía un corte limpio, como de tijeras de sastre, en la manga de la camisa que cubría el brazo que estaba adelantado y alzado para la exploración nasal. Aquel corte dejaba ver en su piel una sutil y pequeña línea roja de sangre: un arañazo con la punta de la espada.
-¡¿Estás loca?! – bramó Naga- ¡¡Casi mandas mis estudios a hacer puñetas!!
La cara de Luna era la estupefacción misma: la boca abierta y los ojos desorbitados e inexpresivos, como los de un cadáver. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba al ritmo de su respiración jadeante. Su brazo seguía extendido, en la posición final del golpe que acababa de asestar. No entendía cómo algo así acababa de sucederle. Era como si una amenaza real hubiera aparecido reflejada en el filo de su espada. Pero sólo era Noel. Aunque, definitivamente, había algo en aquel individuo que le inquietaba. Por un momento, Luna tuvo la sensación de que no hubiera hecho mal en lanzarle a aquel alfeñique unas cuantas cuchilladas más como esa y cortarlo en juliana. Pero recapacitó:
-¿Te he hecho daño? –preguntó mientras recuperaba el aliento y la expresividad en el rostro y envainaba la espada.
-Nnnn... no. –contestó Noel, obnubilado, si sacarse el dedo de la nariz.
-¡Señorita Invers! –Amelia también había recuperado, no sin esfuerzo, la respiración- ¿Qué hace?
-No... lo sé. No... no lo entiendo. De pronto me pareció... –respondió Luna.
Filia corrió en pos de Luna con cara de preocupación, mientras Noel seguía mirándose la manga de la camisa y el arañazo con asombro. La ryuzoku cogió a Luna por los brazos y la miró muy de cerca, como si quisiera encontrar en su cara, que Luna de pura vergüenza parecía negarse a mostrar, una respuesta a lo que acababa de suceder. Luna soltó la espada sobre la mesa camilla y se dejó llevar por Filia hasta uno de los sofás.
-Luna, cariño, ¿qué te ocurre? Venga, cielo. Lo que pasa es que todo esto te está poniendo un poco tensa. Será mejor que te sientes un poco y que te tranquilices.
La mayor de las Invers se fue dejando caer poco a poco en el sofá- rinconera, mientras Filia la sujetaba, hasta que se quedó sentada. El Caballero de Ceiphied se incorporó hasta clavar los codos en las rodillas, echándose el pelo hacia atrás mientras resoplaba con preocupación. Por un momento, todos pudieron ver los ojos que se ocultaban tras aquel flequillo de perro pastor: eran grandes, redondos y color miel. Amelia notó que aquellos ojos, y aquella cara completa, sin el velo negro del flequillo, tenían un aire familiar. "Realmente, es la hermana de Lina", pensó.
-Bueno, -dijo Filia- y de ahora en adelante, que nadie chille, por favor, que mi niño está durmiendo.
-¡¡AAAAAAAAGH!!
Un grito ahogado hizo que todos los presentes dieran un brinco, con los ojos como platos y el pelo erizado. A Filia le desconcentró tanto el chillido que de su zona lumbar afloró un indicio de su naturaleza de dragón, en forma de larguísima cola de color dorado, rematada por una punta en forma de triángulo, como la de una flecha, con un llamativo lazo de raso rosa atado.
-¡¡MI LIBRERÍIIIIIIIIIIIIIAAAAAAAAAAAAA!! ¡¡MIS LIBROS DE AAAAARMAAAAAAS!! –chilló Giras.
En efecto, media docena de lujosos volúmenes encuadernados en cuero rojizo con lomos rotulados con pan de oro, que quedaban más o menos a la altura justa del golpe que asestó Luna, aparecían con un corte transversal continuo y limpio, que se extendía hasta cortar uno de los tabiques de madera de la librería. El tajo fue tan brutal que los mitades de los libros estaban aún juntas, en su sitio; sólo ligeramente solapadas cada una con su correspondiente. La madera cortada no tenía el más mínimo astillamiento. La espada de Luna lo había cortado todo como si fuera mantequilla.
-¡¡MAAAAAAMAAAAAAAA!! –del interior de la casa les llegó la voz llorosa de un niño.
Si las miradas matasen, Giras hubiera caído asesinado por los ojos azules de Filia, que agarró al zorro por una de las orejas y le susurró, visiblemente irritada:
-¡Histérico! ¿Ves? ¡Ya has despertado al niño!
Acto seguido, la dragona se dirigió a paso ligero hacia el oscuro corredor quinqué en mano, haciendo retumbar el suelo con el sonido de sus pies descalzos, mascullando:
-¡Ntch! ¡Qué locura, qué locura...! –para luego decir:- ¡Ya voy, mi tesooooro! ¡No pasa naaaadaaaa!
Con un aura de luz rojiza que iba dibujando a tramos las estancias de la casa por donde iba pasando, Filia se adentró e la habitación del pequeño Var, que seguía reclamando la presencia de su madre adoptiva de forma estrepitosa en insistente.
-Ya estoy aquí, mi cielo –musitó melosamente.
La dragona depositó el quinqué en la mesita de noche y se agachó a coger en brazos a un niño de cabellos azulados, de unos tres años. Lo apretó contra su pecho y lo acunó dulcemente. El pequeño dejó de llorar y se limitó a sollozar de forma silenciosa, con un nudo en la garganta que le hacía hipar. La madre sonrió mientras movía suavemente, como un gato, su enorme cola dorada con un lazo rosa en la punta.
-No pasa nada, mi niño. Mamá está aquí –susurró antes de darle un beso en la frente.
Las lámparas de aceite que había a la entrada de la habitación, adosadas a las paredes, se encendieron solas. Filia dio un brinco cuando, ante sus ojos horrorizados, apareció una cara sonriente de ojos rasgados y entreabiertos con media melena.
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-¡Peeeero Zaaaanglus! ¿Cóoomo quieres que alquileeemos nuestro nidito de ammmoor de veraaano a la desconociiiida de esta mañaaana?
Martina, la pomposa Monarca Soberana Absoluta del Muy Glorioso Reino de Zoanna, enfundada en un pomposo miriñaque en tonos dorados que hubiera hecho las delicias de las meninas de la corte de Felipe IV, no podía creer lo que estaba oyendo.
-Martina, palomita... ya sabes que las arcas de palacio están en muy mal estado. Nuestro Real Contable de las Reales Haciendas ha estado haciendo números y, atendiendo a las ideas de nuestro Muy Leal Ministro de Economía y Hacienda, me ha sugerido que desamorticemos parte de nuestras tierras de realengo, y la Quinta es...
Nada más terminar la frase, Zanglus, el antaño espadachín vagabundo metido ahora a Muy Glorioso Rey Consorte del Muy Glorioso Reino de Zoanna, recibió un recio (y regio) golpe en la cara, asestado por su muy regia (y recia, cuando se ponía a ello) esposa, Martina Zonnanmer Navratilova, con su nada leve abanico artesanal de áspero lienzo con varillas de madera. Al momento, la reina lo volvió a abrir para abanicar su bello rostro, pequeño, redondeado y ligeramente mofletudo, de forma rápida y nerviosa, agitando con el aire sus tirabuzones violáceos, que le llegaban hasta los hombros. Clavó en su marido sus penetrantes ojos grises, que resultaban aún más inquietantes debido a sus cejas, muy pronunciadas y ligeramente inclinadas hacia abajo, que le daban una expresión severa aún cuando no pretendía serlo. La pomposa reina hablaba de una forma peculiar: su voz era aguda, engolada y ligeramente nasalizada; pero lo que la hacía más desagradable al oído era, sin duda, su extraña dicción, es decir, su forma de alargar algunas vocales a lo largo del discurso (algunas de las cuales, como la "o", pronunciaba más abiertas de lo normal), acompañada de chasquidos de lengua con el paladar a modo de pausas, sus erres rotundas y sus eses alveolares zumbadoras.
-¡¿Pero qué estás dicieeendo?! ¡Ntch! ¡No me diiigas que te estás dejaaando influiiir por ese liberal degeneraaado!
Zanglus se rehizo como pudo tras el abanicazo en la cara.
-Princesita... Piensa que los gastos suntuarios de la Real Corte están desangrando el erario público. Creo que la propuesta del Muy Leal Ministro es más que razonable.
-¿Gaaastos suntuaaarios? ¿Llamas gaaastos suntuaarios a dar una fiestecita de nada en palaaacio para celebrar que... –la reina se sonrojó, se llevó las manos a las mejillas y supiró- al fin lleeevo en mi vieeentre un heredeeero para Zoaaanna? –acto seguido, Martina recuperó la seriedad en el rostro- ¡Ntch! ¡Te estás dejando influiiir por esos valiiidos del tres al cuarto!
-Querida... Tuvimos cuatrocientos invitados, y lo más barato del menú eran las huevas de merluza
-¿Y qué paaasa? ¿Es que ni siendo la Rreeeina puedo darme un homenaaje?
-Yo... Bueno, Martina, yo sólo pienso que no estaría de más que tuviéramos una fuente de ingresos extra. Piensa en el dinero que podríamos sacar de haciendas improductivas como la parcela de la Quinta Torresellada.
Martina montó definitivamente en cólera.
-¡¿Ves?! ¡¿Ves?! ¡Ntch! ¡Ya estás hablaaando como ese miniiistro! ¡Mañana mismo lo ceso!
-Pero, Martina, tesoro... ¿Sin el consentimiento de las Muy Nobles y Muy Leales Cortes Generales...?
La reina, a quien empezaba ya a hinchársele una vena en su amplia frente, cerró su abanico y lanzó un simbólico golpe al aire con él, de izquierda a derecha, con gran violencia. Haciendo resonar su agudísima voz en medio palacio (hágase cargo, lector, de las horas que eran), bramó:
-¡¡QUE SE PUUUDRAN ESOS POPULISTAS!! ¡¡YO SOY LA RREEEIIINA, Y MI VOLUNTAD ES LEY!! ¡¡MI PODER EMAAANA DEL PODEROOOSSO ZOOOMERTETH: ES INCUESTIONAAABLE!!
Zanglus empezaba a dar signos más que evidentes de inquietud, o más bien de terror. Con la voz temblorosa, argumentó:
-Ma... Martina, corazón... Piensa en que es la buena voluntad y el bien del Reino de Zoanna lo que mueve a nuestro Ministro de Economía y Hacienda.
-¡¡Y UN CUEEERRNO!! ¡Lo que quieeere ese julandrón es hacerle la rreforma agraaaria por el mooorro a su amiguiito, el Muy Leaaal Ministro de Agricultuuura! ¡Ntch! Si está claaaro que los que se acueeestan en el miismo colchón, se levaaantan con la miiisma opinión.
Zanglus, aún sudoroso pero con visos de empezar a calmarse, replicó, con ese tacto que, por la cuenta que le traía, usaba siempre con su real esposa:
-Sigo creyendo que un poco más de dinero en nuestras reales arcas no vendría nada mal, teniendo en cuenta que esperamos un hijo.
Martina puso los brazos en jarra y, desafiante, se plantó ante su marido con las piernas algo separadas.
-¿Y cuáaanto es un poco más? ¿Eh, eh? ¿Cuáaanto está dispuesta a pagaar esa taaal...?
-Mullam Teizalles –añadió Zanglus-.
-Bueeno, -contestó la reina de Zoanna- como se llame: ¿cuáanto pretende pagaaarnos? Más vaaale que sea muucho.
-Veinte millones de monedas de oro. Al contado. Por una semana. Plazo prorrogable por otros diez millones. Ya ha hecho depósito de un anticipo de cinco millones. Los otros quince los cobraremos si cerramos el trato. Es razonable, ¿no?
La pomposa reina de Zoanna dio un brinco hacia atrás de la impresión que le causó la sola idea de ver en sus arcas de caudales semejante suma. Su rostro se iluminó de felicidad sólo de pensar en la cantidad de preciosos vestidos de premamá que podría comprarse con eso. ¡Y sólo ocuparía la Quinta Torresellada y su hacienda por una semana! Martina, con su rostro de infinita felicidad (sonrisa amplia, ojos húmedos, brillantes y de un tamaño muy superior al habitual) juntó primorosamente sus manos justo debajo de su mentón, con los dedos entrelazados, mientras su estampa se veía poco a poco enmarcada en un fondo algo difuso de delicadas rosas rojas (variedad american beauty, posiblemente).
-¡Eeessa mujeeer es nueestra benefactooora! –afirmó Martina, entusiasmada.
De pronto, Zanglus, al ver que al fin tenía a su regia consorte donde quería, pareció crecerse.
-Mañana volverá a venir, para ver si le confirmamos que le alquilamos la Quinta y su hacienda. Yo hablé con ella, pero no quise hacer tratos definitivamente con ella sin tu consentimiento, mi princesita.
-¡¡OOOOOOOOOOOOYYYYYYYY!! –la reina Martina no cabía en sí de gozo, y se abalanzó melosa al cuello de su esposo- ¡¡Te quieeeeerooooo!! ¡Pues claaaro que doooy mi consentimieeento! ¡Faltaríiia máas! Dile a esa respetaaable señora que pueede contaar con nuestra casiiita de caaampo cuando guuuste.
Zanglus se separó de Martina e hizo una reverencia:
-Se hará tu voluntad, mi reina y señora.
-¡¡Oooooyyy!! ¡Me encaaanta cuando te pooones galaaante! –respondió la reina, tapándose, coqueta ella, parcialmente el rostro con su abanico abierto.
Zanglus sonrió tras su reverencia, de forma que sus dientes emitieron un destello. Martina cerró el abanico y relajó un poco el rostro para preguntar:
-¿Cóoomo es posiiible que essa mujer pueda pagar taaanto dineeero?
Zanglus, temiendo que las dudas de la reina pudieran dar al traste con tan ventajosa transacción, contestó, con reflejos felinos:
-Parece ser que es la manager del clan de trovadores Greensleeves de Saillun. Una mujer rica, corazoncito mío. –el rey consorte se hurgó en uno de los reales bolsillos de su real jubón- Aquí está su tarjeta.
Zanglus extendió la tarjeta a su amada reina, quien la tomo tal como si le pudiera quemar los dedos. Martina Zoannanmer pudo ver en aquel rectángulo de papel estucado mate de 120g/m2:
Mullam Teizalles
Managing y Contratación de Juglares
TLF/FAX: 98-95526548923
mullam.teizalles@helter-skelter.com
La reina Martina, lejos de tranquilizarse, pareció algo más desconfiada:
-Za... Zaaangluss... ¿Qué claaase de letras son eeestas? ¡Ntch! No entieendo naada.
El rey Zanglus respondió en tono neutro, sin dar mayor importancia a sus palabras, como quien habla del tiempo:
-¡Ah, sí! La señorita Teizalles me dijo que eran caracteres de una misteriosa lengua, La Lengua de los Artistas, para impedir que los no iniciados en las artes puedieran saber datos sobre ella. Estos millonarios son tan excéntricos...
Martina le devolvió la tarjeta a su marido con rostro de zozobra y el ceño fruncido.
-Aaaayyy... Zaaangluss... No ssé... Creo que deberíííamos pedirle rrefereeencias. O investigaaarla un pooco.
El ex-espadachín, con un gesto de suficiencia, miró para otro lado mientras agitaba su mano arriba y abajo junto a su rostro con el brazo alzado y quieto, en un gesto amanerado:
-¡Detalles...! Estamos hablando de dinero contante y sonante. Y en cantidad. ¿A quién le importa de quién o de dónde venga? Lo nuestro es la política, ¿no, pichoncito?
-Vale, sí, dineeero... –Martina parecía pensativa- Pero... ¿qué le pueeede interesar taaanto de la Quiiinta Torresellaada?
-Dice que quiere estar unos días viviendo allí y, si le gusta el sitio, acondicionaría la Quinta para concentrar allí al clan de los Greensleeves, que son sus nuevos representados, para que se inspiren rodeados de naturaleza y piedras viejas; de ahí que me propusiera que el contrato de arrendamiento fuera prorrogable. Estos artistas son tan excéntricos...
-Bueeeno... –Martina comenzó a mesarse el mentón- Espeeero que a los juglaaares de marras esos no les dé por curioseaaar en la Toorre Sellaada. Si mis anceeestros la cerrraaaron a cal y canto, por algo seríiia.
-¡Nah! –contestó despectivo Zanglus- No creo que a esos niñatos de mantequitas blandas les dé por acercarse a un sitio tan lóbrego.
-¡¡Ooooyyy!! –Martina estaba de nuevo entusiasmada con su esposo- ¡Tú sí que eeres un hooombre!
La reina se abalanzó de nuevo sobre su consorte, quien la tomó en brazos y la miró fijamente a los ojos. El rubor en las mejillas de Martina delataba que...
-Demuéeestrame lo hooombre que eres antes de que mañaaana esa comosellaaame firme el contraaato –susurró.
-Por supuesto, ricitos. –contestó Zanglus, mientras, cuidadosamente, iba desabrochando el primer botón del vestido de Martina.
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