Dejar que el aire se filtrase por la minúscula ventana de su habitación no
fue la gran cosa. A decir verdad, lo hizo entrar con indefinido gusto al
abrir de par en par las hojas de madera, rudimentarias, y admirar el
paisaje que se elevaba enfrente de sus ojos. Simplemente asfalto. Pero para
él, un par de casas, algo que se diferenciase de una pared descascarada y
pintada en sangre, era todo un espectáculo que valía la pena apreciar y
admirar.
Estuvo mucho tiempo en silencio, observando como las aguas caían cerca:
llovía a cántaros. Se mojó un poco, y por su piel resbalaron las últimas
gotas de agua cristalina. La cerró.
Se sentó sobre su lecho derrumbado, frío, sin mantas. Apenas, un colchón
remendado, rotoso. Vio la luz eléctrica a través de los pedazos de metal
que le restringían su derecho máximo, negado por un par de acciones en las
que no tenía arte ni parte. Fue testigo y horrorizado partícipe de un hecho
al que no encontró explicación, y sin embargo, del que se le acusó. Suspiró
una vez más antes de oír los pasos de su muerte. Era irremediable, lo
sabía; tanto tiempo en una habitación de tres por dos metros lo había
llevado a darse cuenta de lo poco que había vivido, y lo rápido que la
muerte iba a venir por él. Quizás por eso bajó los ojos y los cerró,
tomándose la cabeza, cuando sintió el repicar de las llaves contra la
cadera de la dueña de sus penurias:
- Quedas fuera. Han pagado tu fianza.
El sol, ¡el Sol! Lo quiso gritar, pero sus ojos acostumbrados a la luz de esa lámpara casi quemada, que no cumplía su función, se cerraron y ardieron al contacto con los rayos candentes del gran astro. Quiso ocultarse, escapar de ese dolor lacerante, pero se acostumbró a los pocos segundos. Aunque tardó largos minutos en poder volver a dirigir su mirada a los cielos. Fue conducido inmediatamente después de salir hacia algo que sonó a automóvil. Sí, el sonido del motor como ronroneo de felino era inconfundible. Había pasado tanto tiempo apoyado en la dura y rígida pared que estaba pintada con letras a cuchillo y dolor, que cuando se apoyó sobre el acolchonado asiendo de la negra limusina a la que había sido metido, se estremeció. Tardó un poco más de lo que necesitaba en abrir los ojos, y observar. Una figura femenina pulcramente envestida en traje morado cruzó las piernas enfundadas en seda gris. El brillo de los zapatos negros le pegó fuerte en sus ojos oscuros, y lo hizo cerrarlos por unos segundos. Nunca halló la mirada de aquella mujer de su lado.
- ¿Otra vez en cárcel? - era ya casi una pregunta de rutina para ella.
No respondió. Sabía que, dijese lo que dijese, no iba a escapar de una reprimenda que ella misma sabía que no tenía sentido. Dejó entonces que sus ojos vagasen por el negro del ambiente, el tenue brillo de un par de cristales en forma de vasos, con delicioso líquido ámbar dentro de sí. Le extendió uno, y la cascada de brillantes miel se precipitó en su garganta. Ardió, sí, lo suficiente para que olvidase por un par de minutos todo lo que había sufrido, y se marease lo suficiente como para dormir unos más. No era la primera vez. Y tampoco sería la última.
Ahora, veinte años después de ese pensamiento, volvía a esa prisión de la mente, a ese escandaloso lugar de penurias y tormentas.
Y ya no se llamaba igual. Las palabras en la pared ya no eran las mismas.
- Quedas fuera. Han pagado tu fianza.
El sol, ¡el Sol! Lo quiso gritar, pero sus ojos acostumbrados a la luz de esa lámpara casi quemada, que no cumplía su función, se cerraron y ardieron al contacto con los rayos candentes del gran astro. Quiso ocultarse, escapar de ese dolor lacerante, pero se acostumbró a los pocos segundos. Aunque tardó largos minutos en poder volver a dirigir su mirada a los cielos. Fue conducido inmediatamente después de salir hacia algo que sonó a automóvil. Sí, el sonido del motor como ronroneo de felino era inconfundible. Había pasado tanto tiempo apoyado en la dura y rígida pared que estaba pintada con letras a cuchillo y dolor, que cuando se apoyó sobre el acolchonado asiendo de la negra limusina a la que había sido metido, se estremeció. Tardó un poco más de lo que necesitaba en abrir los ojos, y observar. Una figura femenina pulcramente envestida en traje morado cruzó las piernas enfundadas en seda gris. El brillo de los zapatos negros le pegó fuerte en sus ojos oscuros, y lo hizo cerrarlos por unos segundos. Nunca halló la mirada de aquella mujer de su lado.
- ¿Otra vez en cárcel? - era ya casi una pregunta de rutina para ella.
No respondió. Sabía que, dijese lo que dijese, no iba a escapar de una reprimenda que ella misma sabía que no tenía sentido. Dejó entonces que sus ojos vagasen por el negro del ambiente, el tenue brillo de un par de cristales en forma de vasos, con delicioso líquido ámbar dentro de sí. Le extendió uno, y la cascada de brillantes miel se precipitó en su garganta. Ardió, sí, lo suficiente para que olvidase por un par de minutos todo lo que había sufrido, y se marease lo suficiente como para dormir unos más. No era la primera vez. Y tampoco sería la última.
Ahora, veinte años después de ese pensamiento, volvía a esa prisión de la mente, a ese escandaloso lugar de penurias y tormentas.
Y ya no se llamaba igual. Las palabras en la pared ya no eran las mismas.
