NIGHT PLAY
PROLOGO
Génesis
Muse - Resistance
Acompáñame, viajero del mundo moderno, de regreso a un tiempo envuelto en la bruma del misterio. De regreso a una antigua leyenda prácticamente olvidada.
O, como poco... Tergiversada.
Aún quedan vestigios de esa leyenda en nuestro mundo moderno. ¿Qué mortal de nuestros días no sabe que debe temer cualquier ruido extraño que escuche una noche de luna llena? ¿Que debe temer los aullidos del lobo? ¿O el grito de un halcón? ¿Quién no sabe que debe escudriñar con cautela los callejones oscuros? No por miedo a los depredadores humanos, sino a otros muy distintos.
Depredadores misteriosos. Peligrosos. Mucho más letales que nuestros congéneres.
Sin embargo, este temor no siempre estuvo arraigado en la Humanidad. De hecho, hubo un tiempo, un tiempo muy lejano, en el que los humanos eran humanos y los animales eran animales.
Hasta el día del Allagi. Cuenta la leyenda que los Cazadores Katagarios y Arcadios fueron fruto de la mejor de las intenciones, al igual que sucede con las peores maldiciones.
Cuando el rey Licaón de Arcadia se casó con su preciosa y amada reina, ignoraba que no era humana. Su esposa escondía un oscuro secreto. Pertenecía a la raza maldita de los apolitas y estaba destinada a morir en la flor de su juventud... a los veintisiete años.
El día de su último cumpleaños, mientras la veía morir después de convertirse en una anciana ante sus ojos, Licaón comprendió que sus dos hijos serían víctimas de esa misma muerte prematura.
Presa del dolor, mandó llamar a sus sacerdotes, quienes le aseguraron que no se podía hacer nada. Los designios de las Moiras eran inapelables.
No obstante, Licaón se negó a escuchar sus sabias palabras. Él era un hechicero y estaba decidido a impedir que le arrebataran a sus hijos. Aunque tuviera que vérselas con las mismísimas Moiras.
De modo que comenzó a experimentar con su magia para prolongar la vida de la raza de su difunta esposa. Capturó apolitas para unir su esencia vital con la de varios animales conocidos por su fuerza: osos, panteras, leopardos, halcones, leones, tigres, chacales, lobos e, incluso, dragones.
Pasó años perfeccionando esta nueva raza, hasta que al fin estuvo seguro de haber encontrado la cura para sus hijos. Tras fusionarlos con un dragón y un lobo, los animales más fuertes de todos con los que había experimentado, les insufló más magia y fuerza de la que les había otorgado a los demás. A decir verdad, les entregó su propio poder.
A la postre, los resultados superaron todas sus expectativas. Sus hijos tenían una vida no solo más larga que la de su esposa, sino también que la de cualquier especie conocida.
Con sus habilidades mágicas y su fuerza vital, tenían una media de vida doce veces superior a la de los humanos.
Las Moiras echaron un vistazo y descubrieron lo que el orgulloso rey había hecho. Enfadadas por semejante intromisión en sus dominios, le ordenaron que matara a sus hijos y a todos aquellos que había creado.
Licaón se negó.
Y fue entonces cuando las Moiras dictaron un castigo por semejante muestra de arrogancia: sus hijos y la nueva raza a la que pertenecían recibieron su propia maldición.
« Jamás conocerán la paz —proclamó Cloto, la hilandera del destino—. Pasarán la eternidad odiándose y luchando hasta que el último de ellos exhale su postrer aliento.»
Y así fue. Cada vez que Licaón fusionaba un animal con un apolita, en realidad creaba dos seres. Uno con corazón animal y otro con corazón humano.
A aquellos que adoptaban aspecto humano y tenían corazón humano se les denominó « arcadios» , en honor al pueblo del rey. A aquellos que tenían un corazón animal se les llamó « katagarios» .
Los katagarios nacían siendo animales y vivían como tales. Sin embargo, una vez que alcanzaban la pubertad, momento en el que las hormonas desbloqueaban sus poderes mágicos, desarrollaban la habilidad de convertirse en humanos. En apariencia, al menos. Porque la esencia animal seguía gobernando sus acciones.
Del mismo modo, los arcadios nacían con forma humana y vivían como humanos hasta que la pubertad les otorgaba la magia y la habilidad de adoptar una forma animal.
Dos caras de una misma moneda. Dos especies que deberían haber convivido en paz. En cambio, las Moiras enviaron a Eris, la diosa de la discordia, para que sembrara la desconfianza entre ellos. Los arcadios se creían superiores a sus primos animales. Después de todo, eran humanos y poseían raciocinio, mientras que los katagarios no eran más que animales con la habilidad de adoptar forma humana.
Los katagarios no tardaron en descubrir la falsedad de los arcadios quienes, si bien decían una cosa, hacían otra bajo mano.
A lo largo de los siglos los dos grupos se han diezmado mutuamente, afirmando poseer la supremacía moral. Los animales creen que los arcadios son la verdadera amenaza y los arcadios creen que los katagarios deben ser controlados o erradicados de la faz de la Tierra.
Una guerra interminable.
Y, como sucede en todas las guerras, jamás ha habido un verdadero vencedor. Solo víctimas que aún sufren a causa de los prejuicios y de un odio infundado.
{...}
Nueva Konoha, noche del Mardi Gras, 2003
—Lo siento mucho, Naruto. Te juro que no quería que acabáramos así.
Naruto Uzumaki apretó los dientes mientras caía hacia atrás después de otro intento fallido de levantarse. Le dolían los brazos por el esfuerzo de soportar sus más de noventa kilos de puro músculo únicamente por las muñecas. Cada vez que estaba a punto de conseguir alzarse hasta la rama que tenía por encima de la cabeza, su hermano comenzaba a hablar, rompiendo así su concentración y devolviéndolo a su posición original: colgado de la rama del árbol.
Inspiró hondo e intentó hacer caso omiso del tremendo dolor que sentía en las muñecas.
—No te preocupes, Menma. Me las arreglaré para que salgamos de esta.
De algún modo. O eso esperaba.
Su hermano no le prestó atención, sino que continuó disculpándose por haber sido el causante de sus inminentes muertes.
Naruto volvió a forcejear con la cuerda que le apretaba las muñecas y lo ataba por encima de la cabeza a la delgada rama de un vetusto ciprés, de donde colgaba precariamente justo sobre las aguas pantanosas más negras e inmundas que había visto en la vida. No sabía qué era peor, si la idea de perder las manos, la de perder la vida o la de caer a ese asqueroso agujero infestado de caimanes.
Aunque, para ser sinceros, prefería la muerte a rozar siquiera las apestosas aguas. A pesar de la oscuridad que reinaba en los pantanos, sabía lo pútridas y asquerosas que eran.
Había que estar bastante mal de la cabeza para vivir en ese lugar. Por fin tenía pruebas fehacientes de que Obito de los Uchihas era un imbécil de nacimiento.
Su hermano, Menma, estaba atado a una rama igual de delgada al otro lado del tronco. Y los dos se balanceaban en el aire, rodeados por los efluvios del pantano, las serpientes, los insectos y los caimanes.
Con cada movimiento que hacía, la cuerda se le clavaba más en las muñecas. Si no conseguía liberarse pronto, la puñetera cuerda acabaría por cortarle los tendones y los huesos, amputándole las manos.
Esa era la timoria, el castigo, que les habían impuesto por haber protegido a la mujer de Obito. Su descarada ayuda a los Cazadores Oscuros había sido la razón de que los daimons atacaran a la manada de katagarios a la que pertenecían y asesinaran a su querida hermana.
Los katagarios eran animales que podían adoptar forma humana y que se regían por la norma básica de la naturaleza: matar o morir. Si alguien o algo amenazaba la seguridad de la manada, era liquidado.
De modo que, tras haber sido el causante del ataque de los daimons, lo habían sentenciado a recibir una paliza y a dejarlo morir en los pantanos. Menma estaba con él por la sencilla razón de que su padre los odiaba desde que nacieron y les tenía miedo desde que la revolución hormonal de la pubertad desbloqueó sus poderes sobrenaturales.
En realidad, su padre los odiaba por lo que le había hecho su madre.
Así que esa había sido una oportunidad de oro para librarse de ellos sin que la manada se revelara contra él.
Una oportunidad que su padre había aprovechado al punto.
Ese sería su último error.
Al menos, si era capaz de salir de ese puto pantano antes de que algún bicho se los comiera.
Ambos estaban en forma humana, atrapados por los microimpulsos iónicos de los delgados metriazos de plata que llevaban en torno al cuello. Los collares les impedían cambiar de forma. Cosa que sus enemigos creían que los debilitaría.
En el caso de Menma era cierto.
Pero en el suyo, no.
Aun así, el collar afectaba sus poderes mágicos y su capacidad para manipular las leyes de la naturaleza. Y eso lo ponía de muy mala leche.
Al igual que su hermano, solo llevaba unos vaqueros ensangrentados. Le habían arrancado la camisa para darle la paliza y lo habían dejado sin botas a propósito. Por supuesto, nadie esperaba que sobrevivieran. Los collares solo se podían quitar con magia (algo de lo que ninguno de los dos era capaz mientras los llevaran) y, si por algún milagro conseguían bajar del árbol, siempre quedaba la nutrida población de caimanes para seguir el rastro de su sangre. Unos caimanes que estaban esperando a que cayeran al pantano para darse un suculento festín con carne de lobo.
—Hombre —dijo Menma, enfurecido—, Gaara tiene razón. No puedes fiarte de alguien que sangra durante cinco días seguidos sin morirse. Debería haberte hecho caso. Me dijiste que Konan era una puta traicionera, pero ¿te hice caso? No. Y mira dónde estamos ahora. Te juro que si salimos de esta, me la cargo.
—¡Menma! —masculló al ver que su hermano seguía protestando mientras él intentaba utilizar el escaso poder que le quedaba a pesar de las dolorosas descargas eléctricas del collar—. ¿No podrías dejar el mea culpa un ratito para que pueda concentrarme? Porque si no, vamos a estar colgados de este puñetero árbol para toda la eternidad.
—Bueno, no para toda la eternidad. Creo que nos queda poco más de media hora antes de que las cuerdas nos corten las manos. Y, por cierto, me duelen un montón. ¿Cómo vas tú? —Guardó silencio un instante que él aprovechó para tomar aire. Justo en ese momento sintió que la cuerda se aflojaba un poco.
También escuchó el crujido de la rama.
Con el corazón a doscientos, bajó la vista al pantano y vio un enorme caimán mirándolo desde las oscuras profundidades. Habría dado cualquier cosa por contar con sus poderes durante tres segundos para freír a ese lagarto de mierda.
Menma no pareció darse cuenta de ninguna de las dos amenazas.
—Te juro que jamás volveré a decirte que me muerdas el culo. Cuando me digas algo, te haré caso sin rechistar, sobre todo si se trata de una hembra.
—En ese caso, ¿por qué no empiezas haciéndome caso cuando te digo que cierres el pico? —replicó con un gruñido.
—Estoy calladito. Es que odio ser humano. Es un asco. ¿Cómo lo aguantas?
—¡Menma!
—¿Qué?
Puso los ojos en blanco. Era inútil. Cada vez que su hermano adoptaba forma humana, la única parte de su anatomía que ejercitaba era la lengua. ¿Por qué no se les había ocurrido amordazarlo antes de colgarlo del árbol?
—¿Sabes? Si pudiéramos cambiar de forma, podríamos cortar las cuerdas con los dientes. Claro que si fuéramos lobos, las cuerdas no podrían sujetarnos, así que...
—¡Cállate! —le ordenó de nuevo.
—¿Vuelve la sensibilidad a las manos después de haberlas tenido tanto tiempo entumecidas? A los lobos no les pasa esto. ¿Es normal en los humanos?
Cerró los ojos, asqueado. De modo que así iba a terminar su vida. No en una gloriosa pelea contra un enemigo ni en un enfrentamiento con su padre. Ni tampoco mientras dormía.
No, lo último que escucharía al morir serían los lamentos de su hermano.
Quién lo iba a decir...
Echó la cabeza hacia atrás para poder ver a su hermano en la oscuridad.
—¿Sabes, Menma? Creo que sí voy a echarte la culpa. Estoy hasta los huevos de estar aquí colgado porque eres un bocazas y le has contado a tu última amiguita que he estado protegiendo a la mujer de un Cazador Oscuro. Muchísimas gracias por no saber cuándo meterte la lengua en el culo.
—Vale, vale, pero ¿cómo iba a saber que Konan saldría corriendo a contarle a padre que estabas con Rin y que esa fue la razón de que nos atacaran los daimons? Esa puta traicionera... Konan me aseguró que quería ser mí pareja. —Todas quieren serlo, capullo, va en la naturaleza de la especie.
—¡Vete a la puta mierda!
Suspiró aliviado cuando Menma se calló por fin. El cabreo de su hermano le daría unos tres minutos de tranquilidad, ya que estaría muy ocupado buscando una réplica creativa y mordaz mientras echaba humo por las orejas.
Entrelazó los dedos y levantó las piernas. El dolor de los brazos se intensificó cuando la cuerda se clavó aún más en su carne humana. Rezó para que los huesos aguantaran un poco antes de acabar cercenados.
La sangre volvió a correrle por los brazos cuando levantó las piernas hacia la rama que tenía por encima de la cabeza.
Si pudiera rodearla con las piernas... aferrarse a ella...
Tanteó la rama con los pies. La corteza estaba fría y le raspó el empeine. Consiguió rodear la rama con el pie. Solo un... poco... Más.
—Eres un idiota... —masculló Menma.
En fin, no podía decirse que su hermano fuera muy creativo.
Se concentró en el acelerado ritmo de su corazón y se negó a escuchar los insultos de su hermano.
Cabeza abajo, rodeó la rama con una pierna y soltó el aire. Gruñó aliviado cuando por fin consiguió librar las doloridas y sangrientas muñecas de casi todo el peso de su cuerpo. El esfuerzo lo hizo jadear mientras Menma proseguía con su retahíla de insultos.
La rama emitió un fatídico crujido.
Volvió a contener el aliento, aterrado por la posibilidad de que el menor movimiento la partiera y acabara cayendo de cabeza a las verdosas y pútridas aguas del pantano.
De repente, los caimanes se agitaron inquietos y desaparecieron a toda pastilla.
—Mierda —dijo entre dientes.
Esa no era una buena señal.
Solo sabía de dos cosas que espantaran a los caimanes. Una era que un Cazador Oscuro llamado Obito, que vivía en los pantanos, regresara y los metiera en cintura. Pero como Obito estaba en el Barrio Francés salvando el mundo y no en el pantano, parecía improbable.
La otra, mucho menos atractiva, eran los daimons. Esos muertos vivientes condenados a matar para prolongar sus vidas artificialmente. Además de matar humanos, se enorgullecían de matar katagarios o arcadios. Como las vidas de estos últimos eran centenarias y poseían habilidades mágicas, sus almas eran capaces de sustentarlos durante un período diez veces superior a lo que lo hacía la de cualquier humano.
Y lo más importante: una vez que se apoderaban del alma de un arcadio o de un katagario, absorbían sus habilidades mágicas y podían utilizarlas contra otros. Era cojonudo ser una puta delicatessen para los daimons.
Había un solo motivo por el que los daimons estaban allí. Una única explicación para que hubieran dado con ellos en ese pantano aislado donde no se aventuraban sin una buena razón. Alguien se los había ofrecido en bandeja a modo de sacrificio con el fin de que dejaran a la manada en paz.
Y no tenía la menor duda de quién había hecho la llamadita.
—¡Hijo de puta! —gritó en la oscuridad, a sabiendas de que su padre no lo escucharía. Pero de todas formas necesitaba desahogarse.
—Y ahora ¿qué te he hecho? —preguntó Menma, indignado—. Además de hacer que te maten, claro.
—No me refería a ti —le aclaró mientras se esforzaba por rodear la rama con la otra pierna para poder soltarse las manos.
Algo saltó desde el suelo hasta una rama situada por encima de él.
Cuando se giró, vio a un daimon alto y delgado muy cerca, vestido de negro de los pies a la cabeza y mirándolo con un brillo jocoso y hambriento.
El daimon chasqueó la lengua.
—Deberías alegrarte de vernos, lobo. Después de todo, solo queremos liberarte.
—¡Vete a la mierda! —le gruñó.
El daimon se echó a reír.
Menma aulló.
Cuando lo miró, vio que un grupo de diez daimons lo estaba bajando del árbol. ¡Joder! Su hermano era un lobo. No sabía cómo defenderse en su forma humana sin utilizar la magia, cosa que no podía hacer mientras llevara el collar puesto.
Furioso, alzó las piernas con fuerza. El movimiento rompió la rama al instante y cayó de cabeza a las pestilentes aguas.
Contuvo el aliento cuando el nauseabundo sabor se coló en su boca. Intentó salir a la superficie, pero fue incapaz.
Aunque tampoco hizo falta. Alguien lo agarró del pelo y tiró de él.
En cuanto tuvo la cabeza fuera del agua, un daimon le clavó los colmillos en el hombro desnudo. Con un gruñido furioso, le asestó un codazo en las costillas y se aprestó a devolverle el mordisco.
El daimon chilló y lo soltó.
—Este tiene huevos —dijo una daimon mientras se acercaba a él—. Nos sustentará más que el otro.
Antes de que la recién llegada pudiera echarle el guante, le golpeó las piernas con un brazo de modo que perdiera el equilibro. Después, utilizó su cuerpo para salir del agua. Como cualquier lobo que se preciara, sus piernas eran lo bastante fuertes como para encaramarse de un salto a un tocón cercano.
El pelo, oscurecido por el agua, se le pegó a la cara. La pelea y la paliza que le había propinado la manada le habían dejado un dolor palpitante en todo el cuerpo. Al agacharse para apoyar una mano en el tocón, la luz de la luna se reflejó en el agua que corría por su musculoso cuerpo, haciéndolo resaltar en el oscuro marco del pantano. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de musgo español y, cuando las nubes lo permitían, el reflejo de la luna llena sobre las oscuras aguas le confería a la noche un aspecto espeluznante.
Como el animal que era, observó a sus enemigos mientras lo rodeaban. No estaba dispuesto a entregarse, ni a entregar a Menma, a esos cabrones. Vale, no estaba muerto, pero sí estaba igual de jodido y muchísimo más cabreado que ellos con las Moiras.
Se llevó las manos a la boca y rompió la cuerda con los dientes.
—Eso te va a costar caro —dijo uno de los daimons mientras se acercaba a él.
Una vez libre de las ataduras, saltó y se lanzó de espaldas al pantano. Se internó en las oscuras profundidades hasta dar con una rama de un árbol caído y enterrado en el fango. Regresó a la superficie, hacia el lugar donde los daimons retenían a Menma.
Cuando emergió, descubrió que había diez daimons alimentándose de la sangre de su hermano.
Apartó a uno de una patada. Cogió a otro del cuello y le clavó la improvisada estaca en el corazón. La criatura se desintegró de inmediato.
El resto dejó a Menma y se giró hacia él.
—Coged número —les gruñó—. Hay de sobra para todos.
El daimon más cercano soltó una carcajada.
—Tus poderes están restringidos.
—Díselo al de la funeraria —replicó al tiempo que se abalanzaba sobre él. El daimon retrocedió de un salto, pero no lo bastante lejos. Acostumbrado a luchar con humanos, no cayó en la cuenta de que él era capaz de saltar diez veces más lejos que sus víctimas habituales.
Y no necesitaba de sus poderes psíquicos. Su fuerza animal bastaba para librarse de todos ellos. Utilizó la estaca para librarse del daimon y se giró para enfrentarse con los demás mientras ese se desintegraba.
Lo atacaron en grupo, pero no les dio resultado. La mitad de sus poderes residía en el factor sorpresa y en el pánico que ocasionaban a sus víctimas.
Cosa que habría funcionado también en su caso si no fuera un primo lejano de las criaturas, acostumbrado a sus tácticas desde la infancia. Los daimons no le daban miedo en absoluto.
Lo único que consiguieron con su estrategia fue serenarlo y afianzar su determinación. Cosa que, a fin de cuentas, le daría la victoria. Se cargó a otros dos con la estaca mientras Menma seguía inmóvil en el agua. Sintió una oleada de pánico, pero se obligó a tranquilizarse.
La frialdad era el único medio de ganar una pelea.
Uno de los daimons le lanzó una descarga astral que lo envió de vuelta al agua. Chocó contra un tronco y soltó un gruñido por el intenso dolor que se extendió por su espalda.
La fuerza de la costumbre lo llevó a devolver el ataque con sus propios poderes, pero lo único que consiguió fue que el collar se apretara en torno a su cuello y produjera una nueva descarga. Soltó un taco por el dolor, pero se desentendió de él.
Se puso en pie y se abalanzó sobre los dos daimons que se estaban acercando a su hermano.
—Déjalo ya —masculló uno de los daimons.
—Tú primero.
Cuando el daimon se lanzó sobre él, se sumergió en el agua y le golpeó las piernas desde atrás para hacerlo caer. Siguieron forcejeando en el agua hasta que consiguió atravesarle el pecho con la estaca.
El resto de los daimons salió huyendo.
Sumido en la oscuridad, los escuchó chapotear mientras se alejaban. Los latidos del corazón le atronaron los oídos cuando por fin dejó que la rabia lo inundara. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un aullido que resonó de forma espeluznante a lo largo y ancho del brumoso pantano.
El sonido, maligno y sobrenatural, lograría que incluso los santeros salieran corriendo en busca de refugio.
Convencido por fin de que los daimons se habían largado, se apartó el pelo mojado de los ojos y se acercó a Menma, que seguía sin moverse.
Presa del dolor, se abrió paso a ciegas con una sola idea en la cabeza: « Que no esté muerto».
Su mente insistía en recordarle el cuerpo inerte de su hermana. La frialdad de su piel al tocarla. No podía perderlos a los dos. No podía.
Se moriría.
Por primera vez en su vida, deseó escuchar una de las idioteces de su hermano.
Cualquier cosa.
Lo asaltaron los recuerdos de la muerte de su hermana, acaecida el día anterior a manos de los daimons. Se sintió desgarrado por un dolor indescriptible. Menma tenía que estar vivo. Tenía que estarlo.
—Por favor... —le suplicó a los dioses mientras acortaba la distancia que los separaba. No podía perder a Menma.
No de esa manera...
Su hermano tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en la luna llena; una luna que les habría permitido saltar en el tiempo y alejarse de ese pantano de no ser por los collares.
Una multitud de mordeduras aún sangrantes cubría el cuerpo de Menma. Un dolor inenarrable le desgarró el alma y le destrozó el corazón.
—Vamos, Menma, no te mueras —le dijo con voz rota mientras intentaba contener el llanto. En lugar de ceder al dolor, le gruñó—: ¡Que no se te ocurra estirar la pata, idiota!
Cuando lo cogió en brazos, se dio cuenta de que no estaba muerto. Aún estaba vivo y temblaba de forma incontrolable. Por más débil y entrecortada que fuese, su respiración fue como música celestial para sus oídos.
Rompió a llorar de alivio al tiempo que lo mecía con suavidad.
—Vamos, Menma —dijo en el silencio de la noche—. Dime una estupidez.
Pero no dijo nada. Siguió temblando en sus brazos, en estado de shock.
Al menos estaba vivo.
De momento.
La furia le hizo apretar los dientes. Tenía que sacar a Menma de allí. Tenía que encontrar un lugar seguro para ambos.
Si había alguno, claro.
Se dejó llevar por la furia e hizo lo imposible: le arrancó a su hermano el collar del cuello con las manos. Menma adoptó su forma de lobo de inmediato.
Aun así, no recobró la consciencia. No parpadeó ni se quejó.
Tragó saliva para deshacer el doloroso nudo que tenía en la garganta y contuvo las lágrimas que le quemaban los ojos.
—Tranquilo, hermanito —susurró cuando sacó al lobo de pelaje oscuro de las asquerosas aguas. Su peso era un martirio, pero no le importaba. Pasó por completo de las protestas de mi cuerpo.
Mientras él viviera, nadie volvería a hacerle daño a sus seres queridos. Y mataría a cualquiera que se atreviera a intentarlo.
