NIGHT PLAY
1|La gargantilla
Boutique Encajes y Lilas, Iberville Street, Barrio Francés.
Ocho meses después
Hinata Hyuga miraba la carta que tenía en la mano sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Parpadeó. Y volvió a parpadear. No podía decir lo que ella creía que decía.
¿O sí?
¿Sería una broma?
Sin embargo, mientras la leía por cuarta vez, supo que no lo era. El cobarde y cerdo hijo de puta acababa de cortar con ella utilizando su propia cuenta con la compañía de reparto.
Lo siento, Hinata.
Pero necesito una mujer más acorde con mi imagen pública. Tengo que hacer acto de presencia en muchos lugares y necesito llevar a mi lado el tipo de mujer que me ayude, no que me obstaculice. Te enviaré tus cosas a tu bloque de apartamentos. Aquí tienes dinero para que pases la noche en un hotel, en caso de que no tengas ninguno libre.
Te deseo lo mejor,
Toneri
—Eres un mamón patético y un lameculos —masculló mientras la releía, embargada por un dolor tan intenso que la dejó al borde de las lágrimas. Su novio acababa de cortar con ella después de cinco años... ¿mediante una carta cuya entrega tenía que pagar ella misma?—. ¡Vete a la puta mierda, traidor asqueroso!
Por regla general, no decía palabrotas, antes prefería cortarse la lengua. Sin embargo, la ocasión... la ocasión merecía unas cuantas bien gordas. Y un hacha con la que decapitar a su ex novio.
Contuvo las ganas de gritar. Y el impulso de meterse en el coche, salir pitando hasta el edificio de la cadena de televisión donde él trabajaba y hacerlo picadillo. ¡Hijo de puta!
Una lágrima resbaló por su mejilla. Se la enjugó y sorbió por la nariz. No iba a llorar por eso. Él no se lo merecía. Ni de lejos se lo merecía y, en el fondo, aquello tampoco la había pillado por sorpresa. Porque llevaba seis meses viéndolo venir. Lo presentía cada vez que Toneri la obligaba a probar una nueva dieta o la apuntaba a un nuevo programa de ejercicio físico.
Por no mencionar la importantísima cena que se había celebrado hacía dos semanas en el Aquarium y a la que no quiso que lo acompañara.
«No hace falta que te arregles tanto para una cosa tan aburrida. De verdad. Es mejor que vaya solo.»
En cuanto pronunció la última palabra, supo que no tardaría mucho en dejarla. Pero, de todos modos, le había hecho daño. De todos modos, dolía. ¿Cómo podía hacerle algo así?
«¡Y de esta manera, además!», pensó enfadada mientras agitaba la carta en mitad de la tienda como si estuviera loca de remate.
Claro que sabía muy bien por qué. Toneri nunca había sido feliz con ella. La única razón por la que empezaron a salir fue porque su primo era el director de una cadena de televisión local. Toneri quería trabajar allí y, como una idiota, ella lo había ayudado.
Y cuando ya estaba bien establecido en su puesto y se había hecho con una buena audiencia, le daba la patada. Muy bien. De todas formas no lo necesitaba.
Estaba mejor sin él.
Claro que eso no la ayudaba a mitigar el amargo y horroroso dolor que sentía en el pecho y que la hacía desear acurrucarse en un rincón y llorar hasta quedar agotada.
—No lo haré —se dijo, limpiándose otra lágrima—. No le daré la satisfacción de llorar.
Tiró la carta al suelo y cogió la aspiradora con afán vengativo. Su pequeña boutique necesitaba una limpieza a fondo.
«Acabas de pasar la aspiradora» , le recordó su mente.
Qué más daba, podía volver a pasarla hasta deshilachar la puñetera moqueta.
Naruto Uzumaki estaba hecho polvo. Acababa de salir del despacho de Shizune Alexander, donde la estupenda (adjetivo que utilizaba con retintín) psicóloga le había asegurado que no había nada que pudiera curar a su hermano hasta que este no quisiera ponerse bien.
Eso no era precisamente lo que necesitaba escuchar. Las estupideces psicológicas eran para los humanos, no para los lobos que necesitaban salir por patas si no querían acabar en una zanja.
Desde que se largó como pudo del pantano la noche del Mardi Gras con su hermano a cuestas, habían estado escondidos en el Santuario, un bar regentado por un clan de osos katagarios que acogía a todos los descarriados sin importar su procedencia; humanos, daimons, apolitas, Cazadores Oscuros, Cazadores Oníricos, Cazadores Arcadios o Cazadores Katagarios. Siempre y cuando se mantuviera la paz y no se amenazara a nadie, los osos daban cobijo a cualquiera.
Sin despedazarlo.
Sin embargo, por mucho que el clan de osos intentasen tranquilizarlo, era muy consciente de la verdad. Sobre ellos pendía una sentencia de muerte y no había ningún lugar seguro. Tenían que quitarse de en medio antes de que su padre averiguara que seguían con vida.
En cuanto lo hiciera, enviaría una horda de asesinos a por ellos. En circunstancias normales no supondría el menor problema encargarse de ellos, pero si tenía que arrastrar a un lobo comatoso de más de cincuenta kilos...
Necesitaba a Menma despierto y alerta. Y sobre todo necesitaba que su hermano recuperase las ganas de seguir luchando. No obstante, nada parecía hacerlo reaccionar y aún seguía en la cama.
—Te echo de menos, Menma —susurró entre dientes y con un nudo en la garganta. Era muy duro estar solo en el mundo. No tener a nadie con quien hablar. Nadie en quien confiar.
Deseaba tanto tener a su lado a su hermano y a su hermana que vendería su alma para lograrlo. Pero los dos se habían marchado. No le quedaba nadie. Nadie.
Con un suspiro, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar por Iberville Street hacia el centro del Barrio Francés. Ni siquiera daba con una razón para seguir adelante. Bien podía dejar que su padre lo atrapara. ¿Qué más daba?
El problema era que llevaba toda la vida luchando. Era lo único que conocía y que comprendía. No podía imitar a Menma y echarse a morir. Debía de haber algo, lo que fuera, que hiciera reaccionar a su hermano. Algo que los motivara, a ambos, para seguir viviendo.
Se detuvo al aproximarse a una de esas tiendas femeninas que abundaban en el Barrio Francés. Era un enorme edificio de ladrillo rojo con molduras en color negro y borgoña. La fachada era de cristal y dejaba a la vista el interior del local, rebosante de prendas femeninas de encaje y de delicada bisutería.
Sin embargo, no fueron los objetos a la venta lo que llamó su atención.
Fue ella.
La mujer que pensó que jamás volvería a ver.
Hinata.
Solo la había visto una vez y de forma muy breve, cuando protegía a Rin en Jackson Square mientras la artista vendía sus objetos de artesanía a los turistas. Ajena a su presencia, Hinata se había acercado a Rin, con la que había charlado unos minutos. Y después se marchó, saliendo de su vida por completo. Aunque deseó seguirla, fue muy consciente de que no debía hacerlo. Los humanos y los lobos no se mezclaban.
Y mucho menos si el lobo en cuestión estaba tan jodido como él. Así que se limitó a seguir sentado mientras su cuerpo le pedía a gritos que fuera tras ella. Hinata era la mujer más hermosa que había visto en la vida.
Y lo seguía siendo.
Se había recogido la larga melena negra azulada en un desastroso moño en la coronilla, aunque algunos mechones se habían soltado y acariciaban su rostro de alabastro. Llevaba un vestido largo y suelto de color negro que flotaba a su alrededor mientras pasaba la aspiradora frenéticamente sobre la moqueta.
Todos sus instintos animales cobraron vida cuando volvió a verla. La sensación fue visceral. Exigente.
Apremiante.
Y no había modo de refrenarla.
En contra de su voluntad, se descubrió poniendo rumbo a la tienda. No se dio cuenta de que ella estaba llorando hasta que abrió la puerta. Lo embargó una furia arrolladora. Ya tenía bastante con que su vida fuera un asco, no tenía por qué empeorar al ver llorar a alguien como ella.
Hinata se detuvo y alzó la vista cuando escuchó que alguien entraba en la tienda. Se quedó sin aliento. Jamás había visto a un hombre tan guapo.
Nunca.
En un primer momento su pelo le pareció castaño claro, pero en realidad tenía mechones rubios alborotados que le hacían aparentar un aire salvaje.
Pero lo mejor era la camiseta blanca de manga corta que se amoldaba a un cuerpo digno de un anuncio. Un cuerpo creado para el sexo. Alto y fibroso, ese cuerpo suplicaba las caricias de una mujer, aunque solo fuera para comprobar si era tan duro y perfecto como parecía.
Su apuesto rostro tenía rasgos afilados, cincelados, además de una barba de un día que le resaltaban unas extrañas marcas en las mejillas. Era el rostro de un rebelde que pasaba de las tendencias de la moda; uno que vivía la vida a su manera. Era obvio que nadie le dictaba las reglas a ese hombre.
Estaba... como un... tren.
No podía verle los ojos porque llevaba unas gafas de sol de cristales muy oscuros, pero sintió su mirada. Como una abrasadora caricia. Ese hombre era duro. Salvaje. Cosa que le provocó un pánico atroz. ¿Para qué iba a entrar un tipo semejante en una tienda de complementos femeninos?.
No pensaría robar, ¿verdad?
La aspiradora, que no se había movido ni un milímetro desde que él entrara en la tienda, comenzó a echar humo y a emitir ruidos extraños a modo de protesta. Con un jadeo, la apagó y comenzó a abanicar el motor con la mano.
—¿En qué puedo ayudarlo? —le preguntó al recién llegado al tiempo que intentaba meter la aspiradora detrás del mostrador.
Sintió que le ardían las mejillas al ver que el motor seguía echando humo y haciendo ruido. Por no mencionar el desagradable olor a polvo quemado que se mezclaba con la fragancia de las velas aromáticas que utilizaba.
Le ofreció una sonrisa avergonzada al impresionante dios que se paseaba tan campante por la tienda. —Lo siento...
Naruto cerró los ojos mientras saboreaba el melodioso acento de su voz. Un acento que lo desarmó y le provocó un calentón inmediato. Con la consecuente erección. El impulso de tomar lo que deseaba y pasar de las consecuencias fue bestial.
El problema era que Hinata le tenía miedo. Su mitad animal lo percibía. Y eso era lo último que quería su mitad humana.
Alzó una mano y se quitó las gafas de sol al tiempo que le sonreía con timidez.
—Hola.
No sirvió de mucho. En todo caso, verle los ojos la puso aún más nerviosa.
Oh mi Dios.
Hinata estaba pasmada. Jamás se habría imaginado que esa pícara sonrisa aumentara su atractivo. Pero así era.
Aunque fue mucho peor el efecto de la mirada salvaje y penetrante de esos ojos azulosos. De repente se echó a temblar, por la emoción y el deseo. Nunca había visto a un hombre que estuviera ni la mitad de bueno que ese.
—Hola —le dijo, correspondiendo al saludo. Y sintiéndose como una idiota de campeonato.
Su mirada la abandonó mientras se daba una vuelta por la tienda para echar un vistazo a las vitrinas.
—Estoy buscando un regalo —le dijo con una voz grave e hipnótica. Podría escucharlo durante horas y, por alguna razón que no atinaba a comprender, quería escucharlo pronunciar su nombre.
Carraspeó y se desentendió de esas ideas tan absurdas al tiempo que salía de detrás del mostrador. Si su ex novio, un tipo bastante mono, no podía soportar su físico, ¿por qué iba a fijarse en ella un dios como el que tenía delante?
Así que decidió tranquilizarse antes de ponerse en ridículo.
—¿Para quién es?
—Para alguien muy especial.
—¿Su novia?
Volvió a mirarla, haciéndola temblar aún más, y negó con la cabeza.
—Jamás tendré esa suerte —contestó con voz ronca y seductora.
Qué respuesta más extraña para alguien como él. Era inconcebible que tuviera problemas a la hora de conseguir a cualquier mujer que se le antojara. ¿¡Quién iba a decirle que no a alguien así!?
Claro que, pensándolo bien, esperaba no encontrarse nunca con una mujer tan guapa. Si lo hacía, se sentiría con la obligación moral de atropellarla.
—¿Cuánto quiere gastarse?
El tipo se encogió de hombros.
—El dinero me da igual.
Tuvo que parpadear varias veces. Como un tren y forrado. Por favor, la chica en cuestión tenía mucha suerte...
—De acuerdo. Tengo unas cuantas gargantillas. Siempre son un buen regalo.
Naruto la siguió hasta una vitrina empotrada en la pared del fondo, donde había una multitud de gargantillas de cuentas y pendientes colocados en sus correspondientes expositores.
Su aroma lo puso a cien. Le costó la misma vida no inclinar la cabeza hasta su hombro para aspirar ese olor y embriagarse con él. Clavó los ojos en la pálida y delicada piel de su cuello...
Se lamió los labios e intentó imaginarse su sabor. Intentó imaginarse lo que sentiría si tuviera esas voluptuosas y generosas curvas pegadas a él. O si viera esos labios hinchados por sus besos y esos ojos mirándolo cambiar de tono por la pasión mientras le hacía el amor.
La cosa empeoró porque percibía que ella también estaba excitada, lo que incrementó su deseo.
—¿Cuál es tu preferida? —le preguntó, aunque sabía la respuesta.
Una de las gargantillas de estilo Victoriano estaba impregnada con su aroma. Era obvio que se la había probado hacía poco.
—Esta —contestó, señalándola.
La observó acariciar las cuentas negras de ónice y se le puso dura como una piedra. Lo único que deseaba en ese momento era acariciar ese brazo extendido, esa pálida y suave piel, hasta llegar a su mano. Una mano que estaba deseando mordisquear.
—¿Te importaría probártela?
Hinata se echó a temblar al escuchar la ronca pregunta. ¿Por qué la ponía tan nerviosa?. Aunque la respuesta estaba clara. Era un hombre muy viril y el escrutinio al que la estaba sometiendo era tan intenso como desconcertante.
Intentó abrocharse la gargantilla, pero le temblaban tanto las manos que fue incapaz de hacerlo.
—Permíteme... —se ofreció él.
Tragó saliva y asintió con la cabeza.
Sintió el cálido roce de esas manos sobre las suyas y su nerviosismo empeoró. Alzó la vista hasta el espejo y se percató de que los ojos azulosos la miraban con tal pasión que la dejaron helada y ardiendo a la vez.
Era sin lugar a dudas el chico más bueno que jamás había pisado la Tierra, y ahí estaba, tocándola. ¡Era para desmayarse!
Le abrochó la gargantilla sin problemas y sus dedos se demoraron un minuto en su cuello antes de retroceder sin dejar de observar su imagen en el espejo.
—Preciosa —susurró, pero no estaba mirando la gargantilla. La miraba a ella a través del espejo. La miraba a los ojos—. Me la llevo.
Dividida entre el alivio y la tristeza, apartó la vista y alzó las manos para quitarse la gargantilla. A decir verdad, le encantaba y no le gustaba deshacerse de ella. La había comprado para exponerla en la tienda, pero su intención había sido la de quedarse con ella.
Pero ¿para qué? Era una obra de arte hecha a mano que costaba seiscientos dólares. No tendría ocasión de ponérsela. Sería un despilfarro y la irlandesa pragmática que había en ella no le permitiría cometer semejante estupidez.
Se la quitó, tragó saliva para librarse del nudo que volvía a tener en la garganta y se encaminó hacia la caja registradora.
Naruto la observó sin perder detalle. Estaba mucho más triste que antes. ¡Por los dioses, lo único que quería era verla sonreír! ¿Qué le decía un hombre a una mujer para hacerla feliz?
Las lobas no sonreían, al menos no como las humanas. Sus sonrisas eran mucho más ladinas, más seductoras. Más incitantes. Su gente no sonreía cuando era feliz.
Copulaban cuando eran felices y, en su opinión, ese era el mayor beneficio de ser un animal. Era mejor que ser humano. Los humanos tenían reglas al respecto que nunca había entendido.
Entretanto, Hinata colocó la gargantilla en una caja blanca con fondo acolchado.
—¿Se la envuelvo para regalo?
Asintió con la cabeza.
Ella le quitó la etiqueta, la dejó al lado de la caja registradora y sacó un trozo de papel de regalo previamente cortado. Sin mirarlo, envolvió la caja con rapidez y le dijo el precio:
—Son seiscientos veintitrés dólares con ochenta y cuatro centavos.
Seguía sin mirarlo. Sus ojos parecían clavados en el suelo, en algún punto cercano a sus pies. Sintió el extraño impulso de agacharse hasta que sus miradas se cruzaran. Se refrenó mientras sacaba la cartera y le ofrecía la American Express.
Era para partirse de la risa... un lobo con una tarjeta de crédito humana. Claro que estaba en pleno siglo XXI y los que no se adaptaban a los tiempos con rapidez acababan exterminados. Al contrario que muchos de sus congéneres, él tenía propiedades e inversiones. ¡Por favor, si hasta tenía un asesor financiero personal!
Hinata cogió la tarjeta y la pasó por el terminal.
—¿Trabajas aquí sola? —le preguntó, y no tardó en comprender que había metido la pata, porque su miedo regresó con tal fuerza que estuvo a punto de escapársele un taco.
—No —contestó ella.
Le estaba mintiendo. Lo percibía.
Vas muy bien, imbécil, se dijo para sus adentros. Humanos... jamás los entendería. Pero claro, eran débiles. Sobre todo sus hembras.
Hinata le tendió el tíquet de compra.
Molesto consigo mismo por haber aumentado su malestar, firmó y se lo devolvió. Ella comparó la firma con la que aparecía en la tarjeta de crédito y frunció el ceño.
—Naruto Uzu...
—Uzumaki —concluyó él.
Se le iluminaron los ojos un poquito mientras le devolvía la tarjeta.
—Es muy diferente a nuestro idioma. No será la primera vez que lo deletrea... —No.
Guardó su copia del tíquet en un cajón y metió la caja en una bolsita con asas de cordones.
—Gracias —le dijo en voz baja al tiempo que la dejaba en el mostrador, frente a él—. Que tenga un buen día, señor Uzumaki.
Asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta con el alma en los pies porque no había conseguido hacerla feliz.
—¡Espere! —exclamó ella justo cuando agarraba el picaporte—. Se olvida la gargantilla.
La miró por última vez, a sabiendas de que jamás volvería a verla. Ese rostro tan delicado como el de una diosa, con esos ojazos gris perlas, era precioso. Había algo en ella que le recordaba a los ángeles. Era etérea y encantadora. Y demasiado frágil para un animal.
—No —la corrigió en voz baja—. La he dejado con la mujer que quiero que la tenga.
Hinata se quedó boquiabierta y dejó que su respuesta flotara un instante entre ellos.
—No puedo aceptarla.
Él abrió la puerta y salió a la calle. Hinata cogió la bolsa y lo siguió. Iba hacia el centro del Barrio Francés y caminaba tan deprisa que tuvo que echar a correr para alcanzarlo. Lo agarró del brazo y le sorprendió la dureza de sus músculos cuando le dio un tirón para que se detuviera. Sin aliento, alzó la vista hasta su rostro, hasta esos seductores ojos azulosos.
—No puedo aceptarlo —repitió, ofreciéndole la bolsa—. Es demasiado.
Él se negó a cogerla.
—Quiero que la tengas tú.
Sus palabras rezumaban tal sinceridad que solo atinó a mirarlo boquiabierta.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres hermosas se merecen cosas hermosas.
Nadie, con excepción de su familia y amigos, le había dicho nunca nada tan bonito. Y ese día en concreto, más que cualquier otro, necesitaba escuchar cosas así. Nunca había imaginado que un hombre pudiera pensar en ella en esos términos. Y escucharlo de boca de un desconocido que estaba como un lulo la desarmó por completo.
Sus palabras le calaron tan hondo que... que... Que se echó a llorar.
Naruto se quedó allí plantado sin saber qué hacer. ¿Qué significaba aquello? Los lobos no lloraban. Una loba era capaz de desgarrarle el cuello con los dientes a un hombre que la cabreara, pero jamás lloraba y mucho menos cuando alguien la halagaba.
—Lo siento —le dijo, sin comprender qué había hecho mal—. Pensé que te alegraría. No quería herir tus sentimientos.
Eso la hizo llorar aún más.
¿Qué se suponía que debía hacer? Echó un vistazo a su alrededor, pero no había nadie a quien preguntarle. A la mierda con su parte humana... Sus dictados le resultaban incomprensibles. De modo que se dejó llevar por su parte animal, que sabía por instinto cómo consolar a un herido.
La alzó en brazos y la llevó de vuelta a la tienda. Los animales siempre estaban más a gusto en su entorno familiar, así que fue cuestión de lógica suponer que con los humanos sucedía lo mismo. Era mucho más fácil superar los problemas rodeado de cosas familiares.
Ella le echó los brazos al cuello y siguió llorando a lágrima viva mientras desandaba el camino. La calidez de sus lágrimas le erizó la piel y le provocó un deseo palpitante.
¿Cómo podía enmendar las cosas?
Hinata se odiaba a sí misma por haberse derrumbado de ese modo. ¿Qué diablos le pasaba? ¡La estaba llevando en brazos!
¡En brazos! Y no se quejaba de su gordura ni de su peso y tampoco parecía acusar el esfuerzo. El día que se fueron a vivir juntos, le pidió a Toneri medio en broma que cruzara la puerta con ella en brazos y él se echó a reír antes de preguntarle si quería provocarle una hernia.
Esa misma noche le aseguró que lo haría si le regalaba una carretilla elevadora... Y ese completo desconocido la llevaba en brazos por la calle como si nada. Por primera vez en la vida se sintió casi liviana.
Aunque no se engañaba a sí misma ni mucho menos. Hinata Hyuga no había sido liviana desde que cumpliera seis meses de edad.
Cuando llegaron a la tienda, él abrió la puerta, entró y la cerró con el Talón. Siguió caminando hasta el taburete alto que había tras el mostrador. La sentó con mucha delicadeza, se sacó la camiseta de los pantalones y la utilizó para enjugarle las lágrimas.
—¡Ay! —exclamó. Había estado a punto de sacarle un ojo... Menos mal que no llevaba lentes de contacto o a esas alturas estaría ciega.
—Lo siento —se disculpó él con aire arrepentido.
—No pasa nada —lo tranquilizó, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas—. Soy yo la que tiene que disculparse. No tenía intención de que me viera en plena crisis emocional.
—¿Eso es lo que te ha pasado?
¿Estaba hablando en serio?, se preguntó. Eso parecía. Tomó una entrecortada bocanada de aire y se limpió los ojos con las manos.
—No. En fin, lo que pasa es que soy imbécil. Lo siento muchísimo.
Él le ofreció una sonrisa fugaz y seductora.
—No pasa nada. De verdad. O eso creo.
Lo miró sin dar crédito a lo que estaba pasando. ¿Por qué estaba siendo ese hombre tan amable con ella? No tenía sentido. ¿Estaría soñando?
En un intento por recuperar un poco de su dignidad, abrió la caja registradora y sacó el importe exacto de la gargantilla.
—Aquí tiene —le dijo al tiempo que se lo ofrecía.
—¿Por qué me lo das?
—¡Ay por favor! Nadie le regala una gargantilla tan cara a una completa desconocida.
Pero se negó a aceptar el dinero. En cambio, abrió la bolsa y sacó la caja. Lo observó mientras la desenvolvía y volvía a ponerle la gargantilla. El contraste entre la calidez de sus manos y la frialdad de las cuentas le provocó un escalofrío.
Se demoró acariciando los mechones que se le habían escapado del recogido sin dejar de mirarla como si fuera un manjar delicioso que se muriera por degustar. Nadie la había mirado así en toda su vida. No era normal que un hombre tan guapo la mirara de ese modo.
—Te pertenece. Ninguna otra mujer le haría justicia.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para librarse de ellas antes de que él llamara a los loqueros. El roce de su mano en el cuello resultaba abrasador.
—¿Qué pasa, ha perdido una apuesta o algo así?
—No.
—Entonces, ¿por qué está siendo tan amable conmigo?
Él ladeó la cabeza como si su pregunta le extrañara.
—¿Necesito un motivo?
—Sí.
Naruto estaba confundido. ¿Los humanos necesitaban una razón para mostrarse amables entre ellos? No era de extrañar que los suyos los evitaran.
—No sé qué decir —admitió—. No sabía que había reglas para hacer regalos o para intentar animar a alguien. Parecías tan triste cuando entré, que lo único que quería era hacerte sonreír. —Respiró hondo y le devolvió el dinero—. Quédate con la gargantilla, por favor. Te sienta fenomenal y no tengo a nadie a quien regalársela. Estoy seguro de que mi hermano no la querrá. Es posible que intentara metérmela en algún lugar incómodo si se la diera. Claro que me asombraría más que no lo intentara...
Eso le arrancó una carcajada. Su risa le aligeró el corazón de inmediato.
—¿Eso que veo es una sonrisa? —le preguntó.
Ella asintió con la cabeza y sorbió con delicadeza por la nariz antes de volver a reírse.
Le devolvió la sonrisa mientras alzaba la mano hasta su fresca mejilla. Estaba preciosa cuando se reía. Sus claros ojos grises resplandecían. Antes de pensarlo dos veces, inclinó la cabeza y le besó los párpados, humedecidos por las lágrimas.
Hinata se quedó sin respiración cuando sintió el ardiente roce de esos labios sobre la piel. Nadie la había tratado así nunca. Ni siquiera Toneri, con quien había esperado casarse algún día. Aspiró el aroma dulzón de Naruto. Un ligero toque de alguna loción para después del afeitado mezclado con el delicioso olor masculino de su piel.
¡Señor! Era estupendo que la abrazaran justo en ese momento, cuando su vida se estaba desmoronando.
Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, rodeó esa cintura estrecha con los brazos y apoyó la cabeza en su musculoso pecho. Escuchaba los poderosos latidos de su corazón bajo la oreja. Por extraño que pareciera, se sintió segura. Cómoda.
Y sobre todo se sintió deseable. Como si, después de todo, no fuera una auténtica perdedora.
Él aceptó su abrazo sin protestar. Al contrario, dejó que se apoyara en su pecho y, con la mano aún en su rostro, siguió acariciándole la mejilla con el pulgar. Inclinó la cabeza y le dio un casto beso en la coronilla.
El deseo se apoderó de ella de repente. Un deseo que surgió del fondo de su alma y que se extendió por su cuerpo sin más. Un deseo que no comprendía en absoluto.
Hinata Hyuga jamás había hecho otra cosa en su vida que aquello que se esperaba de ella. Se había graduado en el instituto y había seguido viviendo con sus padres mientras estudiaba en la universidad, donde apenas había salido con nadie y en cuya biblioteca había pasado más noches que en casa.
Después de licenciarse, consiguió un puesto de gerente en un centro comercial, donde estuvo trabajando hasta que su abuela murió y le dejó en herencia el edificio donde había montado la tienda. Había trabajado en ella todos los días sin excepción. Sin importar lo enferma o cansada que estuviera.
Hinata Hyuga jamás se había despeinado. El temor y la responsabilidad habían regido su vida desde que nació. Sin embargo, ahí estaba, abrazando a un completo desconocido. A un desconocido guapísimo que se había mostrado más amable con ella que cualquier otra persona.
Y quería darse el gusto con él. Quería saber, por una vez en la vida, lo que se sentía al besar a un hombre como ese. Alzó la cabeza, lo miró a los ojos y se echó a temblar a causa de ese intenso e incomprensible deseo. Estaba completamente a su merced.
No, le dijo la voz de la razón.
Se desentendió de ella, alzó las manos y enmarcó el rostro de un ángel.
La abrasadora mirada de esos ojos azulosos la estaba derritiendo. Lo vio inclinar la cabeza hasta que sus bocas quedaron a una peligrosa distancia, como si estuviera pidiéndole permiso. Sin aliento, acortó la distancia y lo besó en los labios. Escuchó el gruñido animal que escapó de su garganta antes de que el beso se tornara voraz y apasionado.
Su reacción le resultó sorprendente y de lo más excitante. Ningún hombre había demostrado disfrutar tanto de sus besos como lo estaba haciendo él. Le había tomado la cara entre las manos mientras la devoraba a besos como si estuviera muriéndose de deseo por ella y solo por ella.
Naruto la acercó a su cuerpo mientras su parte animal cobraba vida. La deseaba con una desesperación rayana en la locura. Y ella parecía sentir lo mismo, o eso le decían sus apasionados besos. Y el ritmo de su corazón, que latía al compás del suyo.
Además, olía su deseo y eso lo hacía ansiar mucho más. Su parte animal no quedaría satisfecha hasta que la hubiera saboreado a conciencia.
En su mundo, el sexo carecía de significado desde el punto de vista emocional. Era un acto biológico entre dos criaturas, que se realizaba con la finalidad de saciar el celo de la hembra y el deseo del macho. Si no estaban emparejados, era imposible que la loba quedara preñada, como también era imposible la transmisión de enfermedades sexuales entre ellos.
Si Hinata fuera una de los suyos, ya estaría desnuda en el suelo.
Pero no era una loba...
Las hembras humanas eran diferentes. Nunca había hecho el amor con ninguna y no estaba seguro de cuál sería su reacción si lo hiciera al estilo habitual entre los de su especie. En comparación con las lobas, las humanas parecían muy frágiles.
A decir verdad, no sabía el motivo del calentón que ella le había provocado. No era normal. Ni una sola vez a lo largo de todos los siglos de su existencia se le había pasado por la cabeza tener una amante humana. Pero esa...
No podía detenerse. Todos sus instintos le exigían que la hiciera suya. Su alma de lobo quería saborearla. Quería aspirar su aroma y dejar que su dulzor aliviara la soledad que había padecido su corazón durante los últimos meses mientras sufría por la pérdida de sus hermanos.
Quería dejar de sentirse solo aunque fuera por un instante.
Hinata se estremeció cuando los labios de Naruto abandonaron su boca y, dejando a su paso un reguero de besos, se trasladaron hasta el cuello donde comenzó a mordisquearla. La barba le raspaba la piel, excitándola hasta que se le endurecieron los pezones. ¡Madre mía!, pensó, ese hombre exudaba virilidad por todos los poros de su cuerpo. Estaba muy bueno. Y cada vez que le daba un lametón se le encogía el estómago en respuesta.
Lo que estaba haciendo era impensable en ella. No tenía por costumbre darse el lote con hombres a los que conocía poco. Mucho menos con desconocidos.
De todas formas, no quería detenerlo. Por una vez en su vida, quería hacer algo extraordinario. Sabía sin lugar a dudas que sería espectacular.
Aterrorizada por lo que estaba a punto de hacer, respiró hondo y se preparó para su rechazo.
—¿Te importaría hacer el amor conmigo?
Continua
