Unidos por la sangre

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.

Esta historia participa en el Drabblectober de "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 3.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".

Prompt: Hielo.


II

Ella

Sus pies ligeros la llevan a tu habitación.

Siempre lo hacen.

Puedes reconocer esos pasos trémulos en cualquier parte, incluso antes de que el caballero o la sirvienta anunciasen su llegada. Tu hermana no es buena orientándose por los pasillos y las galerías de la Fortaleza Roja y, cuando el miedo y la incertidumbre la asaltan, termina allí, en tu habitación.

«Es porque quiere verte», susurra la voz de tus deseos.

«O tu anhelo frustrado de que así sea», responde la de tus miedos.

La puerta se abre y ella aparece. Tiene las trenzas deshechas y los mechones le caen como lluvia sobre las mejillas. Una mano se aparta el pelo adherido a la piel por las lágrimas; la otra, protege el vientre.

Al verla así, primero piensas en Aegon. Usualmente la ignora y guarda las formas, pero ¿y si se ha atrevido a golpearla, sin importarle si quiera su gravidez? Luego, lo comprendes. La delicadeza en el caos de hebras plateadas y doradas es obra suya.

Dejas apoyado el libro sobre el colchón de plumas y caminas descalzo hacia ella. El vientre abultado, cubierto de seda color marfil, se interpone entre ustedes cuando le tocas el rostro. Tus yemas buscan la suavidad de sus párpados, el hueco de su barbilla y la línea de su clavícula.

—¿Qué sucede, Helaena? —preguntas.

—Es Aegon… Me mandó llamar con una criada —relató compungida—. Cuando llegué a sus aposentos, estaba completamente desnudo. Pensé que… Le dije que estaba embarazada y se rió de mí. —Puedes imaginarlo sin problema. A él tumbado de espaldas, exhibiendo su cuerpo como el día que vino al mundo, mascullando un «no es a ti a quien quiero»—. Una niña apareció y…

No es necesario que prosiga.

Ya conoces los gustos desviados de tu hermano. Le gusta darse placer a sí mismo mientras que los niños del Lecho de Pulgas se despedazan con uñas y dientes; también tocar a las sirvientas por debajo de los vestidos de tela basta. «Seguro tiene algún bastardo por ahí», piensas. Aunque sabes que, de ser así, tu madre se encargaría de mantenerlo en las sombras.

—¿Por qué no te recuestas? —sugieres—. Si te perturbas, el bebé también lo hará.

La ayudas a llegar hasta la cama.

Ella te mira con sus ojos amatistas, tan puros, tan inmensos como un mar. Es curioso como a lo largo de tu vida has recibido miradas de todo tipo: desprecio, odio, lástima, condescendencia, pero nunca una tan tierna y agradecida como la suya.

—Hablaré con él —prometes.

Helaena extienda la mano y te acaricia el rostro. ¿Cómo una caricia tan ínfima puede agitarte tanto? Pasa el dedo índice por el zafiro, frío como el hielo, que te reemplaza el ojo perdido. Con ella no tienes que usar el parche, nunca tienes que hacerlo. Le fascina la cuenca vacía y los presagios que puede ver en ella.

—No vueles en la tormenta.

No sabes qué significa. Pero algún día lo descubrirás. Porque Helaena sabe de lo que habla.