4-. No puedes comprar mi amor.
Kazuto Kirigaya al resguardo del dúo dinámico.
Ser adulto responsable es una basura. Y si haz de serlo para tus amigos inmaduros, es aún más triste.
Antes de mi "cita" con Asuna, tuve que pasar por casa de Klein. Básicamente porque mi conciencia ganó la batalla de la mente la noche anterior.
Anoche me las arreglé junto con Agil para meterlos en un Uber. Su plan era irse en la motocicleta de Klein, pero después de considerar lo que he bautizado como el "síndrome de la lengua resbaladiza", tropezar con sus propios pies —cabe destacar; caminaban como cangrejos, con el equilibrio de la gelatina—, incapacidad de reconocer el color rojo del verde y pensar que yo era parte de un grupo de trillizos, no pude dejarlos ir así sin más. La idea de sobrevivir al juego de la muerte, para morir a causa de un accidente de una noche de tragos me pareció diabólica.
Como siempre solicito, la radio ya estaba encendida. Aquella vez sonó Blinding Light de The Weeknd. Quizás se debió a estar rodeado por un grupo de fiesteros, pero fui consciente de la energía que tenía acumulada en el cuerpo. Fue como si hubiera estado esperando esa oportunidad. Incluso deseé ir directo a Long Island y beber su té helado. Tuve la necesidad de abrir mis alas y entregarme a la idea de atravesar las hermosas nubes, lejos de las ataduras del mundo. No tiene nada de malo, ¿no? Conducir un auto de potencia exagerada todo un fin de semana, e ir de local en local en la gran ciudad, llena personas con la misma intención. Si se lo hubiera dicho a Klein, o a Kazemi, muy seguramente me hubieran llevado de juerga esa noche.
Hasta que me detuve a escuchar su letra con cuidado y acabé por abandonar mi loca idea. O por lo menos, sin incluirla en ella. Ya sabía por qué, por supuesto. Sigo completamente cegado por aquella luz que atraviesa nubes de atardecer. Aquel Destello Veloz. ¿Cómo no amarla? Sus ojos miel avellana; voz delicada; piel blanca como las nubes; fuerza de guerrera; besos sabor cereza y cabellera castaña rojiza como el fuego otoñal que me vuelve loco; cómo resalta la belleza de su rostro alargado, en perfecta sincronía. Ella, y solo ella, es la única que puede hacerme liberar toda mi energía en nuestra danza perfecta. Todo ese tiempo que pasé en el hospital, he anhelado sus caricias a la hora de dormir, y su forma de amarme.
Si tengo que aprender a amar otra vez, ella me enseñaría a hacerlo. Y esta vez, para siempre.
No me di cuenta cuando llegamos a nuestro destino.
Lo difícil vino después.
El conductor del Uber aguantó la risa cuando tuve que ayudar a Klein a bajarse. Pasé uno de sus brazos por mi cuello y lo cogí por la parte trasera del cinturón para bajarlo. El tacto pareció tocar una fibra en mi amigo, que habló en el idioma del hombre inconsciente, hasta que me dirigió su rostro perdido en el sueño. Cuando recuperó el sentido, tratando de alejarse. Terminamos tropezando y él cayó de culo en el suelo. Me las arreglé para detener la mía sin girar trescientos sesenta grados sobre mi cabeza. A pesar de eso, tuve la suerte de que fuera bastante dócil. Obedeció sin rechistar cuando le ordené con firmeza abrir la puerta. Por su andar doblado y de cangrejo, deduje que seguía mareado. Logró incorporarse, y buscar las llaves en su bolsillo.
Kazemi fue más difícil, aunque tuve cuidado de no caer esta vez. Estaba totalmente inconsciente, así que me vi obligado a cargarlo arrastrándolo de los pies. De seguro, al día siguiente se enojaría por ensuciar sus zapatillas. Lo que no alcancé a imaginar, era que los huesos de un hombre con dieciocho años recién cumplidos, de un metro ochenta, sin signos de obesidad pudieran pesar tanto. Mi excusa fue considerar su cerebro como maquinaria pesada, cuyas extremidades y vías receptoras son más densas de lo normal. Ello, directamente vinculado al peso de cada una de ellas, para soportar la carga. Es un chico brillante para la matemática, la física, informática y la robótica —temo que no consigue construir una novia robot. Lo más cercano hasta ahora ha sido Siri en su móvil—. Lo más cercano, era un brazo robótico.
Aunque ahora que lo pienso bien, después de sugerir que las chicas confunden enojo con hambre, redujo drásticamente esa posibilidad.
Dejé a Kazemi en la butaca del salón principal, y llevé a Klein directo a la ducha. Estaba lo bastante cuerdo como para reírse de la situación. Pero ni de lejos estaba dispuesto a quitarle la ropa. No pienso iniciar ahora, ni tampoco en el futuro cercano a quitarle los pantalones a otro hombre.
Una vez leí que en pleno siglo XX, quitaban la locura a base de descargas y cubetadas de agua fría. Por obvias razones no pude darle descargas a mi amigo, ¿pero un baño de agua fría? ¡Sí que podía!
Abrí la llave a todo lo que da.
Klein gritó de rabia. Miento si sigo que no me destornille de la risa al verlo pelear con el chorro dándole de zarpazos como un gato furioso. Imagino que, pensaba detenerlo con esa técnica. Bramó infortunios a mi tía, y amenazó con patearme tan fuerte en mi lugar feliz, que jamás podría volver a utilizarlo. Claro, me hubiera intimidado si su coordinación no fuera la misma que una hoja en otoño.
—Imagina que es la playa de Long Island —le dije, mientras salía empapado de la ducha—. Después de tomarte su té, es la mejor forma de acabar con la fiesta.
—Ja. Ja. —dijo, tambaleándose y sobándose la cabeza.
Me fui bajo la promesa de que se haría cargo de Kazemi y de irse a dormir.
Esa mañana toqué la puerta. Escuché un par de lamentos guturales, o de gargantas carraspeadas, y entré.
Todo estaba a oscuras. Pequeños rayos de luz penetran las persianas bajadas. Si no hubiera salido de casa, ni me hubiera tropezado con una chica en la esquina, juraría estar usando el AmuSphere, explorando en plena cueva de gremlins. Los encontré sentados en la mesa, usando gafas oscuras. Bebían un líquido humeante con olor a pollo y huevos de una taza para café. Cada uno con un vaso de agua burbujeante, y otras con una sustancia espesa y olor a tomate.
—¡Buenos días, muchachos! —dije en voz alta antes de abrir las persianas con fuerza.
—¡Bájalas, bájalas! —gritaron al unísono con rostros como pasas, aferrándose la cabeza como si se les fuera a separar del cuello.
—¿Pudieron dormir algo? —pregunté, dejándolas a medio abrir.
—Solo unas cuatro horas. —susurró Klein.
—Yo me desmayé en el retrete. ¿Eso cuenta? —preguntó Kazemi entre gruñidos.
—Hmm. Yo diría que no. —respondí.
—¿Qué quieres, Kirito? —manifestó Klein, hablando para sus adentros—. Te advierto que tengo demasiados síntomas de resaca para lidiar con tus críticas.
—Solo quería ver cómo estaban.
—Pues ya ves. Con ganas de destruir Long Island.
—No culpes a la ciudad, sino a tu incapacidad para controlarte. —repuse.
—Y allí amigos, la crítica. —dijo, tapándose la boca.
Luego me enseñó el dedo medio.
—En unas horas tengo que verme con Asuna. —expuse.
Aquello pareció llamar su atención, pues hicieron como Kenji al escuchar el revoloteo de las moscas. Seguro terminaría arrepintiéndome, pero igual formulé mi pregunta.
—¿Algún consejo?
—Bueno… para empezar, nunca la invites a un té helado de Long Island. En tu caso no lo necesitas para que sus inhibidores dejen de funcionar para hacer que desee estar contigo. —musitó Klein, bebiendo un trago de sopa.
—Almuercen antes. No querrás que esté enfada mientras tratas de reconquistarla. —agregó Kazemi entre susurros, dejándose un bigote rojo.
Cualquiera de las dos respuestas evaluadas de forma individual, bastan para arrepentirme de abrir la boca.
—¡Uno bueno, maldita sea! —grité. No quería verme como ellos. Tristes y solteros, bebiendo sopa, jugo de tomate y analgésicos.
—Vale, vale… Pero no grites. Mi cabeza está habitada por monos cilindreros en este momento… —susurró Klein, sobándose la frente—. ¿Por qué no le compras algo bonito? Como un guardapelo, o un anillo parecido al que usaban en SAO.
—O flores. Eso nunca falla —musitó Kazemi—. Una Nutella de cinco kilos también es efectiva. No existe problema en este mundo que no arregle el chocolate. Y tratándose de Asuna y su perfecta figura, no importa si se la come entera.
—Okey… eso está un poco mejor, pero no sirve —dije—. Algo material no arreglará esto.
—Puede que sí. Es un detalle —susurró Kazemi—. A las chicas les gustan los detalles, por lo que es un buen comienzo. Puede que baje sus defensas.
—Además el anillo traería recuerdos bonitos. —insistió Klein.
—¿No es demasiado? —pregunté en un susurro, rascándome la sien—. Digo, somos jóvenes. El compromiso da un poco de miedo.
—Lo dice el hombre que se casó con ella en secreto. No hay nada más romántico que eso —puntualizó Klein, mirándome a través de sus gafas oscuras—. Ustedes van a terminar casados, así que esto sería solo una formalidad. No has escuchado esa canción que dice: "¿Y el anillo pa' cuando?".
—Sí.
—Entonces allí lo tienes, Romeo. ¡Ve y hazlo…! ¡Joder, mi cabeza! —bramó Klein. Su euforia le costó una punzada en la cabeza, por la expresión de sus cejas—. Quisiera escuchar a mi bella Alex Demint. Su cabellera rojiza junto a su voz en cualquier canción puede curar todo mal que nos afecte, como el canto del fénix. Si no fuera tan tímido, quizás podría salir con ella.
Ambos clavamos nuestra mirada ante la afirmación de Klein. Cogí sus recipientes uno a uno y los olfatee exhaustivo, buscando residuos del famoso té helado cuyo nombre no olvidaré. Más que nada para evitarlo por completo.
—¿Qué? ¡¿Acaso no creen que esté lo bastante caliente como para salir con ella?!
—Deja que yo responda eso —musitó Kazemi quitándose las gafas a penas abrí la boca. Le clavó una mirada muy seria antes de continuar—. No.
—¡Hey! Ella está sola, yo estoy solo. Ya sabes…
—Yo tengo más posibili…
—Tampoco. —intervine.
—Pero…
—¡No!
—¿Solamente tú entonces? —gruñó Klein.
—No. Este chico ya tiene dueña. Y es Asuna. Así Alex sea hermosa.
—Seguro lo dices porque si te conociera, también te querría a ti. ¿Te bañas en afrodisíaco todos los días y por eso eres irresistible? —preguntó Kazemi.
—Okey… ya es hora de que me vaya.
—Suerte con lo que decidas hacer.
Asuna Yuuki prepara su encuentro
¿Por qué había tanto drama a mi alrededor esa mañana?
De seguro pensaste que éramos un montón de chicas hormonales en nuestros dulces dieciséis hablando de chicos y como coquetear con ellos. Tu presencia en mi regazo me ayudó esa mañana. Sobre todo cuando Liz y Argo decidieron ayudarme a cepillar mi cabello mientras que Silica y Sugu decidían qué base utilizar.
Todo eso me parecía una pérdida de tiempo.
Si algo he aprendido de Kazuto es que le gusto tal como soy. En la Escuela de Supervivientes de SAO, no se nos permite llevar joyas, teñirse el cabello ni mucho menos maquillarnos. Salvando el primer punto y lo que se considera moral pública, nunca me he esforzado por llevarlo puesto. Pero no me malinterpretes, Kenji. En ningún momento he dicho que no haya que usarlo, sino que, para verme con él no suelo exagerar por ese detalle. A parte de ducharme y usar la fragancia que le gusta. A menos que sea una ocasión especial, o si se trata de un lugar de noche o una cena social y de negocios con papá. Lo único que no puedo dejar de hacerme, es mi trenza. No solo porque me vea bien, sino porque mientras lo hago, imagino cada entrelazado como una nueva oportunidad. Siento cómo el baile de los mechones masajea cada uno de mis dedos, como el suave roce del algodón.
Mentiría si digo que no pensé en hacerme el gato en ese momento. Levantarme e irme corriendo de quienes pretenden amarme sin mi consentimiento. Ahora comprendo cómo te sientes cuando nadie capta tus indirectas. Solo las dejé hacerlo porque, en el fondo, sé que lo hacen por mí.
—¿Y si pensamos en algo más? —irrumpí su conversación con timidez.
—Kii-bou la conoció en su estado natural, su cabello será suficiente. —dijo Argo. Su apoyo me vino como anillo al dedo.
—Pero algo tiene que llevar diferente. Si se fija en ello, es que le importas. Es la clásica. —señaló Liz.
—Yo ya sé qué llevaré. —afirmé.
—Chicas, rápido. ¿Cuál es el camino que lleva al corazón de un hombre? —preguntó Argo, señalando a Sinon.
—¿Sus ojos? —dijo.
—¿Sus labios? —aventuró Sugu cuando Argo negó con la cabeza.
—¿Las espadas? —dijo Silica.
—Sus pantalones. —dijo Liz.
—¡Estómago! ¡Estómago! —bramó Argo ante lo último—. ¿Cómo se te ocurre decir sus pantalones? Capitana Sangrienta pervertida.
—¡No me llames así! ¿Acaso no has leído la biblia?
—Oye… usas mal el término.
—Disiento —mencionó, presionando teclas en su móvil—. Génesis uno, versículo veintiocho, reza lo siguiente: "Sean fecundos y multiplíquense; llenad la tierra…". Así que las sagradas escrituras, en conjunto con este siglo XXI, hacen a mi respuesta totalmente válida.
—¡Amén! —expresó Silica.
Pensé que las locuras terminarían cuando intentaron saber qué cosas hacen que la maquinaria de Sinon comience a funcionar. Ella amenazó con clavarles una flecha en la nariz —o en ese caso, un dardo—.
Admito que las palabras de Liz me hicieron sonrojar como una mocosa en plena pubertad. Después de todo, yo también pervertí las palabras del pobre Kazuto hace dos años. Tú me entiendes, ¿verdad Kenji? Cuando un hombre dice a una chica que quiere pasar la noche con ella, pueden suceder dos cosas. Lo golpeas en la cara u en sus partes nobles; o, accedes. Por supuesto, mis sentimientos por Kazuto eran evidentes y claros. Para mi alegría, los suyos también. Me fue imposible no entregarme a mis necesidades aquella noche. Primero porque a pesar de que en un principio encontré el grave malentendido, y su resistencia la cual terminó conmigo golpeando su cara, me pareció tierno. Me di cuenta de que escogí al hombre adecuado por ese simple hecho. Y la segunda porque, a pesar de la piel de gallina y mi ignorancia, lo deseaba con todas mis fuerzas. Disfrute cada segundo que compartimos en dulce agonía. Sentir sus caricias superó cualquier fantasía que pudiera tener acerca de la primera vez. Porque por fin, él era mío. Y yo suya. Aquella fue la primera y única vez que me sentí tan vulnerable, pero poderosamente viva.
¿Por qué Kazuto es incapaz de entenderlo? ¿Qué más tengo que hacer para demostrarle que es al único que he amado?
Quizás tú, seas capaz de contestarme.
Cuando acabó la discusión, finalmente las chicas me sugirieron un día de campo, prepararle algo rico y un delicioso postre. Conociéndolo, era mí me mejor opción de sonsacarle una disculpa. Después de todo, la carnada nunca falla para atraer a la bestia.
Si se portaba bien, quizás podríamos repetirla.
Nos encontramos una hora tarde, justo en el lago cristalino en el centro del jardín imperial. Oculté la canastilla en mis espaldas en ese cuando divisé a Kazuto. Me concentré en los diamantes que adornan sus ojos grises. Supe que los extrañé demasiado cuando me miró fijamente. Cada vez que los veo, pienso en la niebla y la densidad de sus nubes. Aquellas motitas de luz me dejaron ver su felicidad, como si el cielo de su mente volviera a ser estrellado. No veía esa claridad en ellos desde el miércoles pasado.
—Hola, Asuna.
—Llegas tarde. —bufé. Hacerlo me ayudó a distraer mis pensamientos aquellos ojos, y su corte de cabello. Por lo menos, hasta que se disculpara.
—Lo siento —masculló, encogido de hombros. Mi esperanza murió unos segundos después—. Tuve que ir a casa de Klein. Anoche se pasaron con la bebida y tuve que llevarlos a casa.
—¿Eh? No me digas que tú…
—¡Claro que no! Sabes que yo no haría esas cosas. Además, tengo diecisiete.
—Está bien. ¿Vamos?
—¿Qué te parece si almorzamos primero antes de hablar?
El primer tanto estaba a mi favor, y también el segundo cuando le enseñe mi canastilla. Después de probar uno de los sándwiches que hice, no pude evitar sonreír. Ver su sonrisa de oreja a oreja me hizo pensar que podríamos resolverlo ese mismo día. Más, en cuanto seguimos con el pollo teriyaki.
Ojalá y todo se hubiera arreglado. Así, hoy domingo no tendría que secar mis lágrimas entre tu suave pelaje de algodón. Mi amado Kenji, no sé qué sería de mí sin el consuelo de tus ronroneos.
—Todo esto está delicioso Asuna. Te luciste. —dijo comiendo una croqueta.
—No es nada.
—¡Claro que lo es! Podría comer esto toda la vida. Y será un problema si no cuido mi salud.
—Gracias, Kirigaya.
Bebi un sorbo de té, hasta que decidí dejar de ignorar su mirada insistente. La neblina centelleante de sus ojos pareció oscurecerse.
—Me duele tu formalidad.
—Y a mi tu drama —respondí con claridad—. No sé si decides ignorarlo o no lo has pensado, pero para mí eres el chico número uno, y el único que quiero y necesito en mi vida.
No dijo nada. Se quedó mirando la comida varios instantes, pensando mis palabras. Por su expresión, sé que busca algún hueco en ellas. Algo a lo que aferrarse a la duda, pero en su expresión lo advertí todo.
No tenía nada.
—¿Tienes algo que decirme?
—Quiero que tengas esto.
Metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y extrajo una pequeña cajita gris. De inmediato abrí los ojos de par en par, sosteniéndola entre mis dedos cuando la abrí. Un anillo de plata, perfectamente pulido. Lo adorna una pequeña lágrima azul, que reluce al reflejo del sol del atardecer. El frío del metal hizo que la sangre de mis dedos fuera directo a mi corazón, como un canal directo. Requirió todo mi auto control no sonreír a su detalle. Recuerdo esa misma sensación cuando coloco un anillo exactamente igual en mi dedo en el castillo Aincrad. Aceptarlo, era la prueba de nuestro matrimonio. Y así lo sigo a viviendo. El tacto de sus dedos cálidos alrededor del anillo, como el suave palpitar de las llamas de una vela, y la calidez de su boca cuando decido besarlo en la segunda planta de nuestro hogar. Y desde entonces, nos reencontramos una y otra vez; me derretí con solo pensar lo que significa aceptarlo. La respuesta era obvia, y por supuesto, aceptaría lo que me propusiera a pesar de nuestra juventud. A todo sería un sí. No importa que fuera en varios años.
Pero yo debía ser fuerte. Lo amo, y por eso, todavía me duele lo que me vi forzada a contestar.
—¿Y esto qué es?
—Un detalle —respondió escueto—. Pensé que sería lindo. Me recuerda cuando todo era más sencillo.
—¿Crees que esto arreglará lo que me dijiste? —solté al fin.
Créeme cuando te digo que me dolió. Quizás, esa fue la primera vez en mi vida, desde que supe que supe su condición en Underworld que siento mi alma desgarrarse. Hubiera deseado poder abalanzarme sobre él y besarlo sin importar que cientos de personas pudieran vernos.
—No. Pero creí que sería una buena entrada.
—¿Creíste que podías comprarme con un bonito regalo de nostalgia?
—¿Funciona?
—Intenta de nuevo… esta vez con algo que venga de la boca.
Sacó un pequeño botecito de Nutella. Lo miré con una ceja encarnada. Me dieron ganas de coger la pequeña cucharilla de plástico, y metérsela por el gaznate, pero después no podría comérmela. Sí, lo sé, estaba hecha un lío. Quería perdonarlo, y sé que lo intentaba. Pero esa vez, no pude dejarle el camino fácil.
—No viene de la boca, pero puedes meterlo en ella. Y es deliciosa, créeme. Lo mejor para acompañar tu almuerzo.
—Kazuto Kirigaya, te daré una oportunidad más, antes de que decida irme.
—Pero si estamos pasando una bonita velada.
—¡No puedes comprar mi amor con chocolates y un anillo!
—Nunca pretendí comprarte. Solo pasar página y reafirmar lo nuestro. ¿No es eso lo que querías?
—¡Ya no puedo hacerlo, y lo estás haciendo más difícil!
—¿Qué quieres que haga entonces?
—¿Sabes qué? Mejor olvídalo.
—Si lo olvido, te enojas. Y si no lo olvido, también. ¿Qué quieres que te diga?
—Nada. Ya no digas nada. —espeté, echa un nudo de nervios antes de ponerme de pie.
—¡Espera! —bramó, cogiéndome de la mano—. ¿Estamos bien?
—No.
—Pero…
—Mira, mañana tengo que ir a un examen médico, y no puedo quedarme más. Solo vine para arreglar nuestra relación, pero no fue posible.
—Por favor Asuna, deja que vaya contigo.
—Ya es…
—Por favor.
De nuevo vi los diamantes en sus ojos. Y mis defensas se desmoronaron poco a poco.
Estúpidas hormonas que me siguen obligando a intentar perdonarlo.
—Vale. Esta noche te digo el sitio y la hora.
Me extendió el anillo de nuevo y el chocolate. Al final, terminé llevándome mis tontos obsequios. Quizás, ambas cosas me ayudarían a reforzar mi intención de hacerlo, cuando dijera alguna tontería nuevamente el próximo día.
Si no lo hubiera hecho, no estaría en esta situación.
Continuará…
Notas del autor:
