Disclaimer: Saint Seiya pertenece a Masami Kurumada, yo sólo estoy jugando con sus personajes.

¡Importante!

Sinceramente, me resulta muy interesante la enfermedad de Kardia de Escorpio, donde su temperatura se incrementa hasta el punto de que sus órganos parecen estar en llamas. También me gusta la idea de que pueda ser algo propio de los Santos de Escorpio, a pesar de que Zaphiri no diera señales de ella en lo absoluto XD

Por esa razón es que decidí escribir esta historia de Milo, en un vago intento por darle un pasado interesante y, para qué negarlo, hacerlo sufrir. No, no es que lo odie; simplemente a la autora le gusta hacerle la vida de cuadritos a los Caballeros de Oro.

La clasificación es M por una razón, así que ten en cuenta eso antes de continuar con la lectura. Sí, me he dado la tarea de darle un enfoque por demás oscuro y desagradable a las consecuencia que podría tener la enfermedad de Kardia en un niño.

Luego, notarás que el tal Rigel, que tiene una etiqueta de personaje, no es un OC.

Dicho esto, agradezco la lectura que pueda tener :)


A veces veo el pulso
Me siento entumecido
Tan irreal

Sangre en mis labios
Pruebo el plomo pesado

¿Qué puedo encontrar detrás del espejo?
Nunca lo sabré
¿Quién es el reflejo dentro?


Hace calor.

Milo se limpia el sudor de la frente y escucha, desde donde está, el crepitar del fuego en las piras funerarias. En el poco tiempo que lleva aquí, ha aprendido que los muertos nunca escasean en el Santuario.

Este es el primer día que puede caminar correctamente. Su cuerpo no está acostumbrado al castigo físico de los entrenamientos y sus rodillas flaquean cada vez que intenta avanzar poco más de seis pasos.

El sol, aunque delgado, es la hoja de un cuchillo en su cerebro, y el chillido de los pájaros que revolotean le envía un dolor agudo a su estómago que le corta la respiración. Incluso las costuras de su ropa lo rozan y se imagina que su piel se desprende de debajo de ellas; dejándolo desollado, desnudo y ensangrentado en medio del camino.

El entrenamiento es duro, y Aurus, a pesar de compartir lazos sanguíneos con él, no se contiene. Ningún Santo debe contenerse, le dice.

—¿Cómo te sientes hoy? —pregunta el susodicho una vez que halla a Milo muy cerca de la ceremonia de cremación, manteniéndose oculto tras la protección de unas columnas. Extrañamente, no lo regaña ni lo golpea, a pesar de que debería haber estado cumpliendo sus obligaciones diarias en ese momento.

El niño tiene las manos sobre las orejas, la nariz enterrada en las rodillas y los ojos apretados contra el resplandor del atardecer, como si intentara escapar del ruido, de la luz, del horrible hedor de la carne quemada que se desprende de los huesos en la pira.

—¿Cómo te sientes? —vuelve a preguntar, arrodillándose a varios metros de distancia, su voz convirtiéndose en un susurro que Milo escucha como un grito, como clavos oxidados incrustándose en sus oídos.

No sabe cómo responder.

La mudez se ha instalado en su lengua desde que llegó, pero Aurus tampoco lo ha presionado para que hable. Simplemente, no puede ponerle palabras a lo que lo aqueja. Es un hambre voraz en su interior, un extraño impulso que ha empezado a echar raíces como una zarza espinada. Siente que hay cosas horribles y mortales siguiendo su sombra, como si la muerte se diera cuenta que olvidó a alguien y regresara por más. Revolotea como una hoja en una rama, como una cometa en una cuerda; algo violento, terrible, que estalla por minutos y luego, inesperadamente, se tranquiliza.

Su cuerpo todavía duele, su sangre todavía está en llamas como si le hubieran vertido hierro caliente en las venas; siente que si abre la boca por una milésima de segundo podría comerse el mundo en carne viva.

Es un pequeño y molesto escorpión anidado en su cuerpo, pinchándole los órganos y haciéndolo despertar en lugares cuestionables sin recordar cómo había llegado ahí, o cuánto tiempo había pasado.

¿Cómo explicar eso con palabras?

En realidad, es un alivio estar lejos de su madre ahora. No cree que ella hubiera podido lidiar con sus arranques, ni en lo que se convierte.

Se lo dice a Aurus una semana después, cuando por fin ha abandonado su período de mutismo en blanco y ya puede formular oraciones lo suficientemente comprensibles. Aurus simplemente lo agarra del hombro y le comunica, con una voz tranquila, que es probable que mejore con el tiempo, pero no le promete que vaya a desaparecer, en realidad no.

La verdad es que siente tanto y nada a la vez; y todo, absolutamente todo, duele.

Porque no desaparece.

Si acaso, empeora.

Hay una nueva necesidad en él, alguna cosa rara, encrespada y viciosa que aúlla, escupe y traba los dientes a menos que se le dé de comer con regularidad; la sed de sangre lo invade, una rabia incontenible burbujea en la boca de su estómago, una fiebre se apodera de sus sentidos.

Se muerde en lugares específicos para aliviar la picazón, lugares que nadie verá y que están mayormente cubiertos por ropa o vendajes: los nudillos, los antebrazos, el interior de sus bíceps, la parte posterior de sus muñecas; lo cierto es que disfruta la quemadura del hierro en su lengua, el sabor de su propia sangre.

El dolor es secundario, lo distrae, le aclara la cabeza; porque lo que quiere, lo que realmente quiere, es comerse el mundo en carne viva.

Cuando retoma su entrenamiento, se lanza a ello con renovado fervor, como si lo necesitara.

A veces le toca entrenar con otros niños que se consideran innegablemente talentosos, pero notablemente inferiores a Milo. Las lesiones y los huesos rotos nunca faltan, ni los dientes ensangrentados. Los alumnos ocasionalmente pierden ojos o dedos, desarrollan cicatrices a una edad temprana en la que serían considerados poco más que bebés.

Ciertamente no hay nadie que pueda darle un una buena pelea, y los enfrentamientos acaban rápido, con Milo saliendo victorioso de todos ellos. La regla es sencilla: evita asesinarlos y llévalos al límite. Es casi como un esbozo del futuro, donde cada pelea será a muerte.

Hay veces en las que va demasiado lejos.

Milo se da cuenta de que el niño que derrotó yace en un charco de sangre, la respiración entrecortada y los ojos desorbitados. Afortunadamente, sobrevivirá.

El Santo de Escorpio no luce perturbado ante esta muestra extrema de brutalidad, no como debería; más bien, parece que lo esperaba.

La insubordinación después de ese punto se enfrenta con violencia propia sin importar qué tan caliente sea la sangre, qué tan enojada, qué tan justificada.

Milo atraviesa su entrenamiento en una espiral de reprimendas y humillaciones, el frenesí alimentando su violencia y el aguijón de la enfermedad cobrando vida en su pecho. Es caos y destrucción, huesos y veneno mortal. Se jacta ante cada golpe bien ejecutado, sonríe de satisfacción ante cada herida infligida y llora en silencio cuando se clava los dientes en su carne, en un intento por mitigar el fulgor de sus venas. Hay ocasiones en las que se pierde por completo en la pura alegría de la violencia, y Aurus debe castigarlo en consecuencia.

Pero las marcas sangrientas del látigo, los moretones de su cuerpo o el ardor de sus heridas no hacen absolutamente nada para disuadir a la criatura viciosa en su interior. Al contrario, sólo le provoca más hambre. Sabe que algún día no podrá contenerla más y no sabe si celebrarla o temerla.


¿Debería enmarcar para ti otro mundo?

¿Otro mundo?

He oído la voz de los Elíseos

El aroma de un deseo repentino

Nunca allí, pero sí en todas partes

Léeme el espacio intermedio


El período de floración de los olivos es relativamente corto. Comienza a finales de abril o principios de mayo, dependiendo la calidad del aceite, y termina en julio. Es en ese momento que el árbol está en su máximo esplendor, aunque en un breve espacio de tiempo. El proceso en sí no dura más de una semana por cada flor, y en el olivo, desde que se abre el primer capullo hasta que lo hace el último, sólo pasan tres semanas. Es casi tan efímero como el lapso de Milo con su madre, cuando ella le limpiaba el rostro con un trapo mojado y le curaba los raspones de las rodillas.

Es justo en esa época, por casualidad, que se traen nuevos niños al Santuario.

Milo ni siquiera les presta atención. Algunos son más jóvenes que él, otros considerablemente mayores, mientras lloran y lamentan el hecho de no poder seguir el ritmo de la vida en el Santuario. Son bastante débiles. Tiene la sensación de que no pasarán este año, por lo que no vale la pena intentar aprenderse sus nombres. Los compadece, sí, pero también se siente irremediablemente superior a ellos; porque, comparado al duro entrenamiento que debe atravesar un Santo de Oro, ¿qué son las minucias de estos niños? Es así que, con altiva burla, los ignora.

Excepto el niño que trajo Acuario...

Aparentemente, tienen la misma edad sólo con meses de diferencia y, según las palabras de Liam –cuando lo escucha hablar con Aurus–, pertenecía a una banda de criminales menores en alguna parte de Villeblevin, Francia; hasta que, por un malentendido, el líder intentó deshacerse de él. Es una historia bastante sórdida, en realidad, pero el chico, Camus, parece desconcertadamente ajeno a lo que lo rodea, la indiferencia marcando sus rasgos. Es una cosita pelirroja y delicada, con grandes ojos azules y cicatrices en las manos; y, al igual que Milo, casi, casi luce como una niña.

De lejos, lo ve adaptarse muy rápido a los ejercicios de Liam, incluso cuando los métodos del Santo de Acuario son tan drásticos como los de Escorpio. No lo escucha quejarse ni una sola vez. En el fondo, está sinceramente sorprendido de que el pobre tonto no haya colapsado aún.

Otros niños, no tanto.

Y luego está Rigel, el pequeño aprendiz de Santo de Plata que, por alguna razón, también ha capturado su atención. Tiene una personalidad curiosa y divertidamente solemne. Resulta ser un blanco fácil para el resto de niños. Siempre lo molestan, lo arrojan al suelo para que se atragante con el polvo y le patean las costillas. Se burlan de él mientras le abren la cara y lo dejan jadeando y escupiendo sobre la tierra, sangre entremezclada con saliva y fragmentos de dientes de leche. Su maestro, el viejo Basil, no parece demasiado interesado en defender a su alumno.

Milo no entiende qué es lo que le llama tanto la atención de ese niño, si ni siquiera han interactuado todavía. Lo considera un debilucho, una pérdida de tiempo en todos los sentidos de la palabra; entonces, cuando lo ve transformarse en el saco de boxeo de los más grandes, se convence de que es sólo supervivencia, a pesar de que la culpa burbujea en su pecho, gruesa y oscura como un coágulo de sangre.


Fuerte es el borde de todo descubrimiento

Ahora lo veo

¿Una cicatriz sin dolor? Imposible

Esperaré hasta mi último día,

sin pena

¿Quién tiene la culpa?

Dando forma a las señales dejadas por mí


El otoño llega y las hojas se tornan naranjas y rojizas, y los días se vuelven más fríos. Es un respiro al calor asfixiante que predomina en el Santuario la mayor parte del tiempo. Los Santos y aprendices a menudo se cambian como piezas de ajedrez, su número aumentando o disminuyendo, dependiendo el tipo de misión que deban cumplir, el tipo de enemigo, o simplemente el tipo de entrenamiento. A Milo todavía le falta mucho para convertirse en el Caballero Dorado de Escorpio, pero no puede evitar observar al resto con palpable curiosidad.

Parece ser que los Santos de Oro son los únicos que han alcanzado cierta edad y los únicos que no han muerto aplastados en el camino, quizás por el hecho de que ellos mismos aplastan.

Bueno, es natural. Sirven a una la Diosa de la Guerra, al fin y al cabo.

Milo termina de lavar los platos y se escapa del Octavo Templo. Ya es de tarde y hace frío, pero no le importa. Existan temperaturas mucho más impresionantes que ésta, de todos modos.

...

Entonces es cuando lo escucha, un extraño sonido que lo frena en seco. Dos voces; una alta y aterrorizada, la otra masculina, profunda y burlona. Un adolescente, un niño, basado en los cosmos, las voces y los olores, aunque un niño que Milo conoce...

Rigel...

—De camino a casa, ¿con quién me tropiezo sino con un pequeño y solitario perrito? —se ríe. Milo lo reconoce como Viktor, uno de los cinco jóvenes candidatos a la cloth de Orión—. ¿Estás muy lejos del viejo Basil? Hmm, entonces me desharé de ti ahora, niñito, así me libero de otra escoria que desea mi armadura. Ella me corresponde, ¿sabes? No dejaré que ni tú, ni nadie, me la quite.

Están a las orillas de un pequeño río de aguas cristalinas.

Hay un murmullo aterrorizado, el olor penetrante del miedo.

—¡No entiendo lo que dices! ¿Podrías repetirlo? ¡Ah! ¿Estás suplicando por tu vida? ¡Qué divertido!

Su voz es exasperantemente alegre, un toque que bordea la crueldad.

—N-no... —Rigel suena definitivamente como si le hubieran cortado el suministro de aire.

—Pero primero, nos divertiremos.

Le sigue el ruido de una bofetada, luego un gemido agudo y doloroso; finalmente, el inconfundible deslizamiento del cierre de los pantalones. ¿Qué demonios?

De repente, es demasiado quedarse ahí sin hacer nada. Simplemente, no puede...

Con un gruñido furioso, se lanza a través del claro, derribando al niño más grande al suelo. Se agitan por un momento, luchan. Milo recibe un codazo en el ojo, siente que la órbita se dobla, pero el dolor sólo sirve para despertar el apetito de su violencia. Muerde, golpea, se da cuenta de que el cosmos de Viktor no significa nada al lado del suyo, que arde de un color rojo intenso.

El otro grita y escucha un crujido repugnante seguido de una humedad viscosa que se filtra a través de sus ropas de entrenamiento.

Por el rabillo del ojo, ve a Rigel rodar fuera del camino y lanzarse a sí mismo a través del claro, lejos de su vista.

Esta vez, hay un golpe duro en su cara, de frente, que le rompe la nariz. Su boca se llena de sangre y su cerebro es asaltado por el incesante zumbido de no más no más no más.

Caen por la maleza, aullando y golpeándose el uno al otro como si no hubiera un mañana.

No más no más no más

Algo en su cerebro se rompe.

Su mente se queda en blanco, sin pensamientos distintivos, ese mismo vacío de punta hueca de los días posteriores al despertar de su cosmos; nada más que rabia y un dolor absorbente que lo vuelve ciego, irracional como una bestia salvaje.

Dolor dolor dolor dolor dolor dolor.

Su núcleo violento e iracundo aúlla de victoria, de alegría y Milo se permite perderse por completo en él; desciende a una hermosa nada de terciopelo rojo de la que cree que nunca resurgirá...

—¡Suficiente!

Manos fuertes en su cabello, en la base de su garganta, cortándole el aire, arrastrándolo lejos. Jadea y patea, rechina los dientes ensangrentados.

—Basta —vuelve a decir la voz—. Ya está muerto. Suficiente.

¡Él no está muerto! Todavía puede pelear, todavía tiene este nudo de ira quemándolo por dentro y debe hacer que pague su impertinenc-

El puño en su estómago lo toma por sorpresa, expulsando todo el aire de sus pulmones en un gran woosh salpicado de sangre.

—¡Dije basta! —es la voz de Aurus.

El Santo de Escorpio le aprieta la garganta.

—Suficiente —gruñe de nuevo, tirando del brazo de Milo lo suficientemente fuerte como para que sienta el chasquido de la articulación sacada del encaje, las protestas de cuero sin curtir de los tendones estirados más allá de sus límites.

Él aúlla, trata de agitarse y golpear, intenta clavar sus dientes en la muñeca del Caballero, pero es repelido por un abrupto agarre alrededor de su boca. Lo mantiene apretado e inmovilizado, impotente bajo la terrible mordaza y acunado en la oscuridad contra un cofre sólido. Finalmente, se calma un poco, el zumbido en su cabeza desvaneciéndose, la euforia en sus venas apagándose por completo.

—¿Ya terminaste? —pregunta Aurus.

El estruendo de su voz se oye como un terremoto bajo su magullada mejilla.

Milo asiente. Tiene sangre en la boca y la lame, degustando el sabor del hierro. El dolor es más tenue ahora pero no lo ha abandonado. Sigue pulsando en sus venas, en su corazón, un débil latido que se niega a desaparecer.

Se clava las uñas en las palmas de las manos sólo para volver a sentir la piel hendida, la sangre caliente.

Como si no estuviera ya cubierto por ella.

—Bueno. Entonces mira lo que has hecho.

De repente, lo nota. La luz del sol poniente es cegadora y, naturalmente, el intenso resplandor quema sus pupilas. Aurus lo sujeta con fuerza, lo inmoviliza como si Milo no fuera más que un gatito indefenso bajo su desmedido agarre. Él tampoco lleva armadura y tiene el pecho desgarrado y amoratado, como si lo hubiese atacado una especie de animal.

Se siente tan extraño verlo así, su piel inmaculada llena de rasguños supurantes.

—Mira —gruñe el Santo de Escorpio.

El joven está acostado en el fondo de una pequeña caída, acolchado en un montón de hojas. Sus ojos están abiertos, pero nublados y vidriosos. Hay laceraciones en su rostro: una mejilla completamente hendida como si hubiera sido desgarrada, una sonrisa artificial tallada desde el labio hasta la oreja, la punta rosada de la lengua colgando a través del corte, a través del espacio dejado por las muelas rotas. Un brazo está partido, la astilla blanca del hueso atraviesa el músculo destrozado de su bíceps. Sus ropas también están desgarradas y cubiertas de sangre. Pero debajo de todo hay un cráter, una herida vacía de bordes negros donde su estómago ha sido perforado; los intestinos se desparramaron, púrpura-rojo-gris, viscosos y humeantes por el frío.

Él no está respirando.

—¿Quién... ? —no puede mirar, así que intenta apartar el rostro, pero una mano firme lo detiene, le agarra la barbilla y lo obliga a observar incluso cuando sus ojos se llenan de lágrimas, incluso cuando la bilis sube por la parte posterior de su garganta al ver el cadáver mutilado, el horrible hedor a vísceras y muerte.

—sisea Aurus en su oído, haciéndolo estremecerse—. hiciste esto. Hiciste esto, miserable pequeña alimaña.

Milo gime, largo y bajo, el sonido de la muerte, de un corazón rompiéndose, y trata de liberarse del agarre del Caballero Dorado.

Míralo —gruñe Aurus—. Mira lo que has hecho.

—No —suplica, aunque no está seguro a quién le está suplicando—. No no no no no no-

Hay lágrimas corriendo por su rostro, que se mezclan con la sangre, pero no puede moverse, no puede respirar.

Los ojos de Viktor están muy abiertos, vidriosos, un hilo de sangre en la sien, una hendidura en el labio, en el cuello. Podría estar durmiendo, tal vez. ¿Quizás si ignoran el agujero en su estómago podría pasar como si estuviera durmiendo? ¿Sería factible? ¿Siii? Milo gime. Las bocanadas de aire no llegan más allá de su garganta. Necesita apartar los ojos, necesita... necesita...

De repente quiere vomitar.

Aurus no lo deja moverse, por lo que termina ahogándose con la mayor parte, y parte sale por la nariz en un gran chorro ardiente que se mezcla con el desorden que ya tiene en la cara, la ropa y el suelo. Tose, intenta echar la cabeza hacia atrás y respirar un poco, pero sigue completamente inmóvil, sujeto con fuerza por esos grandes dedos que le clavan pequeñas medias lunas ensangrentadas en las mejillas, alrededor de la garganta.

—Sólo quería ayudar —jadea, la voz atrapada en algún lugar apretado e histérico de su pecho, la bilis en la garganta como una horrible quemadura enfermiza que empeora cuando traga—. Sólo quería ayudar...

Oh, sólo querías ayudar. Mira a dónde nos ha llevado eso, pedazo de idiota —gruñe Aurus y Milo siente que algo húmedo y cálido golpea la parte superior de su cabeza; siente que el Caballero de Escorpio se estremece a su espalda. ¿Aurus está... llorando?

Esa realización de alguna manera lo hace sollozar más fuerte, asqueado de sí mismo. No había querido hacerlo, no había querido que terminara así. No le gustaba Viktor, deseaba que ya no fuera malo e injusto con los más pequeños, pero no había querido matarlo. No lo había querido muerto.

—Yo no quise... —gime, arañando la mano alrededor de su garganta—. No quise hacerlo... Sólo quería... quería... ayudar.

—Por eso es que no ayudamos —gruñe Aurus, sujetando el cuello de Milo con tanta fuerza que varios puntos comienzan a nadar dentro y fuera de su visión—. Por eso es que no dejamos que nuestras emociones nos superen. ¿Lo entiendes ahora?

—Sí —Milo jadea, sofocado por el agarre del Caballero Dorado, por el miasma de sangre que llena cada respiración entrecortada y superficial—. Sí... lo entiendo... Por favor... por favor...

Abruptamente es liberado y empujado a través del claro. Sus rodillas se doblan debajo de él, demasiado débiles para sostener su peso.

—¡Levántate, maldita sea! —grita Aurus y lo golpea, una bofetada candente que envía su cabeza a un lado y que hace que estallen chispas detrás de sus ojos.

Intenta volver a ponerse de pie, pero el puñetazo en su estómago lo hace tropezar de nuevo hacia atrás, chocando contra el tronco de un árbol.

—Cuando estás en batalla —continúa Aurus, levantando el puño en lo alto, muy cerca de su rostro—, tu ira puede salvarte. Pero aquí, aquí es innecesaria. Simplemente, podrías haberlo noqueado y ya. No había razón para... esto.

Otro puñetazo. Su cara ya está tan magullada y maltratada que siente el golpe como nada más que un vago hormigueo, incluso cuando la piel de su mejilla se abre como fruta madura, incluso cuando la sangre comienza a derramarse por el suelo.

—No estaba en tu derecho reclamar su vida. Los aprendices mueren como moscas, sí, pero tú no tenías por qué interferir en eso.

Agarra la barbilla de Milo entre un dedo índice y un pulgar, tirando de él para que no tenga más remedio que verlo a los ojos.

—Pero —sisea Aurus, en voz baja, casi gentil—, cuando estás aquí, cuando estás entre tus camaradas y subordinados, no puedes asesinar a alguien solamente por un arranque de ira, ¿lo entiendes? Eso sólo demostrará cuán débil eres, cuán propenso a las estupideces. Te lo he dicho muchas, muchas veces antes: debes controlarte.

Milo no puede responder y sólo deja que la sangre y la saliva se escurran de entre sus labios rotos. Sus ojos no se enfocan, la oscuridad se arremolina alrededor de los bordes de su visión como si estuviera mirando a través de un túnel directamente perforado en su cráneo. Hay un zumbido en su cabeza, un gemido prolongado que no desaparece.

—¡Bueno! —dice Aurus, dando un paso atrás y dejando que Milo caiga, deshuesado, en el barro, con arcadas mientras intenta llevar aire a sus pulmones—. Recuerda: no hay nada bueno, no hay nada malo, sólo hay dolor. Mientras estés aquí, controla ese dolor, esa rabia.

Milo se ahoga en respuesta.

—Quema el cuerpo —ordena el Santo de Escorpio mientras se gira para irse—. Ese niño desertó esta noche, ¿entiendes? Desapareció. Nadie debe saber de esto.

Sólo puede asentir, en silencio, intentando enfocarse en lo que tiene delante de él, en la tierra húmeda y mojada debajo de su mejilla. Cada respiración es una agonía punzante en sus pulmones y piensa que podría estar enfermo de nuevo.

Hace lo que se le dijo y quema el cuerpo, sintiéndose mayormente aturdido.

El olor de la carne cubre el interior de sus senos paranasales y le provoca arcadas. Vomita dos veces más, principalmente sangre (algo se rompió bajo el puño de Aurus) y camina con dificultad en dirección a las Doce Casas, sin pensar realmente en ello. La furia viciosa en su estómago se ha ido. La sed de sangre, su compañera siempre presente, no se encuentra por ninguna parte y se siente vacío sin ella. Tan absolutamente vacío y desorientado.

Nadie lo mira mientras avanza.

Apartan los ojos de su figura tambaleante, del desastre humano en el que se ha convertido e ignoran su vergonzosa cojera. Nadie se atreve a decir una sola palabra. Tampoco es que los deje.

Tiene el corazón roto.

Se da cuenta de que algo fundamental ha cambiado. Es como si le hubieran quitado un velo y él puede ver ahora, finalmente, la verdad de todo el asunto. Nadie, ni una sola persona, habría hecho por él lo que él había hecho por Rigel. Es así de simple.

Al final decide darse la vuelta y ocultarse en algún lugar lejos de Escorpio; se acurruca debajo de unas ruinas y se hace tan pequeño como su cuerpo roto le permite. Simplemente se acuesta en el suelo duro durante un largo rato, escuchando cómo el ajetreo a su alrededor se desvanece lentamente a medida que la noche avanza hacia el amanecer.

—¡Psst!

El silbido lo sobresalta, no había escuchado a nadie acercarse. Se sacude, intenta ponerse a la defensiva pero gime por el dolor del movimiento. Las lágrimas brotan de sus ojos. Respira entrecortadamente por la nariz mientras trata de calmar las náuseas provocadas por el dolor de las heridas.

—Oye —dice Rigel, deslizándose a su lado—, me costó mucho encontrarte, y veo que alguien te dejó en muy mal estado —murmura—. ¿Fue Viktor?

Incluso en la oscuridad de la noche, puede distinguir el destello de impresión en los grandes ojos marrones del otro chico.

No responde.

—Te traje algo de pan y queso —continúa, sacando un paquete sucio envuelto en hojas del bolsillo de su camisa—. No pude conseguirte carne, lo siento.

Rigel le ofrece el bulto.

Pasa un largo momento durante el cual Milo espera que se ría de él, espera que le quite el bulto de nuevo. Pero Rigel no se aleja, sólo sigue mirándolo con tanta seriedad en su rostro maltratado, que Milo no puede evitar creerle.

—Gracias... —susurra al fin, agarrando el paquete rápidamente antes de que Rigel tenga la oportunidad de cambiar de opinión y retirarlo.

Con dedos temblorosos, desenvuelve el bulto, respira hondo. Puede oler el queso, el pan que se hornea en las cocinas, y se le hace agua la boca. Pero luego descubre que su mandíbula está demasiado tierna y dolorida como para masticar.

—Gracias, pero... lo guardaré —vuelve a decir, finalmente dándose por vencido, envolviendo el paquete y metiéndolo en su bolsillo para más tarde. Su voz es áspera, cruda.

Por un largo momento no dicen nada. Su aliento flota en el aire frío, como fantasmas en la oscuridad.

—Yo... —dice Rigel, mordiéndose la uña del pulgar. Sus labios están partidos e hinchados y toda la bisagra de su mandíbula está amarilla y verde con viejos moretones en forma de huellas dactilares—. Gracias por defenderme. Eso fue realmente... asombroso.

Tal parece que no ha visto el descenlace de la pelea.

Milo resopla, pero gime cuando el movimiento empuja sus costillas rotas.

—Puedo traer a Aeson para que te cure, si tú quieres —sugiere Rigel.

—¿El Santo de Copa? Olvídalo. Sobreviviré a esto.

—¿Quieres que te lleve a la fuente de Athena? —el niño intenta acercarse a él, pero Milo lo agarra bruscamente de una de sus muñecas y lo empuja lejos.

—¡No... ! —gruñe, abrazando su cuerpo magullado como si intentara protegerse de todo lo que lo rodea.

Casi se siente culpable al ver la expresión herida en el rostro de Rigel.

—Yo... —susurra— lo lamento, pero... no.

El otro parece animarse un poco.

—No te preocupes. De hecho, me disculpo yo por haber sido tan intrusivo.

Milo levanta una ceja.

—¿Por qué sigues aquí, Rigel? No soy tu amigo. No soy nada tuyo, y no hice lo que hice por la bondad de mi corazón.

—Tal vez esta sea la única oportunidad que tenga de hablar contigo —dice con seriedad—, y quería... agradecértelo... Debo regresar a mi cabaña ahora, o el maestro me regañará, pero antes de irme, ¿me permites hacer algo?

—¿Qué?

Sin previo aviso, Rigel sujeta la mano derecha de Milo, ensangrentada y cubierta de sucios vendajes, y la roza suavemente con los labios.

—Algún día, pelearé junto a tí y seré tu fiel subordinado —le dice, sin tener idea de que, de hecho, en un futuro no muy lejano, combatirán, pero no de la manera en la que él espera.

Se enfrentará a Milo, varias veces, y perderá en todas y cada una de ellas.

Pero eso será luego. Ahora son sólo unos niños y se permiten soñar. Se da la vuelta, y la suave cadencia de sus pasos desaparece en la penumbra.

Milo no tiene nada después de haber renunciado a dormir en el Templo de Escorpio esta noche, así que el frío del suelo medio congelado se filtra en sus huesos y le provoca escalofríos; duele, profundamente, de maneras que no puede explicar por completo, y cuando cierra los ojos para caer en la inconsciencia, ve entrañas, ve carne quemada, ve un puño que se aproxima para dar otro golpe y se estremece, gritando de terror.


Muy por debajo de mi respiración,

me estoy quemando

en mi núcleo

Muéstrame cómo,

déjame ver más allá,

He encontrado mi profundo carmesí


Milo se despierta a la mañana siguiente aún acosado por el dolor y sangrando, pero rápidamente descubre que alguien lo ha envuelto con una manta de lana durante la noche. La textura es suave bajo sus manos, sin demasiada pelusa que lo pinche, curtida de tal manera para que sea agradable al tacto.

A decir verdad, nunca la había visto antes; es cálida, lujosa, una manta que debería haber estado en la cama de un rey y no envuelta alrededor de un asesino sin escrúpulos.

Por lo visto, la ha dejado alguien capaz de caminar tan silenciosamente que Milo no pudo oír su llegada, a pesar de su costumbre de despertarse al más mínimo sonido. Se envuelve con ella, la frota contra la pulpa amoratada de su mejilla y deja que la suavidad de la tela alivie su piel febril.

Huele a Aurus. Como en casa.

Es una disculpa. Es una absolución. Es amor.

Se aferra a ella y respira profundamente.


Ven a mí

Lloré

Te necesito

Estoy buscando

las puertas que se despliegan en el interior

de mi alma perdida,

en la oscuridad


Te felicito si llegaste hasta aquí ( ◠ ‿ ◕ )

Los párrafos en negrita pertenecen a la canción "Crimson Deep", de Tarja Turunen, que también le da nombre a esta historia.