Sanzu es, la mayor parte del tiempo, una persona miserable. Su vida es una constante oscuridad, con recovecos aún más oscuros, y secretos infinitamente prohibidos guardados allí; pero, en ocasiones, una pequeña luz se cuela entre las cortinas espesas de sus pestañas.

Un pequeño rayo de luz cálido, como el sol en primavera, como un soplido de aire fresco en verano, como una taza de chocolate caliente en invierno.

Es atrapante, como si fuese absorbido por completo, como si se hundiera en las profundidades del mar azul y brillante, tan increíblemente intenso que no puedes luchar contra las olas que te arrastran más y más lejos; cada vez más y más cerca de su centro, orillado a perderte en él. Él.

De alguna manera, tuvo que aprender a fingir: fingir que no veía esa luz, que no la oía, que no sentía su aroma punzando en la punta de su nariz, como si estuviese esparcido por el aire y no tuviese más opción que respirar e impregnarse de su olor... o no respirar hasta morirse. Y Sanzu por primera vez estaba asustado, ligeramente, pero lo estaba, ¿Qué pasaría si alguien era capaz de ver su interior, de esparcir luz en los rincones más profundos y ocultos de su corazón? Si alguien sabía sobre sus emociones, sobre todo de aquellas tan ocultas en su pecho, entonces estaría en problemas.

Pero, mientras más huía, más cerca estaba de ser apresado, porque Takemichi era alguien difícil de perder de vista, incluso si lo intentabas por la fuerza; porque tal vez sea físicamente débil, pero su voluntad siempre era más fuerte que los puños de cualquiera. Entonces estaba perdido, porque donde quiera que corriera, estaba él, mirándole con sus ojos color mar y con el brillo radiante de su sonrisa que iluminaba la oscuridad habitual de su corazón y lo dejaba a la vista, tan vulnerable como cuando era un niño.

No deberían culparlo si, en consecuencia, comienza a ser codicioso, y... si cree que puede tener algo que no debe, entonces nadie puede decir que él no intentó resistirse. Si empieza a demostrar lo que siente y si intenta cosas que no debería intentar, si sonríe bajo su mascarilla o si sus manos se mueven intencionadamente hacia las manos más pequeñas, entonces no es culpa suya.

A Sanzu le hubiese gustado estar así por más tiempo, vivir como debería haber vivido hace mucho, sintiendo, siendo feliz, enamorándose, pero su vida no era así y, tal vez, nunca lo sería. Porque estaba en la pandilla y le debía total lealtad a Mikey, y enamorarse de Takemichi era, probablemente, una de las acciones que más atentaban hacia esa supuesta lealtad. Lo sabía, sabía que era una fantasía de un segundo, algo que iba a desaparecer con el amanecer, pero todavía deseaba poder amar a Takemichi libremente. Quería besar sus labios, sentir el aroma de su cabello, tomar sus manos y caminar juntos, tener citas en lugares estúpidamente cursis, solamente estar a su lado. No debería ser tan difícil.

Pero lo era. Era realmente así de complicado, porque Mikey haría todo lo posible por arruinarlo una vez que supiera lo que sentía por Takemichi, y, a estas alturas, no podía siquiera intentar ocultarlo.

No quedaba opción, si, de todos modos, iba a enfrentar a Manjiro en algún momento, entonces podría intentar predecirlo, adelantarse. Si era por Takemichi intentaría vivir lo más que pudiera, si eso significaba que podía ver su sonrisa una vez más. Por eso luchó desesperado, con todas las fuerzas que antes nunca pudo reunir (porque antes no se sentía de esa manera) e intentó, de verdad lo intentó, vencer a Mikey. Incluso si sabía que sería invencible, aunque era algo que no debería haber cuestionado, en verdad creyó desde el fondo de su corazón que lo lograría. Por Takemichi debería ser capaz de hacer cualquiera cosa. Incluso morir, se dijo, morir por él... Tampoco estaría mal.

Si ha deseado tanto vivir por él, tanto como para enfrentar a Mikey, a quien antes siempre le había sido fiel, entonces morir por él debería ser infinitamente más fácil. Y en verdad lo fue, porque cuando los puños de Mikey impactaban contra su cara, no podía dejar de pensar en Takemichi, en el hecho de que, aunque deberían dolerle los golpes, no se apartaban de su cabeza todos los momentos en los que Takemichi le sonrió y tomó sus manos, diciéndole que todo estaría bien, que intentaría hasta lo imposible por verlo feliz. Era un tonto... si supiera que su felicidad estaba en sus preciosos ojos azules... quizá lo hubiera visto sonreír más.