Acostumbraba a ser un adolescente promedio: no ocasionaba problemas, obtenía buenas calificaciones, y era, a decir verdad, muy hogareño. No se quejaba de eso, pero, de todas formas, su destino estaba escrito desde antes de que naciera, y alguien realmente debió odiarlo demasiado, porque, aunque no debería haberse cruzado con ningún obstáculo en su camino de estudiante normal, terminó por cruzarse con una pandilla de delincuentes que le arruinaron la vida.
Kiyomasa era un ser en verdad desagradable, incluso en niveles que ningún delincuente de telenovela se atrevería a ser. Y, como cabría de esperarse, pareció ensañarse con él de un modo particularmente repugnante, tratándolo como un esclavo, y en ocasiones el término se quedaba corto. De todos modos, no es un tema que a él le guste recordar.
Porque, a pesar de todo, la vida le dio un respiro, una segunda oportunidad para mejorar esa vida tan miserable que le tocó vivir, y en realidad dependía completamente de él que esa nueva posibilidad no termine igual (o incluso peor). Entonces, como si fuera una cuestión de azar su felicidad, pensó que no sería tan malo que, en esta ocasión, empezara con el pie izquierdo... porque si, en este caso, él era quien buscaba los problemas, tal vez estos no podrían sorprenderlo. Bueno, actualmente no sonaba como una gran idea.
De este modo, su curso de acción se orientaba a buscar él mismo los problemas y enfrentarse a ellos, incluso si no tenía forma de hacerle frente a una pandilla de adolescentes con una musculatura ciertamente cuestionable y con un control de armas blancas que debería de estar prohibido. Y, como si su destino estuviera en manos de algún ser diabólico, esta vez su vida no iba a ser mejor, porque se cruzó con una pandilla, si es que era posible, todavía peor que la miserable agrupación de tontos que le destrozó la vida con anterioridad. Estos eran peces gordos, con un líder que poseía una fuerza invencible y un historial psicológico en verdad aterrador, pero eso no era lo importante, lo que realmente debía tratarse era el hecho de que conoció a un sujeto aún peor que Kiyomasa.
Ese maldito imbécil de cabello rosa, con esas estúpidas cicatrices que rodeaban su boca, y esas patéticas pestañas tan adorablemente espesas como pétalos de flores y... ni siquiera podía esforzarse en negarlo, en verdad (de una manera tan lamentable, si debe ser sincero) le gustaba, tanto, que se olvidó de su principal motivación y fue todavía más fácil arriesgar su vida en esa organización de criminales de alto rango.
Sanzu le gustaba, de un modo tan imposiblemente ridículo que se cuestionó si acaso no había tenido un accidente que lo dejó en coma y le provocó, en consecuencia, este sueño tan delirante. Quizás eso era una opción todavía. De todas formas, Haruchiyo (Sanzu, Sanzu, Sanzu, sonaba tan delicado si lo decía para sí mismo, pero frente a los demás debía fingir que su nombre era tan difícil de digerir que, a duras penas, podía decirlo sin romperse los dientes) era magnético, lo tenía moviéndose a la par de su dedo, como un titiritero experto. Y, a pesar de avergonzarse de ello, le podía más sentirse humillado por él, si era por Sanzu, podía tomarlo todo, incluso sus rechazos y sus manos ásperas apretando sus muñecas con fuerza. Todo lo que él hiciera le bastaba si estaba cerca suyo, aun cuando le apretaba el cuello como si en verdad quisiera matarlo, robarle hasta el último instante de respiración. Estaba bien porque era Sanzu.
Pero Haruchiyo era mucho más que unas manos ásperas, era también un par de manos delicadas cuando estaban sobre las suyas, y lo eran aún más cuando se posaban en su cintura. Sanzu también podía besarlo de una manera que ni siquiera podía empezar a describir, no cuando esos labios (rasgados por los impactos de las peleas) le recorrían el cuello, marcando cada pequeña porción de piel hasta dejarle su nombre pintado allí. Era tan asquerosamente suave que debería reírse de él, pero no podía, porque cuánto deseaba él esos labios... labios que sabían a cerveza, impregnados de amargos tragos de alcohol, mezclados con el olor penetrante del tabaco. Una adicción recién adquirida, una condena dictada de antemano, porque si esos labios estaban en el camino, entonces él no podría resistirse a nada.
No debería haberse sorprendido cuando Sanzu le besó con fuerza y le mordió los labios, con el reciente sabor amargo de la cerveza en su boca, y si rasgó su piel con sus dientes y él no se negó... entonces estaba mucho más perdido de lo que creía, pero ni siquiera tenía fuerzas como para fingir que no era eso lo que quería. A diferencia de la anterior vida tan monótona que le ofreció migajas de amor de sus padres y sus amigos, con ese infierno personificado en un matón de barrio, esto de sentir (felicidad, amor, odio, dolor, tristeza, lo que sea), era mil veces mejor que no sentir absolutamente nada más que vacío.
Por eso se dejó hacer, con las manos aferradas al cabello ajeno, sintiendo la rigidez del otro cuerpo, duro y amplio, lleno de músculos que se le ofrecían como se le ofrece el paraíso a un pecador. Tocó todo cuanto pudo, con ansía, con la sangre bullendo en la punta de sus dedos, desesperados por sentirse vivo, por marcar a Sanzu como si fuera un lienzo en el que dejar rastros de que él existió y fue capaz de sentir otra cosa que no sea una persistente y trágica soledad.
Takemichi besó a Sanzu, como cada uno de los besos que siempre soñó con dar: con amor, con odio, con desesperación, con tristeza, con pasión desbordante, con todo su ser expuesto. Y Sanzu no cuestionó nada y le besó de vuelta, con más fuerza cada vez, duplicando sus emociones vulnerables, sin reírse de ellas y sin decirle, como cada vez, que era patético por pertenecerle sin pensárselo dos veces. Por ese momento, estuvieron tan unidos que no hacía falta que expresaran nada con palabras, porque solo entorpecería sus verdaderos sentimientos, los más profundos y sensibles.
"No sabes cuánto daría yo por besarte así, en todas las vidas que me tocaran vivir".
Cuando Sanzu le mordió la mejilla y empujó más fuerte, Takemichi supo que no debería haber hablado en voz alta, porque Haruchiyo avergonzado era peor que una tormenta eléctrica. Pero si podía tenerlo así, solo para él, tomaría todo hasta que se llenaran sus manos. No en vano había vivido dos veces.
