19
El ciervo y el lobo
(Colmillos)
Louis jadeó con fuerza para reprimir el grito que estuvo a punto de salir de él, y su cuerpo lo resintió al instante. Se removió incómodo, frustrado por la abrupta interrupción. Sabía que habría sido liberador, satisfactorio en todos los sentidos, tal vez, pero temía no ser capaz de detenerse. Llenar la habitación con el clamor de su lubricidad no era una de sus actividades predilectas a la hora de intimidar.
La oscuridad reinaba en la alcoba que compartía con su pareja, salvó por la escasa luz lunar que se filtraba entre el grueso cortinaje, creando un mundo negro con sombras de formas siniestras. Era una noche larga y helada, pero Louis apenas si podía percibir las caricias del frío pues el fuerte olor a rocío se mezclaba con su propio aroma, creando el familiar perfume que calmaba los pesares y le calentaba el corazón.
Era en esos momentos, cuando se convertían en un solo animal, un solo ser vivo, que todo dejaba de importarle. El pasado quedaba atrás, y el futuro se veía tan lejano como para preocuparse.
Estaba en casa, y sus temores desaparecían bajo besos y caricias.
Podía sentir como Legosi se movía en su interior, penetrando enérgicamente. Su miembro parecía quemarle por dentro y aunque era un dolor dulce, no terminaba de comprender si le agradaba esa nueva sensación o no. Todavía se estaba decidiendo, cuando de repente sintió una corriente eléctrica en todo su cuerpo. En esa ocasión, no pudo contenerse, y soltó un gemido que oscilaba entre el dolor y la lujuria. Su pareja le respondió con un gruñido, parecía gustoso por ser el causante de dichos sonidos.
Carnívoros, pensó con cierto desdén una vez pasada la ola de placer que lo estremeció por completo, siempre siguiendo impulsos carnales en lugar de buscar el arte en el amor. Parecía que su amado Alfa no aprendía nada del erotismo con el que el ciervo lo trataba las noches que decidía tomar el rol activo.
Sobre él, el ardiente cuerpo del lobo lo apresaba contra la cama, como si temiese que fuera a escapar de sus garras. Louis no podía hacer más que aferrarse a su espalda, sintiendo las suaves y largas hebras de pelaje gris entre sus dedos. Durante un momento, el ritmo de las estocadas aminoró hasta volverse lentas y suaves, lo que dio rienda suelta a los jadeos agitados de ambos.
Aun trataba de calmar su respiración cuando notó como Legosi se acurrucaba contra él, rodeándolo con cariño y cuidando de no lastimarlo. Lo oyó susurrar su nombre con devoción mientras no dejaba de empujarse dentro con tal dulzura que le arrancó más gemidos.
Carnívoros. Cuántos ocultos encantos tenían, sobre todo su hermoso lobo.
Cuando se separaron un poco, llevó ambas manos al rostro de Legosi, y le acarició sobre el rígido cuero que le sujetaba el hocico. Escuchaba los gruñidos sofocados, que desesperadamente gritaban por aire. Para sorpresa del cánido, comenzó a desabrochar las hebillas metálicas y con cuidado le retiró el bozal. Los sonidos que antes se amortiguaban sin remedio por fin se vieron libres, y Louis los escuchó en toda su gloria.
El aliento se alzaba en bocanadas cálidas que brotaban de sus alargadas fauces grises. Lo besó sin poder resistirse, tierno y corto, como los suaves roces que se daban en la primavera de su juventud, cuando les aterraba lo que hacían. En aquellos años, Louis todavía no se daba cuenta de la belleza que había en sus ojos, de lo deslumbrado que estaría cada vez que viera el mundo en ellos.
Amaba todo de él. Y le fascinaba lo que debía temer.
—Legosi —susurró—. Enséñame tus colmillos...
—¿Qué...?
—Enséñamelos. —Repitió el Alfa— Enséñamelos...
Vio la confusión en su rostro gris, y sabía que nunca haría lo que le pidió por su propia voluntad. Sin detenerse a pensarlo, colocó las manos en su boca, para levantar los labios que escondían sus enormes colmillos blancos. Tan largos y mortíferos. Los rozó con el pulgar sintiendo la caliente humedad de su saliva, brillando níveos aún en la oscuridad. La naturaleza se los había otorgado para convertirlo en un dios, con toda su retorcida gloria. Con ellos debía arrancarle las entrañas, y convertir la sangre y el barro en uno solo, mientras le daba una última sonrisa escarlata, para consolar su muerte ahogada en sangre, dolor, locura...
Legosi apartó el rostro con brusquedad para soltarse del agarre, a la vez que el ciervo rojo despertaba de sus ensoñaciones. Lo vio contrariado, y sus iris grises brillaron expectantes por una explicación. Sabía muy bien los problemas de autoestima que atormentaban al cánido, muchos de los cuales radicaban en su condición de carnívoro. Tal vez lo había ofendido al exhibir sus fauces a favor de propios deseos y anhelos
—Lo siento —musitó Louis, aunque mentía. No lo lamentaba ni un poco—. Continúa... Por favor...
Durante un segundo, estuvo convencido de que había arruinado todo, que había logrado incomodarlo, al punto de destruir el erotismo del momento. No pudo evitar sonreír complacido cuando volvió a sentir sus penetraciones, junto al familiar calor que se acentuaba en su vientre.
Cerró los párpados con fuerza, dejándose llevar por los destellos de placer que latigaban su cuerpo cada vez más sensible. Mordía sus labios, deseando que fueran los afilados colmillos de Legosi los que le lastimaran la piel. Anhelaba besarle con fervor, obligarlo a hendir sus colmillos en la piel de su boca hasta sentirla entumecida e hinchada, llena del metálico sabor de la sangre.
Abrió de golpe los ojos cuando sintió el rostro de su amante ocultándose en su cuello, lamiendo con lascivia y dejando besos de cuando en cuando, tomándolo por sorpresa. Al parecer, si había aprendido una que otra cosa de Louis.
Sus jadeos le quemaban el cuello, a la par que gruñidos provenientes del otro Alfa le provocaban ecos en la mente, junta al sonido del chocar de sus pieles. Seguramente enseñaba los dientes, como los instintos le indicaban. Grandes, blancos y mortíferos, tan cerca de frágiles puntos débiles. Los movimientos de Legosi volvían a ser vigorosos, casi violentos, pero en esa ocasión, no hubo ningún rastro de dolor. Louis estaba demasiado excitado por las fantasías rojas y blancas de su mente.
Pronto, y sin previo aviso, el vértigo que anunciaba sus orgasmos lo recorrió en cada centímetro de su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás, jadeando, y ni siquiera su gran orgullo de Alfa herbívoro pudo reprimir el gemido de satisfacción que lo inundó al eyacular por fin. En un segundo lo demás dejó de existir, mientras seguía sintiendo su semilla salir, manchando su pelaje marrón.
La descarga recorrió cada nervio de su ser hasta volverlo sordo del rededor, y la visión más allá de su nariz se nubló por un instante. Casi inmediatamente sintió su interior llenarse por algo caliente y un nuevo cosquilleo lo invadió. Solo podía sonreír, o eso creía que hacía.
Lo único que lo devolvió a la realidad fue la sensación de vacío que le dejó Legosi al salir de su cuerpo. El lobo gruñó con fiereza, hasta que enterró las hambrientas fauces en una almohada que se encontraba a pocos centímetros de Louis. Sentía la familiar calidez de la semilla del lobo salir de su entrada cuando una duda le invadió la mente. De haber nacido Omega, ¿cuántos cachorros tendrían ya? Se sentía afortunado, dos Alfas podían despreocuparse en ese tema. Al menos eso esperaba.
Sobre él, Legosi seguía en el proceso natural de su jerarquía, destrozando la almohada como si se tratara de la carne de un Omega. Las vísceras blancas del algodón salieron por las tímidas heridas de la tela que nacían de crujidos tétricos.
Louis nunca había visto nada tan perfecto.
Lo amaba.
Era su bestia.
