15

RENUNCIAR

—Está bien. Voy a pensarlo.

Leonette le dedicó una sonrisa tan brillante que habría podido eclipsar al sol.

—Me basta con eso, porque voy a necesitar tu ayuda con el plan que estoy trazando.

—Primero dime de qué se trata.

—Tranquilo, no es nada malo. Es sólo que en dos días será el cumpleaños de mi padre y estoy organizando una reunión; ya invité a Albert y a tus primos, pero me encantaría que tú también asistieras.

—¿Para qué? ¿Qué pretendes que yo haga?

—Pídele a Candy que te acompañe —dijo Leonette con voz seria—, deja que yo me encargue del resto.

—Ten mucho cuidado, Leonette, no te perdonaré si le haces daño.

—¿Qué clase de persona crees que soy? Candy me parece una buena chica, por eso no debe ilusionarse con tu tío; sabes que nada bueno podría salir de eso.

Muy en el fondo Leonette tenía razón: el futuro de los Andrey dependía de Albert, y por ese motivo su vida jamás le pertenecería completamente. ¿Qué dirían sus parientes y el consejo si supieran de la existencia de Candy? La tía Elroy y los Leagan la odiaban por el simple hecho de ser huérfana, ¿entonces cuál sería su reacción si supieran que el tío William estaba enamorado de ella? Anthony no soportaría verla sufrir por culpa de su familia.

Un par de minutos después, Candy tocó tímidamente a la puerta como si la hubieran invocado.

—Qué pena interrumpir —saludó ruborizada—, estoy aquí para atender a Anthony, pero puedo regresar más tarde.

—No te preocupes, ya me iba. Sólo pasé a dejarle una invitación que también extiendo para ti, ojalá puedas acompañarnos.

—Muchas gracias, pero no creo que…

—Tal vez Anthony pueda convencerte, ¿o no? —Dijo Leonette dedicándole una mirada significativa—. Bueno, será mejor que baje antes de que mi papá tenga un colapso nervioso.

Los dos se quedaron solos en la habitación. Candy estaba cargando una bandeja con la cena y la puso en su mesita.

—¿Tienes hambre? ¿Cómo te has sentido hoy? ¿Te ha dolido algo?

—La respuesta a todas esas preguntas es no.

—Tienes que comer algo —insistió preocupada—, tu papá me dijo que estos días has descuidado un poco tu salud.

—Parece que ustedes dos se han hecho muy amigos.

—Sí, el capitán Brown me parece un gran hombre.

—Sí, su único defecto es que parece que le importa más el mar que su propio hijo.

—¿A qué te refieres?

Mientras Candy trabajaba, Anthony le contó algunos detalles de su vida cuando era un niño, sobre el dolor de perder a su madre y las largas ausencias de su padre mientras viajaba a través del océano, sin escribirle cartas durante meses y visitándolo cada tantos años.

—No quiero aferrarme al pasado, sé que no debió ser fácil perder a su esposa —suspiró Anthony mientras ella lo reclinaba contra las almohadas para comenzar su terapia—, pero a veces no puedo olvidar que no estuvo para mí y el resentimiento no se va de mi corazón.

—Supongo que eso es normal —dijo la pecosa con cierta tristeza en su mirada—. Yo nunca conocí a mis padres y jamás podré saber si alguna vez me quisieron. Pero tu papá está contigo, y aún en su silencio y melancolía, te ama.

—¿Aunque seamos extraños?

—Incluso así. Intenta abrazar tu propio dolor y tu vacío, para que puedas ver lo bueno de ti que compartes con él y quizás algún día puedas perdonarlo. Pero si no eres capaz de olvidar, está bien, mientras sepas que su ausencia no fue tu culpa.

Al escucharla Anthony entendió que no merecía a alguien como ella, tan dulce como las rosas que llevaban su nombre, pero no estaba dispuesto a renunciar a la calidez de la única persona que lo miraba a los ojos y le devolvía un poco de vida.

—¿Te puedes quedar un rato más? —Le preguntó, aferrándose a su brazo cuando trató de levantarse para guardar sus cosas en un maletín.

—Ya es tarde, no deberías trasnochar…

—Por favor.

Candy se apartó como si el contacto con su piel fuera tóxico, y se sentó en una silla contigua a su cama.

—Está bien —dijo luego de una respiración profunda—. Necesitamos hablar de algo importante.

—Déjame adivinar, ¿es sobre mi propuesta de matrimonio? Te dije que no quería una respuesta de inmediato.

—Pero ya la tengo…

—No te molestes en decírmela, Candy. De todas maneras no va a cambiar lo que siento.

—Quizás no ahora, pero con el tiempo te darás cuenta de que estoy haciendo lo correcto. Incluso agradecerás mi rechazo.

Anthony tenía los ojos cerrados en un intento por distanciarse de la conversación, pero en cuanto escuchó esas palabras miró a Candy como si le hubiera crecido otra cabeza.

—¿Entonces me estás diciendo que no sin tomarte el tiempo de pensarlo?

—Es que no tengo que pensar, simplemente lo sé: no podré hacerte feliz.

—Seré feliz si estás a mi lado.

—Eso dices ahora. En unos años...

—En unos años seguiré pensando lo mismo —juró—. ¿Acaso no lo entiendes? No te pido tu amor, ni siquiera tu respeto: sólo que me permitas existir junto a ti.

Desde que se conocieron, Candy lo había mirado de distintas maneras, pero nunca con los ojos llenos de lágrimas y la decepción escrita en su rostro.

—¿Por qué, Anthony? ¿Por qué te humillarías de esa forma?

—Porque eres todo para mí.

—Eso no puede ser amor.

—No, tal vez es algo más grande; si me aceptas construiremos una vida juntos, donde no me sentiré incompleto ni tú rechazada.

—Si te acepto estaré firmando una condena para los dos; no soportaré que me mires con desprecio cuando te des cuenta de que no soy lo que esperabas.

Esas palabras resultaban absurdas, porque no existía algo que Candy pudiera hacer para que él la odiara. Pero no le dijo nada de eso en voz alta y se limitó a soltar una exhalación.

—No llores más, Candy —dijo, resistiendo el impulso de limpiar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas—. Dejemos este tema aquí.

—Hay algo más que debo decirte.

—Mejor hablemos mañana.

—No, tiene que ser hoy o no podré descansar.

—Te escucho.

—He decidido renunciar, Anthony —le soltó de golpe—. Ya no voy a ser tu enfermera.

Había imaginado muchas cosas, un sinfín de escenarios y posibilidades, pero escuchar eso de viva voz le pareció tan sorprendente que por un momento se quedó paralizado.

Era la conclusión de sus peores miedos hechos realidad, una pesadilla que era real. Candy parecía decidida, sosteniéndole la mirada con tanta firmeza que el corazón le dio un vuelco.

—No tienes que hacer eso. Si lo que te incomoda es mi propuesta de matrimonio, olvídala y te prometo que no lo mencionaré de nuevo, pero no te vayas.

—No es eso, simplemente no puedo quedarme.

—¿Por qué? Dame una buena razón.

—Ya no soy la misma Candy que llegó por primera vez a esta casa, por eso debo irme y buscar otro camino.

—¿Pero no crees que esta es una decisión muy apresurada?

—He tenido tiempo de planear todo. Cuando conozcas a tu nueva enfermera te darás cuenta de que ella es mil veces más eficiente que yo. Y también menos entrometida e irritante.

—Vaya, qué consuelo —se mofó Anthony con amargura—. ¿Cuándo piensas irte?

—No estaré aquí la siguiente semana.

—¿Y apenas se te ocurrió decírmelo? Pensé que tendrías más tacto.

La pecosa enrojeció de la vergüenza.

—Tienes razón, fue muy descortés de mi parte, pero me aterraba decírtelo…

—Pues no permitiré que te vayas. No acepto que renuncies de un día a otro, porque esa es una decisión que me corresponde tomar a mí.

—Anthony, sé razonable.

—Eres tú la que no está siendo razonable. Pronto me iré con mi padre a Florida, pero mientras te necesito como mi enfermera, eres la única que me conoce de verdad.

—Entiende que no puedo.

El rostro de Candy parecía cansado y Anthony no se atrevió a continuar los reproches. Con un gesto resignado asintió con la cabeza.

—Lamento si te grité, es sólo que me tomaste por sorpresa. ¿Quieres que continuemos esta conversación mañana?

—Sí, pero no cambiaré de parecer.

—Mañana —repitió en forma tajante—. Hoy no estoy pensando bien las cosas.

Candy abrió la boca como si quisiera agregar algo más, pero se arrepintió en el último segundo. Se levantó de la silla, apagó las lámparas y antes de cerrar la puerta, se despidió de Anthony.

Las horas pasaban y no podía conciliar el sueño. En su mente repetía una serie de palabras ininteligibles, aunque había una frase que sobresalía entre todas las demás:

Se va a ir. Se va a ir. Se va a ir.

Eso no formaba parte de sus planes. Pensó que tendría más tiempo a su lado, que podría demostrarle poco a poco que su felicidad estaba junto a él. Imaginó que tarde o temprano ganaría el corazón de Candy y se la llevaría lejos, a un lugar donde pudieran vivir tranquilos el resto de su vida.

Y ahora corría el riesgo de perderla para siempre. Trató de buscar una salida, pero en medio del enojo, la tristeza y la desesperación, sólo escuchaba las palabras de Leonette Harrison.

—Aún puede aceptarte, si le haces entender que no existe un futuro con tu tío. No pido mucho, sólo que rompas cualquier ilusión que pueda tener con él…

Tal vez Leonette Harrison era su única aliada. Le causaba conflicto el tener que confiar en ella, aunque dadas las circunstancias no le quedaba otra opción: debía seguir los planes que trazara, comenzando por llevar a Candy a esa fiesta.

—Voy a ser como el príncipe que ella menciona —murmuró a la oscuridad, sin que nadie pudiera escucharla—. La salvaré de todo lo que pueda hacerle daño, incluso mi tío.


Candy despertó sin ánimo luego de una noche plagada de pesadillas que no eran menos terribles que la realidad.

Se bañó y arregló para el día, pensando que probablemente esa sería la última vez que usaría el uniforme de enfermera que le habían asignado en la casa de los Andrey. Le dolía el alma al recordar la tristeza en el rostro de Anthony cuando le dijo que se iría, pero sabía que era lo correcto.

Tal vez en otra vida las cosas habrían sido diferentes. Si aún tuviera el alma de una niña que soñaba con un príncipe, quizás habría correspondido a Anthony de la misma manera; sin embargo, el cariño que sentía por él siempre sería dulce y fraternal, sin posibilidad de convertirse en otra cosa.

Y estaba segura de que mientras existiera Albert, en ese universo o en cualquier otro, sus caminos terminarían cruzándose y ella siempre le entregaría su corazón.

Bajó a desayunar. Como era muy temprano sólo encontró a la cocinera, quién la recibió con la misma la misma efusividad de siempre, sirviéndole fruta, pan y huevos revueltos mientras le contaba todo lo que había pasado durante aquella noche de tormenta.

—Todos rezamos para que regresaras a salvo, incluso los señoritos Stear y Archie —le dijo—. Pero Anthony fue el que más se preocupó; pobre muchacho, de seguro te aprecia muchísimo.

Candy le dio un sorbo a su café para disimular su incomodidad.

—De verdad lamento haberles causado tantos problemas.

—También la señorita Leonette Harrison pasó un mal rato cuando el señor Andrey salió a buscarte —agregó en susurros—. Trató de ir detrás de él pero el papá la detuvo, incluso le preparamos un té para los nervios o no habría podido dormir en toda la noche.

—¿Ah, sí?

—Sí. Esa pobre chica está muy enamorada del amo...

Los celos eran un sentimiento desconocido para Candy y de repente no supo cómo reaccionar ni fue capaz de ocultar a tiempo su expresión disgustada. La cocinera la miró como si quisiera hacerle una pregunta, pero en ese momento apareció Albert.

Su presencia iluminó cada centímetro de ese lugar. Iba impecablemente vestido para la oficina, el cabello corto peinado hacia atrás y sus ojos fijos en Candy.

—Buenos días. Espero no interrumpir.

—¡Señor! Aún no llegan los sirvientes, pero si gusta puedo servirle su desayuno en el comedor.

—No se moleste, Jane. Sólo vine por Candy.

—¿Por mí?

Albert le sonrió de esa manera que parecía estar reservada sólo para ella y asintió.

—Se trata de Stear, parece que se lastimó con uno de sus inventos y me pidió que te buscara.

—Claro, iré inmediatamente.

En cuanto salieron de la cocina, la mano de Albert asió a Candy del brazo y la condujo apresuradamente hacia otro lugar.

—Acompáñame.

—¿Dónde está Stear?

—Supongo que aún duerme —la miró divertido por encima de su hombro.

—¿Entonces a dónde vamos?

Entraron a la biblioteca. El silencio se vio agitado por la exclamación de sorpresa de Candy cuando el hombre la aprisionó contra su cuerpo en un abrazo.

—Buenos días, mi dulce amor —dijo con voz ronca, inhalando el perfume de su cabello.

—¡Eres un tramposo! Stear no tiene nada, ¿verdad?

—No, fue la única excusa que se me ocurrió para verte. Sé que me pediste que conserváramos la distancia pero no soportaba un minuto más sin tenerte a mi lado.

Candy cerró los ojos y apoyó su cabeza contra el pecho de Albert.

—Tampoco yo.

—Te extraño cada día, Candy —confesó, sus labios acariciando su oído—. Incluso cuando estás cerca, quiero más y más de ti. A veces creo que sólo estaré satisfecho cuando tus días y tus noches me pertenezcan, ¿crees que eso me hace un hombre egoísta?

Sintiéndose loca de amor, Candy correspondió su abrazo con la misma intensidad. Permitió que el aroma de su perfume embriagara sus sentidos, que besara su frente y limpiara las limpiara las lágrimas en sus mejillas.

—No, no serías un hombre egoísta porque también es lo que quiero. Pero...

—¿Qué pasa?

Pero tal vez estamos soñando con algo que es imposible, pensó Candy con tristeza. Quizás lo que tú y yo tenemos sólo puede existir aquí.

—Nada, no me hagas caso —mintió—. Debo llevarle su desayuno a Anthony antes de que despierte.

—¿Ya sabe que te irás?

—Sí. No aceptó mi renuncia.

—¿Y eso cambia tus planes?

—En lo absoluto. Me gustaría que todo terminara bien entre los dos, pero si no me deja ir tendré que escapar por el balcón.

Albert se rio mientras le acariciaba el cabello.

—Sé que eres buena trepando árboles y sus derivados, pero no permitiré que salgas de esta casa por la puerta de atrás —concluyó firmemente—. Yo hablaré con Anthony para que entienda razones.

—No, eso es algo que me corresponde a mí.

—Será como quieras. Pero tarde o temprano, tendremos que decirle lo que está sucediendo entre los dos; no quiero seguir escondiéndome ni esperar más tiempo antes de que pueda mostrarle al mundo lo que eres para mí.

Candy se movió para ocultar la preocupación en su cara.

—Me da miedo lo que Anthony pueda decir —admitió en un hilo de voz—. No soportaré que sufra por mi culpa.

Albert se separó de ella lo suficiente como para mirarla a los ojos y trazar su rostro con sus dedos.

—Anthony es dulce y fuerte al igual que su madre —suspiró—. Los dos siempre tendremos en común su recuerdo y aunque quisiera evitarle problemas a mi sobrino, yo trataré de vivir de acuerdo a lo que mi hermana decía.

—¿Qué cosa?

—Que la felicidad depende de la posibilidad de pasar la vida con la persona que se ama.

El corazón de Candy lloró de alegría al escuchar esas palabras y pensó en Rosemary, mientras se aferraba a Albert como si se tratara de la vida misma.

Yo también quiero ser feliz, le susurró al viento, esperando que alguien pudiera escucharla en el firmamento.

Se despidió de Albert con inmensa dificultad, tratando de no sucumbir ante la tentación de besarlo. De esa manera cada uno tomó su camino, él a su oficina y ella hacia la habitación de Anthony.

Lo encontró despierto y mirándola con una sonrisa expectante. Los dos compartieron un saludo, y Candy se dedicó a atenderlo con toda la gentileza que le permitían sus manos; si esta era la última vez que estaría a su lado como enfermera, iba a fingir que todo era como al principio: cuando eran amigos y no existían culpas ni reproches.

Casi al mediodía salieron al jardín de rosas. La lluvia de los días anteriores había refrescado todo, y Anthony le explicaba algunos secretos de sus flores favoritas mientras Candy empujaba su silla.

Pero cuando buscaron una sombra cerca del mismo lugar donde le pidió matrimonio, su frágil paz se rompió.

—Candy, sé que aún debes decirme muchas cosas —inició tomando una respiración profunda antes de continuar—, pero te suplico que me escuches primero.

—Por supuesto.

—Perdóname —dijo tan sorpresivamente que Candy se quedó sin aliento—, me he comportado como un imbécil últimamente y te hice mucho daño. Has dicho de distintas maneras que no aceptarás mi mano y nunca lo entendí hasta ahora. Por eso te pido perdón.

—No tienes por qué hacerlo...

—Anoche fui un tirano. Jamás debí reaccionar de esa manera cuando me dijiste que querías renunciar, como si yo tuviera algún derecho sobre ti; estuve mal y me siento avergonzado. Sé que nada borrará los malos ratos que te he hecho pasar, pero si de algo sirve quiero que sepas que tienes mi apoyo, si quieres tomar otro camino lejos de aquí, hazlo y trataré de brindarte facilidad.

Ni en sus más locos sueños Candy podría imaginar que Anthony diría todo eso, pero quizás lo había subestimado, confundiendo la gentileza del muchacho con la fragilidad de una pequeña flor, cuando en realidad era una rosa salvaje, con espinas que podían cortar la piel.

Resistió el impulso de llorar a sus pies y se conformó con darle un suave apretón a sus manos entrelazadas.

—Gracias, querido Anthony —respondió con la voz quebrada—. Gracias...

—Me sentiré mal si sigues repitiendo eso. ¿Por qué mejor no hablamos de otra cosa? ¿Qué opinas si te hago una fiesta de despedida?

—¡No, de ninguna manera!

—¿Por qué no? Piensa que es la forma en la que te estoy agradeciendo todo lo que has hecho por mí.

—No es necesario que lo hagas. Además a mí no me gustan mucho las fiestas, y no quiero que se arme un escándalo en la casa por mi culpa.

—Está bien, pero al menos di que me acompañarás a la reunión que está organizando Leonette Harrison mañana.

—No, tampoco creo que sea buena idea.

—¿Por qué no? Va a ser divertido y no irá mucha gente, sólo algunos amigos de su familia.

—Pero no creo que esté bien visto que una enfermera asista a una fiesta de sociedad.

—¿Acaso no escuchaste cuando ella te invitó? Además no irás como mi enfermera, Candy, sino como una amiga de los Andrey; a Stear y Archie les hará mucha ilusión que estés con nosotros —y después agregó con el rostro serio—. Y también al tío William.

—No me obligues, Anthony...

—Al menos dame ese gusto, quiero que todos pasemos un momento feliz antes de que te vayas.

Candy se mordió el labio sin saber qué responder. Iba a negarse rotundamente, a regañar a Anthony por ser tan chantajista, pero al ver su cara y esos ojos que reflejaban melancolía, no tuvo el corazón de ir en contra de sus deseos.

—De acuerdo —concedió—, pero sólo nos quedáremos un ratito.

—No te preocupes. Será una fiesta que no olvidarás.


Durante el resto del día, Anthony trató de aparentar normalidad, aunque se estaba muriendo por dentro con cada segundo que pasaba; muy pronto Candy ya no estaría ahí.

En el fondo se sentía culpable por haberle mentido tan descaradamente: aquellas palabras que le dijo en el jardín de rosas no eran ciertas: en realidad él no aceptaba su renuncia, ni estaba dispuesto a dejarla ir tan fácilmente. Iba a luchar por ella aunque perdiera la vida en el intento.

Mientras tomaba el té con Stear y Archie en uno de los salones de la mansión, su mente estaba trabajando a mil por hora, imaginando qué podría hacer para que la enfermera entendiera que su felicidad estaba a su lado.

—Es una pena que Candy tenga que irse —se lamentó Stear.

—No será por mucho tiempo. Espero que la fiesta de Leonette Harrison le haga cambiar de parecer.

—¿De verdad crees que es buena idea que Candy vaya a esa fiesta?

—¿Por qué no, Archie?

—Porque asistirá la élite de Chicago y sabes cómo pueden ser algunas personas —meditó el muchacho—. No quiero que Candy se sienta incómoda.

—Tonterías, nosotros estaremos con ella, por eso quiero regalarle un lindo vestido para la ocasión, de seguro va a opacar a las otras mujeres.

Los hermanos Cornwall se miraron con una expresión inescrutable al escuchar a Anthony.

—No me emociona mucho esa fiesta —bostezó Archie—. Los Harrison pueden ser unos pesados, especialmente cuando se trata del tío Albert; prácticamente le ofrecen a Leonette en bandeja de plata con tal de que se case con ella.

—Pero eso es algo bueno. Ya es hora de que Albert siente cabeza y no puedo pensar en una candidata mejor que Leonette para que se convierta en la nueva señora Andrey.

—No creo que a él le agrade mucho la idea...

Aunque Anthony sospechaba desde algún tiempo que los hermanos Cornwall sabían de los sentimientos de Albert por Candy, las palabras de Stear se lo confirmaron.

—Oh —exclamó fingiendo inocencia—, ¿es que acaso el tío abuelo ya tiene otra candidata en mente?

—No, no creo...

—Vamos, Stear, eres el más perspicaz de nosotros, ¿de verdad no te has dado cuenta de que Albert ya está enamorado?

—Anthony, no sé...

—¿De qué hablan con tanto secretismo? —Interrumpió la voz de Albert.

Los tres muchachos se paralizaron como si los hubieran descubierto en medio de una travesura. Ni siquiera el cansancio de la oficina podía reducir el porte elegante del patriarca de los Andrey, quien a pesar de su carácter afable, también resultaba intimidante.

—Nada de importancia —se apresuró a decir Archie—. ¿Qué tal el trabajo?

—Complicado. Cuento los días para que ustedes se dignen a ayudar —dijo Albert sonriendo—. En un par de semanas tendré que hacer un viaje a Texas y Nueva York para hacer algunas negociaciones con las bancos e inversionistas.

—¡Qué aburrido! Nos vas a dejar solos.

—En lo absoluto, Stear, la tía Elroy volverá pronto. Y si no mal recuerdo ustedes son muy amigos de los Leagan, ¿no es así?

Aquello sonaba tan ridículo que no pudieron evitar reírse, a excepción de Anthony. Cada vez que miraba a Albert no podía sacudirse una sensación extraña y amarga en la punta de la lengua, como si tuviera mil cosas por decirle y ninguna pudiera escapar sus labios.

Percibiendo la tensión que existía entre tío y sobrino, Stear decidió que lo mejor sería darles algo de espacio.

—Archie, ¿por qué no me acompañas a probar el nuevo detector de mentiras que inventé?

—¿Otro? ¿Qué pasó con el último?

—Se quemó y... ¡no te rías, esto es serio!

Las risas de los hermanos se esfumaron a través de los corredores, dejándolos completamente solos. El silencio que se había instaurado en el salón era tan profundo que se podían escuchar los sonidos de la mansión: las mucamas limpiado, el ama de llaves dando órdenes y el jardinero podando la hierba.

El primero que decidió hablar fue Albert.

—¿Cómo has estado? No te he visto últimamente, cualquiera pensaría que me estás evitando.

—Claro que no, es que imaginé que estarías muy ocupado.

—No para ustedes, especialmente para mí —insistió el hombre, inclinándose para ponerle una mano en el hombro—. ¿Qué sucede, Anthony? Puedes hablar conmigo de lo que sea.

—Si eso es cierto dime algo: ¿tú sabías que Candy tenía pensado renunciar?

—Estoy a cargo de esta casa y de cada uno de los empleados; es mi trabajo enterarme de esas cosas.

—Ya veo —meditó Anthony—: ¿y qué opinas al respecto?

—Candy es dueña de su vida, y si ella no quiere trabajar aquí, no debemos obligarla.

—Supongo que esa es tu postura como William Andrey, pero me gustaría escuchar qué opina Albert de que la mujer que ama ya no vivirá bajo su techo.

—¿De qué estás hablando, Anthony?

—De algo que es obvio —respondió sin poder controlar el enojo en su voz—. No tiene sentido que lo niegues, tío: estás enamorado de Candy.

Los ojos de Albert, idénticos a los suyos, reflejaron todo lo que pasaba por su mente: primero confusión, después incredulidad, y al final una clara firmeza cuando miró a Anthony y asintió.

—Tienes razón, no voy a negarlo: ¿cuál es el problema si te digo que estoy enamorado de Candy?

—¡Eres un cínico! Siempre supiste lo que yo sentía y no te importó, ¿verdad?

—Te equivocas, aunque ese no es el punto —enunció con tanta paciencia como si estuviera hablando con un niño—: lo único que debe importarnos es lo que ella quiera hacer.

Anthony dejó escapar una risa llena de sarcasmo, aunque sentía que las lágrimas ardían detrás de sus ojos.

—Hablas como si ya hubieras ganado.

—Esto no es un juego, y Candy no es un trofeo que se puede conseguir.

—No, pero si insistes con esta locura, vas a lastimarla irremediablemente.

—No entiendo a qué te refieres.

—Es muy sencillo: tú tienes una responsabilidad con los Andrey y debes actuar de la manera que favorezca a esta familia: no puedes casarte con Candy ni ofrecerle algo serio—expresó con cierta molestia—. ¿De verdad crees que ella merece que le rompas el corazón de esa manera?

—No me conoces en lo absoluto, sobrino.

—Sé que eres un buen hombre y que jamás le harías daño en forma intencional —reconoció Anthony—, pero tus circunstancias son el problema.

Durante algunos interminables minutos, Albert escudriñó a Anthony. Él se sintió cohibido pero trató de mantenerse firme y no bajar la mirada, a pesar de que tenía ganas de huir.

—Como William Andrey he tenido que sacrificar muchas cosas, incluso mi identidad, y créeme que lo volvería a hacer —dijo finalmente—. Pero hay algo que no estoy dispuesto a renunciar: a mis sentimientos. Es lo único que es sólo mío y que no le pertenece a la tía abuela, al consejo o a ti.

—Si de verdad amaras a Candy la dejarías ir —insistió Anthony al borde de la desesperación—; la cuidarías del peso de tu nombre.

—Lo haría si con eso pudiera hacerla feliz, ¿pero tú harías lo mismo? ¿La dejarías ir para protegerla del peso de tu amor?

Anthony no tuvo una respuesta a esa pregunta.


NOTAS:

Anthony Brown es un personaje que significa mucho para mí. En la historia de Candy, Candy, él siempre representó esperanza en la vida de esa pequeña niña pecosa, ¿y quién no lloró su muerte y deseó que la vida de ese muchacho tan gentil no terminara de esa manera? Por eso yo a través de mis letras quiero traerlo a mi lado, y aunque en este momento puede parecer un niño caprichoso e insoportable, les suplico que tengan paciencia. Anthony Brown crecerá junto a nosotras de una manera que sea significativa, así que no lo odien mucho jajaja. Sin ánimo de hacer spoiler, les puedo adelantar que la fiesta de Leonette será un punto de inflexión para Anthony.

¡Muchísimas gracias por sus hermosos comentarios! Me hace muy feliz saber que cada vez que publico un nuevo capítulo, ustedes están ahí soñando conmigo. Ojalá mi historia no las decepcione y me acompañen hasta el final.