XXII
Eleven y Henry dejan la tienda con una muñeca de cabello negro y ojos azules cuyos párpados se abren y cierran dependiendo de si está acostada o parada.
—Parece que te divertiste bastante en el parque, ¿hm? —le señala mientras carga la bolsa con la muñeca hasta el auto; Eleven se encoge de hombros con un fingido desinterés que ninguno de los dos se cree—. Ahora, solo debo recoger algo rápidamente de un lugar cercano y ya vamos de vuelta a casa…
Tal y como le ha dicho, poco después, Henry detiene el auto apenas unos minutos y va a llamar a la puerta de una casa de dos pisos cerca de la juguetería. A través de la ventanilla del vehículo, Eleven lo observa hablar con una mujer de mediana edad: él le dice algo, y la mujer le responde con una sonrisa antes de regresar al interior de la casa. Poco después, emerge de vuelta, esta vez con una bolsa negra que él acepta con un asentimiento.
Henry coloca la bolsa en el maletero del auto y, cuando está de vuelta a su lado, Eleven le pregunta qué hay dentro del plástico negro, mas él tan solo responde con un comentario distraído que son «cosas para la casa» antes de poner en marcha el carro.
Ya en la casa, Henry guarda la bolsa en el depósito —asegurando que luego organizará todo, pues ahora mismo está cansado—. Eleven está por insistir sobre su contenido con la curiosidad propia de los niños de su edad, cuando Henry atisba la hora que marca el reloj.
—Falta aún un buen rato para la cena… Me imagino que estarás cansada tras tantas aventuras: ¿por qué no te das un baño y luego descansas un poco? Si te duermes, te despertaré cuando la cena esté lista.
Eleven se lo piensa, y resuelve que Henry está en lo cierto: sus párpados le pesan y un baño suena realmente bien considerando que su piel sigue sintiéndose algo pegajosa debido al sudor resultante de tanto jugar y correr.
Acepta su consejo sin objeción alguna.
La niña abre los ojos horas más tarde: una rápida mirada a través de la ventana de su cuarto le informa que el sol ya se ha escondido. Se endereza y, tras bostezar, se cambia el piyama por ropas decentes para bajar a cenar.
Apenas abre la puerta de su cuarto, ve a Henry con el puño en alto.
—Oh —Él la mira con sorpresa a la par que baja la mano—. Estaba a punto de llamar a tu puerta. ¿Descansaste bien, dormilona? —Lo último, por supuesto, es dicho con una sonrisa.
Eleven suelta un suave «ajá» a modo de respuesta.
—Entonces, vamos a cenar.
Cuando cruza el arco que separa la sala del comedor, lo primero que Eleven nota son los llamativos colores —rojo, amarillo, verde, azul y rosa— de los globos que cuelgan de las sillas frente a la mesa y de los banderines que pasan encima de esta, cruzando la sala en dos largas hileras.
Lo siguiente es el pastel rosa con nueve velitas rojas distribuidas por toda su superficie.
Finalmente, su vista encuentra las letras de cartulina colgadas de la pared:
«FELIZ CUMPLEAÑOS, ELEVEN».
Eleven se gira hacia Henry, quien la observa con las manos cruzadas detrás de la espalda. No sonríe, sino que su expresión es neutra, atenta. Ante su silencio, enarca una ceja e inquiere:
—¿No te gusta?
Mientras busca las palabras para responderle, una sensación que conoce bien la invade: la impotencia de no ser capaz de encontrar las palabras adecuadas, la frustración de saberse incapaz de comunicarse de manera exitosa.
—Yo… Henry… ¿Por qué…?
Él le responde como si hubiese pronunciado una pregunta coherente y no un montón de palabras sueltas:
—Como sabrás, en mi papel de ordenanza, manejaba archivos confidenciales del laboratorio —Eleven asiente—. Entre esos archivos encontré tu fecha de cumpleaños.
La niña parpadea: le toma un momento procesarlo.
—¿Es…?
—Hoy, así es. Feliz cumpleaños número nueve, Eleven —Henry esboza una amplia sonrisa—. Desafortunadamente, solo somos nosotros dos, pero espero que aun así lo hayas disfrutado (y que lo sigas disfrutando).
Oh. Oh, no. No, no, no…
Está temblando: recién ahora lo nota. Su minúsculo cuerpo no puede lidiar con todo lo que está sintiendo. Y está preocupando a Henry: su sonrisa ha desaparecido, y sus manos han abandonado su posición detrás de su espalda para extenderse hacia ella.
—¿Eleven? ¿Te encuentras b…?
Y, como no puede hablar, Eleven decide paliar esta falencia lanzándose a los brazos de Henry y rodeando su cintura con los suyos en un fuerte abrazo. Por un momento, el hombre se queda congelado. Luego, si bien no le devuelve el abrazo, lleva una mano a su cabeza.
—¿Eso significa que te gustó? —pregunta en un susurro.
Eleven asiente enérgicamente, su rostro escondido contra la camisa de Henry.
—Me alegro —¿Es alivio eso que escucha en su voz?—. ¡Ah! Pero he olvidado lo más importante… Dame un momento…
A regañadientes, Eleven lo dejar ir —sin él a su lado para apoyarse, sus rodillas parecen flaquear—; Henry se retira al estudio y vuelve tras unos instantes con una caja rectangular envuelta en brillante papel azul y un moño rojo en la punta.
—Toma. Feliz cumpleaños.
Eleven recibe la caja entre sus manos y la apoya sobre la mesa. Dirige una mirada inquisitiva a Henry.
—Ábrela —la anima él, sonriente.
Sus manitos tiemblan durante todo el tiempo que le toma romper el envoltorio.
Dentro, dos libros para colorear y un set de arte completo —lápices, marcadores, crayones, acuarelas— la esperan.
—En el laboratorio, por lo general, solías dedicarle mucho tiempo a dibujar —le explica—. Si me equivoco y esta actividad no es de tu agrado, avísame, y te compraré otro obsequio…
Henry vuelve a guardar silencio, expectante. Eleven suelta una risita y se lleva una mano al rostro.
No está acostumbrada a las lágrimas de felicidad.
La cena es incluso más deliciosa que el almuerzo: esta vez, Henry ha preparado él mismo una pizza.
—Es una pizza precocida —comenta—. No es como que la haya cocinado desde cero.
De todas maneras, a Eleven se le hace el plato más exquisito que ha probado jamás.
Una vez que terminan de comer, Henry la hace pararse frente al pastel, enciende las velas y le canta Cumpleaños feliz —Eleven no se sabe la letra, entonces, tan solo aplaude en sintonía con el ritmo que él le marca—.
—¡Pide un deseo antes de soplar las velas! —le recuerda Henry (pues se lo ha explicado con antelación).
Eleven así lo hace.
Un repentino resplandor la ciega; segundos luego, parpadea, confundida, intentando recobrar su visión normal. Nota entonces que, sin que lo haya advertido antes, Henry ha ido a pararse enfrente y le ha tomado una foto con una cámara polaroid.
—Para la posteridad —explica—. Para que recuerdes la primera vez que festejaste tu cumpleaños.
Eleven sonríe.
Y le extiende la mano.
Al principio, Henry no lo comprende.
—Quiero una foto… contigo —le explica ella, entonces.
Henry ni siquiera intenta reprimir su sonrisa. Entre los dos, buscan la manera de tomarse una foto apuntando la cámara hacia sí mismos: lo logran al cuarto o quinto intento, tras varias fotografías movidas o con los ojos cerrados.
—La próxima vez contrataremos un fotógrafo —resopla Henry, algo frustrado—: esto de querer tomarse fotos uno mismo es ridículo. Bueno, al menos una ha salido bien…
Eleven, sin dejar de sonreír, tan solo lo observa manipular la cámara.
—Ahora debemos cortar el pastel —le avisa Henry—. Iré por un cuchillo, y luego me contarás qué deseaste.
Pero ella ya está negando con la cabeza.
—Dijiste… que no debía.
—Aprendiste bien —le concede él con una sonrisa pagada de sí misma antes de retirarse a la cocina.
Eleven contempla su pastel de cumpleaños —el primero de todos—: es casi una lástima que deban cortarlo.
Pero está bien, se dice. Está bien.
Sus ojos se pasean por las velas ya apagadas.
Cierra los ojos.
Y recuerda lo que ha deseado:
Volver a ser, alguna vez, igual de feliz que lo que fui hoy.
