Ranma ½ no me pertenece.
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Fantasy Fiction Estudios
presenta
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Beso iridiscente
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Era un campo de espigas doradas, tan altas que le llegaban a la cintura. El sol rozaba el horizonte y teñía de dorado la mitad del cielo, la otra mitad era de un celeste intenso, oscurecido hacia el lado opuesto del firmamento tornándose de un azul oscuro, donde se veían dos grandes estrellas solitarias. El resplandor envolvía a las espigas, les brindaba una silueta áurea y las pequeñas motas que flotaban por doquier parecían pequeñas chipas de luz elevándose del suelo.
No había nada más que la planicie y las colinas lejanas, era un mundo vacío, solo para ellos dos. ¿Qué pasaba si cruzaban esas colinas? Se lo preguntó, pero no tenía respuestas. Imaginó que ruinas gigantescas, de formas que desafiaban la cordura y las leyes de la gravedad. Con grandes ojos de los que brotaban cascadas de miles de metros de altura sobre selvas tan densas, como si el mundo entero estuviera cubierto de árboles. ¿Y más allá? Agua, mucha agua, océanos tan profundos como la distancia entre las lunas. Islas pobladas por exóticos árboles de hojas blancas y rojas, y mariposas tan grandes como su brazo. Ruinas sumergidas de civilizaciones que una vez fueron, pero ya no están.
¿Qué hay más allá del mar?
Criaturas gigantescas, del tamaño de edificios, que reptaban sobre un desierto de arenas negras. Eran arenas cristalinas, con reflejos violáceos. Las criaturas eran semejantes a caracoles, que cargaban pequeñas aldeas talladas en sus caparazones. Pero hacía eones que nadie ocupaba sus pasillos de calcio y sal. Y las criaturas seguían sus silenciosas existencias, deambulando bajo tres lunas sobre un cielo.
¿Y más allá?
Nubes, muchas nubes, un país siempre cubierto de nubes. Lluvias y relámpagos sobre un abismo sin límites. Granizo tan grande como un puño, tan cortante como el diamante, sobre una tierra inhóspita, seca, cenicienta, secreta y desconocida. Restos de ciudades y palacios olvidados yacían bajo la mortal sombra.
¿Más allá?
Un lago de aguas esmeraldas y una ciudad de rubí, torres de plata, puentes de oro, hermosas figuras aladas cubriendo los pórticos. Pero su grandeza ya había sido olvidada, enredaderas lo cubrían todo y flores colgaban de los dinteles de las puertas caídas, podridas, donde la naturaleza venció al arte tallado por las manos. Obras que nadie más apreciaría, calles que nunca serían transitadas, vistas que ojos jamás volverían a admirar. Se decía que era tierra de peregrinos, pero sus libros y todo su conocimiento que explicaba la razón de tales viajes, estaban todos perdidos, convertidos en cenizas, en polvo arremolinado por la brisa.
Pero podía seguir viajando, recordando, cerrando los ojos para mirar tantos parajes de ese mundo silente que no tendría fin.
Abrió los ojos y la admiró como la primera vez.
Todavía le quedaba ella, la última de su especie, y él, su creación y protector, para no sentirse más sola. Y durante los últimos siglos recorriendo un vasto mundo sin gente, él había acabado desarrollando un alma, un corazón y un motivo para seguirla.
Esa tarde era diferente, distinta a todos los otros ocasos del mundo. Lo veía en sus ojos color chocolate y en su cabello de melena recortada, que se mecía con colores iridiscentes. Ella caminó entre las espigas doradas. La primera de las lunas se asomó por el horizonte, ensombreciendo una parte del sol como la piedra preciosa de un anillo.
—Estoy cansada —dijo ella.
—Entonces descansa —dijo él.
Ella torció los labios con disgusto.
—Estoy cansada de deambular por un mundo hermoso, pero muerto. Me he mantenido con vida todos estos siglos únicamente para cumplir con mi deber de preservar a mi especie, al ser la última de nuestra gente, conservando nuestros recuerdos y legado. ¿Y para qué? No nacerán más de nosotros a quienes contarle la belleza de esta estrella, las historias de nuestros ancestros, los logros que consiguieron. Aunque quisiéramos…
Él entendió.
Ella aprendió a amarlo y él a tener un corazón para corresponder a su afecto. Sin embargo, él era una máquina con alma, hecho de mineral, de metal y cristal. No podía crear las semillas que ella tanto deseaba en su cuerpo. Ya no había manera de salvar a su especie, de traer de regreso a los que una vez gobernaron ese planeta.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.
—Parar —respondió ella—, finalmente parar.
Encontraron una roca plana y elevada por encima de las espigas. Él la ayudó a subir y sentarse en su cúspide, y notó lo débil que estaba. Como la máquina perfecta que era, sus engranajes se movieron y sus ojos de cristal la examinaron. A través de sus dedos de bronce pudo percibir el pulso y los signos vitales.
Ella estaba muriendo, desapareciendo, y sin ningún mal aparente más que su propia carencia de deseo por continuar.
Su cuello de metal, de placas sobrepuestas, chirrió al mover la cabeza con violencia. Buscó sus ojos.
Ella acarició su rostro frío y liso para consolarlo.
—No temas, no te dejaré solo. Porque quiero que me acompañes en nuestro último viaje.
La luz dorada se convirtió en apenas una línea aplastada en el horizonte, sobre ellos el lienzo del cielo se tornó en un degrado de azules oscuros y las estrellas aparecieron una tras otra, hasta que la Vía Láctea se manifestó en plenitud. El magnífico espectáculo de cúmulos de billones de estrellas se reflejó en los ojos de cristal azul.
Ella sonrió, en ciertos aspectos él seguía siendo como un niño, ansioso, curioso y muy impaciente. Levantó la mano y apuntó a una pequeña estrella, dentro de un cúmulo denso de soles y nubes de gases brillantes.
—Ahí viajaremos.
Él miró, sus ojos de cristal se ajustaron a la inconmensurable distancia. Quizás pasó una hora o dos, cuando únicamente las estrellas iluminaban las siluetas de sus cuerpos, y el campo de espigas se había convertido en un manto oscuro e inquietante, que sonaba como las olas por el viento.
—Es un mundo inapropiado —concluyó.
—Posee vida —insistió ella.
—Primitiva. Peces, anfibios, reptiles primigenios. Árboles. Exceso de oxígeno. Calculo una pronta extinsión masiva.
—Nuestro mundo también vivió varias extinciones masivas antes de que la vida adoptara su forma más estable.
—Imposible la existencia de vida civilizada.
—Como en nuestro mundo, allí la vida civilizada podría demorar en aparecer billones de años.
—Arriesgado, ¿y si no sucede? Mejor esperar a que un nuevo ciclo de vida evolucione en este planeta.
—¿Y si no sucede? —repitió ella—. Y aún si pasara, ¿esperaré día tras día, cada amanecer y atardecer, de otro millón de años? Unos pocos siglos han acabado conmigo. Puede que disfrute de la inmortalidad, pero no de la paciencia ni de la cordura que posee un constructo como tú. Me acabaré perdiendo.
—Eres terca. —Meneó la cabeza de bronce.
—No más que tú. ¿Me acompañarás de todos modos, aunque dudes de mi plan?
—Tengo que hacerlo, no puedes hacer nada sin mí.
Ella alzó una ceja, no lo recordaba tan arrogante. Pero ese rasgo, la hizo llenarse de esperanza. Él tenía un alma, era único, estaba vivo.
Acarició su rostro de bronce.
—Nuestras consciencias dormirán durante los billones de años que dure nuestro viaje. Podríamos hasta perdernos sin despertar jamás. Deshacernos en el éter del cosmos. Tú no arriesgas nada, puedes quedarte y esperar si lo deseas. Ya no eres mío, te perteneces a ti mismo. No puedo obligarte.
El constructo inclinó la cabeza.
—Quizás… sea mejor quedarme.
Los ojos chocolates se abrieron confundidos, asustados, pero apretó los labios para no protestar. Él era dueño de su destino.
—Tonta, solo bromeaba.
Ella se pasó una mano por los ojos y lágrimas de mercurio bañaron sus dedos.
—Tú eres un tonto, hablándome así en un momento tan solemne.
El constructo encogió los hombros.
—De todas formas no lo recordaremos.
—Quizás, porque lo que se guarda en el alma, se recuerda únicamente a través de sueños.
Ella tomó las manos frías del constructo. Había olvidado lo que era el calor de una piel distinta a la de ella. Inclinó su rostro sobre él, hasta que sus frentes se tocaron. Ella sonreía y lloraba a la vez.
—No entiendo, ¿no estás feliz?
—Lo estoy, pero también tengo miedo.
—¿De qué?
—De que no nos encontremos cuando tengamos una nueva consciencia.
—Te encontraré —dijo el constructo, con su voz mecánica, pero sazonada de ímpetu y orgullo—, te lo prometo.
—Es la primera vez que prometes. ¿Cumplirás tu palabra?
—Sí, siempre.
Ella bajó un poco más su rostro y besó la fría superficie del constructo, donde deberían haber unos labios. Soñó con que algún día, otra persona que no recordaría haber sido ella, podría disfrutar del calor de una boca que contestara a sus caricias.
Cerró los ojos y él la depositó suavemente de espalda en la piedra. Ella miró hacia las estrellas, sin soltar su mano.
—Nuestras almas viajarán durante billones de años, pero para nosotros será un parpadeo. Más cruel será el tiempo que tardemos en recobrar la consciencia, la inteligencia, los sentimientos. Quizás incluso no nos demos cuenta entonces de lo felices que seremos, de lo mucho que deseábamos estar ahí.
—No importa si estamos juntos.
—Ahora eres un romántico.
—¿Romántico?
—Ya lo entenderás, eso espero. Si sobrevivimos al viaje.
El constructo se arrodilló a su lado sin soltar su mano y también miró hacia el cielo, a una pequeña estrella específica del universo, a una que se encontraba del otro extremo de la Vía Láctea.
Un resplandor emergió del pecho de la mujer y ella exhaló su último hálito de vida. El pecho del constructo se abrió con un rechinido y del cristal de su corazón emergió una luz intensa, antes de apagarse del todo.
La última mujer de ese mundo pereció, junto a su cuerpo quedó un constructo inanimado, sin energía.
Y como dos aves sus almas ascendieron al cosmos, girando entre ellas, con un atisbo de consciencia antes de un sueño que duraría eones. Felices, juguetones, cruzaron el anillo de asteroides y volaron entre dos lunas, y se impulsaron hacia la oscuridad.
Una única pregunta sacudía de miedo al alma del constructo, antes de cerrar los ojos de su actual consciencia para siempre.
¿Lo conseguirían?
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Cuando abrió los ojos sintió un dolor intenso en su pecho y la horrible sensación de arcadas. Frío, una angustiosa sensación de separación. Tristeza y soledad. Pero un sentimiento puro, antes de que existieran las palabras para darle forma. Y lloró.
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Ranma abrió los ojos. Se había quedado dormido en el borde de la sala, con las piernas colgando y los pies sobre el césped. Se sentó lentamente, la trenza colgó por su espalda. Sus ojos, apagados, eran como dos cristales azules. Estaba en el puente entre la consciencia y la inconsciencia. En ese momento en que podía recordarlo todo, el día de su nacimiento, el viaje anterior, el mundo silente de espigas doradas bajo el sol.
Un sol tan cálido como el de ahora, cuando se ocultaba en el horizonte sobre los edificios, entre nubes que amenazaban con una lluvia cercana. Era un lienzo dorado, anaranjado, violáceo, con el cielo mutando de la luz a la oscuridad, cuando las primeras estrellas comenzaron a aparecer.
La vio a ella en el jardín. La melena corta le trajo recuerdos, y todavía conservaba los ojos color chocolate. Cada alma era única en el universo, y esa alma era la de ella, podía decirlo sin dudar. Aunque ya no tenía la piel de mercurio, ni su cabello era blanco con tonos iridiscentes. Pero seguía siendo ella y una enorme satisfacción llenó su pecho.
Akane partió el último ladrillo y se limpio la frente. Lo miró.
—Ranma, ¿estás bien? —preguntó con un gesto de regaño, poniendo las manos en la cintura—. Eres un perezoso, te quedaste dormido
Él sacudió la cabeza. Despertó del todo y sintió un profundo dolor en su corazón. Era como un sentimiento de pérdida, de algo que se iba entre sus dedos y que no recobraría jamás. Sin embargo, al volver a mirar a Akane, aquella sensación desapareció del todo.
Se frotó el rostro con fuerza.
—Sí, supongo, soñé algo raro…
Pero ya no lo recordaba.
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Fin
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Randuril me dio hoy la palabra «beso». No tenía ninguna idea, así que preparé la página con todos los títulos de rigor y dejé el cursor en la siguiente línea, dónde comenzaba un abismo blanco e interminable. Busqué una lista de música random, de esa rara que solo yo escucho (y como dice mi esposa, sí, de esa rara que solo yo escucho) y comencé a escribir.
No fue precisamente escritura espontánea, fue más como comenzar a describir las cosas que imaginaba según la música iba inspirándome. Así comenzó ese extraño viaje por un mundo alienígena como los que a mí tanto me fascinan. Mezcla de belleza y también horror. De curiosidad que no quiere ser saciada del todo, sí, así de raro me siento a veces (como la música que dice mi esposa que solo me gusta a mí).
Al final, en lo más emotivo de la música, imaginé a estos dos personajes deambulando eternamente por un mundo vacío, como los últimos capaces de apreciar su belleza, pues recordé esa pregunta filosófica sobre si algo puede existir si no hay un ser inteligente que lo pueda apreciar. Es un poco triste también.
Por supuesto, esta tenía que ser una historia sobre Ranma y Akane, y como me gusta escribir sobre el destino inquebrantable que los une, pues ¿y si están destinados más allá del tiempo, también del espacio, desde hacía billones de años luz?
Mi deseo es que les haya gustado y gracias por habernos acompañado hasta hoy. El de mañana, espero, será un fic un poco más normal.
Nos vemos en la siguiente historia.
