Introducción. Las Criaturas de la Noche.

Sólo en compañía de la media luna que en aquella hora tardía regía el cielo, cinco criaturas de la noche se movían entre las tinieblas. Los árboles y un absoluto silencio era lo único que les rodeaba. Iban en busca de una presa: hacia ya dos días que no comían y el hambre empezaba a desesperarles. Se conformaban con poco, y por eso se dirigían a la ciudad más próxima. Los humanos no llenaban sus expectativas, pero eran un bocado infinitamente mejor que los animales.

El bosque que rodeaba su morada era oscuro y tenebroso, tal y como les gustaba a ellos, y les propiciaba un buen escondite, incluso durante el día, cuando el odiado sol les impedía salir de su castillo. No temían a nada, a excepción de su luz y de las flechas de plata, que quemaban su existencia lentamente y con gran dolor.

Corriendo entre los árboles, empujados por el viento, se acercaban hacia la ciudad. Aquella iba a ser una noche sangrienta, pensaron satisfechos. Cuanto más cerca veían las casas, más hambrientos estaban. Poca gente quedaría en las calles, la noche estaba ya muy avanzada, pero saciarían su sed aunque tuvieran que invadir sus hogares.

Al llegar a la ciudad se separaron para facilitar la acción, y cada uno se fue en una dirección concreta. Y así empezó el terror.

Fue una noche muy larga para todos los habitantes de aquella pequeña ciudad, al día siguiente las calles aún relucían con la sangre vertida en las tinieblas. Desesperados, gritaban por el amparo de Selene, la diosa de la Luna, y le pedían que los protegiese de aquellas astutas criaturas de la oscuridad.

Ellos eran inmortales, seres sin corazón. Nada los detenía nunca, sólo importaba su voluntad. Eran los invencibles dueños de la noche. Hacia ya muchos siglos que corrían entre las sombras y hacían suyas las tinieblas, mucho tiempo desde que el primer de ellos apareció. Ahora, sin embargo, pocos quedaban. Las batallas y persecuciones que habían sufrido también habían dejado huella en su expansión. No eran muchos, pero eran extremadamente poderosos y viscerales. Ahora, su último rey y sus cuatro hombres de más confianza salían muchas noches para saciar su sed, pero no transformaban sus víctimas, las mataban. Algunos decían que ya no poseían el poder de convertir a sus presas en lo que ellos eran; otros, que su obsesión por matar les había hecho olvidar la supervivencia de su raza. Pero ellos esperaban a las personas adecuadas, las que pudiesen concentrar todo el poder que su raza les podía dar dentro de si mismos, sin perecer en el intento. Pero no quedaba nadie así. Ellos habían hecho suyo el mundo, y ahora sólo les quedaba disfrutar.

Aunque para su desgracia y por más que lo negaran, todavía existían aquellos que los podían eliminar; aquellos que habían sido desde los inicios de los tiempos sus contrincantes; sus eternos enemigos.

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