8. Magia mental
Después de la pelea en la colina, Malfoy y Harry no volvieron a verse. Ambos procuraban no acercarse al otro. Estaba claro que Harry no quería tener ninguna clase de problemas, y menos con Malfoy. No le apetecía en absoluto volver a discutir, por lo menos de momento. Por su parte, Malfoy había salido escarmentado de todas las disputas que había tenido con Harry y eso lo había vuelto prudente. Parecía esperar a que las cosas se calmaran un poco, dejar algo de tiempo y después, volver a la carga. De todas formas, procuró vengarse de Harry soltando comentarios mordaces sobre él a sus espaldas y tratando de crearle todavía peor fama entre los Slytherins. Lo mismo hizo con Ron, Hermione, Ginny, Ana y hasta con el profesor Darkwoolf. Más de una vez se le oía comentar por los pasillos: "Ése profesor imbécil…se cree muy listo, pero no vale nada. En cuanto se lo cuente a mi padre se encargará de que lo despidan y entonces veremos quien se ríe". Sin embargo, a Harry esto todavía le provocaba más risa. Era la clara evidencia de que Malfoy estaba furioso y no se atrevía a decírselo a la cara.
Ana y Jill, por su parte, continuaron lanzándose miradas asesinas por los pasillos, haciéndose la zancadilla al entrar en clase, metiendo porquerías en la comida del otro…en esto contribuyeron también los gemelos Weasley con sus sortilegios. En poco tiempo, Ana y Jill se habían convertido en sus mejores clientes, pues utilizaban los artículos de broma como auténticas armas de guerra. En este contexto transcurrieron varias semanas sin que se apenas se percataran, y cuando quisieron darse cuenta, estaba próxima la fiesta de Halloween. A Harry le habían comunicado que la víspera de Halloween sería el primer partido de quidditch del año y que jugarían contra Ravenclaw. Aquello lo animó muchísimo. Se moría de ganas por jugar. Fue a comunicárselo a Ron y Hermione.
— ¡Bien! Ya echaba de menos los partidos de quidditch —exclamó Ron alborozado— el año pasado no hubo ni uno solo.
Los tres se encontraban en la sala común de Gryffindor, que estaba muy concurrida por ser domingo. No tenían nada que hacer, así que únicamente pasaban el rato charlando.
— Es verdad —dijo Hermione—, supongo que estaréis muy preparados, ¿no, Harry?
— Pues claro, ¡qué remedio nos queda! Después de entrenar cuatro días por semana…Angelina dice que para ganar hay que cansarse, pero a mí esto me parece exagerado.
— No te quejes…ya me gustaría a mí estar en el equipo —protestó Ron—. Ése jugador nuevo tiene mucha suerte. ¡Ojalá hubiera tenido tiempo de presentarme a las pruebas!
— ¿Te refieres a Danny? —preguntó Harry— Te puedo asegurar que lo suyo no fue suerte en absoluto. Es un portero increíble.
— Bien, vale, no fue suerte, pero está en el equipo y yo no. ¡Y quiero entrar!
— Podrías presentarte el año que viene, cuando se vayan tus hermanos —propuso Hermione.
— Desde luego, eso está claro. Pero esperar un año entero…es mucho tiempo.
— No puedes hacer otra cosa, Ron —Hermione se enderezó en el asiento—. Así que tendrás que esperar.
Ron la miró enfurruñado.
— Dime algo que no sepa —contestó molesto.
En ese momento, unos estruendosos gritos de júbilo les llamaron la atención. George y Fred, acababan de irrumpir en la sala común de Gryffindor y estaban riéndose a pleno pulmón. Se daban palmadas en la espalda y vitoreaban. Dejaron unas cajas que llevaban en un rincón de la sala y se dirigieron otra vez hacia el cuadro con una gran sonrisa de alegría. Toda la gente que había en la sala se giró sorprendida y algunos soltaron algunas risas. Harry, Ron y Hermione fueron al encuentro de los gemelos.
— ¿Qué os pasa a vosotros? —preguntó Ron.
— Muy simple Ronnie —empezó George hablando a Ron como si fuera un crío de párvulos—. Pasa que nos estamos haciendo de oro gracias a esos niños pirados de primero.
— ¿Ana y Jill? —preguntó Hermione— No me creo que tengan tanto dinero.
— ¿Dinero? ¡No se trata del dinero que tengan ellos! ¡Se trata de que nos hacen una fabulosa propaganda! Nos llueven clientes a chorros, pero ¿sabéis qué es lo mejor?
— No —dijeron los tres a la vez.
— ¡Lo mejor es que ellos no se dan ni cuenta! —exclamó Fred.
Los dos gemelos chocaron las palmas riéndose a pleno pulmón. Harry se percató de que Ron se emocionaba por momentos. Seguro que ya había comenzado a construir castillos en el aire.
— Eh, chicos —dijo Ron cortando la euforia de los gemelos— ¿Creéis que podríais comprarm…esto…comprar una escoba voladora nueva? Lo digo por todo eso que decís del dinero y eso, he pensado…
— ¿Una escoba para quién, Ron? —cortó Fred mirando con desconfianza a su hermano pequeño.
— Uh…para toda la familia, claro, yo…
— Si, ya —interrumpió George —. A nosotros no nos engañas, Ron. Eres un interesado.
Ron frunció el ceño e iba a decir algo que seguramente sería muy interesante, pero a los gemelos no pareció importarles demasiado, porque le interrumpieron de nuevo.
— La verdad es que no hemos pensado en qué lo vamos a gastar.
— Sí —continuó el otro— de momento nos conformamos con saber que tenemos pasta.
Ambos volvieron a reír y se dirigieron hacia la salida de la sala.
— ¿Ya os vais? —preguntó Hermione.
— Sí, nos han sobrado algunos insectos inflamables de la última remesa y vamos a ver en qué los gastamos.
— Podríamos esconderle uno a Snape en su armario de ingredientes.
— En realidad, podríamos escondérselos todos.
Los gemelos sonrieron con aspecto demoníaco y salieron de la sala común de Gryffindor maquinando todavía sus perversos planes. Harry, Ron y Hermione se quedaron mirándose divertidos. Fred y George nunca cambiarían.
Al día siguiente tuvieron clase de cuidado de criaturas mágicas por la mañana. Los gripnies estaban ya muy grandes y fuertes. Algunos habían comenzado ya a desarrollar magia, en especial los que más larga tenían la cola. Hagrid pensó que ya había llegado el momento de evaluar el trabajo de los chicos y anunció que la próxima clase examinaría los gripnies de cada uno y valoraría el trabajo. El resto de la clase lo pasaron observando los movimientos de los gripnies y su utilización de la magia. Aunque no fue muy espectacular resultó muy agradable y entretenido. Todos salieron bastante contentos de clase y se dirigieron al castillo.
Algo muy contrario fue la clase de pociones. El profesor Snape apareció con una cara de mal genio que daba ganas de huir. En seguida los puso a realizar una poción que ni siquiera había explicado y se dedicó a quitar puntos a diestro y siniestro, solamente para añadírselos a los slytherins. Harry se preguntaba qué clase de mosca le había picado. Algunos dijeron que se rumoreaba que una horda de insectos asesinos le había atacado y le habían chamuscado el pelo. Harry se fijó en Snape y vio que tenía trozos de pelo quemado por algunos sitios. Tuvo que hacer un esfuerzo inhumano para aguantarse la risa.
Al acabar la clase de pociones se dirigieron a la clase de transformaciones. Entraron y se sentaron como siempre, esperando a que los demás fueran llegando. Por fin, la profesora McGonagall empezó su clase.
— Bien, chicos, en vista de que habéis conseguido transformar el cojín de plumas en un canario como habíamos planeado, continuaremos con algo más difícil. Bien, ¿veis esos jarrones de ahí?—la profesora McGonagall señaló a una serie de jarrones que había en un rincón de la sala —. Pues quiero que los transforméis en lámparas de aceite, y a ser posible llenas. Si lo conseguís hoy podéis contar con una buena suma de puntos para Gryffindor.
Los alumnos se miraron confusos. No tenían ni idea de cómo transformar un jarrón en otra cosa tan diferente como lo era una lámpara, y encima llena de aceite, pero la profesora los instó a intentarlo.
— Ya va siendo hora de que aprendáis transformaciones de verdad, para algo estáis en quinto —dijo—. Poned en práctica todos vuestros conocimientos y concentraos mucho. Sé que podéis lograrlo, así que no me valen las protestas. Ahora coged un jarrón cada uno y poneos manos a la obra. ¿Alguna duda?
Nadie levantó la mano, así que la profesora se dio por satisfecha y se sentó detrás de la mesa para vigilar el trabajo de los alumnos. Harry se levantó y cogió su jarrón, luego volvió a ocupar su sitio al lado de Ron y Hermione. Cogió la varita y se concentró todo lo que pudo. "Transfórmate en lámpara, transfórmate en lámpara, transfórmate en lámpara" repetía mentalmente. No había manera. El jarrón permaneció inmutable. Harry lo intentó de nuevo. Esta vez trató de evocar en su mente la imagen de una lámpara de aceite tal como la recordaba de historias orientales, mientras empezaba: "transfórmate en lámpara, transfórmate en lámpara, venga, transfórmate en lámpara de una maldita vez". Como si nada. Llevaba así cerca de un cuarto de hora y el jarrón continuaba igual.
— Sí, igual de hortera —se dijo Harry que ya estaba a punto de tirar el jarrón por la ventana—. No consigo hacer nada, ¿y vosotros?
— Es imposible —se quejó Ron con la vista clavada en el jarrón.
Hermione no contestó. Estaba ligeramente inclinada sobre la mesa, mirando fijamente el jarrón y agitando suavemente la varita alrededor de éste. Algunas gotas de sudor perlaban su frente y tenía tensos todos los músculos de la cara. De pronto, las flores del jarrón empezaron a sufrir un extraño cambio. Tomaron un color cada vez más oscuro y parecieron fundirse unas con otras, formando al cabo de un rato lo que parecía un tubo de material metálico. La boquilla de una lámpara, sólo que no pertenecía a una lámpara, sino a la base del jarrón. Hermione se relajó entonces y se escurrió en la silla dejando caer los brazos con languidez. Estaba exhausta. Harry profirió un bufido de admiración.
— Ha cambiado —dijo—. Casi lo tienes, Hermione.
— ¿Cómo lo haces? ¡Todo te sale bien! ¡No es justo! —se quejó Ron.
— Inténtalo, Ron. Al final te saldrá, que no es imposible —respondió ella, suspirando.
La profesora McGonagall que se estaba paseando entre las mesas para ver el progreso de los chicos, se acercó para analizar el trabajo de Hermione.
—Sorprendente, Granger. Como siempre, lo estás logrando. Te has ganado diez puntos para Gryffindor, sigue intentándolo y quizá consigas más.
Hermione sonrió y se incorporó en la silla volviendo su atención al semi-jarrón. Ron, que lo había oído todo, la imitó deseoso de ganarse él también unos puntos. Se concentró todo lo que pudo tratando de conseguir algo. Empezó a agitar la varita lentamente alrededor del jarrón con el entrecejo fruncido y apretó los ojos con fuerza, quizá para intensificar el resultado. Al cabo de diez minutos el jarrón seguía exactamente igual. Ron, furioso y cansado, comenzó a agitar la varita con más rapidez fruto de la rabia y la impaciencia y con la vaga esperanza de que aquello diera resultado. El jarrón ni se inmutó. El único que lo sintió fue Seamus cuando la varita le golpeó en la frente tras escaparse de las manos de Ron.
— ¡Au! —protestó— ¡Mira lo que haces, tío! ¡Poco más y me la incrustas en el ojo!
Los alumnos se rieron mientras Ron recogía la varita del suelo.
— Lo siento—se excusó—. Se me ha escapado.
Algunas risas continuaron. Ron se sentó y miró a Harry. Se sorprendió de verlo distante y perdido en sus propios pensamientos mirando hacia donde hace un segundo yacía su varita. Ron prefirió no molestarlo. Se encogió de hombros y continuó con lo suyo.
Ron, Hermione y Harry se dirigían hacia el comedor. La clase de transformaciones había terminado hacía rato y era la hora de comer. Se apresuraron por los laberínticos pasillos medio muertos de hambre. Las clases de aquella mañana habían sido duras y necesitaban recuperar fuerzas. Ron iba en cabeza relamiéndose por adelantado y Hermione parloteaba alegremente recitándoles uno por uno todos sus logros de aquella mañana y la cantidad de puntos que había ganado en cada uno. No le prestaban la más mínima atención. Ron no se molestaba en escucharla porque la conocía demasiado bien y sabía que lo mejor era dejarla a su bola cuando empezaba así, y Harry continuaba callado y pensativo. Doblaron un recodo y pasaron frente al despacho del profesor de defensa contra las artes oscuras. Dentro se oían ruidos. Ron no pudo dejar escapar la oportunidad.
— Mira, Hermione, parece que tu amado está dentro. ¿No te alegras?
Hermione se encaró con Ron, furiosa.
— ¿Cómo tengo que decirte que no me gusta?— se había puesto roja hasta la raíz del pelo—. ¡Siempre estás igual, lo haces para fastidiarme y…! — se calló de repente como dándose cuenta de algo y se dio la vuelta —. ¿Dónde está Harry?
Ambos miraron hacia atrás y lo vieron unos metros más allá parado frente a la puerta del despacho que acababan de pasar.
— Em…Harry, ¿qué haces? —preguntó Hermione.
Harry miró a Hermione y sonrió.
—Id yendo, chicos. Tengo que resolver una duda…enseguida estoy ahí —respondió.
Ron se encogió de hombros.
— Como quieras, pero no tardes o me comeré tu ración.
Luego ambos continuaron su camino y doblaron la esquina hacia las escaleras que daban al vestíbulo. Harry los observó hasta que desaparecieron y se quedó parado frente a la puerta. Tenía que entrar y preguntárselo, quizá no tendría otra oportunidad de hablar con él a solas más adelante. Algo inseguro dio un paso hacia atrás y llamó a la puerta. La voz ahogada del profesor Darkwoolf se oyó desde dentro.
—Adelante —dijo.
Harry abrió la puerta y entró. Por un momento pareció dudar de que aquel despacho fuera el correcto. Cada año estaba decorado de una manera, según el profesor, pero ahora estaba prácticamente irreconocible. Un caos de trastos y cajas de cartón se apiñaban contra las paredes, como si trataran de sostenerlas en el más completo desorden. Una pequeña estantería colgaba de la pared al lado de la puerta y estaba ligeramente inclinada debido a la cantidad de libros, papeles y cachivaches que la cubrían. En la pared de enfrente había otra mucho más grande pero en las mismas precarias condiciones. Junto a las cajas de cartón había una vieja silla destartalada y tirada por el suelo, que seguramente estaba en lista de espera para acabar en el basurero. La mesa del profesor tampoco se salvaba. Estaba llena hasta los topes de papeles, tanto lisos como arrugados, libros y…una cantidad impresionante de cosas no identificadas. También había una taza medio llena de café. Todo esto daba al conjunto un aspecto de ático viejo que resultaba francamente divertido. El profesor se hallaba inclinado sobre la mesa clasificando papeles y guardando enormes volúmenes de enciclopedia en un desesperado intento por ordenar aquel huracán de trastos. Harry cerró la puerta a sus espaldas y saludó tímidamente.
— Hola, esto… ¿llego en mal momento?
El profesor se giró y pareció asombrarse de verlo.
— Hola, Harry. No te esperaba —dijo devolviendo la atención a los papeles de su mesa.
— Si quiere, me voy y ya hablamos en otro momento.
— No, hombre no. Pasa. Espera un segundo que despeje la mesa. Sólo lamento no poder ofrecerte asiento. Aunque si quieres…
Señaló la silla rota con la cabeza en un gesto burlón. Harry sonrió.
— Creo que me quedaré de pie —dijo.
El profesor Darkwoolf cogió algunos libros que tenía sobre la mesa. Harry se fijó en el más pequeño, que llamaba la atención por sus brillantes tapas verdes. Vio cómo el profesor lo colocaba con dificultad junto a los demás sobre la estantería del fondo, que crujió peligrosamente. Luego Darkwoolf se dirigió hacia la mesa para apartar los papeles que la cubrían. Cuando estuvo despejada, se sentó en ella y se llevó la taza de café a los labios.
—Como ves, no soy un maestro del orden —dijo tranquilamente—. No tengo solución.
— ¿Qué le ha pasado? —preguntó Harry señalando a la silla rota que yacía en el suelo.
— Se rompió de vieja. Pensé en arreglarla con un hechizo, pero luego decidí pedir una nueva. Las reparaciones no son lo mío y además, era una silla incómoda. La dejé ahí y me olvidé de ella. Me suele pasar, a veces creo que vivo en otro mundo.
— La profesora McGonagall podría transformarla en otra más cómoda —dijo.
— Podría, pero no vale la pena. En fin, Harry, ¿qué es lo que querías? Supongo que no sería hablar de sillas.
— Pues no —replicó Harry pensativo—. Yo quería preguntarle como…
El profesor Darkwoolf lo cortó con un gesto y expresión de disgusto.
— Déjate de formalidades. Estamos fuera de clase, no tienes por qué hablarme de usted. Es más, no logro acostumbrarme al trato de profesor —Harry detectó cierto tono irónico al pronunciar estas palabras—. Si me llamaras Andrew me harías un gran favor.
— Bueno, vale —aceptó Harry, algo incómodo—… ¿cómo lo hiciste?
Andrew alzó una ceja sin entender. Harry se dio cuenta de que había sido demasiado abrupto, pero no sabía bien cómo explicarse para no parecer un entrometido.
— Me refiero, en la colina... ¿cómo moviste la varita de Draco por el aire? No usaste la tuya propia, lo vi claramente. Yo creía que no se podía hacer magia sin varita, no así como así.
El profesor comprendió entonces y soltó una breve carcajada.
— ¡Ah, eso! ¿Quieres que te de la explicación corta o la larga? —respondió, divertido.
— Eh... creo que me quedaré con la corta.
— En ese caso es simple. Yo sé usar una clase de magia que muy pocos conocen. Es magia mental, Harry. No necesito la varita porque uso la mente para realizarla... para que lo entiendas, mi propio cerebro hace el papel de varita. No funciona como la magia vulgar, ni siquiera como la corporal, que tampoco requiere varita… es difícil de explicar.
— Vaya, no la había oído nombrar —Harry estaba realmente interesado—. Si es tan inusual como dices, debió de costarte mucho aprenderla, ¿no?
— Bueno, es necesario conocer a la perfección las leyes básicas de la magia para dominarla, pero no entremos en ese tema. Para empezar suena demasiado científico, y por otra parte, podría tirarme meses explicándotelas... lo que, deduzco por tu expresión, no parece entusiasmarte —concluyó el profesor con una leve sonrisa.
Harry se la devolvió.
— Me interesa, pero no quiero molestarte. Solo dime una cosa: ¿te ayudó la magia mental esa a descubrir quién fue el culpable de la pelea?
El profesor pareció bastante sorprendido por esta pregunta.
— ¿Qué te lleva a suponer eso? —preguntó a su vez mirando a Harry con fijeza.
— Bueno... nada en especial. Pero he pensado que si es magia mental quizá te permita hacer otras cosas. Como usar legilimancia, por ejemplo —se explicó Harry un poco nervioso—. Me sorprendió que culparas a Malfoy con tanta rapidez, lo normal hubiera sido que nos sermonearas a todos por igual.
El profesor Darkwoolf sonrió. El cerebro de ese niño funcionaba rápido.
— No puedo leer el pensamiento... al menos no como tú te lo imaginas, pero podría haberme ayudado, sí —dijo al fin—. De todas formas tratándose de Draco Malfoy ese tipo de métodos eran prescindibles. Sabía que tenía que ser él el causante del problema. ¿Sabes? Conozco a su padre, y tengo que decir que se le parece mucho.
— Sí, yo también lo conozco. ¿Lo conoces de Hogwarts?
— En parte. Pero sí, estábamos en el mismo curso. Él iba a Slytherin y yo a Ravenclaw.
Harry asintió y se quedó en silencio un momento. Si había conocido a Lucius Malfoy en el mismo curso, quería decir que el profesor Darkwoolf tenía aproximadamente la edad de su padre. Deseaba preguntarle algo, pero era un tema difícil de sacar. Al fin se animó.
— Dime, Andrew. ¿Conociste a mi padre? —consiguió decir al fin—. Debía de tener una edad similar a la tuya, y a la del profesor de defensa de hace dos años, Remus Lupin...
La expresión risueña del profesor cambió por completo. Harry sintió cómo sus profundos ojos azules se clavaban en él de nuevo, como aquella vez en la colina... pero esta vez con una expresión mucho más inescrutable. Hubo un silencio incómodo.
— Sí, lo conocí —contestó el otro al cabo de un rato— pero él iba un curso por debajo del mío y no tuve mucha relación con él. Digamos simplemente que me lo encontraba por los pasillos…las veces que más intimaba con él eran cuando nos enfrentábamos en los partidos de quiddith. Era un excelente buscador.
Harry asintió. La rabia lo inundaba, como siempre que hablaba de sus padres.
— Sí, lo era. Y un gran mago, me han dicho. No lo puedo saber, porque Voldemort… —se dijo, furioso.
El profesor Darkwoolf frunció el ceño, la expresión afable había desaparecido por completo.
— Voldemort —dijo con un desdén profundo, que parecía impropio de él —no lo nombres, Harry. No pienses en él. No te tortures tontamente. Desaparecerá de nuevo, no le queda otro camino. Está acabado, olvídate de él.
Harry se impresionó ante el tono de dureza que había en la voz del profesor. Conocía a muy pocos magos que se atrevieran a decir el nombre de Voldemort, pero todavía a menos que se atrevieran a insultarlo.
— Es difícil, pero será lo mejor —replicó, algo inseguro.
Andrew observó a Harry con interés. Le resultaba extraño que aquel niño le hablara tan francamente de sus sentimientos sin apenas conocerlo. Se había ganado su confianza bastante rápido, por lo que parecía. Pensó que podría animarlo.
— Sí…mira Harry, sé lo que es perder seres queridos —siguió, nostálgico—. Hace cinco años, mi hermano William y su mujer perdieron la vida mientras volaban hacia Bélgica en un viaje de negocios. Tres días después, su hija desapareció misteriosamente y no se la volvió a ver. No pudieron encontrarla por más que buscaron. Simplemente se desvaneció.
— Debió ser muy doloroso —comentó Harry sintiéndose algo torpe.
— Lo fue, pero no hubo nada que hacer. Cuando pasan estas cosas, lo mejor es seguir adelante y no dejarse llevar por la desesperación. Si eso ocurre, estás perdido.
— Ya entiendo —Harry movió la cabeza lentamente—. Bueno, creo que me voy a ir a comer. A estas alturas Ron ya debe haberse comido mi parte.
El profesor sonrió.
— Como quieras. Lamento haber hablado de esto, Harry. Sé que no te ha sentado bien.
— No te preocupes, estoy bien. Además, he sido yo quien ha empezado.
Harry se despidió del profesor y se dirigió hacia la salida. Tuvo que estirar fuertemente para abrir la pesada puerta y, cuando lo hizo, algo rodó por la estantería inclinada que había junto a la puerta y le golpeó en la cabeza.
— ¡Ah! —protestó Harry llevándose una mano a la zona magullada.
— ¿Qué pasa? —preguntó Andrew.
— Algo me ha caído en la cabeza —se quejó Harry.
El profesor Darkwoolf se rió divertido.
— Decididamente, tengo que hacer algo con este despacho.
Harry sonrió y salió del despacho tras despedirse nuevamente del profesor. Se alegraba de haber hablado con él. No sabía demasiado bien por qué, pero le daba la impresión de que podía contarle cualquier cosa, de que podía hablar con él siempre que lo necesitara. Era incomprensible, pero confiaba en él como en un gran amigo que conociera desde hacía años. Algo similar a lo que le había pasado con Remus Lupin.
Se encogió de hombros y se dirigió tranquilamente al comedor. Aún tendría suerte si llegaba a tiempo de pescar algo del plato de Ron.
