Aliados más allá del tiempo

La mañana era fría y gris. Caía una nevada de fina nieve que más que cuajar empapaba. Había helado durante la noche y se veían algunos charcos cubiertos de hielo quebradizo. Incluso el lago estaba cubierto de una delgada capa de hielo en algunos lugares, cerca de la orilla. El sol no se veía por ninguna parte, absolutamente tapado por nubes grises y densas. Más allá, se veían los árboles del Bosque Prohibido cuyas hojas estaban cubiertas de nieve dándoles un color plateado, haciendo que más que árboles parecieran enormes esculturas metálicas. La cabaña de Hagrid, de madera con el techo blanco, parecía un dibujo de típica tarjeta de Navidad.

Harry, Ron y Hermione caminaban pesadamente arrastrando los pies por la blanda nieve que les empapaba los zapatos junto a sus compañeros de Gryffindor. Los Slytherins, que compartían la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas junto a ellos, caminaban en un grupo algo más apartado haciendo más que evidente su disconformidad en cuanto a tener que salir del castillo con semejante frío. Todos iban enfundados en sus capas y llevaban los guantes de piel de dragón puestos. Ron se sacudió la nieve de la cabeza mientras llegaban junto a Hagrid que les esperaba con su enorme abrigo de piel abrochado hasta el cuello.

— ¡Brrrrrrr! —protestó el niño—. ¿Quién es el idiota que sale en invierno, a las nueve de la mañana, en plena nevada para cuidar ratones de agua que se las apañan perfectamente solos sin que los mangoneen? ¡Nosotros, claro! Los pardillos de siempre.

— Habla por ti, Weasley —dijo una voz fría que arrastraba las palabras—. Eres lo más parecido a un pardillo que se puede encontrar en varios kilómetros a la redonda.

Ron se dio la vuelta y clavó una mirada horadante sobre Draco Malfoy, que era el que acababa de hablar.

— ¿Sabes qué, Malfoy? Hoy no conseguirás molestarme. He decidido que voy a pasar de ti como de la mierda.

El Slytherin le dedicó una sonrisa socarrona y se encogió de hombros con su acostumbrada arrogancia, para después intercambiar algunas palabras con sus dos gorilas guardaespaldas.

— Desde que te ganó está insoportable —dijo luego Ron a Harry cuando Draco desvió su atención—. Te aseguro que ha sido perjudicial para él.

— No sólo para él —respondió Harry con fastidio.

Ron iba a añadir algo más pero Hermione lo hizo callar. Hagrid había empezado la lección de aquella mañana. Dio una interesante explicación sobre cómo sustraer las escamas de la piel de un ratón de agua sin llevarse demasiados mordiscos y cómo tratar las posibles heridas que pudieran surgir en la piel del animal tras la sesión del alumno. Los niños pensaron que sería más sensato aprender a tratar las heridas que podían surgir en la piel del alumno tras las dentelladas del animal, pero no dijeron nada. Tras la explicación, los chicos se dividieron en parejas para tratar de sustraer algunas escamas de los ratones de agua. La clase se les pasó en esas bastante rápido. Resultaba bastante entretenida, la tarea, aunque había que ir con cuidado para que los pobres ratones no sufrieran demasiados dolores, lo que podía derivar en un mordisco malintencionado por parte del bichejo. Cuando terminó la clase, los tres niños se despidieron de Hagrid prometiéndole que le harían pronto una visita. La verdad es que el guardabosques echaba de menos las visitas de los chicos desde hacía tiempo, pero todos estaban muy atareados. Incluso él mismo. Aquel curso estaba resultando muy duro.

Tras separarse de Hagrid, Harry, Ron y Hermione anduvieron hacia el castillo un poco separados de los demás para poder comentar lo sucedido la noche anterior. Los tres se preguntaban si el misterioso amigo de Andrew había llegado ya, pero no lo podían saber al menos hasta que tuvieran un descanso entre las clases. Hablando todavía, subieron las escaleras que daban al vestíbulo y entraron en el castillo para dirigirse al aula de historia de la magia. Lamentándose de antemano por el terrible aburrimiento adormecedor que les esperaba en la siguiente clase, salieron del vestíbulo y comenzaron a subir los pisos que les separaban del aula. Estaban a punto de llegar, cuando se toparon de sopetón con la profesora McGonagall que por la expresión tenía pinta de haberlos estado buscando desde hacía rato.

— ¡Por fin! —dijo para sí—. Potter, Weasley y Granger, venid.

Sin decir nada más, echó a andar por el pasillo sin siquiera cerciorarse de que los chicos la seguían. Éstos, por su parte, no pusieron ninguna objeción. Había que ser tonto para desaprovechar una oportunidad de librarse de la clase de historia de la magia, o plasta, como Hermione. La niña trató de preguntarle a la profesora a qué venía aquello, pero la mujer no estaba lo que se dice muy habladora después de haberse recorrido medio castillo buscando a los tres chavales. Le dijo simplemente que pronto lo sabría.

Con bastante fastidio por parte de los chicos, desandaron el camino y volvieron al vestíbulo para meterse una vez más en la sala de reuniones. Allí estaban todos los que habían estado presentes la noche anterior, salvo Andrew. Sirius apoyó la mano en el hombro de Harry cariñosamente a modo de saludo y dijo:

— ¿Qué tal, Harry? ¿Has dormido bien?

— Perfectamente, pero tengo agujetas de tanto subir y bajar escaleras —respondió Harry.

Hermione, mientras tanto, miraba a su alrededor buscando a la persona que faltaba.

— ¿Y el profesor Darkwoolf? —preguntó más para si misma que para alguien en concreto.

— Precisamente ha ido a buscar a la causa de la interrupción de vuestras clases —se encargó de responder Dumbledore con un brillo travieso en los ojos—. Seguro que lo lamentáis terriblemente, pero queríamos que estuvierais presentes en su llegada. Después de todo, si no fuera por vosotros, no estaríamos enterados de todo lo que pasa.

— ¿Se refiere... al amigo del profesor Darkwoolf? —preguntó Ron.

— El mismo.

— Me pregunto qué clase de amigos tendrá ese... —por más que pudo, Remus no logró encontrar el adjetivo adecuado.

Los demás se encogieron de hombros sin poder responder a la pregunta. De todas formas no tendrían que esperar demasiado para conocerlo. Pasaron unos pocos minutos hasta que se oyeron unos pasos por el vestíbulo. Poco después, se oyó el sonido de unos nudillos al golpear la puerta. Dumbledore invitó a pasar a quienquiera que fuese el que se hallaba fuera. La pequeña puerta se abrió dejando paso a Andrew que iba seguido no de una persona, sino de dos. Si eso se podían llamar personas, claro. Ambos eran bajitos, de la estatura de Harry aproximadamente pero de más edad. Tenían la piel muy pálida y con un ligero tono azulado muy peculiar, aunque no eran exactamente iguales. El primero tenía el pelo de un color rojo encendido, y tan desordenado y puntiagudo que parecía llevar la cabeza en llamas. Sus grandes ojos eran de color ámbar, su nariz larga y afilada y sus orejas eran puntiagudas. El segundo era incluso más bajito que el otro. Llevaba el pelo, que era tono zanahoria, más largo y cuidado, aunque tampoco se salvaba de los enredones. Sus ojos eran también diferentes, igual de grandes pero color azul acuoso muy brillante. Además tenía la nariz más pequeña y las orejas más grandes y largas. Observándolos detenidamente se podía deducir que el primero era un hombre y el segundo una mujer.

Harry, Ron y Hermione se habían quedado sin aliento nada más había hecho su entrada el primero de los seres, con ese movimiento furtivo y silencioso que recordaban haber visto en alguna otra parte. Lo miraban sin poder creer lo que veían sus ojos. El ser, les devolvía una mirada completamente inexpresiva. Fue Harry el primero que logró articular algún sonido.

— Pero... pero... pero... —no consiguió pasar de ahí, así que Ron salió en su ayuda.

— Pero si es...

— ¡El espíritu de cuarto menguante que vimos en el Callejón Diagon! —concluyó Hermione señalando a la criatura con un dedo tembloroso.

Todos los presentes miraron a los tres niños sin entender absolutamente nada. Para empezar, apenas se podían creer que dos espíritus de cuarto menguante acabaran de cruzar la puerta. Si ver uno ya era algo raro y tremendamente ocasional, dos en un mismo día era algo completamente inimaginable. Y menos el que hubieran hecho acto de presencia entre tanto humano voluntariamente. ¿Había sido voluntariamente de verdad? Andrew había dicho que uno de los dos tenía la obligación de obedecerle, ¿pero el otro? Y luego, el que Harry, Ron y Hermione hubieran visto a uno de los seres anteriormente todavía era más desconcertante.

Al ver la reacción de los chicos, Andrew se giró inmediatamente hacia el primero de los dos espíritus y le preguntó con una mezcla de sorna y severidad:

— ¿Dejaste que te vieran?

El espíritu le devolvió la mirada y respondió lacónicamente y con voz aguda completamente inexpresiva:

— Tenía prisa.

Creí haberte dejado bastante claro que era un asunto secreto. No debían verte.

Era un secreto, sigue siendo un secreto —respondió el ser con su acostumbrado laconismo y sin mostrar la más mínima emoción.

Nadie salvo Harry, Ron y Hermione tenía la más mínima idea de qué asunto se refería Andrew. Sin embargo los tres niños se imaginaban que se refería a aquel viejo libro de tapas verdes que el espíritu había comprado en Flourish y Blotts enviado por una misteriosa persona a quién no conocían. Harry estuvo a punto de darse un golpe en la frente. ¡Claro! ¡Si él lo había visto! En el mismo despacho de Andrew, la primera vez que había hablado con él. Al despejar la mesa, había cogido varios libros y los había colocado en la estantería de la pared del fondo, entre ellos uno pequeño y de brillantes tapas verdes. ¿Cómo no se había dado cuenta de que ya lo había visto antes? De todas formas, se dijo, tampoco le habría dicho nada en aquel momento.

— Bueno, Andrew, ¿cuándo nos vas a presentar a tus curiosos amigos? —preguntó Dumbledore.

— ¡Oh, por supuesto! —respondió el otro con su siempre irónica forma de hablar—. Qué poco considerado que soy.

Luego, se giró hacia el espíritu al que hacía un momento regañaba y le hizo una seña para que se acercara.

— Éste es Shizlo, un espíritu de cuarto menguante como todos debéis saber ya, que me debe varios favores y que estará encantado de ayudarnos... siempre que se le pague convenientemente, es el trato que tengo con él. Los de su especie no hacen nada por nada cuando se trata de humanos, ni siquiera cuando es su obligación.

El espíritu confirmó las palabras de Andrew con un lento movimiento de cabeza.

— Está bien, hablaremos de tu pago más tarde —respondió Dumbledore—. ¿Y quién es la otra?

— Bueno, eso es algo que yo mismo me pregunto —respondió Andrew volviéndose hacia Shizlo—. ¿Quién es?

— Yala, mi hermana. Se negó a dejarme ir solo, ella es así —respondió el ser encogiéndose de hombros—. También ayudará.

La pequeña espíritu asintió enérgicamente tras oír las palabras de su hermano. Harry se fijó en lo aparentemente nerviosa que estaba y en cómo se encogía detrás de Shizlo. Evidentemente, no tenía muy buena opinión sobre los humanos. Quizá por eso prefirió ir con él a dejarle solo.

— Bueno, pero espero que sepa ser discreta —dijo Andrew lanzando una mirada analítica sobre la asustada criatura.

— Soy muy discreta, señor —respondió ella con una voz todavía más aguda que la de Shizlo. Trató de darle una nota de orgullo tratando de disimular su miedo.

— ¿Pero como se supone que van a ayudarnos estos dos... seres? —preguntó Snape mirando a los espíritus con desconfianza—. No veo cómo van a poder hacerlo. ¿Qué tienen de especial?

— Admito que yo tampoco lo entiendo —dijo McGonagall.

Andrew se sonrió con arrogante superioridad al ver que nadie allí comprendía lo que para él era tan evidente.

— Obviamente, nadie conoce muy bien a los espíritus de cuarto menguante por aquí. Pero... Shizlo, ¿por qué no se lo explicas tú mismo?

El ser suspiró con impaciencia, pero se dispuso a hablar.

— Los humanos sois tremendamente lentos para todo. ¿Cuándo acabe podremos tomar algo de comer? Los viajes abren apetito y mi hermana está muy cansada por las emociones del día.

Era el discurso más largo que le habían oído hasta ahora. Dumbledore sonrió con amabilidad al ser y le prometió lo que pedía, además de un cuarto para que se acostaran. Shizlo aceptó agradecido la propuesta y habló por fin.

— Bueno, si no me equivoco, queréis conocer los planes de Voldemort para un futuro lejano, ¿no?

Todos asintieron.

— Realmente, no sé para qué demonios queréis saber eso. ¿No sabéis lo peligrosa que es esa época? Los de mi especie no solemos visitarla muy a menudo. La verdad, no me hace ni pizca de gracia ir hasta allí... —el ser se interrumpió de repente y cambió el curso de sus palabras—. Pero eso no viene a cuento, de acuerdo. ¿Queréis saber qué clase de poderes tenemos los de mi especie? Pues nada más simple. Viajamos en el tiempo. Y que conste que no me gusta revelar esto a los humanos.

Todos se quedaron tremendamente asombrados. Era un descubrimiento sorprendente para la mayoría.

— Increíble. Así que ese es el gran misterio de los espíritus de cuarto menguante —dijo Remus con considerable asombro—. Viajan en el tiempo.

— Sí, pero no lo cuenten —dijo Yala atreviéndose a hablar con voz trémula sin que le preguntaran, por primera vez—. Si otros seres se enteran no podremos engañarlos. Nos gusta estar solos, ¿comprenden?

La sola idea de que el mundo entero se enterara de su capacidad parecía aterrarle.

— Ya lo entiendo, por eso es tan difícil veros. Siempre viajáis de una época a otra y nunca os estáis quietos — comentó Sirius reflexionando en voz alta—. ¿Y por qué estáis aquí ahora si os molesta tanto que os vean?

— Es necesario —dijo Shizlo lanzando una mirada de soslayo a Andrew—. Tengo mis razones, pero si no me pagan me iré. Los humanos sois peligrosos, no me gustáis nada. Y no me importa lo mucho que pueda preocuparos vuestro futuro, si no hay oro nos marcharemos.

No le preguntaron nada más sobre lo que parecían ser sus obligaciones. Shizlo no parecía nada dispuesto a hablar sobre ellas. Parecían molestarle.

— Pero no lo entiendo… —dijo Hermione dirigiéndose a Shizlo con algo de timidez—. Quiero decir… ¿Por qué salís en las noches de cuarto menguante si no soportáis la compañía de otros seres?

El ser la miró con una expresión que daba a entender la poca gracia que le hacía contestar, pero Yala le dio un codazo y su rictus se suavizó.

— Nuestros poderes son limitados. Los perdemos en cuarto menguante y no podemos viajar en ése tiempo. Normalmente nos saltamos esas semanas con un viaje corto de siete u ocho días, pero también nos descuidamos. Si la luna de cuarto menguante nos atrapa, no tenemos más remedio que esperar a que pase.

Hermione asintió agradecida dando a entender que lo había cogido todo y no preguntó nada más. No quería incomodar más al espíritu.

—Perfecto entonces. Parece que está todo claro—dijo Dumbledore—. Si queréis podéis ir a comer algo. Andrew, búscales tú un cuarto y avisa a los elfos domésticos para que les sirvan la comida. Esta tarde hablaremos de vuestro pago y si no hay problemas, marcharéis.

Shizlo aceptó la propuesta del mago y acompañado de Yala, siguió a Andrew fuera de la habitación. Los miraron con curiosidad mientras salían. Todos los adultos seguían tremendamente impresionados por lo que acababan de ver, pues comprendían lo difícil que era llegar a hablar siquiera un momento con un espíritu de cuarto menguante. Y acababan de conocer a dos. Nada menos que a dos. Era algo del todo excepcional.

— Me pregunto cómo habrá hecho Andrew para encontrar a un espíritu de cuarto menguante y llamarlo cuando le dé la gana. ¿No os parece raro? —comentó Sirius—. Y más cuando éste puede desaparecer en el tiempo y dejarle con dos palmos de narices. ¿Cómo lo habrá hecho?

— Vete a saber, de ése cabe esperar cualquier cosa —dijo Remus como toda respuesta.

Los demás se encogieron de hombros. El espíritu no parecía muy dispuesto a hablar de eso y Andrew tampoco se lo había explicado. De todas formas, el asunto ya estaba solucionado. Como no tenían nada más que hacer allí, los tres niños se marcharon para continuar con las clases. Remus también salió con ellos. Parecía no encontrarse muy bien. La verdad es que estaba incluso más pálido que el día anterior. Cuando se despidió de los tres niños para ir a su habitación, Harry se preguntó si no estaría próxima la siguiente noche de Luna llena.

Al mediodía se reunieron con Krysta justo antes de ir al Gran Comedor para comer. Durante los últimos días, habían tenido mucho tiempo para ir conociéndola. Ron y Hermione decían que les causaba buena impresión y alegaban que por suerte no se parecía en nada a su tío. Era agradable, simpática y dulce. No solía ironizar y rara vez se metía con la gente, lo que en parte era a causa de que los demás tampoco solieran meterse con ella. En general no había motivos para hacerlo, puesto que era una persona bastante introvertida aunque de aspecto alegre y no tendía a destacar. No era algo que pareciera interesarle.

Sin embargo, Harry no compartía del todo la opinión de sus amigos. Convenía con ellos en casi todo, pero él sabía que Krysta sólo estaba alegre en apariencia. No era la clase de persona que mostraba sus sentimientos muy a menudo, pero Harry se daba cuenta de que en el fondo se sentía muy triste. Y no era para menos. Después de todo lo que había tenido que pasar era lógico que no se sintiera precisamente feliz. Cuando pensaba en ello, Harry se sentía verdaderamente mal. Ella se mantenía a flote gracias a la presencia de su tío, que con sus actuaciones cariñosas hacía que la niña lograra olvidar parcialmente a sus padres y todo lo ocurrido. Pero Harry sabía que todo no era más que pura farsa. Y esto, de alguna manera le hacía sentirse un traidor. Dumbledore siempre insistía en que debía dejar que la niña se diera cuenta de todo por sí misma. Insistía en que le iba a ser imposible convencerla sin pruebas. Pruebas que desde luego, Andrew se encargaría de eliminar a toda costa. Y Harry lo sabía, sabía que tenía razón, pero no era suficiente para limpiar su conciencia.

— "Quizá —se dijo— no tarde en descubrirlo. Ojalá que sea así. Ojalá que lo descubra pronto".

Aquel mismo día por la noche, los niños regresaron a la sala de reuniones para asistir a la partida de los dos espíritus de cuarto menguante. Durante la tarde, Dumbledore había conseguido despachar el trato que tenían pendiente. El espíritu pidió dos bolsas de galeones a cambio de exponer su vida marchando a una era que según él era tan peligrosa y se negó a aceptar cualquier otra propuesta. Dumbledore acabó por aceptar el trato y le pidió al espíritu que rastreara de ese mismo momento hasta cerca de veinte o treinta años más tarde tratando de averiguar qué pasaría exactamente. Shizlo respondió a la petición de Dumbledore y se acercó a Yala para concretar el punto de destino. Luego, ambos se encogieron pasándose ambos brazos por delante de la cara, de dónde empezó a surgir un resplandor verde-azulado que los envolvió convirtiéndolos en sendas bolas de luz. En un momento, el resplandor decreció y ambas bolas desaparecieron por completo llevándose con ellas a los dos espíritus que desaparecieron también. Ya estaba. Habían marchado.

Harry parpadeó para tratar de quitarse los puntitos brillantes que le flotaban delante de la cara como consecuencia del fuerte resplandor. ¿Llegarían los espíritus a su destino? Tendrían que esperar al menos una o dos semanas para saberlo. Harry miró a los demás que también parecían algo confusos. No parecían fiarse demasiado de la eficacia de los dos espíritus, y menos sabiendo que habían sido recomendados por Andrew, pero... ¿qué otro remedio tenían? Ahora ya estaba hecho.

— Bueno, ya podemos descansar por un tiempo, ¿no?—preguntó Snape con un gruñido malhumorado—. Está todo hecho.

— No todo, Severus —respondió Dumbledore con suavidad—. Aún nos queda despachar el último asunto.

Dumbledore se giró hacia Andrew y lo miró fijamente.

— Andrew... es tu turno.

Y sin añadir nada más, señaló hacia un objeto que se hallaba sobre la mesa de caoba. Una botella de vino vieja, rota y sucia. Los presentes miraron la botella con asombro, adivinando de qué se trataba. Andrew no fue una excepción. No se esperaba aquello, pero haciendo un alarde de autodominio, disimuló su asombro y se acercó a la mesa que señalaba Dumbledore. Miró la botella con atención y después desvió su mirada hacia el anciano por última vez. Éste se limitó a asentir con la cabeza. Tragando saliva, Andrew devolvió la vista a la botella y alargó la mano para tocarla.

La sombra de un bosque de pinos y abetos hacía que la oscuridad fuera densa y casi agobiante. A través de las trémulas hojas se podían distinguir las brillantes estrellas, ligeramente eclipsadas por la luz de una flamante Luna. El viento soplaba de forma desigual. Una súbita ráfaga de aire frío hizo que Andrew se estremeciera y volviera a la realidad. Mientras trataba de reconocer el lugar, dejó caer el traslador al suelo, que ahora no era más que una simple botella de vino vieja y rota. Preguntándose cuándo volvería a recuperar sus poderes de traslador y maldiciendo en silencio las ideas de aquel maldito viejo loco, sacó su varita y pronunció muy bajo el hechizo lumos. La tenue pero útil luz de la varita, le reveló que se hallaba dentro de un pequeño claro del bosque, muy cerca del linde. Memorizando el lugar para poder recuperar el traslador más tarde, echó a andar y salió del bosque.

La vista que surgió ante sus ojos, le confirmó lo que desde hacía rato se imaginaba. Estaba al pie de una pequeña colina situada a las afueras de un pueblo que reconoció como Pequeño Hangleton. En lo alto de la colina, la silueta de una enorme y siniestra mansión se recortaba contra el cielo negro de la noche. A un lado de la mansión había también un cementerio, que se encontraba relativamente cerca del lugar dónde Andrew observaba. Ya no le cabía la menor duda. Estaba en la Mansión Ryddle. Al parecer, Dumbledore sabía mejor lo que se hacía de lo que parecía en un principio. El anciano director conocía la guarida de Voldemort y seguramente había preparado el traslador desde antes incluso de convocar la reunión. Y allí estaba él. A punto de entrar en la guarida del que se suponía era el mayor mago tenebroso de todos los tiempos y de muchos de sus mortífagos.

— "Mortífagos" —pensó con disgusto—. Seguramente ahora la mansión estará llena de esos imbéciles. Voldemort planea algo desde hace tiempo".

Andrew consideró su situación. No se había dado cuenta de que realmente no estaba listo para aquello. No había tenido tiempo de prepararse, nadie le había advertido de que tendría que actuar esa misma noche. Pero no podría haberse negado delante de todos, habría sido una afrenta a su orgullo demasiado grande. Y de todas formas, él no era ningún cobarde. Tendría que improvisar, aunque era algo que detestaba. No le gustaba dar un paso sin haber tanteado el terreno primero, pero ahora ya era demasiado tarde. Había que actuar.

Sin más dilación y considerando que ya había perdido bastante tiempo, empezó a andar colina arriba. En poco tiempo había llegado a la cima, pues la colina no era especialmente alta. Conociendo los métodos de seguridad de Voldemort, se mantuvo a prudente distancia de la puerta de entrada. Si no se identificaba antes de acercarse, un complicado hechizo que envolvía la casa le haría caer desvanecido, lo que permitía a los dueños de la casa hacerse con el individuo o "deshacerse" de él, según consideraran necesario. Pero si el recién llegado se identificaba mediante otro hechizo, sería inmune a la protección mágica y podría acercarse a la puerta.

Así lo hizo Andrew. Cuando estuvo inmunizado, se acercó por fin a la maldita puerta de entrada de la maldita mansión llena de malditos mortífagos.

— "Más me vale no meter la pata —se dijo mientras llamaba—. A todos esos imbéciles de ahí dentro les encantaría verme muerto".

Era cierto. La enemistad que subsistía entre Andrew y todos los demás mortífagos era mutua. Él los despreciaba y ellos le detestaban. No podían soportar la idea de que fuera el preferido de su señor siendo el más reciente de todos ellos. Era más que envidia, era odio. Y él lo sabía. Quizá por eso disfrutaba tanto haciéndolos estallar de rabia con sus comentarios mordaces y sus burlas disimuladas. Demasiado fáciles de manipular, demasiado débiles en todo.

— "Imbéciles" —repitió para sí una vez más mientras la puerta se abría.

Una voluminosa figura apareció en el quicio de la puerta. Era un hombre fuerte y musculoso, uno de tantos mortífagos que servían a Voldemort. Los fuertes brazos y los potentes músculos no lograban disimular, sin embargo, su más que evidente cara de tonto. Era Goyle padre, que ejercía el trabajo de guardián ya que no necesitaba demasiada actividad cerebral para ello. Vestía la túnica negra de siempre, pero no llevaba puesta la máscara que solían llevar para realizar sus vomitivas acciones, pues evidentemente no era necesaria allí.

Ante la imposibilidad de expresarse de forma inteligente de Goyle, un nuevo mortífago apareció junto a él. Un hombre de unos cuarenta años, de expresión fría y mueca de asco se acercó a la puerta. Le dedicó a Andrew una sonrisa postiza que le quedaba tremendamente mal.

— Hola Avery —saludó el recién llegado con frialdad poco disimulada—. He venido para hablar con Voldemort, anúnciale mi llegada. No quiero perder el tiempo.

— Por supuesto —contestó Avery con un tono de amabilidad más postizo incluso que la sonrisa—. No quisiera que te incomodaras. Sígueme.

Los dos se metieron en la mansión dejando a Goyle en la puerta y cruzaron el vestíbulo hacia las escaleras que daban al segundo piso. Siguieron el oscuro pasillo hasta la habitación del fondo, cuya puerta estaba bloqueada por un tercer mortífago. Éste miró a Andrew con sus fríos ojos grises mientras dibujaba una sonrisa de lo más desagradable en su pálido rostro. Lucius Malfoy. Andrew puso cara de disgusto al verlo. Su enemistad con los mortífagos no era nada comparada con la que existía entre él y Lucius Malfoy. Nunca se habían llevado bien.

—"Perfecto —pensó Andrew con fastidio—, el que faltaba. ¿No podía quedarse quietecito en su casa de snob y dejarme solucionar mis asuntos tranquilo"?

— Lucius —dijo Avery—, avisa al señor de que ha llegado Darkwoolf. Quiere hablarle.

— En seguida —respondió el otro con un brillo maligno en los ojos y una sonrisa torcida en la boca—. No creo que tarde en recibirte. Una visita como esta no se tiene todos los días.

Andrew ignoró la irónica bienvenida de Malfoy y esperó pacientemente a que entrara en la sala y anunciara su llegada. Después de unos minutos, Malfoy reapareció en la puerta y le indicó que podía entrar. Avery también los siguió dentro.

Por fin, Andrew se encontró cara a cara con Voldemort. Éste le esperaba sentado en su eterno sillón colocado frente a la chimenea. Sus ojos rojos brillaban en una expresión indefinible. Su boca sin labios se curvaba en una sonrisa más fría que el hielo. Las llamas del fuego se reflejaban en su rostro careciente de color haciéndolo todavía más aterrador de lo que ya era por si mismo. Junto a él, había otros tres mortífagos. Crabbe, Macnair y el repelente Colagusano.

A pesar del tiempo que Andrew llevaba unido a esta siniestra comunidad, nunca podía reprimir un estremecimiento al hallarse cerca de Voldemort. No era sólo el asco, sino también el miedo, cosa que él jamás se permitía demostrar. De todas formas, no le quedaba mucho tiempo. Él se encargaría de ello.

Andrew se había colocado en el centro de la sala justo enfrente de Voldemort flanqueado por Avery y Malfoy, que aquella noche parecía más animado de lo normal. Más malicioso que nunca. Inclinándose ligeramente hacia delante en una discreta reverencia, cosa que le molestaba mucho tener que hacer, se dispuso a hablar primero, decidido a improvisar como pudiera.

— Señor —dijo—. Espero que no os moleste mi inesperada visita.

Voldemort amplió todavía más la fría e inexpresiva sonrisa.

— En absoluto... qué idea tan absurda —dijo con tranquilidad y un tono de horripilante voz suave—. A decir verdad, me preguntaba cuándo recibiría noticias tuyas. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que contactamos y me dijiste que pronto traerías a Harry Potter.

Andrew no se dejó amilanar por las palabras de Voldemort. Siempre había sabido qué decir y como decirlo. Ahora no iba a ser diferente.

— Lamento mucho si os he incomodado, señor —respondió inclinando ligeramente la cabeza—, pero hubo complicaciones... de todas formas no tardaré en terminar mi trabajo. Ya casi he logrado resolverlo.

— Por supuesto —continuó Voldemort sin la más mínima variante en el tono y la expresión—, nunca he tenido que preocuparme, ¿verdad, Andrew?

— No, señor, nunca —replicó el otro con fingida devoción—. Y os aseguro que podéis confiar en mí. ¿No he hecho siempre todo cuánto me ordenasteis?

Voldemort hizo una pausa antes de responder. Miró a Andrew muy fijamente con ése brillo indefinible en los ojos y sosteniendo la sonrisa helada. Por fin volvió a hablar muy lentamente y con una voz más suave y aterradora que antes.

— Sí... claro que sí. Siempre. Eres muy hábil, Andrew. Nunca te faltan las buenas ideas... sí. Eres capaz de pensar por ti mismo. A decir verdad... eres demasiado capaz de pensar por ti mismo.

Andrew lo miró sin comprender. No respondió esta vez, sino que sostuvo la mirada de Voldemort expectante. Éste no había terminado, y él lo sabía. Sin embargo, Voldemort no se dirigió a Andrew cuando volvió a hablar, sino a Malfoy.

— Lucius, querido amigo, priva a Andrew de la carga que supone su varita, si eres tan amable.

Andrew reaccionó con rapidez. Antes de que Malfoy se hubiera movido siquiera, metió la mano en el bolsillo y cogió con fuerza la varita. Luego le dedicó a Lucius Malfoy una mirada furibunda que hizo titubear al mortífago. Malfoy se detuvo un momento y miró a Andrew con inseguridad.

— Perdona —dijo éste último con una fría sonrisa y dejando de lado cualquier formalidad—, pero me parece que no te he entendido. Realmente, no tengo ningunas ganas de entregarle mi varita a éste desgraciado. Me he encariñado con ella.

Voldemort respondió con una suave y aguda carcajada. Nadie en la sala se movió ni un ápice durante aquellos momentos de gran tensión. Andrew esperó con la sonrisa aún en los labios.

— Por favor, Andrew —dijo finalmente Voldemort—. ¿Aún no sabes que resistirse es una idiotez? ¿Tan poco me conoces? Pensaba que eras más inteligente, hacer alardes de orgullo no te llevará a ninguna parte, créeme. Te aseguro que soltarás esa varita, por las buenas o por las malas.

— Y yo te aseguro que no será antes de haber recibido una explicación —respondió Andrew borrando por completo la sonrisa y descargando un mirada de fuego sobre Voldemort.

Voldemort suspiró con aparente cansancio. Se pasó una mano de dedos inusualmente largos por la frente y respondió con hastío:

— No me dejas más remedio, Andrew. Pagarás antes, tampoco es que me importe demasiado, pero te enseñaré a controlar tu arrogancia como es debido.

Voldemort sacó su propia varita y la alzó en el aire. Andrew retrocedió un paso, empezando a preocuparse seriamente y alzó también la suya decidido a resistirse hasta el final. No entendía qué pasaba, pero si Voldemort quería atacarle, él se defendería. A penas le dio tiempo a reaccionar. Le pareció oír de muy lejos el crucio que surgió de la boca de Voldemort. Trató de defenderse, de detenerlo con un encantamiento escudo, pero por fuerte que pudiera ser su magia, la de Voldemort lo era todavía más.

Reprimiendo un grito de dolor, cayó de rodillas al suelo al sentir la primera embestida de horribles sensaciones que le atacaba por todas partes. La varita se escurrió de entre sus dedos y cayó al suelo, donde un flamante Lucius Malfoy la recogió. Oyó de muy lejos las crueles risas de los demás a su alrededor. Le daba la impresión de que miles y miles de puñales candentes le perforaban la piel, y por el terrible dolor que sentía por dentro casi habría jurado que las entrañas pugnaban por salir fuera de su cuerpo. Creía que la cabeza le estallaría, que ese dolor no podía cesar sin más. Que su cuerpo se desintegraría antes de que se hubiera terminado. Cruzó los brazos sobre las costillas y se dejó caer derrumbado al suelo, todavía de rodillas pero con la cabeza apoyada en la alfombra. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, trató de pensar en otras cosas, de olvidarse del dolor. Apretó los labios para no gritar. Antes muerto que darle ese gusto a Voldemort. Que darle ese gusto a Lucius Malfoy y por añadidura a todos los demás mortífagos que allí se encontraban. En su agonía oyó muy de lejos las palabras de Voldemort, como si le hablara desde el fondo de un pozo.

— Deberías saber, Andrew, que hay cosas que me molestan especialmente, y la traición es una de ellas.

Voldemort esperó un rato más antes de bajar la varita y acabar por fin con el suplicio. Andrew sintió de pronto como los puñales desaparecían y separó los labios dejando escapar un jadeo prolongado. Se quedó en el suelo, jadeante y dolorido. Había cesado, pero su cuerpo había quedado terriblemente magullado. Horribles punzadas lo sacudían de arriba abajo y le entraban arcadas. Pero no había gritado. Se sentía humillado, irrespetado, dolorido en cada rincón de su cuerpo y de su orgullo. Y a pesar de todo había reprimido las súplicas y los gritos de dolor. Su desprecio hacia los mortífagos se convirtió súbitamente en un odio abrasador.

— "Lo lamentarán—se dijo mientras jadeaba convulsamente—. Algún día lo lamentarán. Algún día me suplicarán clemencia... ¡Algún día me vengaré de todos ellos y vendrán arrastrándose hasta mí!"

Con ésta idea en la cabeza consiguió reunir las fuerzas necesarias para levantarse. Con gran esfuerzo logró ponerse de pie. Miró a Voldemort con una sonrisa horrible y los ojos desencajados, aún sujetándose las costillas. Todo le dolía y le costaba respirar. Pero halló aliento suficiente para dirigirse a Voldemort con un deleite casi salvaje en la voz.

—Puedes... puedes hacer lo que quieras... puedes matarme si quieres, me da igual —un brillo de malicia titiló en los ojos de Andrew—. Estás acabado, eres historia... tarde o temprano caerás y te llevarás a todos estos contigo... vienen a por ti, Voldemort... la gente te odia... te odiará... y cuando te encuentren... entonces lo lamentarás.

Voldemort miró a Andrew como se mira a una mosca que te ha caído en la sopa. Una maldita mosca insolente y con la boca demasiado grande. Pero no se alteró lo más mínimo. Una mueca cruel apareció en su rostro de serpiente cuando Andrew terminó.

—Habla cuanto quieras, será lo último que digas contra mí —dijo con una muestra de maldad incluso más intensa que antes—. Yo no perdono la traición... sufrirás, ya lo creo que sufrirás. Resultaste ser demasiado independiente, Andrew... y un muñeco que no se deja utilizar es mera basura.

Tras decir esto con un acento de malvado desprecio, Voldemort hizo una seña que fue respondida al instante. Malfoy y Avery se acercaron a Andrew y lo cogieron por los brazos. Tan sólo aquella presión en sus magullados brazos bastó para hacerle ver las estrellas. Aturdido, se sintió arrastrado fuera de la habitación y llevado medio a rastras a través del pasillo y las escaleras que daban al primer piso. No podía entender cómo había sabido Voldemort lo de su traición, todo había pasado demasiado rápido, pero eso ya no importaba. Iba a morir. Seguro que lo matarían. En el fondo no era morir lo que más le fastidiaba, hacía tiempo que había perdido el miedo a la muerte, lo que realmente lamentaba era haber perdido. No haber conseguido su propósito. No haber conseguido el dominio total del tiempo y haberse hecho con el poder más grande que existía. Pero de todas formas Voldemort estaba acabado de cualquier manera, tanto los magos como los muggles, todos estarían algún día contra él. Ése era el futuro. ¿Y qué si él no lo había podido cambiar? Voldemort moriría y eso, de alguna manera, le resultaba un consuelo.

Malfoy y Avery continuaron tirando de él hacia el piso de abajo, pero no se detuvieron aquí, sino que continuaron bajando por unas estrechas escaleras que había tras una vieja puerta de madera. Una amplia pero mal iluminada sala, constituía el sótano de la mansión Ryddle. Un sótano como suelen ser los sótanos, húmedo, sucio y con aspecto de llevar en abandono más tiempo de lo debido. Lo condujeron hasta el fondo de la habitación dónde había otra puerta, una puerta metálica. Un alohomora por parte de Avery fue suficiente para abrirla. Andrew se sintió empujado dentro de otra sala, más pequeña y sucia que la anterior pero con un poco más de luz. El impacto contra el suelo hizo que reaccionara y regresara al mundo de los vivos. Se incorporó algo desorientado y se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo Malfoy cerraba la puerta y giraba una pesada llave metálica en la cerradura. En un impulso reflejo se abalanzó sobre la puerta y miró por una estrecha rejilla que había a la altura de sus ojos, sólo para ver la mueca burlona que le dedicaba Lucius Malfoy.

— Bueno, hasta aquí hemos llegado, ¿no te parece? —dijo completamente encantado—. Este es el fin de la carrera del grandioso Andrew Darkwoolf... y debo añadir que me siento orgulloso de ser el causante.

— ¡Tú! ¡Maldito desgraciado! —gritó Andrew con furia, confirmando lo que se había ido imaginando desde hacía unos momentos—. Habría que ser demasiado imbécil para no darse cuenta. Tú me has delatado, ¿no es así?

— En efecto, Darkwoolf, yo te he delatado, porque jamás me caíste bien. Eres demasiado arrogante y me robas méritos con demasiada facilidad. No podemos existir en el mismo planeta, amigo mío.

— Ya veo —respondió Andrew mirando a Malfoy con un desprecio incluso mayor que el de antes—. Parece que al final te has salido con la tuya... eres un mierda, Malfoy. Da igual a quién quites de en medio, eso no cambiará lo que eres. De todas formas, ¿por qué no me cuentas la interesante historia de cómo lo averiguaste?

— Como quieras —dijo el otro que se sentía con suficiente humor como para ignorar los insultos de Andrew—. En realidad, Darkwoolf, no fuiste tan inteligente como creías. Hace mucho tiempo que vengo buscando la manera de deshacerme de ti. Me molestaba tu presencia demasiado como para tolerarla por más tiempo... así que decidí vigilarte de cerca y aprovechar cualquier error. Fue un fallo muy idiota por tu parte el bajar la guardia dentro de Hogwarts, y más todavía sabiendo que mi hijo estudia en ése colegio y recibe clases tuyas.

Andrew estuvo a punto de abofetearse. ¡El enano Malfoy! ¿Cómo podía habérsele pasado por alto? Sin duda debió de oír alguna conversación privada y se lo había chivado todo a su padre. Jodido mocoso... jodidos Malfoy... estaba visto que él y los Malfoy no estaban hechos para llevarse bien.

— Muy bien, Malfoy, actuaste con mucho acierto, pero respóndeme a una última pregunta: ¿Por qué me has traído aquí? —dijo Andrew disimulando su contrariedad—. Voldemort quiere matarme, ¿no es así?

Malfoy sonrió con malicia antes de responder.

— Lo cierto es, Darkwoolf, que no debería decirte esto, pero ya que se trata de ti haremos una excepción —Malfoy no hizo ninguna clase de esfuerzo para disimular el evidentísimo deleite que le provocaba la penosa situación de Andrew—. Voldemort no tiene ni ha tenido nunca intención de matarte. ¿Sabes en qué ha estado trabajando estos últimos meses durante los cuales has estado fuera? En una maldición que le llevará a la cima. Una maldición para convertir en esclavo a todo el que se le antoje. Mucho más potente que la maldición imperius, sin posibilidad de resistencia... una maldición para convertir en marionetas a todos los hombres que desee, simples marionetas con una devoción ilimitada hacia él, carecientes de voluntad. Y me parece que tú vas a tener el grandísimo honor de ser el primero en probarla.

Andrew se puso pálido como la cera. Ésta vez fue incapaz de disimular el horror que le habían producido las palabras de Malfoy. Con el terror asomando en los ojos se separó de la puerta mientras Malfoy soltaba una carcajada burlona dedicada exclusivamente a él.

Todo el mundo teme algo más que a cualquier otra cosa, todos tenemos nuestra pesadilla particular. La peor pesadilla de Andrew Darkwoolf no eran los dementores, ni los mortífagos, ni Voldemort, ni siquiera la muerte... su peor pesadilla era perder por completo la capacidad de decidir y pensar por sí mismo. Convertirse en una marioneta, tal como había dicho Malfoy. Tener que servir a alguien con exagerada devoción, perder para siempre su férrea voluntad. Sin duda Voldemort lo sabía, sabía cuál sería el mejor castigo para él, no perdonaba la traición... la muerte era algo demasiado rápido, sin sufrimiento, algo que a su juicio no era suficiente para redimir una falta como la tremenda traición de la que había sido víctima.

— ¿Qué te pasa, Darkwoolf? —preguntó Malfoy con sorna—. De repente no pareces tan decidido. ¿Te asusta la perspectiva? La verdad, debo reconocer que no es muy alentadora.

— Si salgo de esta, Malfoy, si salgo de esta —dijo Andrew mirando hacia la rejilla con una rabia fruto de la súbita desesperación y del terror que se habían apoderado de él—... te juro que haré lo posible para destrozarte la vida. No te quepa ninguna duda.

— Tú lo has dicho, si sales de esta... pero no saldrás. Éstos van a ser los últimos días que te queden de libertad, Darkwoolf. Te recomiendo aprovecharlos.

Andrew torció una sonrisa en su rostro y miró a Malfoy con una expresión diabólica.

— En ése caso seguiré tu consejo... me daré un último gusto Malfoy. Voy a derretirte esa cagada de mosca que tienes por cerebro.

Malfoy no tuvo tiempo de reaccionar. Nada más acabó de decir esto Andrew, cuando sintió que un terrible dolor le inundaba la cabeza. Con un grito de dolor y poniéndose más pálido de lo habitual, se derrumbó completamente y rodó por el suelo cogiéndose la cabeza con ambas manos. Horribles exclamaciones agónicas surgían de su boca mientras se arrastraba por el suelo tratando de huir del insoportable dolor que le atormentaba. Había olvidado que Andrew no siempre necesitaba la varita para hacer magia.

— ¡Avery! —consiguió exclamar Malfoy entre grito y grito—. ¡Avery! ¡Haz que pare, páralo!

Avery, que había permanecido al margen durante toda la conversación, se lanzó rápidamente hacia la puerta y dirigiendo su varita a través de la rendija exclamó:

— ¡Crucio!

Ahora fue Andrew el que se derrumbó. Todavía no se había recuperado de la primera maldición y no estaba en condiciones de soportar otra. Nada más caer Andrew, los dolores de Malfoy cesaron. Se puso en pie con dificultad, sujetándose la cabeza. Avery apartó la varita y Andrew se recuperó, aunque sufriendo punzantes dolores por todo el cuerpo. Por suerte, la maldición de Avery no había tenido ni comparación con la de Voldemort. Permaneció sentado en el suelo y miró hacia la puerta dónde vislumbró los fúricos ojos grises de Malfoy a través de la rendija.

— ¡Eres un imbécil, Darkwoolf! ¡Puedes hacer lo que quieras, estás acabado! ¡Y nadie podrá quitarme el gusto de haber sido el causante de tu desgracia!

Y diciendo esto, se dio la vuelta y salió del sótano completamente furioso, aún sintiendo terribles jaquecas, seguido muy de cerca de Avery. Andrew se quedó solo por fin. Solo y encerrado.

Ignorando las punzadas que todavía le acometían por todo el cuerpo, se puso en pie y consideró su situación. No dejaba de ser gracioso el hecho de que a pesar de todo, y gracias a Malfoy, hubiera logrado cumplir el propósito por el cual había entrado en aquella mansión. Ahora sabía lo que pretendía Voldemort. Convertir en sus marionetas a los magos más poderosos del mundo. Simple, pero eficaz. Una idea brillante.

Decidido a hallar una forma de escapar antes de convertirse en conejillo de indias de los macabros experimentos de Voldemort, se dispuso a examinar la habitación. Parecía una antigua leñera. Las paredes eran de piedra húmeda y no debía medir más de tres metros cuadrados. En la parte más alta de la pared del fondo, cerca del techo, había un pequeño ventanuco redondo, apenas lo bastante grande para meter la cabeza. Andrew se estiró para mirar por él. Daba a ras de suelo del jardín y a través del sucio cristal se distinguían algunas briznas de hierba. Demasiado pequeño para escapar por él, y sin varita, no podía siquiera agrandarlo. Pero el mirar hacia fuera le dio una idea. Después de todo, disponía de otros medios.

— "Bien —pensó con renovadas esperanzas—, ha llegado la hora de usar la magia mental para algo más inteligente".