25. Magno imperium
Harry dio un respingo y la pluma que sujetaba entre sus dedos se escurrió cayendo sobre el pergamino de la mesa, causando un considerable borrón sobre la redacción que con tanto esmero había estado escribiendo. Ron miró a Harry un segundo y acto seguido siguió su mirada hacia la puerta de la biblioteca. Harmione, que había estado observando los movimientos de los dos niños, dejó su propia pluma en el tintero y los miró extrañada.
— ¿Qué pasa? —inquirió Krysta levantando la cabeza de sus apuntes y adelantándose a Hermione en la pregunta.
— Harry, ¿tú también lo has oído? —preguntó Ron con desconcierto.
— Sí, creo que si... ¿no venía del jardín? —respondió Harry apartando la mirada de la puerta y posándola en su amigo.
— ¿Oír qué? ¿De qué habláis? —preguntó Hermione cada vez más perdida.
— He oído un estallido... o algo así. Venía de fuera —le explicó Ron—. Harry, ¿Qué crees que...?
Ron no pudo terminar la frase, porque un segundo estallido, esta vez claramente procedente del vestíbulo hizo que se interrumpiera. Esta vez, Krysta y Hermione se sumaron a las expresiones de sorpresa de sus amigos. Lo habían oído, y no sonaba precisamente bien. Los chicos se miraron sin decir nada, pero evidentemente extrañados. Parecía que alguien estuviera haciendo magia en el jardín, pero ¿quién podría ser? ¿Y qué clase de hechizos usaba que se oían desde la biblioteca? Sin duda, aquello no era normal.
Harry, Ron, Hermione y Krysta no eran los únicos asombrados. Por entre una estantería de libros aparecieron una chica y un chico de sexto de Hufflepuff, que miraron hacia la puerta con una expresión de desconcierto idéntica a la que había puesto Ron momentos antes. Casi al mismo tiempo, desde otra parte de la biblioteca aparecieron otros dos de tercero de Slytherin y el mismo Neville, que sujetaba entre sus manos temblorosas a su sapo Trevor.
— Eh, chavales —dijo el chico de Hufflepuff—. ¿No habéis oído algo raro que venía de fuera?
— Sí, eso comentábamos —respondió Hermione—. Sonaba muy extraño, ¿verdad?
— Sí, yo también lo he oído —añadió Neville, algo pálido—. Estaba buscando a Trevor debajo de la estantería cuando ha sonado como una explosión y momentos después otra más fuerte. ¿Qué pensáis que será?
— Sí, ¿qué puede ser? —repitió Krysta frunciendo el ceño.
— ¡Mierda!
Todos se giraron a un tiempo para mirar a Harry, que se había puesto en pie de pronto y estaba lívido.
Lo que dijo Shizlo. ¿No podría ser que…?
Hermione, Ron y Krysta se miraron, comprendiendo.
— ¡Hay que avisar al director!
Harry salió a todo correr de la biblioteca, sin percatarse de que Ron, Hermione, Krysta, Neville y algún que otro alumno habían salido detrás de él. Ninguno sabía qué era lo que Harry tenía en mente, pero el chico parecía muy preocupado. Si era lo que él creía que era... ¿pero cómo era posible? No podían coincidir las fechas, habían hecho los cálculos y no debía ocurrir nada hasta dentro de dos semanas. Claro que los espíritus podían haberse equivocado.
La extraña comitiva estaba llegando ya a las escaleras que daban al pasillo de la gárgola, cuando un sombra negra con capa y cara de enfado. Harry se quedó parado un momento sin entender bien qué pasaba cuando de repente cayó en la cuenta de que la extraña sombra no era otra cosa que el profesor Snape. Agobiado, empezó a soltar una retahíla de excusas sin sentido, para quitárselo de en medio cuanto antes. No era plan de exteriorizar sus temores delante de tanta gente, podía cundir el pánico.
— ¡Silencio Potter! —exclamó el profesor cada vez más exasperado—. Más le vale dejar de decir estupideces y darme una explicación convincente para éste alboroto si no quiere quedarse sin un solo punto.
— ¡Pero tengo que hablar con Dumbledore! —saltó el niño, furioso—. ¿No ha oído el ruido? ¿Es que además de imbécil es sordo?
De repente, Harry se dio cuenta de lo que había dicho y se tapó la boca con las manos, mientras algunos alumnos hacían todo lo posible por aguantarse la risa. La faz de Snape fue pasando por diversos estados de expresión y color, hasta que la cara de loco iracundo que culminó el proceso hizo retroceder a Harry un par de pasos. El niño ya empezaba a temer por su vida, cuando alguien se presentó providencialmente para salvar la situación. Andrew Darkwoolf vino corriendo por el pasillo y se interpuso entre el profesor y el alumno, con aspecto de estar bastante agitado.
— ¡Severus, deja la bronca para otro momento! Hay que hablar con el director inmediatamente... hoy es el día —explicó éste lo más rápido que pudo, impregnando de un especial significado las dos últimas palabras.
— ¿El día? —respondió Snape mirando al otro sin entender— ¿Qué dí...? —De pronto se puso pálido como la cera al tiempo que culminaba su frase—: Maldita sea.
Andrew asintió significativamente con la cabeza, mientras los alumnos los miraban sin entender absolutamente nada. Sin embargo, Snape sí que había entendido y saltando de pronto como un resorte echó a correr en dirección a las escaleras hacia las que momentos antes había intentado llegar Harry mientras gritaba:
— ¡Hay que avisar al director!
— ¡Eso es lo que yo le decía! —protestó Harry, exasperado.
Snape no le prestó atención y siguió corriendo, pero no pudo llegar muy lejos porque chocó contra alguien que en ése preciso instante bajaba las escaleras. Cuando el profesor de pociones consiguió reponerse de la sorpresa y ver contra quién había chocado, se encontró cara a cara con el director de Hogwarts que venía acompañado de Shizlo.
— Bueno, aquí está —dijo éste último adelantándose para hablar con Andrew—. Tenéis que alzar defensas enseguida, ya no me cabe ninguna duda. Es hoy.
— ¿Cómo pudiste equivocarte en algo tan importante? —le preguntó Andrew, irritado.
— No es culpa mía, la historia no para de cambiar. El tiempo no es algo fijo, nada está escrito. Si Yala y yo sentimos esa perturbación es probablemente porque vosotros no paráis de juguetear con esa piedra que tanto os gusta, viajando de aquí para allá y distorsionándolo todo.
Algunos alumnos miraron al espíritu de cuarto menguante con cierta alarma y Dumbledore le hizo un gesto para advertirle que no debía hablar más. Si los alumnos comprendían el alcance de lo que estaba pasando el terror se iba a generalizar. Shizlo enmudeció y se hizo a un lado, colocándose junto a Andrew. Éste no pudo responder porque su voz apareció tapada por un montón de exclamaciones dirigidas al director por parte de los alumnos.
— ¡Profesor, profesor! ¡Hemos oído un ruido que venía de fuera...!
— ¡Sí! Era como una especie de...
— ¿Lo ha oído, profesor?
— ¡Sí! ¿Qué cree usted que...?
Dumbledore alzó las manos para hacer callar a la algarabía de alumnos que tenía ante él. Cuando todos estuvieron dispuestos a escuchar, el director habló con calma pero de forma grave.
—Calma, ante todo calma —empezó éste—. Yo también he oído el ruido y no quiero alarmaros, pero sería conveniente que volvierais todos a vuestras respectivas salas comunes y permanecierais ahí hasta que los profesores hayamos descubierto el origen de todo éste escándalo. Lo mejor que podéis hacer es avisar a todos los alumnos que encontréis por el camino y esperar sin intentar nada raro a que todo esté resuelto, ¿entendido?
Si, estaba entendido, pero Harry, Ron, Krysta y Hermione que ya se olían a qué venía la alarma de los profesores desde hacía rato, no estaban en absoluto de acuerdo con el plan... o por lo menos, no Harry. Él no se iba a quedar de brazos cruzados mientras la escuela podía estar en peligro. Le parecía injusto e ilógico. Quería ayudar. Iba a protestar enérgicamente, cuando un estruendo claramente procedente de algunos pisos más abajo se dejó oír y llegó hasta el pasillo en el que se encontraban. Todos dieron un respingo de alarma y se miraron unos a otros asustados.
— ¡Venga! ¿A qué esperáis? —exclamó Dumbledore—. ¡Haced lo que os he dicho, rápido!
Los alumnos, asustados por la urgencia de Dumbledore, salieron corriendo en diversas direcciones para dirigirse a sus salas comunes, a la vez que Dumbledore pedía a los dos profesores que le siguieran y se encaminaba hacia el vestíbulo. Harry, por su parte, salió corriendo en dirección contraria, hacia la biblioteca. Hermione, Ron y Krysta, cuya sala común estaba en la misma dirección, lo siguieron un tanto preocupados. Sin embargo, al llegar a la primera bifurcación del pasillo, tomó una dirección equivocada, o por lo menos, eso le pareció a Hermione.
— ¡Eh, Harry! —exclamó la chica—. ¡Que por ahí no es! Nuestra sala común no está...
Hermione se interrumpió al ver la decidida expresión de Harry, y lo miró sin entender, esperando una buena explicación. Harry, por su parte, ya no corría sino que estaba recorriendo el pasillo lentamente, buscando algo al parecer en la pared de la derecha. Ron, pareció entender las intenciones de Harry y se acercó corriendo un tanto alarmado.
— ¿No irás... no irás a hacer lo que creo que vas a hacer, verdad? —preguntó cogiendo a Harry del brazo.
Harry no le prestó atención, había encontrado lo que buscaba. Con una sonrisa de triunfo se acercó a un tapiz en el cual dos magos ataviados con túnicas de época se lanzaban hechizos de forma muy poco amigable el uno al otro. Con un rápido movimiento de la mano descorrió el tapiz y ante él apareció un hueco en la pared de piedra que daba a unas empinadas y oscuras escaleras bastante desgastadas. Los caballeros del tapiz empezaron inmediatamente a protestar a base de voces y vocablos arcaicos. Hermione y Krysta se acercaron intrigada.
— ¿Pero qué haces? ¿A dónde pretendes ir por ahí? —preguntó Krysta mirando hacia las escaleras.
— Sí, yo tampoco conocía éste sitio, ¿qué es? —apoyó Hermione.
— Es "la salida secreta de Fred y George" —respondió Ron con cierta ironía—. O por lo menos lo era, hasta que en su tercer curso Snape los pilló intentando escaparse por ahí de noche. Mis hermanos nos la enseñaron hace tiempo a Harry y a mí, pero no sirve para nada. Esta salida se la conocen todos los profesores.
— Espera, espera —cortó Hermione—. ¿Salida? ¿Quieres decir que esto lleva a fuera del castillo?
Krysta abrió mucho los ojos y se acercó a Harry, que ya empezaba a bajar las escaleras. Lo retuvo, tirando de su túnica, antes de que el niño pudiera dar un paso más. Éste se dio la vuelta, molesto. Sin embargo, la niña no le dio oportunidad de protestar.
— ¿Pero es que estás loco o qué? —dijo ella, preocupada—. ¿No has oído a Dumbledore? Si lo de ahí abajo es lo que temíamos que fuera, lo mejor que podemos hacer es quedarnos en el castillo. Salir ahora es una estupidez. ¿Crees que podrás hacer algo?
— Pueda o no, siempre será mejor intentarlo que quedarse de brazos cruzados —replicó Harry, cabezón—. Haced lo que queráis, yo comprobaré por mi mismo lo que pasa, y si es un ataque... pues bueno, trataré de ayudar a Dumbledore.
Y tras decir esto, se zafó de Krysta y echó a correr escaleras abajo, hasta que se lo tragó la oscuridad. Los otros tres se quedaron mirándose unos a otros sin saber muy bien qué hacer, hasta que finalmente, la voz airada de Hermione cortó el suspense exclamando:
— ¿Y bien? No pensaréis quedaros ahí parados, ¿no? — y con actitud resuelta, se dirigió hacia las escaleras para después bajarlas, siguiendo a su amigo, y dejando a los otros dos un tanto confundidos.
Harry alcanzó el jardín, justo cuando llegaban a sus oídos una gran cantidad de estallidos y alteradas voces humanas. Asustado por el cariz que tomaban los acontecimientos, apartó una molesta rama de hiedra que tapaba el hueco de la salida y se lanzó a todo correr bordeando el edificio de piedra. Pero no había corrido mucho, cuando una voz lo hizo detenerse.
— ¡Harry, no corras! ¡Espera!
Harry se dio la vuelta y vio como Hermione se quitaba de encima unas ramitas de hiedra, al tiempo que corría hacia él, varita en mano. No tardaron en aparecer, por detrás de ella, los dos que faltaban: Krysta y Ron. Poco después, los tres se reunían con él junto a la pared del castillo. En seguida advirtieron el escándalo que provenía de la parte frontal del enorme edificio, y miraron a Harry asustados.
— ¿Entonces...? ¿Sí que es un ataque? —preguntó Ron, poniéndose pálido—. Me refiero... ¿todo ese ruido...?
— No estoy seguro—respondió Harry.
— Bueno, pues ya que estamos aquí vamos a ver que pasa —sugirió Krysta.
Los otros asintieron y echaron a andar de nuevo. Harry se lamentaba de no haber cogido la capa invisible, pero no iba a volver ahora. En realidad, los cuatro estaban tan excitados y asustados, que no llegaban a percatarse de la gravedad del asunto. Se preguntaron si todos los alumnos estarían a salvo en su sala común y si sería posible evitar que los atacantes entraran en el castillo.
Con el corazón en un puño, se apresuraron para llegar cuanto antes al origen del bullicio. Bordearon el castillo, ocultándose a cada momento entre los primeros matojos o recodos que encontraban, hasta que se abrió ante ellos el enorme espacio del jardín frontal de Hogwarts. Lo que vieron los sobrecogió de pura sorpresa. Aquello era un auténtico caos. Los resplandores cegaban sus ojos a cada instante, mientras que un montón de estallidos, explosiones, gritos amenazantes o suplicantes les maltrataban los oídos. Por doquier se veían figuras negras y encapuchadas, que corrían de un lado para otro tratando de alcanzar a alguien con sus hechizos. Cerca de la entrada, al parecer defendiéndola, se encontraban Sprout y McGonagall. Entre la confusión de cuerpos que saltaban y corrían, distinguieron a Hagrid y Snape, tratando de reducir a un grupo numeroso de mortífagos que se les había echado encima. De pronto, por detrás de McGonagall y el director, apareció el diminuto profesor Flitwick, que salió del castillo dispuesto a armar guerra, seguido de un bonito ejército de armaduras encantadas que se lanzaron contra los atacantes. Pero los niños se asustaron de verdad cuando descubrieron varios cuerpos tirados por el suelo, alguno que otro de los mortífagos, y un par perteneciente a profesores de Hogwarts.
— ¡Oh, Dios mío! —exclamó Ron, al borde de la histeria—. ¿Pero cómo es posible que la cosa haya llegado tan lejos? ¡Y en apenas unos minutos!
— Son demasiados... —murmuró Harry, lívido—. Son muchos, muchos... demasiados. No eran tantos aquella vez, ¿cómo puede ser qué...?
Los otros lo miraron, asustados. Sabían a qué se refería, pero no les gustaba nada. Porque además, era cierto. El enemigo les superaba en número y probablemente les igualaba en destreza. Y para colmo entre los profesores no veían ni a Dumbledore ni a Andrew. ¿Dónde se habían metido?
— Oíd, aquí no estamos a salvo —susurró Krysta—. Deberíamos buscar un sitio mejor para...
Krysta no pudo aclarar para qué, pues de repente, un estallido a sus espaldas les hizo dar un respingo. Al darse la vuelta se encontraron cara a cara con un grupo de mortífagos enmascarados, que se habían separado de los otros buscando una forma mejor de atacar, o alguna clase de entrada secreta. Un segundo hechizo, esta vez disparado con mucho más acierto, hizo que los cuatro se separaran de un salto repentino, para esquivar el impacto fatal. Tras los primeros segundos de confusión, los niños se levantaron y echaron a correr para huir de los furiosos atacantes, que se habían empeñado en darles caza. Corrieron todo lo rápido que pudieron, mientras junto a sus orejas pasaban rayos de todos los colores. Salieron al jardín delantero y, poniéndose de acuerdo sin mediar palabra, cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia los invernaderos. Consiguieron alcanzar el recinto sin más magulladuras que un insoportable flato, pero aún no estaban a salvo, no hasta que consiguieran desaparecer de vista. Así, que no encontrando nada más a mano, se lanzaron de cabeza detrás de unas macetas que contenían unos espesos arbustos, dónde podrían, al menos, recuperar el ritmo cardíaco normal. El problema fue que la idea no había sido demasiado original, pues el seto en cuestión ya estaba ocupado.
— ¡Ay! —protestó una voz en el oído de Harry.
Los cuatro recién llegados se dieron la vuelta, muy cerca del infarto. Pero en seguida vieron que no había nada de qué preocuparse. Al mirar hacia la voz, se encontraron con tres alumnos, una de quinto de Ravenclaw y dos de cuarto de Hufflepuff, que estaban aterrados, pero parecían bastante aliviados al encontrarse con ellos y no con un enemigo.
— ¿Vosotros también estáis por aquí? —preguntó la Ravenclaw, asombrada.
— ¡Lara! —exclamó Hermione, al reconocer a su compañera de la clase de aritmancia—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Por qué no has ido a tu sala común?
— ¿Pero que te crees, que lo hago por hobby? —protestó la otra, fastidiada—. He venido a los invernaderos para consultarle una duda a la profesora Sprout, y me he encontrado con Tam y Bruce —explicó, señalando a los dos niños de Hufflepuff—. La estábamos esperando, cuando de repente hemos oído un estallido, seguido de otros dos más fuertes. Y en eso que salimos y nos encontramos a un grupo de animales tratando de tirar la puerta del castillo abajo. No nos hemos atrevido a salir, de puro miedo, pero entonces han aparecido Dumbledore y algunos profesores y los han hecho retroceder, aunque me parece que la cosa no ha mejorado.
— No, no ha mejorado — afirmó Krysta—. Se ha iniciado toda una batalla en el jardín.
— Pero... pero... —preguntó uno de los otros niños—. ¿Por qué nos atacan? Así, de repente...
— No hagas preguntas tontas, Tam —se quejó Lara—. Ésos de ahí fuera no necesitan un por qué. ¿Te olvidas de que Quién-Tú-Sabes ha vuelto? La cosa no podía estar tranquila demasiado tiempo.
Tam se puso pálido y miró a Bruce, cuya expresión era en todo una copia a la de su amigo.
— Pero yo creía que todo había sido una falsa alarma —dijo este último, con un hilillo de voz—. Que Quién-Vosotros-Sabéis no había vuelto a la vida de verdad.
— Sí, ya, eso creen casi todos —le respondió Ron—. Pero yo de vosotros habría hecho caso a Dumbledore, no se inventó nada de lo que nos contó en el último discurso, el año pasado. Aunque el idiota de Fudge diga lo contrario.
Los niños asintieron con la cabeza, anonadados, mientras Harry, Hermione y Krysta discutían con Lara sobre qué hacer. La niña no parecía muy dispuesta a abandonar su escondite, pero lograron convencerla de que era una estupidez quedarse quieto esperando a que cualquiera te encontrara. Finalmente llegaron a la conclusión de que lo mejor era regresar al castillo, utilizando la salida secreta que ellos habían atravesado hacía poco. Harry comprendió que a pesar de querer ayudar, lo único que conseguiría sería estorbar a los profesores. Había demasiados mortífagos y para colmo, estaban en peligro las vidas de algunos alumnos... entre ellas las suyas propias. Mejor dejar el trabajo a los expertos.
Resueltos a alejarse del peligro, se pusieron en pie y salieron del invernadero sigilosamente. Caminando lo más silenciosamente posible, comenzaron a bordear el castillo de nuevo, pero por la parte trasera. Se pegaron a la pared de piedra y los siete, en fila india, avanzaron con discreción, mirando en cada recodo para asegurarse de que no había moros en la costa. Al cabo de un rato de gran tensión y nervios, llegaron a la cara del castillo en la cual se hallaba la entrada oculta. Más que aliviados, se olvidaron un tanto del sigilo y caminaron rápidamente hacia la gran mata de hierba que ocultaba la entrada. Ya estaban llegando, cuando a Lara le pareció oír unos pasos por detrás de ella. Trató de girarse para ver qué era, pero antes de que pudiera reaccionar, sintió cómo una figura desconocida se le acercaba por detrás y la cogía del brazo, haciendo que diera un respingo y lanzara una exclamación de terror.
El terror y el caos reinaban en los terrenos de Hogwarts. Mientras los alumnos permanecían asustados dentro del edificio, los profesores hacían todo lo posible por deshacerse de los atacantes. Sin embargo, ignoraban que no todos los alumnos de Hogwarts estaban a salvo. Al tiempo que Harry, Ron, Hermione y Krysta trataban de alcanzar la entrada secreta al castillo, otros alumnos, en su mayor parte de séptimo curso, hacían lo posible por escapar de una asesina horda de enemigos encapuchados. Al igual que Lara, Bruce y Tam, habían tenido la mala suerte de hallarse fuera del castillo en el momento que se inició el ataque. Ahora huían desesperadamente tratando de encontrar cualquier posible entrada al edificio.
— ¡Venga, maldita Ravenclaw! ¡Mueve el trasero de una vez! —exclamó un Slytherin tirando de la manga de una compañera de séptimo.
La chica obedeció, pero parecía un tanto perdida. Echó a correr mientras un rayo verdoso pasaba zumbando peligrosamente cerca de su cuello. A pesar de que los mortífagos se acercaban cada vez más, le costaba mucho correr. Buscaba a alguien con la mirada.
— ¿Pero qué demonios te pasa, Aerin? —le espetó otro amigo de su casa—. ¡Nos cogerán por tu culpa!
Ella le devolvió la mirada a su compañero mientras un nuevo hechizo les estallaba justo al lado.
— ¡No veo a ésa niña de cuarto... Ginny! —respondió ella, preocupada—. Estaba con nosotros antes de que nos encontraran, y ahora no...
Un grito estridente y desgarrador interrumpió las palabras de Aerin, e hizo que se detuviera en su carrera. Los mortífagos ya no los perseguían, sino que se habían reunido en un pequeño círculo no muy lejos. Uno de ellos tenía la varita alzada, de espaldas a los fugitivos y apuntaba con ella a una niña pelirroja que estaba completamente pálida y se retorcía rodando por el suelo.
— ¡Ginny! —chilló Aerin.
Y sin pensárselo dos veces, salió corriendo en dirección al presunto mortífago que estaba torturando a la niña. Los otros trataron de detenerla, pero fueron demasiado lentos y no lograron cogerla antes de que echara a correr. Así que la joven salió a toda velocidad hacia el grupo de enemigos y se colocó detrás del principal atacante. Y antes de darse cuenta de lo que hacía, levantó el pie derecho y descargó un soberano puntapié sobre el trasero del mismo. Éste, cogido por sorpresa, apartó la varita liberando a Ginny, pero cuando se dio la vuelta, Aerin se quedó sin resuello. En realidad, todos los allí presentes, alumnos y mortífagos se habían quedado anonadados. Porque el tal atacante resultó ser el mismísimo Señor Tenebroso en persona, cuyos ojos irradiaban chispas de asombro, furia y malicia a un mismo tiempo.
— Eh… eu… ah… joder... —Aerin no lograba que sus palabras tuvieran un mínimo de inteligencia a pesar de pertenecer a la casa de la sabiduría. Estaba aterrada, esperaba lo peor.
— "¡Imbécil! —se dijo mientras cerraba los ojos, tratando de no ver lo que le esperaba—. ¿No podías mirar antes de hacer una cosa tan absurda? ¡La has cagado, Aerin!
Los alumnos que acompañaban a Aerin contenían la respiración dolorosamente mientras ella permanecía tiesa y con los ojos muy apretados, esperando a que la maldición asesina la golpeara de lleno. Pero eso no llegó a suceder. Voldemort ya tenía levantada la varita, cuando Aerin sintió, a través de sus ojos cerrados, cómo un intenso resplandor la rodeaba y un extraño remolino de viento la elevaba y tiraba de ella levantándola del suelo y arrastrándola lejos del mundo físico. Al cabo de un rato notó que se detenía y que sus pies se apoyaban sobre la dura superficie del suelo. Abrió los ojos, anonadada, y se quedó de piedra cuando se encontró con la vista clavada directamente sobre unos profundos ojos azules que le devolvían una mirada intensa.
— ¡Profesor Darkwoolf! — exclamó, dando un respingo.
— Sí, sí, profesor Darkwoolf —le respondió el otro, severamente—. ¿Se puede saber en qué pensabas? Menos mal que he podido desapareceros a tiempo.
— ¿Desaparecernos? Pero q...
— ¡Aerin!
La chica se giró, sorprendida y se encontró con todos los compañeros que hacía un momento huían junto a ella, incluida Ginny. Apenas podía creer en su suerte.
— Y ahora salid de aquí. Ya —les ordenó el profesor con autoridad—. Dumbledore se está encargando de Quién-Vosotros-Sabéis, no puedo estar pendiente de vosotros.
Los alumnos asintieron y salieron corriendo en dirección contraria. Aerin iba a seguirlos cuando Andrew la retuvo.
— Por cierto, Aerin, aquello de la patada...
La chica se puso pálida, esperando lo que sin duda iba a ser una buena regañina y probablemente un descenso de puntos.
—...bueno, como defensa contra las artes oscuras resulta un tanto rudimentario, pero tendrías que haber visto la cara de Voldemort. ¡Ha sido buenísimo!—concluyó Andrew, encantado, dando unos golpecitos en la espalda de la alumna.
Ésta le dio las gracias aliviada y se despidió del profesor mientras se le subían los colores misteriosamente. Luego siguió a los demás hacia el castillo.
Andrew sonrió mirando cómo se alejaban y fue a darse la vuelta, cuando algo junto a la pared del castillo llamó su atención. Siete figuras vestidas con el uniforme del colegio caminaban sigilosamente tratando de pasar lo más desapercibidos posible. El profesor los reconoció casi de inmediato y se acercó corriendo hacia ellos. Los alcanzó por detrás, en el momento en que apresuraban el paso en dirección a una mata de hierba cercana, que trepaba por la pared de piedra. Tratando de detenerlos, se acercó por detrás a la alumna que iba en último lugar y la cogió del brazo. La niña soltó una breve exclamación de miedo y sorpresa, reaccionando rápidamente y dándose la vuelta irreflexivamente.
— ¡Déjame, asesino!
Y con toda la decisión y fuerza que le quedaban, le propinó al confundido profesor un puñetazo en la tripa que le hizo ver las estrellas. Andrew se dobló sujetándose el estómago con ambas manos y gimió, pugnando por recuperar la respiración. La alumna, al reconocer a su víctima, apartó el puño azorada y miró a su profesor con los ojos dilatados mientras Harry, Ron, Hermione y Krysta disfrutaban de la deliciosa escena.
— ¿Se... puede... saber —trataba de decir Andrew, dolorido—...a que ha venido eso, Lara?
— Perdone, profesor —respondió Lara, diciendo lo primero que se le ocurrió—. Pensé que quizá estaba usted bajo la maldición imperius.
— Pues si esta es tu manera de comprobarlo no cuentes con mi aprobado en defensa contra las artes oscuras —replicó Andrew, recuperándose un poco—. ¿Qué demonios hacéis vosotros aquí?
— Nada, ya nos íbamos —respondió Krysta secamente—. Venga, vamos chicos.
— Bien, supongo que utilizaréis el túnel del ala este, entonces —dijo Andrew mirando a su sobrina con algo que no era precisamente cariño—. Avisad a aquellos alumnos de séptimo que van por allí y desapareced cuanto antes.
Sin esperar a que se lo repitieran, los alumnos se fueron andando con celeridad en busca de los otros. Mientras esperaba a que se fueran, Andrew notó cómo alguien se movía sigilosamente a sus espaldas. Una vez todos desaparecieron tras la mata de hierba, esbozó una sonrisa torcida y dijo, sin darse la vuelta:
— Baja esa varita, Nott... te aseguro que no vale la pena.
— Jamás pensé que llegarías a caer tan bajo, Tom.
Dumbledore miró con furia hacia los inexpresivos ojos de su eterno oponente. La maldad que se leía en ellos hacía que el viejo director de Hogwarts se sintiera asediado por una repentina oleada de sentimientos negativos. El otro devolvía la mirada altivamente, sin dejar translucir ninguna clase de emoción. Porque muy a pesar suyo, tenía que admitir que respetaba al viejo director, al mismo tiempo que lo odiaba. La tensión entre ambos era casi asfixiante.
— Has atacado una escuela, has hecho daño a muchos de los profesores... e incluso te has atrevido a torturar a una alumna. ¿Qué clase de amenaza puede representar para ti una niña de 14 años? —prosiguió Dumbledore, con ira y desprecio.
— No se trata de eso, viejo estúpido —respondió Voldemort con idéntico desdén—. Sabía que vendrías si hacía chillar a uno de tus patéticos alumnos... quiero mostrarte algo interesante.
Por alguna razón, Dumbledore sintió un desagradable escalofrío al escuchar estas últimas palabras. Por su parte, Voldemort se limitó a levantar la mano derecha y chasquear los dedos con una sonrisa burlona. Tras este gesto, tres figuras encapuchadas aparecieron por detrás del Señor Tenebroso y se colocaron delante del mismo, desafiantes. Dumbledore miró a su enemigo sin comprender.
— ¿Qué pretendes con eso? —preguntó, receloso.
— Tranquilo, viejo, has de saber que no eres mi objetivo esta noche —replicó Voldemort ampliando la desagradable sonrisa—. Sin embargo, tengo la impresión de que te lo vas a pasar muy bien con estos tres... sólo te diré dos palabras: Magno Imperium.
Y sin añadir nada más, se dio la vuelta con total indiferencia dejando atrás al director de Hogwarts y a sus tres mortífagos. Dumbledore comprendió de inmediato que estos últimos no estaban allí con intenciones amistosas, así que sacó su varita dispuesto a acabar con todo rápidamente y salir detrás de Voldemort. Hiciera lo que hiciera, había que detenerlo y pronto. Los oponentes, por su parte, no se hicieron de esperar. Dumbledore interceptó sin demasiada dificultad la primera lluvia de hechizos, tras lo cual respondió él mismo con otros rayos luminosos. En pocos minutos, se inició una cruenta batalla entre el mago blanco más grande de todos los tiempos, Albus Dumbledore y tres atacantes desconocidos, nada partidarios del juego limpio. El director no pudo evitar caer derribado varias veces, y observaba angustiado cómo sus oponentes le ganaban ventaja. Después de todo, él era uno solo. De pronto, un rayo rojo bien lanzado le golpeó en la tripa y lo lanzó hacia atrás unos metros, haciendo que el director viera las estrellas. Furioso, se levantó decidido a terminar de una maldita vez. La furia, el dolor y la angustia que sentía sacaron a relucir todo su poder, al tiempo que se erguía más terrible que nunca. Un aura de poder parecía rodearle mientras levantaba la varita y exclamaba su último hechizo, haciendo que una oleada de luz blanca saliera de su varita y arrastrara a los atacantes, dejándolos inconscientes.
Dumbledore se derrumbó, agotado, y esperó hasta sentirse con fuerzas para levantarse. Una idea terrible le rondaba la cabeza desde hacía rato. Oprimido por una especie de malestar y preocupación, se acercó al cuerpo que tenía más cerca y le arrancó la capucha de un movimiento. Una oleada de terror y pena le invadió, porque el rostro que apareció ante sus ojos no le era en absoluto desconocido.
Un grito de agonía rasgó el aire mientras un oscuro fardo se revolcaba por el suelo. Andrew observó a su víctima con indolencia al mismo tiempo que ésta recordaba súbitamente por qué apenas unos meses antes le había tenido tanto respeto al segundo de su señor.
— Vamos, Nott —dijo éste último apartando la varita con prepotente indulgencia—. Seguro que puedes hacerlo mejor.
Al sentirse liberado de la maldición, Nott trató de levantarse con sus temblorosas piernas. Pero nada más lo logró, éstas le fallaron y volvió a derrumbarse contra el suelo. Andrew resopló, hastiado, y levantó de nuevo la varita decidido a terminar del modo más rápido, cuando una fría y aguda voz lo interrumpió desde atrás.
— Ése cruciatus dejaba mucho que desear, Andrew. ¿Has perdido facultades?
El aludido detuvo la maldición y se dio la vuelta, permitiendo así que Nott se escabullera. Pero no le importó. El recién llegado le interesaba mucho más. Sonrió mientras le dedicaba definitivamente su atención.
— Oh, Voldemort, que agradable sorpresa —dijo Andrew con sarcasmo—. Me preguntaba si Dumbledore no te estaría dando demasiados problemas.
— Dumbledore dejó de ser un problema para mí hace ya bastante tiempo —replicó el otro, con fría indiferencia—. Pronto no tendrá nada que hacer... ¿has visto lo mucho que ha crecido mi comunidad en poco tiempo?
— Por supuesto, es algo que no he podido dejar de notar —replicó Andrew con una sonrisa torcida—. Ésa nueva maldición parece funcionar muy bien... dime, ¿has venido para hacérmela probar?
Voldemort rió con maldad tras la pregunta de Andrew. Después sacó su varita y la miró meditabundo mientras contestaba, sonriendo malignamente.
— ¿Hacértela probar? No. Ya no tengo interés en ello, no necesito tu poder realmente, por útil que me pueda resultar. No, más bien venía con otra idea.
— Muy bien, ¿qué quieres de mí?
— Quiero verte pagar —Voldemort clavó una mirada de hielo sobre su antiguo segundo—. Quiero verte sufrir, retorcerte, suplicar clemencia... quiero ver cómo te derrumbas a mis pies al igual que todos los seres humanos que pueblan este deprimente planeta. Quiero ver cómo mueres pidiendo desesperadamente un perdón que nunca llegará. Andrew, quiero tu muerte.
Al escuchar estas palabras Andrew rió suavemente mientras jugueteaba con su varita, distraído. Miró a Voldemort intensamente durante varios segundos de tenso silencio. Por fin, dejó oír su fría voz.
— Pobre Señor Tenebroso... crees que el mundo es tuyo y pronto se te escapará de las manos. Los juguetes se te rompen demasiado fácilmente, Voldemort, deberías dejarme este juego a mí.
Voldemort suspiró y respondió, cansado.
— Andrew, me recuerdas demasiado a mí cuando era joven, tu inexperiencia te hace creer que eres intocable. Pero ostentar el poder significa mucho más que inspirar un poco de miedo.
— Es posible —replicó el otro con desdén—. Pero sin quererlo, sin saberlo, tú estás llevando el país hacia la destrucción... yo, en cambio, sé dónde está el límite. Y sé que respecto a eso, te llevo una considerable ventaja.
— ¿Es que no ves, Andrew, que la destrucción es algo inevitable? ¿Y qué si todo este mundo desaparece? No me importa mientras sea yo quien decida su suerte —replicó Voldemort, mirando fijamente a Andrew—. Tienes mucho que aprender... lástima que tu tiempo se acabe aquí.
Andrew miró a su antagonista con repentina seriedad y bajó el brazo que sostenía la varita, sujetándola firmemente en la mano.
— Así que estás decidido a acabar con esto de una vez... bien, no voy a salir corriendo. Veamos si eres capaz de matarme.
— Excelente... ¿preparado para un duelo justo? —preguntó Voldemort mientras levantaba su propia varita.
— Como no —replicó Andrew con ironía.
Y cruzando ambas manos detrás de la espalda, sujetando entre ellas la varita, se inclinó hacia delante en una burlona parodia de saludo respetuoso. Voldemort imitó su gesto y le devolvió el saludo.
— ¿Serías tan amable, Andrew, de hacer los honores? —dijo una vez hecho esto, sonriendo con sorna y evidente seguridad.
— Nada me haría más feliz —contestó Andrew con un tono de voz idéntico al de su oponente—. Empezaremos por algo fácil... ¿listo, Milord?
Ante el ademán de asentimiento de Voldemort, Andrew preparó su varita. Tras un segundo de meditación, estiró el brazo hacia atrás y con un rápido movimiento del mismo, adelantó el arma al tiempo que exclamaba:
— ¡Ignis Vortex!
Una gigantesca llamarada surgió de la varita del mago, lanzándose contra Voldemort y rodeándolo en una amplia circunferencia llameante, que comenzó a ascender girando vertiginosamente en círculos concéntricos cada vez más pequeños y cada vez más cerca de éste. Voldemort miró con desgana las paredes de fuego que le rodeaban mientras se aproximaban rápidamente y exclamó:
— ¡Torno aqua!
Un chorro de agua salió despedido de la varita y empezó a dar vueltas rodeando a Voldemort y acercándose hacia el otro torbellino de fuego. Ambas fuerzas giratorias chocaron a poca distancia del Señor Tenebroso, anulándose mutuamente y generando una nube de vapor densa y caliente. Con parsimonia Voldemort emergió de la nube y miró a Andrew sin interés.
— Un tanto pobre, Andrew... espero que sepas hacerlo mejor por tu propio bien.
— Sea o no por mi propio bien, te aseguro que no has visto nada de todo lo que puedo llegar a hacer, así que no te confíes, Milord.
Había algo en el tono de Andrew cada vez que pronunciaba esta palabra que sonaba particularmente ofensivo, sin embargo Voldemort se limitó a sonreír sin perder su petulante seguridad. Era su turno.
Lentamente levantó la varita hacia arriba otra vez, y mirando a Andrew con malvada burla, dijo simplemente:
— Voco Noctisdiabulus
De repente, y atendiendo a las palabras de Voldemort, empezó a surgir una especie de humo negro que ascendió hacia el cielo separándose en oscuros cúmulos nubosos que empezaron a deformarse creando extrañas figuras. Lentamente, cada cúmulo fue tomando su forma definitiva, volviéndose opaco y sólido, apareciendo de entre el humo lo que parecían extremidades con garras y alas membranosas. Al cabo de pocos segundos, donde antes había una amorfa figura nubosa, aparecieron tres seres espeluznantes parecidos a gárgolas, completamente negros y con llameantes ojos verdes que despedían una indefinible malignidad. Sin que Voldemort tuviera que hacer nada más, los tres seres agitaron las alas y se lanzaron en picado contra Andrew.
Éste había estado observando cómo las criaturas tomaban forma y las recibió con la varita ya preparada. El extraño ataque de su oponente le había pillado por sorpresa, pero si en algo era maestro Andrew eso era no dejarse llevar por el pánico. Los desagradables seres volaron en amplios círculos y espirales rodeando a Andrew. De pronto uno se lanzó en picado contra el mago, quien logró esquivar el ataque librándose así de perder la cabeza. Furioso, Andrew movió la varita y lanzó algunas bolas de luz de las cuales sólo una dio en el blanco. El ser que había recibido el impacto se agitó, dolorido, pero no cayó, sino que se lanzó a toda velocidad contra el causante de su daño dispuesto a arrancarle un brazo de un mordisco. Andrew se apartó pero no logró esquivar del todo las fauces del ser, quién le hizo un profundo y sangrante corte en el brazo izquierdo. Un segundo bicho se lanzó contra él, derribándolo y dejándolo sentado en el suelo. Luego se elevó dispuesto a rematar el golpe, sin embargo, Andrew ya había perdido la paciencia. Rápidamente se puso en pie y adelantando la varita una vez más exclamó:
— ¡Propugnatio spirictu!
Un fugaz resplandor azul iluminó la zona, cegando a los duelistas durante medio segundo. Tras el deslumbramiento, Voldemort pudo ver cómo de la varita de Andrew surgía un relámpago azul que se lanzaba contra sus criaturas sin apenas darles tiempo a respirar. El relámpago en cuestión golpeó a un criatura lanzándola contra el suelo, dónde se volatilizó convirtiéndose de nuevo en una masa gaseosa. Después atacó a la segunda empujándola contra la pared del castillo y atravesó a la última partiéndola en dos trozos que se evaporaron a su vez. Una vez todas hubieron desaparecido, el relámpago voló y se colocó algunos metros por encima de Andrew mostrando de pronto la forma de una inmensa águila luminosa de color azul, cuyo aspecto había sido imposible apreciar debido a la velocidad de su movimiento.
— No está mal, ¿eh? —dijo Andrew lanzando su varita al aire y volviéndola a coger con una sonrisa torcida—. ¿Por qué no te entretienes ahora tú un rato, Voldemort?
Y tras una ligera indicación de Andrew, el pájaro de luz retomó su vertiginoso vuelo y se lanzó como un rayo contra la cabeza de Voldemort. Sin embargo, éste reaccionó rápidamente y devolvió otro hechizo, esta vez dirigido al pájaro protector de su oponente.
— ¡Nigra muto anima!
Un rayo de color negro salió despedido de la punta de su varita y golpeó al ser luminoso. Lentamente, desde la zona golpeada, el águila fue perdiendo su color azul luminoso y se fue volviendo gris humo. El hechizo se extendió al fin por todo el ser, que perdió su antiguo brillo y se convirtió en una amenazadora criatura de color ceniciento y brillantes ojos rojos, que se mantuvo volando en el aire. Ahora fue Voldemort quien con una mueca de maldad indicó al ser mutado que atacara a Andrew.
Éste no se hizo de rogar y girando en redondo fue como una flecha contra su creador dispuesto a partirlo en varios cachitos. Sin embargo, Andrew ni siquiera se movió. Sonriendo con seguridad y con un brillo de malicia en los ojos, adelantó una mano posándola delante mismo del pájaro. Éste, detuvo su carrera en seco y miró expectante al mago que lo detenía.
— Mátalo —dijo éste con una sorprendente tranquilidad.
Y de nuevo, el águila se dio la vuelta y se abalanzó contra el asombrado Voldemort quien no pudo evitar llevarse una fea herida en el hombro después de un intento fallido por apartarse. Contrariado, Voldemort lanzó un potente hechizo contra el pájaro y lo deshizo en un montón de cachitos color humo. Luego se giró hacia Andrew, molesto.
— Qué contraataque tan estúpido, gran Señor Tenebroso —replicó Andrew con una risa fría—. ¿Cómo pretendes volver malvado y controlar un espíritu que yo mismo he creado? ¿Olvidas contra quién te enfrentas? Mi fuerza de voluntad no tiene nada que envidiar a la tuya.
Voldemort frunció el ceño bastante harto ya de las pullas de Andrew. Sin añadir nada más, lanzó su siguiente hechizo contra Andrew, quién lo interceptó y le devolvió otro nuevo. Así, la lucha que tan fríamente parecía haber empezado, se convirtió en una furiosa batalla entre dos magos tenebrosos nada partidarios de los buenos modos y las normas de protocolo. Luces de todos los colores, elementos y criaturas de todas las formas posibles y peculiares maldiciones a cual más extraña invadieron el campo de duelo. El terreno circundante se iba convirtiendo poco a poco en lo que parecía un campo de minas. Sólo que mucho más peligroso. Los dos contrincantes se superaban a cada nuevo hechizo en poder, efecto y mala idea. Ambos caían una y otra vez y ambos se levantaban una y otra vez, llenos de heridas, quemaduras y en ocasiones cosas que no eran ni lo uno ni lo otro. En una de esas, ambos acabaron derribados a un mismo tiempo. Cegados ya por la furia, se levantaron a la vez y exclamaron a un mismo tiempo:
— ¡CRUCIO!
Un rayo de luz salió de la varita de cada uno y se encontraron a medio camino entre los dos oponentes. Hubo un terrible estallido que volvió a lanzarlos contra el suelo, pero esta vez notando horribles dolores por todo el cuerpo. Dolores insufribles que tardaron en desvanecerse. Pero Andrew estaba dispuesto a acabar con aquello para siempre. Estaba dispuesto a deshacerse de su más digno y peligroso rival. Y sacando fuerzas de donde no le quedaban se levantó y alargó una mano, aprovechando que Voldemort se recuperaba en ése preciso instante. La varita del Señor Tenebroso pasó a ser suya en apenas un momento. Con una sonrisa perversa se puso en pie y apuntó a su rival, que lo observaba contrariado, con ambas varitas. Tan emocionado estaba por el logro que no se percató de que en ése mismo momento una figura se colocaba a sus espaldas.
— Ya está, Voldemort, he ganado... —dijo con un brillo de triunfo en la mirada—. Esto ha terminado... aquí acaban tus días de gloria, y aquí empiezan los míos.
Y con la más espeluznante de todo su repertorio de sonrisas, alzó la propia varita de Voldemort y le apuntó a la cabeza.
— Avada Kedavr...
Andrew no pudo terminar la palabra. Un fugaz rayo de luz cruzó el aire hacia su espalda y se lanzó contra él, que intentó darse la vuelta pero demasiado tarde. El hechizo lo había golpeado por detrás, a la altura de los pulmones. Un horrible dolor lacerante le nubló la vista, como si le abrasaran el pecho y le removieran un puñal por dentro. Cayendo de rodillas, se llevó la mano a la herida, pero la apartó inmediatamente, espantado. Su mano apareció ante sus ojos cubierta de una sangre ardiente, humeante, su propia sangre. Con los ojos desorbitados por la incredulidad y el terror, levantó la cabeza para ver cómo una figura aparecía rodeándolo y colocándose al lado de Voldemort, mientras sentía cómo la vida se le escapaba en cada espiración. Miró hacia el rostro del que le había atacado y deseó no haberlo hecho. La mueca burlona de Lucius Malfoy se le clavó más hondo incluso que el hechizo del que acababa de ser víctima. Voldemort se acercó a él, en un estado bastante lamentable pero sin duda, mucho mejor de salud que su oponente. Recuperó su varita y miró a Andrew, quien se sentía ya incapaz de hablar debido al dolor.
— Habría sido bonito, Andrew —dijo con un deleite perverso en la voz—. Pero admítelo, no estás a la altura. Deberías saber que yo nunca juego limpio.
Voldemort miró con complacencia a su mortífago y después con desprecio a su enemigo.
— Es una pena que después de todo, tus días de gloria nunca tengan un principio... te has tomado muchas molestias. ¿Sabes? Me indigna verte en un estado tan deplorable... resulta demasiado degradante para ti.
Y ante la horrorizada mirada de Andrew, levantó la varita y dijo con un acento espeluznante que congeló el espíritu del moribundo:
— Avada Kedavra.
En apenas un instante Andrew pudo sentir cómo un torrente de luz verde se le lanzaba encima, rodeándolo y arrancándole por la fuerza su último soplo de vida. Se desplomó dando con sus huesos en tierra, pero antes de llegar al suelo, la muerte ya se había apoderado de su alma.
