27. El ritual conversum

Explicar el porqué de la desaparición de su tío y la suya propia fue muy difícil para Krysta. Lo único que sabían Harry, Ron y Hermione era que Andrew había desaparecido misteriosamente poco antes de que Voldemort y sus mortífagos se marcharan y que la propia Krysta no había sido vista en su sala común después del altercado. Krysta imaginaba que al cambiar ella la historia, la Krysta de ése momento, la que se hallaba en la sala común, había desaparecido, aunque no habría sabido explicar exactamente por qué. De todas formas, al cabo de una larga charla, los niños lograron entender más o menos todo lo que había pasado y comprender lo complicado que era todo ése asunto de los viajes en el tiempo.

Krysta había despertado por la mañana, un día después del accidente, completamente curada. Y después de obtener el permiso de la enfermera Pomfrey, había dejado la enfermería y había ido a buscar a sus amigos que inmediatamente la acribillaron a preguntas. Aquel día, al igual que el anterior no tenían clase, pues todavía había profesores heridos y los que estaban bien tenían muchas otras cosas de qué preocuparse. La mayoría de los alumnos estaban nerviosos y de mal humor y los más pequeños se asustaban ante cualquier tontería. El ambiente no era demasiado agradable, la verdad. Harry, Ron, Hermione y Krysta habían salido a dar un paseo por el jardín mientras la niña se lo explicaba todo, en parte por estar solos y en parte por alejarse del deprimente clima del castillo. Aunque, para ser sinceros, el jardín no es que se diferenciara demasiado del edificio. Presentaba numerosas calvas y ronchas de hierba quemada, además de agujeros y árboles y plantas rotos. Aún así, cerca de la orilla del lago aún quedaban varios árboles decentes y no se estaba del todo mal. La profesora Sprout ya se estaba encargando de hacer crecer de nuevo la exuberante vegetación del jardín.

— Todo eso que nos has contado es increíble —comentó Ron mientras arrancaba briznas de hierba reseca—. Pero si he de ser sincero, no estoy muy seguro de que Andrew se merezca lo que hiciste... no quiero decir que tuviera que morir, sólo...

— Ya sé lo que quieres decir —cortó Krysta, comprensiva—. Y tienes razón. Pero no puedo dejar de pensar que, bueno, no fue más que una simple casualidad, la piedra respondió a mi mente por sí misma. Y una vez allí... ¿qué otra cosa podía hacer? No soportaba la idea de quedarme sola otra vez... me cuesta admitirlo, pero creo que en el fondo sí que me importa. Ahora me he dado cuenta.

— Es normal —contestó Harry, asintiendo levemente con la cabeza—. Pero ya que lo mencionas, ¿todavía no tienes idea de dónde puede estar la maldita piedra?

Krysta negó con la cabeza, apesadumbrada. El tema le preocupaba desde la mañana anterior, cuando había despertado junto a Andrew en la enfermería. Lo cierto era que desde entonces no tenía noticias de la joya, aunque tampoco había preguntado a nadie. Seguía sospechando de su tío.

— Pudo caerse por el jardín, o puede que la tenga Andrew, ¿no os parece? —dijo Hermione, haciendo alarde de sus brillantes dotes de deducción—. O incluso... no me atrevo a asegurar nada, pero cabe una posibilidad de que la tenga Voldemort.

Los otros tres se asustaron ante la sugerencia de Hermione. Ron, en particular, sintió un escalofrío muy desagradable corriéndole por la espalda.

— Espero que no —dijo Harry, ahora mucho más preocupado—. Si eso fuera cierto, quién sabe lo que sería capaz de hacer éee loco. Algo me dice que no le costaría demasiado averiguar lo que es y para qué sirve.

— Mirad, mejor cambiamos de tema, no tengo ganas de...

— Ei —dijo Ron interrumpiendo las palabras de Krysta—. ¿No es Hagrid aquel que viene por allí?

Obviamente, la pregunta de Ron era de lo más tonto. ¿Quién no iba a reconocer a Hagrid caminando por en medio de un jardín casi desierto? Habría que ser ciego.

Los niños se levantaron y esperaron a que llegara. Por la expresión que traía en la cara, no parecía demasiado contento. Más bien parecía muy deprimido y preocupado por algo. A Harry no le gustó aquello. ¿Es que había pasado algo malo? Por fin, el hombrón llegó junto a ellos.

— Ron, Dumbledore quiere que vayas, tienes que ver una cosa... —Hagrid se había dirigido al pelirrojo en concreto y eso extrañó todavía más a los niños—. Pero te advierto de que no te va a gustar.

Ron tragó saliva y miró a Hagrid desconcertado. Accedió a seguir al guardabosques, pero ante la insistencia de los otros chicos, Hagrid dejó que le acompañaran también. Luego emprendieron el camino al castillo sin hablar apenas. Sabían que era inútil preguntar, Hagrid no estaría por la labor de dar explicaciones. ¿Es que las cosas podían complicarse todavía más? A ninguno le gustaba nada su situación.

Al cabo de unos minutos la comitiva cruzaba las puertas del castillo y se adentraba en el vestíbulo. Sin embargo, y por extraño que pudiera parecer, no se dirigieron hacia las escaleras o hacia la sala de reuniones, sino hacia la puerta que conducía a las mazmorras.

— Hagrid, ¿a dónde se supone que nos llevas? —preguntó Ron que estaba cada vez más perdido.

— No preguntes, ya lo verás —respondió el semigigante quien, obviamente, no tenía demasiadas ganas de hablar.

Los chicos lo siguieron sin chistar mientras bajaba los gastados escalones de piedra que conducían al pasillo de las mazmorras. Anduvieron un largo trecho, pasando por delante del aula de pociones y muy cerca del despacho de Snape. Estuvieron andando un largo rato, tomando cada vez bifurcaciones más complicadas y bajando más y más escaleras. A Harry le resultó imposible memorizar el camino. Finalmente, cuando pensaban que ya no podían bajar más, Hagrid se detuvo en un pasillo que no encajaba demasiado en el entorno frío y oscuro de las mazmorras. Las paredes eran iguales que todas las demás por allí, viejas, húmedas y cubiertas de telarañas, pero el pasillo estaba especialmente iluminado, con más antorchas de lo normal. También el suelo estaba cubierto por una fea y medio raída alfombra. Pero lo que realmente desentonaba allí eran las extrañas estatuas de piedra que se hallaban situadas a un lado y al otro del pasillo, en dos pomposas hileras. Eran a cada cual más estrambótica y algunas estaban adornadas con dorados y pequeñas joyas brillantes. Y continuaban así, una al lado de la otra, hasta llegar al final del pasillo, que terminaba en una desnuda y triste pared frente a la cual se erigía una última estatua, la más cutre de todas. Bueno, no era demasiado difícil averiguar que aquel pasillo debía de tener una puerta oculta y tampoco era muy difícil averiguar dónde. Lo difícil realmente, era llegar hasta él.

— Venid por aquí —les indicó Hagrid mientras se acercaba a la última estatua, la impar.

Los niños obedecieron intrigados. En un momento, todos estuvieron situados frente a dicha estatua, que representaba a un señor alto y escuálido, vestido con cota de mallas, con cara de estar cansado del mundo y que apenas podía sujetar la espada que tenía alzada como en un patético intento por parecer heroico. Hagrid se acercó y sujetó la espada de la estatua con ambas manos, Luego, con un rápido movimiento, le dio tres vueltas hacia la derecha, girándola entre las manos entrelazadas del señor larguirucho. Un repentino chasquido dio a entender que la cosa había surtido su efecto, pues en un instante, Harry y los demás pudieron advertir cómo el suelo se abría bajo la estatua y se la tragaba para después formarse un hondo agujero en la pared que conducía a unas estrechas, empinadas y mohosas escaleras. Hagrid se apartó a un lado y les indicó que pasaran delante para iluminar el camino con las varitas. Aquello estaba peligrosamente oscuro.

El grupo obedeció y adelantó a Hagrid poniendo mucho cuidado para no resbalar por las incómodas escaleras. A sus espaldas, el agujero en la pared volvió a cerrarse como si se tratara de un material gelatinoso. Por suerte, aunque empinadas, las escaleras no eran demasiado largas y en poco tiempo habían llegado todos al pie. Hagrid volvió a tomar la delantera mientras los demás miraban asombrados el nuevo pasillo. A diferencia del anterior, éste apenas tenía antorchas y parecía el más viejo, desagradable y frío de todos los pasillos de las mazmorras. Harry sintió un escalofrío al advertir, cada ciertos pasos, algunas puertas metálicas con rendijas a ambos lados de la pared. Estaban en unas auténticas mazmorras, las únicas probablemente que no habían sido reconvertidas para aulas o despachos del colegio. Hagrid se detuvo por fin frente a una de las puertas y sacó un enorme manojo de llaves. Introdujo una en la cerradura de la puerta y tras un leve resplandor azulado, ésta se abrió con un chasquido. Luego todos entraron.

A decir verdad, lo que Harry se imaginaba que iba a ver cuando cruzara la puerta era lo que cualquiera se hubiera imaginado en su caso. Una habitación pequeña, pobremente iluminada, húmeda, fría, incómoda y con ciertos olores ofensivos pululando por ahí. Pero lo que se presentó a su vista era algo muy diferente. Era una habitación rectangular, bastante grande e iluminada con unas cuantas antorchas de sobra, a juicio de Harry. El repentino cambio de luz al entrar le hirió en los ojos. La habitación en sí era sencilla, paredes de piedra, ni un solo adorno a parte de las antorchas y un candelabro en una esquina, pero cómoda. Arrimada a una de las paredes había una cama sobre la cual se hallaba sentado el propio Dumbledore. Al otro lado de la habitación estaba McGonagall, de pie y mirando hacia la puerta con aspecto entristecido, y justo en medio de la habitación, sentados en tres sillas... más bien, atados en tres sillas, había tres mortífagos dormidos y con la cara al descubierto.

Ron seguía sin entender qué pintaba él en todo aquello, pero al ver que Hagrid se apartaba a un lado y se colocaba junto a McGonagall, dejándole el paso libre, decidió acercarse un poco más para ver mejor. Harry y las otras dos chicas lo siguieron también, preguntándose qué era lo que estaba pasando exactamente. Ron se fijó en los tres prisioneros, por llamarlos de alguna manera. El primero era una mujer joven, debía de estar en la treintena. La cabeza le colgaba lánguidamente hacia abajo y algunos mechones de pelo color marrón rojizo muy oscuro le caían por la cara. Era de piel ligeramente morena y algo larguirucha, de todas formas, ninguno de los niños la reconoció como alguien conocido. El segundo mortífago tampoco les decía nada. Un hombre viejo, con una gran mata de pelo blanco, bajito pero musculoso, atado en una postura un tanto grotesca debido a que la cabeza le caía hacia atrás en la silla. Y por último, Ron se fijó en el tercer prisionero. Un joven pelirrojo que dormía profundamente con el ceño ligeramente fruncido. Al principio no cayó en la cuenta, pero en cuanto tuvo tiempo de examinar al mortífago con más atención, notó cómo un sudor frío le corría por la frente y el estómago se le encogía como una pelota de goma. A duras penas pudo hablar.

— No... no puede... —Ron tragó saliva, con los ojos desorbitados—. P...Percy...

Y sin añadir nada más, se desplomó cayendo al suelo y quedándose sentado, con la boca medio abierta y los ojos dilatados por la impresión.

Ron estaba sentado en una silla de la sala de reuniones con la cabeza apoyada en las palmas de sus manos y mirando al frente completamente absorto. No paraba de murmurar lo mismo una y otra vez.

— No es posible... no me lo creo... ¿pero cómo puede ser? No es posible...

Harry, Hermione y Krysta lo miraban preocupados, sin saber muy bien qué decir para animarlo. Dumbledore, McGonagall y Hagrid también estaban en la habitación y esperaban el momento idóneo para iniciar una importante conversación. Hacía ya un buen rato que todos habían abandonado las mazmorras.

— Lo sentimos mucho, Weasley —dijo Minerva McGonagall mirando el suelo con pesadumbre—. De todas formas, procure no preocuparse demasiado. Haremos todo lo posible por... por devolver a su hermano a la normalidad.

Hagrid asintió con la cabezota y se acercó al afectado niño para pasarle un brazo por los hombros y tratar de consolarlo un poco.

— Vamos, Ron, anímate hombre. No existe ninguna maldición que no sea reversible salvo el avada kedavra... seguro que solucionaremos este asunto, chico.

Ron asintió levemente, recobrando parcialmente la compostura. Acto seguido, cuando su cerebro recuperó la capacidad de pensar con inteligencia, se giró hacia Hagrid y lo miró extrañado.

— Pero Hagrid, tú... ¿desde cuando sabes lo de la nueva maldición? —preguntó.

— Bueno, digamos que el profesor Dumbledore me ha puesto al corriente de todo. Peliagudo, lo del pedrusco temporal, ¿eh? —las palabras de Hagrid sonaron un tanto resentidas. No le gustaba enterarse el último de las cosas importantes.

— Lo siento, Hagrid —se apresuró a disculparse Dumbledore—. No quise que se extendieran las noticias. Me pesa todo lo que está pasando.

— Ya lo sé, señor director, no le culpo de nada. ¡Faltaría más! —Hagrid parecía realmente indignado sólo de pensar que alguien pudiera culpar a Dumbledore. Y mucho menos él.

— De todas formas —dijo Dumbledore con algo que sonaba a esperanza—, no todo está perdido. Voldemort es poderoso, pero aún no ha alcanzado el clímax de su poder. Mientras exista, habrá posibilidades de derrotarlo. Y siempre queda La Piedra del Tiempo.

Krysta se puso pálida hasta un punto que parecía imposible en su morena piel. Unas perlillas de sudor le corrieron por la frente. Empezó a retorcerse la túnica con las manos temblorosas y miró a Harry con el rabillo del ojo. El niño le devolvió una idéntica y nerviosa mirada. Krysta trató de explicarse.

— Em... bueno... bien —empezó, sin mucha convicción—. Respecto a la piedra... digamos que... que tras el incidente del ataque pues... esto... como os lo diría...

— Se le ha perdido —cortó Hermione, quien se llevó una fulminante mirada por parte de la otra.

Dumbledore miró a Krysta alarmado.

— ¿Que qué? —preguntó.

Krysta no tuvo más remedio que explicarse. Y para ello necesitaba contar todo lo referente al cambio en la historia. Y así lo hizo. Cuando por fin concluyó, en el momento en el que despertaba en la enfermería y discutía con Andrew sobre la piedra, los tres adultos la miraban perplejos. Hagrid fue el primero en estallar.

— ¡Ése desgraciado! —bramó—. ¿Es que todavía lo dudas? ¡Él la tiene! Es el campeón de los mentirosos, ¡no te creas nada de lo que te diga! Te la quitó, seguro que lo hizo... ¡justo después de que le salvaras la vida! Voy a partirle la cabeza, eso es lo que voy a hacer... le partiré la cabeza y luego le explicaré un par de cosillas al muy...

Hagrid ya había echado a andar hacia la puerta e hicieron falta bastante más de dos brazos para detenerloEl semigigante se sentía ultrajado. Le había dolido descubrir el engaño, lógicamente. De todas formas, no era prudente dejar que diera rienda suelta a su furia. Lo veían muy capaz de hacer lo que se proponía. Y aún era pronto para hacer conjeturas sobre el paradero de la piedra.

A decir verdad, fue toda una suerte que lograran detenerlo, porque en ese mismo instante apareció en la puerta el mismo Andrew, seguido por los dos espíritus de cuarto menguante y con una expresión facial incluso más fría de lo normal. En condiciones normales habría soltado un comentario mordaz al presenciar la cómica escena que coronaba el cuadro de la habitación. Un manojo de manos y cabezas tratando de sujetar a un semigigante fuera de control. Pero en lugar de ello se limitó a dar unos pasos en dirección al grupo y a lanzarles una mirada gélida.

— Admito que no estoy en condiciones de defenderme —dijo con un tono de voz más frío que el hielo—. Pero aún así lo voy a intentar. Os gustará saber, que pese a lo que crea el semigigante, no tengo ni la menor idea acerca del posible paradero de La Piedra del Tiempo. Y respecto a lo de la otra noche —miró a Krysta momentáneamente—, Shizlo dice tener una interesante teoría que tanto a mí como a vosotros, espero, nos complacerá escuchar.

Aunque ninguno confiaba en las palabras de Andrew, olvidaron temporalmente el asunto de la piedra perdida y fijaron su atención en los dos espíritus. Sin embargo, en vez de ponerse a hablar, Yala se adelantó y se acercó a Krysta, fijando sus enormes ojos azules en los brillantes color miel de la otra. Al cabo de un momento, a Yala se le iluminó la cara con una satisfecha sonrisa.

— ¡Ajá! ¡Te lo dije! —exclamó, alborozada y girándose hacia su hermano—. Es una de ellos... ven, puedes comprobarlo por ti mismo.

Shizlo se acercó también y examinó a la confundida Krysta. Luego la tocó en un brazo y ambos dieron un respingo. Una especie de calambre les acometió a los dos. Shizlo emuló la expresión de Yala.

— Tienes razón... no nos hemos equivocado —dijo con lo que parecía entusiasmo.

— ¿A qué viene todo esto? —preguntó McGonagall.

Shizlo y Yala dejaron por fin a Krysta y se apartaron un poco para explicarse por fin. Shizlo se aclaró la garganta y empezó a hablar.

— Bueno... veamos... en primer lugar, ¿habéis oído hablar del ritual conversum?

Harry, Ron, Hermione y Krysta se miraron interrogantes. Obviamente ninguno había oído hablar de él. Andrew esbozó una mueca escéptica y miró al espíritu decepcionado.

— ¿Esa es tu teoría? —preguntó, aburrido—. Ese ritual no es más que un cuento de viejas. Un bonito adorno para los libros de artes oscuras.

Dumbledore intervino.

— No, Andrew, eso no es cierto. No sé qué tiene que ver el ritual conversum en todo esto pero sin duda existió. Fue prohibido hace algunos siglos, considerado como artes oscuras avanzadas y peligrosas —explicó el director.

— ¿Pero por qué? —preguntó Hermione, siempre interesada—. ¿En qué consistía?

— Era una práctica poco común incluso cuando estaba autorizada —contestó McGonagall que también tenía su idea—. Un complicado ritual que pretendía traspasar poderes de una criatura mágica a un humano. La magia del humano se transformaba, adquiriendo capacidades propias de la criatura utilizada. Sin embargo, fallaba muy a menudo y casi siempre resultaba herido el cuerpo de cualquiera de los dos. Los seres mágicos morían muchas veces. Hace tiempo que lo prohibieron por eso.

— Nunca había oído hablar de algo así —comentó Hagrid—. Y de todas formas, no veo qué tiene que ver ése ritual con la niña.

— En realidad, es simple —se apresuró a explicar Yala—. Hace poco más de un milenio, uno de los nuestros hizo un trato con los humanos. No sé bien en qué consistió, pero nuestro pariente aceptó someterse a un ritual conversum. Sorprendentemente fue uno de los pocos que salió bien. El humano consiguió nuestra capacidad de viajar en el tiempo, lo que sumado a su propia magia lograba un efecto aplastante. Un control muy especial sobre el tiempo y lo que tiene que ver con él. Nunca llegó a dominar su poder pero murió con descendientes. A lo largo de la historia hemos conocido a algunos humanos que tenían una extraña capacidad de influir en el tiempo. Sin duda, descendientes del humano en cuestión.

— Ya veo dónde vais a parar —interrumpió Andrew, sumamente interesado de pronto—. Creéis que ella es uno de esos descendientes.

— Exacto, pero no una cualquiera —explicó Shizlo—. Nunca habíamos percibido una magia temporal tan intensa en un humano. Es casi como si hubiera realizado ella misma el ritual. Sus genes de magia temporal son abundantes, al parecer.

— ¿Por eso…? —Krysta parecía impresionada al mismo tiempo que fascinada—. ¿Por eso yo soy la única capaz de manejar la Piedra del Tiempo?

La historia comenzaba a cobrar sentido para todos. Especialmente para la niña, que nunca había sido capaz de explicarse el origen de su extraño poder. Sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que le resultaba a veces hacer magia normal.

— Sí, eso es. Y ya que hablas de La Piedra del Tiempo, tengo que decir que Yala y yo hemos descubierto también su... digamos, mecanismo de funcionamiento —añadió Shizlo con lo que parecía desagrado—. Qué objeto más siniestro.

— ¿Por qué? —preguntó Harry.

— ¿Qué por qué? —respondió Yala—. Porque encierra una magia negra terrible. En su interior se hallan atrapadas las almas de varios de los nuestros. Es eso lo que le confiere su poder.

Varios de los presentes ahogaron un grito de sorpresa y horror.

— Ahora que lo decís, suena bastante lógico —comentó Hermione, una vez repuesta de la sorpresa—. Me acuerdo de que transmitía un cosquilleo cuando la tocabas. Tiene mucho poder mágico.

— Sí, y cuando yo la toco siento un calambre. Exactamente igual que hace un momento, cuando Shizlo me ha cogido del brazo —apuntó Krysta.

Indudablemente, tenía sentido. Dumbledore se mesó la barba por la historia y los descubrimientos. Lo que en un principio había parecido un problema preocupante pero claro, demostraba ser ahora, un rompecabezas mucho más profundo que mezclaba piezas de muchos años atrás. De muchos siglos atrás, más bien. E imaginó que todavía quedaban bastantes por descubrir. Pero ahora, lo que le preocupaba era otra cosa.

— Todo eso que decís es fascinante —dijo el director—, y nos ayuda a comprender muchas cosas. Sin embargo, debo retomar el tema inicial. La piedra ha desaparecido y debemos encontrarla cuanto antes. Hacer, como poco, una barrida del castillo para...

— No servirá de nada —cortó Yala.

— ¿Y eso por qué? —preguntó McGonagall.

— Porque Andrew ya nos pidió que la buscáramos para él. Podemos sentir la magia temporal cuando está cerca, del mismo modo que reaccionamos ante ella cuando tomamos contacto. Y no sentimos la piedra por aquí. A decir verdad, ni dentro del castillo ni fuera de él.

Lo primero que hicieron los presentes al escuchar la explicación, fue clavar una mirada punzante sobre Andrew, que se limitó a sonreír y a encogerse de hombros apoyado en la pared, indolente.

— Bueno —dijo con una risita—, no pensaríais en serio que me iba a quedar sin hacer nada mientras la piedra permanecía desaparecida, ¿no?

— Pero eso quiere decir que alguien se la tuvo que llevar —dijo Dumbledore ignorando a Andrew y a McGonagall, que pellizcaba a Hagrid para que dejara de retorcer un cuello imaginario con la vista clavada en el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras—. Y si alguien se la llevó, ¿cómo pudo Krysta rescatar a Andrew?

— En cuanto a eso, señor director, creo que puedo ayudar —intervino el propio Andrew—. Cuando Krysta se me llevó por el tiempo y aterrizamos en el jardín, me permití el lujo de buscar la piedra. Y no la encontré por ningún lado. Ni la tenía ella ni había caído al suelo.

— ¿Y qué sugieres? —preguntó Krysta, escéptica—. ¿Que viajé en el tiempo sin ella?

Krysta se encontró de pronto observada por siete pares de ojos. Todos la miraban obviamente planteándose la pregunta. ¿Por qué no?

— Pues es muy posible —observó Yala—. Nosotros podemos hacerlo, ¿no? A lo mejor te cuesta mucho, porque no tienes el poder de manera natural, pero me jugaría lo que quieras a que viajaste tú sola. O eso, o mi hermano y yo nos equivocamos y la piedra sí que está aquí, lo que es muy poco probable.

— Bien, vale —dijo McGonagall—. Supongamos que la piedra cayó al suelo y Krysta viajó sola por el tiempo. Supongamos también, que alguien la encontró y se la llevó. ¿Quién pudo ser ese alguien?

Todos se miraron entonces en silencio, pero nerviosos. Sabían que estaban imaginándose lo mismo, pero no se atrevían a decirlo. En realidad, no se atrevían siquiera a pensarlo. Al cabo de unos segundos, Hagrid intervino, asustado.

— Eh, venga. No... no lo pensaréis en serio. No pensaréis que Quién-Vosotros-Sabéis se llevó el pedrusco, ¿verdad?

Obtuvo silencio como toda respuesta.

Por suerte, el tiempo lo cura todo. Las semanas siguieron su curso normalmente, sin que sucediera nada raro. La tensión en el colegio fue disminuyendo con el paso de los días y aunque nadie se olvidó del ataque, los ánimos se fueron calmando. Los tres mortífagos atrapados permanecieron encerrados en tres cómodas habitaciones de las mazmorras en continua observación. El problema era que no parecían muy dispuestos a colaborar. La maldición parecía haberles lavado el cerebro por completo. No tenían otra cosa en la cabeza más que a Voldemort y todas sus maníacas ideas. Sin embargo, su captura permitió a Dumbledore conocer los detalles del magno imperium. La principal ventaja sobre la maldición imperius era que las víctimas no debían permanecer controladas en todo momento, ya que el deseo de actuar según los designios del atacante provenía de su propia mente y no de una mente ajena. Por ello, las víctimas eran capaces de tener sus propias iniciativas e ideas pero siempre para usarlas a favor de Voldemort. El descubrimiento no contribuyó a tranquilizar al director, precisamente. Dumbledore no tardó en realizar un informe sobre la nueva maldición y enviarlo a las altas cumbres del ministerio para que se encargaran de evaluar la gravedad del caso. Después, se concentró en hallar una manera de devolver a los tres prisioneros a la normalidad.

Por otra parte estaba La Piedra del Tiempo. Después de dos semanas sin que se supiera nada de ella, Harry y los demás se tuvieron que rendir a la evidencia: la piedra se hallaba en manos de Voldemort, o bien, de alguno de sus mortífagos. Krysta repasó la historia una y otra vez y finalmente llegó a la conclusión de que era muy probable que la piedra se le hubiera caído cuando Macnair la tiró al suelo. De todas formas, y aunque tanto Dumbledore como Sirius, Remus y Snape, además de Hagrid, McGonagall y los 4 niños estaban enterados de la desaparición de la joya, la decisión del director fue esperar. Era necesario dejar correr el tiempo antes de actuar y así no llamar la atención. Ahora se concentrarían en el asunto de la magno imperium.

Los niños retomaron las clases procurando no pensar en los problemas que se les venían encima. Krysta parecía ahora mucho más animada. Quizá contribuyó a ello el descubrimiento de la procedencia de sus poderes o, también, el advertir que últimamente podía llegar a dirigirle más de dos palabras a su tío sin acabar gritando, exasperada. Notó un claro descenso de tensión entre ambos... a veces incluso descubría en sus ojos unos destellos extraños cuando la miraba. Podría ser... ¿admiración? No, imposible. Andrew no solía admirar nada que fuera más allá de sus narices. En cualquier caso, algo que sí contribuyó a mejorar su estado de ánimo fue la aproximación de su cumpleaños. La primavera había llegado ya y el lluvioso mes de abril no tardó en hacer acto de presencia. Krysta, Harry, Ron, y Hermione lo organizaron todo para el día 4. Dumbledore les dejó la sala de reuniones para la fiesta y los niños se encargaron de invitar a algunos compañeros de Ravenclaw de Krysta, además de Ana y Ginny, que parecían un poco picadas con ellos por desaparecer tan a menudo y guardar secretos. Al final, el día 3 ya estaba todo listo y hablado. Krysta no se aguantaba los nervios, no cabía en si de gozo. Aquel mismo día se reunieron con ella Harry, Ron y Hermione en la biblioteca, después de cenar, para charlar un rato tranquilamente.

— Menos mal que ya hemos acabado... en serio, aquí la gente se acopla que no es ni normal —comentó Ron, divertido—. Si les dejamos, se apuntan a un bombardeo.

— A mi me da igual, que vengan los que quieran —dijo Krysta obviamente ilusionada—. Cuantos más seamos mejor, ¿no os parece?

— Sí, eso mismo —respondió Harry que se entretenía haciendo castillos de naipes explosivos, a su bola.

— Me parece genial que podamos tomarnos un respiro. Con todo lo que ha pasado últimamente...

— Hermione, ni se te ocurra sacar el tema —cortó Harry bruscamente—. Tú lo has dicho, merecemos un respiro.

Los otros asintieron dándole la razón a Harry. Lo que menos les apetecía ahora era ponerse a hablar de La Piedra del Tiempo. Durante largo rato estuvieron charlando tranquilamente, hasta que el castillo de naipes de Harry explotó chamuscándole las cejas y la señora Pince les llamó la atención por el ruido. Decidieron por fin que era hora de irse a la cama. Cada cual recogió sus cosas y luego salieron al pasillo dándose las buenas noches. Krysta se separó del grupo para dirigirse a la sala común de Ravenclaw. Al cabo de unos minutos entraba en su dormitorio, donde ya dormían sus compañeras de habitación. Con cuidado para no hacer ruido, se acercó a su cama y apartó las cortinas azules. Lanzó un prolongado suspiro y se dejó caer sobre la cama, sentada. Luego, se inclinó para desatarse los zapatos y fue en ese preciso instante, cuando algo llamó su atención. Allí, sobre su mesita de noche, reposaba un objeto, una especie de caja. No estaba allí antes, de eso estaba segura. Intrigada, se acercó para examinar el objeto más detenidamente. En efecto, era lo que parecía un estuche de madera oscura y pulida, con algunos dibujos tallados en la tapa. Lo cogió preguntándose de dónde podría haber salido, y al hacerlo, algo resbaló y se deslizó hasta el suelo. Al verlo, Krysta dejó el estuche de nuevo y recogió lo que había caído, un papelito doblado. Al levantarlo pudo apreciar que tenía una inscripción a mano. No decía nada más que:

"Para Krysta"

La cosa ya era de por si sorprendente. Pero lo que la dejó perpleja fue el hecho de reconocer en aquella escritura alargada, inclinada hacia la derecha y algo difícil de entender, la caligrafía de su tío.

Soltó el papel y volvió a concentrar su atención en el estuche, ahora completamente desconcertada. Lo cogió y lo abrió despacio, preguntándose qué demonios podría contener dentro. No pudo reprimir una exclamación de asombro. Sobre un acolchado rojo, dentro del estuche, reposaba una varita de sauce que debía medir unos 25 centímetros. La tomó con asombro y la alzó para verla mejor. Era de color oscuro, flexible y ligera. Le pareció preciosa. Decidió que ya era hora de probar si funcionaba. Realmente, no esperaba nada especial, pues ni siquiera había ido ella a comprarla. Aún así, levantó el brazo y movió la varita en el aire. Apenas lo hubo hecho cuando una corriente de energía impresionante le sacudió el brazo violentamente y culminó en una lluvia de chispas verde-azuladas que salieron despedidas hacia el techo iluminando toda la habitación. Una de las niñas se removió incómoda en la cama y lanzó un gemido de protesta. Krysta dejó la varita rápidamente en el estuche y lo cerró, excitada. Incapaz de creerse aquello, se sentó en la cama y se enjugó el sudor de la frente mientras resoplaba.

—,Uf... bueno —dijo, todavía impresionada—. Ahora si puedo decir que he encontrado mi varita perfecta.

La punta de la pluma rasgaba el pergamino rápidamente. Andrew, sentado en la mesa de su despacho, se dedicaba a corregir los trabajos que había pedido hacía un par de días, no sin cierto fastidio. Él ya sabía que no existía el plan perfecto, pero aquello era cargante. Bueno, la conquista del poder tenía también sus puntos tediosos, era inevitable... la próxima vez se lo pensaría dos veces antes de meterse a profesor. Esbozó una sonrisa torcida mientras dibujaba un bonito cero en la esquina del pergamino y lo dejaba con indiferencia en la pila de trabajos corregidos. Con un suspiro, pasó a la columna de trabajos de séptimo. Cogió el primero de todos, y apenas hubo leído el título, soltó una carcajada.

— "Cómo patearle el trasero a Voldemort: pasos a seguir y lecciones avanzadas, por Aerin Raylight" —leyó en voz alta—. Esto es lo que yo llamo, un trabajo práctico.

Y sin pensárselo más, garabateó un diez, pasando el trabajo al montón de corregidos. Iba a coger otro cuando una voz sarcástica a su lado lo interrumpió.

— Y eso es lo que yo llamo, ser imparcial.

Andrew se giró y se encontró con dos enormes ojos ambarinos que chispeaban, burlones. Una mano azulada salió de alguna parte y cogió el trabajo del cero.

— Fíjate en esto —dijo el dueño de la mano, que no era otro que Shizlo—. "Las maldiciones tradicionales. Prevenciones y curas, por Lara Redford". Mmmmm... ¿no es ésa la niña que te dejó el estomago abultando por la espalda de un puñetazo? Yo pensaba que eras un profesor enrollado.

Andrew le arrebató el trabajo y sonrió maliciosamente.

— Vamos, Shizlo, deja que me divierta un poco... llevo toda la tarde con la nariz metida en estos malditos garabatos de mocosos. Un cero no hace daño a nadie.

Por desgracia, ¿no?

El profesor frunció el ceño.

—No digas banalidades, Shizlo —respondió mientras cogía otro pergamino y escribía algunas correcciones al pie.

En ese instante, el sonido de unos nudillos golpeando la puerta llamó su atención. Andrew le indicó al visitante que pasara distraídamente. Cuando unos segundos después levantó la vista para descubrir la identidad del intruso, se encontró mirando directamente hacia un par de ojos color miel que lo observaban con intensidad. Los ojos de su sobrina. Krysta no dijo nada, se quedó mirándolo, como si no supiera por donde empezar. Andrew se limitó a dejar la pluma en el tintero.

— ¿Y bien? —dijo, al ver que la otra seguía callada.

Por fin, la niña pareció dispuesta a hablar, aunque su voz sonó bastante seca, distante.

— Quería enseñarte algo —contestó, mientras sacaba la varita nueva y la dejaba encima de la mesa.

Andrew abrió mucho los ojos al ver el objeto. Tras mirar momentáneamente a Krysta, cogió la varita y la levantó exponiéndola a la luz. La examinó cuidadosamente durante unos segundos.

— Parece una buena varita —dijo, volviéndola a dejar y sintiendo de repente un extraño interés por el pergamino que reposaba encima de su mesa—. ¿De dónde la has sacado?

¿Era impresión suya, o Andrew estaba rehuyendo su mirada?

— Qué casualidad —respondió Krysta, tomando de nuevo el objeto—. Yo iba a preguntarte lo mismo.

Andrew levantó la vista rápidamente. Krysta lo miraba, sin duda expectante, esperando una respuesta. Los ojos de Andrew no revelaban nada, pero Krysta pudo advertir que se había puesto ligeramente pálido. Por una vez, su tío no logró disimular del todo su nerviosismo. Optó por hacerse el loco.

— No sé a qué te refieres —dijo.

Krysta lanzó una risa breve, irónica.

—Venga ya, tío... sabes tan bien como yo que eso nunca funciona.

Andrew frunció el ceño, con lo que pretendía ser enfado. Hubiera estado muy bien si Krysta no hubiera sabido que fingía.

— ¿Se puede saber a dónde quieres llegar? —protestó, airado.

— Te lo diré — respondió Krysta sin más dilación—. Tú me has regalado esta varita, tú la dejaste encima de mi mesita de noche. O al menos, eso creo. Si contamos que se me perdió la varita mientras te rescataba, que te pedí una nueva hace tiempo y que nadie más puede tener motivos para hacerme un regalo como ese... bueno, ¿no crees que tengo razones para sospechar? ¿Quieres más pruebas?

Ante el perplejo silencio de Andrew, Krysta se tomó la libertad de continuar. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el papelito doblado que había encontrado junto al regalo, para después lanzarlo sobre la mesa, justo al lado del pergamino sobre el cual escribía su tío.

— Yo diría que tu letra es muy parecida a la del papelito —comentó Krysta despreocupadamente, con cierta mofa—. Aunque supongo, que si dices que no, será que no. Tenía pensado darte las gracias, pero en vista de que no sabes nada, seguiré preguntando.

Y sin añadir nada más recogió el papel doblado y miró a su tío de nuevo, que estaba todavía más perplejo.

— ¿Qué tío? ¿No tienes nada que decir? —preguntó, divertida.

Andrew esperó un momento. Finalmente, le entró un misterioso ataque de tos, aunque logró articular una respuesta.

— De nada.

Krysta sonrió. Por fin, le había costado reaccionar.

— Menos mal, ya estaba pensando en pasar al plan B —dijo, con una risilla.

Andrew prefirió no preguntar en qué consistía el plan B. Se dio cuenta de que había ido dejando pistas de la forma más estúpida. Y eso le asustó. No porque se hubiera equivocado, sino precisamente por el hecho de que sucedía todo lo contrario. Si él hubiera querido realmente ocultar su identidad, ella jamás le habría descubierto. No, era otra cosa. Un oculto pero terrorífico deseo de ser descubierto... como si le apeteciera que le dieran las gracias. Y lo peor era que ella se había dado cuenta. Se horrorizó. ¿¡Pero en qué demonios estaba pensando?!

—Bueno, ¿y que tal te funciona? —se apresuró a preguntar, antes de que sus cavilaciones le pusieran demasiado nervioso. Lo suficiente como para hacerlo evidente.

— No te lo vas a creer —respondió ella, emocionándose de repente—. Es una pasada. Es incluso mejor que la primera que tuve. Mira.

Sacó la varita y la agitó en el aire. El espectáculo de la noche anterior se repitió. Una cascada de chispas verde-azuladas les cayó encima, lentamente, justo después de ascender hacia el techo. Andrew tuvo que admitir que su sobrina tenía razón.

— Dime, tío —dijo Krysta después de guardarla otra vez—. ¿Cómo has conseguido una varita tan buena para mí? Comparada con la otra esta es mil veces mejor.

— Bueno, digamos que ha sido un pequeño experimento entre el señor Ollivander y yo —dijo él, con una sonrisa de satisfacción maliciosa—. Aunque Shizlo también ha colaborado. Al principio se me ocurrió pedirle a Ollivander que reprodujera la varita antigua, haciendo una nueva exacta a la anterior. Pero luego reconsideré la idea y pensé en hacer una prueba. Le pedí a Shizlo unas gotas de su sangre, que Ollivander se encargó de mezclar con los pelos de unicornio del núcleo. La hizo totalmente nueva, de sauce, y este es el resultado. Me complace ver que no fue mala idea, después de todo.

— ¿Mala idea? —contestó ella—. Claro que no. Es alucinante. En serio tío, yo... muchas gracias. De verdad que la necesitaba. ¿Sabes?, voy inmediatamente a enseñársela a los demás, se quedarán de piedra.

Y despidiéndose rápidamente, se dirigió hacia la puerta. Ya iba a salir del despacho, cuando oyó la voz de su tío a sus espaldas.

— Ah, Krysta.

La niña se dio la vuelta, esperando.

— Feliz cumpleaños.

Las dos últimas palabras habían sido apenas audibles, pero Krysta sí que las entendió. Se quedó parada, mirando a su tío extrañada durante unos segundos. Finalmente, le dio las gracias y se fue por fin de la habitación, pensativa. Nada más hubo cruzado la puerta, Andrew oyó una risita a su lado. Se giró y se encontró de nuevo con Shizlo, quién había pasado desapercibido toda la conversación. Sonreía burlonamente, con los codos apoyados en la mesa, que era apenas más bajita que él.

— ¿Feliz cumpleaños? —dijo con sorna—. Jamás pensé que viviría lo suficiente para oírte decir algo así, Andrew Darkwoolf.

— Si no te callas, te aseguro que no vivirás lo suficiente para oírmelo repetir —respondió el otro, con más que evidente fastidio.

Shizlo volvió a reír.

— No te enfades, hombre, si es normal... te estás encariñando con ella —continuó el espíritu, con el mismo tonillo irritante.

— Shizlo, te la estás jugando —cortó inmediatamente, al comprender lo que el otro le acababa de decir—. Y eso no es verdad.

— Sí que lo es, aunque no lo puedes aguantar —le replicó el otro, tranquilamente—. Mira, le acabas de hacer un regalo de cumpleaños, la has hecho sonreír y lo peor de todo es que te has sentido bien.

— ¿Qué pasa? ¿Has estudiado la carrera de psicología o algo así? —preguntó Andrew que estaba cada vez más irritado.

— Sólo te digo lo que veo... y veo que te has encariñado con ella.

— Shizlo, sabes perfectamente para qué la quiero. Y también sabes, que si la protejo, es sencillamente porque ella es la clave en todo este asunto. No voy a cometer la misma estupidez dos veces —dijo Andrew, con fría indiferencia.

El espíritu movió la cabeza lentamente y se separó de la mesa. Caminó hacia la puerta y se dio la vuelta en el quicio, apenas un momento.

— ¿Sabes cuál es el problema, Andrew? Que te ha salvado la vida y sabes que no te lo mereces.

Luego giró sobre sus talones y salió definitivamente de la habitación, dejando a Andrew pensativo. No, pensativo no era la palabra... más bien, hecho un mar de contradicciones. Sí, ése era el problema. Definitivamente. ¿Pero por qué lo había hecho? ¿Por qué no dejar que muriera? ¿Por qué darle la oportunidad de llevar a cabo todos sus ambiciosos planes? Quizá porque ella esperaba que no lo hiciera, después de todo. Repasó mentalmente todo lo que le había llevado hasta allí, sus maquinaciones, sus elucubraciones, su esfuerzo, sus estudios, sus maldades... todo estaba muy claro. Pero cuando trató de mirar hacia el futuro, una especie de sombra le emborronó la mente. Se dio cuenta de que por primera vez en muchos años dudaba. Y no estaba muy seguro de poder enterrar esa duda, igual que había hecho con tantas otras cosas muchos años atrás. Ni siquiera estaba seguro de estar haciendo lo que quería hacer.

— Mierda... —murmuró mientras devolvía su atención a los trabajos a medio corregir.

Sin embargo, al cabo de dos horas, no había podido escribir aún ni una sola palabra.