28. El principio del fin
Las antorchas crepitaban en la amplia habitación, rompiendo lo que sin ellas sería un completo silencio. Las sombras que proyectaban danzaban sobre las paredes de vieja piedra e iluminaban parcialmente una puerta metálica, de aspecto nada tranquilizador, que se hallaba cerca de una esquina, en un ángulo más oscuro que los otros. Reinaba una monótona calma. Podría haber sido de día o de noche, pero no importaba. Allí dentro no existía la luz natural. Sin las antorchas de fuego inextinguible, la oscuridad más absoluta se apoderaría del lugar y el frío sería paralizante. Pero a pesar de ser una estancia firmemente cerrada, no había sido preparada para resultar incómoda, más bien todo lo contrario.
Un chasquido se oyó de pronto, y un resplandor azulado rodeó la cerradura de la puerta, que se abrió con un gemido lastimero. Segundos después, la silueta estilizada de un hombre adulto apareció en la sala, oculta en la penumbra de la puerta. El recién llegado se guardó las llaves no sin antes cerrar cuidadosamente la puerta y dio unos pasos hacia la luz, haciéndose visible. Un brillo extraño titiló en sus ojos azules cuando los fijó sobre una cama que se hallaba arrimada contra una de las paredes y sobre la cual dormía alguien. Se acercó un momento y dejó vagar la mirada sobre el cuerpo que yacía acostado. Una mujer de treinta y pocos años, de pelo marrón rojizo muy oscuro, delgada y alta, que respiraba acompasadamente dentro de lo que parecía un sueño profundo. El hombre esperó aún unos segundos, hasta que finalmente, se inclinó hacia ella y le puso una mano en la frente.
— Despierta —dijo únicamente.
Su voz sonó lacónica, imperativa, apremiante. No hizo falta ni un solo grito para lograr el efecto deseado. La mujer se revolvió en las sábanas, gimió, abrió los ojos, parpadeó, bostezó y se dio la vuelta, con aspecto de haber sido gravemente molestada. Al fijar la mirada sobre el causante de su incomodidad, se encontró con un hombre alto y delgado, de pelo negro y ojos intensamente azules, que chispeaban, irónicos. De pronto, se olvidó por completo de su sueño, despertándose del todo. Parpadeó de nuevo, para asegurarse de que no estaba viendo visiones.
— ¡Tú! —exclamó con una mezcla de asombro, horror e incredulidad.
— Yo también me alegro de verte, Julia —respondió el aludido, con sorna.
La mujer se incorporó y se quedó sentada en la cama, mirando hacia el recién llegado, intentando comprender por ella misma qué demonios estaba pasando allí. No tardó en darse cuenta de que eso era imposible.
— ¿Qué haces tú aquí? ¿E... estoy en Hogwarts todavía? —escaneó la habitación con la mirada, esperando ver un lugar que le fuera extraño, pero se encontró con la misma habitación que la había acompañado desde hacía casi un mes.
— Sí, desde luego que estás en Hogwarts... querría haberte hecho una visita amistosa antes, pero ya ves, las clases me tienen ocupado —una sonrisa torcida se dibujó en las facciones del hombre—. ¿Te lo imaginas, Julia? Yo ejerciendo de profesor. La vida da muchas vueltas.
Julia se puso en pie, para mirar más de frente a su misterioso visitante. De repente, sus facciones cambiaron, convirtiendo su expresión asombrada por otra de absoluto desprecio. Había ira en sus ojos, también.
— Sí... de profesor. ¡Ya lo creo! ¡Tú eres el maldito loco que se atrevió a traicionar a mi Señor! —exclamó, irritada—. Claro que sí, ahora me acuerdo. ¿Cómo pude olvidarme de que fuiste tú? ¿Cómo pude olvidarme de tu nombre, Andrew Darkwoolf?
Andrew, pues realmente era él el recién llegado, borró la sonrisa burlona y miró a la mujer de arriba abajo, con suficiencia.
— Increíble, Julia... tú dejándote manipular por una maldición de Voldemort. Has echado a perder por completo tu carácter, créeme... y se podría decir lo mismo de tus encantos —añadió, con mala intención.
La otra le respondió con una fría y desdeñosa carcajada.
— Eso no tiene importancia, considerando el poder que conseguiré. Un poder con el que nadie se atrevería siquiera a soñar, imbécil —respondió—. El Señor Tenebroso limpiará al mundo de la peste de los muggles y los sangre-sucia y nos elevará a sus seguidores a la cima. Y tú, idiota prepotente, ¿pretendes pasar por encima de eso? Has firmado tu sentencia de muerte.
Andrew se puso serio de repente, grave. Incluso se permitió a sí mismo prescindir de la ironía por una vez. Entornó los ojos, como si intentara escrutar el alma de la mujer que le hablaba.
— Escúchate, Julia, ni siquiera hablas tú. Voldemort esto, Voldemort lo otro... es la voz de la maldición la que escucho, no la tuya. ¿Y dices que eso es poder? No es más que una ilusión. Vives en un mundo de sueños, y cuando salgas de él será demasiado tarde —replicó, con dureza.
Ella frunció el ceño, hastiada.
— Sea o no la maldición, sea o no una ilusión, estoy plenamente convencida de lo que quiero. Y lo que quiero es servir a Voldemort por encima de todo —dijo, tan segura de si misma que Andrew apenas podía reconocerla—. Y de todas formas, ¿quién eres tú para darme lecciones? Hace mucho tiempo que decidí que no te aguantaba. Eras peor que un cáncer, siempre pensando en el trabajo, siempre pensando en el poder... siempre pensando en ti mismo. Hace mucho que me cansé de tu soberbia, Andrew, al igual que el Señor Tenebroso. Te espera la muerte, asqueroso traidor, y estar presente cuando llegue el momento, será una delicia.
Julia pronunció estas palabras con un acento de absoluta maldad y desprecio. Parecía estar siendo totalmente sincera. Iba a dejarse caer de nuevo en la cama, con la intención de dar por zanjada la cuestión, pero Andrew se lo impidió. La cogió de la túnica, a la altura del cuello, y la alzó levemente para poder fijar sus ojos directamente sobre los oscuros de la otra. Una mirada fija y fría, que hizo que la mujer se estremeciera.
— No tienes ni idea de lo que dices, estúpida —susurró él, con una voz suave y sibilante, que daba escalofríos.
Julia tardó bastante rato en reaccionar y, cuando por fin iba a intentar zafarse de Andrew, un chasquido se dejó oír desde el rincón de la puerta. Ambos se giraron hacia el lugar, a tiempo de ver cómo una tercera persona entraba. La silueta oscura de otro hombre apareció de entre las sombras, acercándose a la luz y permitiendo a los presentes descubrir su identidad. Un hombre muy delgado y pálido, de pelo castaño claro y canoso, cansados ojos color miel y profundas ojeras marcadas bajo los mismos, les devolvió una atónita mirada. Los ojos del recién llegado pasaron de uno a otro, con creciente desconcierto, hasta que la furia encendió su ánimo por lo general apagado.
De pronto y sin previo aviso el nuevo visitante se abalanzó contra los otros dos y empujó a Andrew, apartándolo unos pasos hacia atrás y obligándolo a liberar a Julia.
— ¡No te atrevas a tocarle un pelo, Darkwoolf! —exclamó, fuera de sí.
— Dime, Lupin, ¿no te enseñaron tus padres que es de buena educación llamar antes de entrar? — replicó Andrew, como toda respuesta al estallido del otro.
Remus ignoró a Andrew y se giró hacia Julia, quién se había sentado en la cama y no salía de su asombro. Miraba a Remus como si fuera una aparición imposible.
— ¡Tú también! —exclamó, incrédula—. ¿Es que... es que os habéis puesto de acuerdo para amargarme la existencia o qué? —añadió después, exasperada.
— La existencia ya te la amargas bastante bien solita, Julia, no nos necesitas para nada —le dijo Andrew, ácido.
— ¡Desapareced ya de mi habitación! ¡Joder! ¿Es que no puede una ser prisionera tranquilamente en este puto castillo? —gritó la mujer, que ya estaba rozando el límite de su paciencia.
— ¿Pero qué es lo que te pasa, Julia? Esa forma de hablar no es propia de ti—preguntó Remus, dolido, angustiado... más deprimido incluso de lo normal.
— Pasa que los dos habéis vuelto a aparecer en mi vida, ¡y lo único que quiero es no tener que veros nunca más! ¿Es que es mucho pedir? Evaporaros de una vez. No quiero tener nada más que ver con un licántropo y un lunático —contestó, con una furia corrosiva y maligna.
Remus se apartó, herido, aunque ya sabía que la reacción de la mujer a la que antiguamente había amado iba a ser parecida. Sin embargo, Andrew, se limitó a limpiarse una suciedad ficticia de las uñas de su mano derecha, con calma e indolencia.
— Qué desagradecida eres, Julia... encima de que los dos hemos tenido la misma maldita idea de venir a visitarte en este preciso momento, tú nos rechazas —dijo, con una impasibilidad casi cómica.
Remus se giró hacia su eterno y odiado enemigo.
— ¿Y para qué se supone que has venido tú? ¿Qué le estabas haciendo, loco sociópata? —preguntó, furioso.
— Oh, por Dios, Lupin, nada... ¿crees que yo sería capaz de hacer daño a tu amor verdadero? Esto no es una tragedia griega ni un reportaje de Corazón de Bruja, por mucho que te guste imaginar que sí. Sólo estábamos hablando —le respondió el otro, con aguda malignidad.
Sin embargo, en vez de replicar un insulto hiriente, Remus se limitó a mirar a Andrew, con los ojos muy abiertos. De repente, su furia desapareció de la superficie, pasando a ser un torrente contenido peligrosamente bajo una capa de asombro. Muy despacio y con un tono de voz también muy peligroso, dijo:
— Darkwoolf... ¿Tú sabes que yo quería a Julia? ¿Lo sabías antes? ¿Lo has sabido siempre?
Algo indefinible cruzó la mirada de Andrew. Algo que se fue tan rápido como había llegado y que tenía un tinte sombrío.
— Sí. Lo sabía, lo he sabido siempre —se limitó a responder.
Aquello fue más de lo que Remus pudo soportar. La gota que colmó el vaso.
— Tú lo sabías... lo sabías, pero aún así... aún así...
No pudo terminar la frase. Un rugido de furia se escapó de su garganta, incapaz de contenerlo por más tiempo. Se lanzó de golpe contra Andrew y sin darle tiempo a reaccionar, le dirigió un portentoso derechazo directo a la mejilla izquierda. Andrew trastabilló unos pasos hacia atrás, ante la atónita mirada de Julia y el odio abrasador de Remus. Éste último se dispuso a dar un golpe más, lanzándose de nuevo sobre su víctima, pero no pudo alcanzar el blanco. Una mano detuvo su puño a la altura de la muñeca, la mano del propio Andrew que seguía con la cabeza girada del golpe anterior. Muy lentamente dirigió la mirada sobre Remus, y éste se quedó asombrado. Esperaba encontrar una mirada maligna, fría, impasible, rencorosa... pero no pudo encontrar ninguna de esas cosas en los ojos de Andrew. Sólo odio. Un odio casi tan intenso como el que él mismo le profesaba. Remus no pudo entenderlo. ¿Desde cuándo Andrew Darkwoolf se interesaba lo suficiente en los demás como para odiar?
— Puedes ahorrártelo, Lupin —dijo éste, con un susurro frío y arrastrado—. Os dejaré solos para que podáis rememorar vuestra efímera felicidad.
Y sin añadir nada más, soltó bruscamente el brazo de Remus y se dirigió hacia la puerta sin volver la cabeza ni una sola vez. Cuando salió, Remus se quedó atónito, mirando hacia el lugar por el que Andrew acababa de salir y sin entender aún a qué había venido aquello.
Harry, Ron y Hermione escogieron como de costumbre, su lugar apartado de la sala común para sentarse y entablar una privada conversación. Se acomodaron en tres sillones, alejados de la chimenea y pegados a la pared, en la cual se hallaba apoyado un enorme armario de madera repleto de libros de consulta y lectura. No les gustaba tener a demasiada gente cerca cuando hablaban por si salía algo relacionado con Voldemort o la Piedra del Tiempo. Neville se acercó a ellos apenas un momento para resolver una duda que tenía en los deberes de adivinación y luego se marchó, dejándolos solos y libres para hablar de lo que fuera.
— Hey, ¿no os parece que Krysta está de muy buen humor últimamente? —comentó Ron.
— Bueno, desde el cumpleaños, concretamente —apuntó Hermione—. Creo que le sentó muy bien celebrarlo. En realidad, a todos nos sentó muy bien, no sabéis cómo necesitaba descargar la tensión.
— Sí, en parte fue eso, pero yo creo que si su tío no le hubiera hecho ese regalo no se mostraría tan animada —dijo Harry, pensativo—. ¿No os parece raro el comportamiento de Andrew últimamente?
— Y tan raro —respondió Ron—. Ni siquiera sé por qué se le ocurrió hacerle un regalo. La propia Krysta me dijo que no se podía creer que se hubiera acordado del día de su cumpleaños. Según ella, no le dijo nada.
Hermione se encogió de hombros, al parecer, poco interesada en el tema.
— ¿Es que no es obvio lo que le pasa? Le remuerde la conciencia, Krysta hizo algo muy gordo por él y no puede dejar de reconocerlo —explicó la niña.
— Ah, ¿pero es que tiene conciencia? —replicó Ron en tono despectivo—. Mirad, le habrá hecho un regalo de cumpleaños, pero si queréis saber mi opinión, seguro que no es más que otra artimaña para sonsacarle a Krysta su poder. Y tampoco me acabo de creer del todo la historia esa de que si se ha llevado la piedra Qui...
— Ron, en eso no tienes motivos para desconfiar, ya oíste lo que dijeron los espíritus —interrumpió Harry.
Ron esbozó una mueca escéptica.
— Oh, claro, los espíritus... no seáis ingenuos. A ver, ¿para quién trabajaban esos malditos espíritus desde el principio, eh? Si no recuerdo mal, para nuestro querido profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Y ahora lo defienden, ¡qué sorpresa!
— Pues mira, Ron, yo en eso sí que le creo —dijo Hermione—. Si tuviera ya la piedra seguro que hubiera intentado algo a estas alturas, como poco intentar que Krysta le ayudara a usarla... como poco. No tiene ningún sentido que se quede con nosotros si ya ha conseguido lo que quiere.
— Pero es que no lo ha conseguido. Necesita aprender a usarla —se explicó Ron—. Apuesto lo que queráis que ése es el verdadero origen de su repentino cambio de actitud.
Harry movió la cabeza, no muy convencido.
— No sé qué pensar. Para tratarse de Andrew... parece demasiado obvio. Cualquiera podría darse cuenta de su cambio y atar cabos. Yo creo que si tuviera la piedra habría hecho algo distinto, no me preguntéis qué, pero no algo tan evidente. Aunque cabe también la posibilidad de que nos esté volviendo a engañar, claro.
— Yo estoy seguro de que Dumbledore tampoco se fía de él y por eso ha decidido actuar con tanta discreción, en vez de ir directamente a por la piedra, a tortazo limpio —dijo Ron.
— Venga ya, Ron, Dumbledore siempre actúa con discreción sea cual sea el caso —replicó Hermione.
— Bueno, no sé, Hermione, tratándose de Voldemort yo creo q...
Harry no pudo terminar su frase porque una exclamación de sorpresa le interrumpió desde atrás. Ron y Hermione señalaron hacia la pared y Harry se dio la vuelta a tiempo de ver cómo el armario se tambaleaba junto a ésta, un poco por detrás de él. La puerta del armario se abrió de sopetón dejando caer un bulto que se estrelló contra el suelo, seguido de una montaña de libros que casi lo sepultó. Una figura pelirroja salió del armario y se acercó al primer bulto para tratar de levantarlo, mientras casi todas las cabezas de la sala común se giraban hacia ese punto, risueñas. El bulto, por su parte, resultó ser una persona, una niña bajita, algo rechoncha, de pelo castaño claro recogido en una coleta.
— ¡¿Ana?! —preguntaron Harry, Ron y Hermione casi a la vez.
Ana se giró hacia la persona que le había ayudado a levantarse con una amplia sonrisa.
— ¡Te lo dije! —exclamó—. ¡Se les ha perdido! Y tú que no te lo creías...
Dicha persona, que no era otra que Ginny, asintió con la cabeza aceptando que Ana tenía razón.
— ¿Pero se puede saber qué huev... demonios estabais haciendo metidas dentro de ése armario? — preguntó Harry, que estaba cada vez más atónito.
— No estábamos haciendo nada malo —respondió Ginny, poniendo cara de angelito.
— Eso —apoyó Ana—. Sólo os espiábamos —añadió después con una risita.
— ¿Espiándonos?
—Sí, exacto—saltó Ana con tonillo de reproche—. Estábamos más que hartas de que siempre desaparecierais y os fuerais por ahí solos con Krysta, así que decidimos espiaros para enterarnos de las cosas.
Hermione se adelantó y las miró con pinta de encontrarse más perdida que un pulpo en un garaje.
— Esperad, esperad un momento —dijo—... ¿decís que nos habéis estado espiando?
— Ajá, eso mismo.
— ¿Desde cuándo exactamente, si puede saberse?
— Pues... —Ginny contó con los dedos—. Desde finales de febrero, si no me equivoco.
Harry, Ron y Hermione se miraron horrorizados. Hermione reaccionó la primera y se abalanzó sobre Ana, cogiéndola del brazo y obligándola de un estirón a sentarse en el sofá, con intención de que la gente dejara de mirar hacia esa parte. Ginny se acercó y se sentó también, cerca de la otra niña, esperando mientras los tres amigos hacían lo propio. Una vez la gente pareció perder interés por la cómica situación del armario, Hermione se inclinó hacia delante y habló hacia Ginny en voz baja.
— ¿Se puede saber por qué demonios hicisteis algo tan estúpido? —preguntó, severa.
— Ya os lo hemos dicho —replicó Ginny, algo molesta—. Nosotras también teníamos derecho a enterarnos de algo tan grave, ¿no?
Los tres amigos se miraron.
— ¿Qué es lo que sabéis? —preguntó Harry al fin.
Ginny y Ana esperaron un momento y después se dispusieron a contarlo todo. Explicaron que se habían dado cuenta del secretismo que compartían los tres amigos y Krysta, y que por ello habían decidido enterarse de lo que pasaba por su cuenta, ya que ellos no parecían dispuestos a contarles nada. Resultó que se habían enterado de absolutamente todo lo referente a La Piedra del Tiempo, el futuro, de todo lo sucedido en la Mansión Ryddle, de lo referente a los poderes de Krysta, y hacía apenas un momento, de que tras el ataque se les había perdido la piedra. Harry, Ron y Hermione no daban créditoo.
— No se os habrá ocurrido contarle todo eso a nadie, ¿verdad? —preguntó Harry, inseguro.
— Pues claro que no, no somos idiotas —replicó Ana.
— Me parece que todo este asunto es algo muy gordo —comentó Ginny—. E... estoy algo asustada.
— Y yo —admitió Ana.
Pasó un momento de silencio, hasta que finalmente, Ana volvió a hablar.
— Pero, ¿sabéis? Yo no creo que el profesor Darkwoolf haya robado La Piedra del Tiempo.
Todos, salvo Ginny, la miraron asombrados por su repentina afirmación.
— ¿Es que también lo sabéis todo sobre él? —preguntó Ron.
— Pues claro —respondió Ginny—. Os oíamos ponerlo verde a menudo y nos preguntábamos qué habría hecho. Como de vosotros sólo obteníamos información a medias, hicimos un hechizo escucha en la puerta de su despacho.
Las expresiones que se reflejaron en las caras de Harry, Ron y Hermione fueron dignas de ser ver.
— ¿Os habéis planteado haceros del F.B.I? —preguntó Harry.
Ron miró a Harry, interrogante.
— ¿Qué es el "efebeí"? —preguntó.
Harry prefirió ignorar la pregunta de Ron mientras Ana continuaba la explicación de Ginny.
— Bueno, gracias al hechizo escucha podíamos oír su voz a través de nuestras varitas cuando se encontraba solo con ése espíritu de cuarto menguante amigo suyo. Y no sé si lo sabréis, pero a él se lo cuenta todo, y a pesar de ello no le oímos mencionar ni una sola vez nada que tuviera que ver con el robo de la piedra. Es mas, el mismo cree que la tiene Voldemort y se lamenta de ello. No creo que se la haya quedado.
— Ni yo —dijo Ginny apoyando a Ana.
Ron murmuró algo por lo bajini, no muy convencido, pero no replicó en voz alta. Los demás no le hicieron caso, la idea de que Voldemort pudiera tener la piedra era muy preocupante. Lo mejor que podían hacer era desear con toda el alma que no llegara a averiguar nada sobre sus poderes y su uso. O quizá Dumbledore tuviera alguna clase de plan. ¿Cómo podían saberlo?
— A mi me sigue pareciendo impresionante la forma en que nos tomó el pelo el profesor Darkwoolf —dijo Ana despreocupadamente, al cabo de un rato.
Ginny la miró, asombrada.
— ¿Pero qué dices? Será todo lo impresionante que quieras, pero es un cabrón —dijo.
— Ya, bueno —trató de rectificar Ana—... no estoy diciendo que lo que hizo estuviera bien, desde luego, pero... no sé, hay que reconocer que tiene habilidad.
Ginny volvió a hablar, incrédula.
— Hay que ver, todo lo que nos ha estado haciendo y tú, en vez de cabrearte admiras su "habilidad". No digas tonterías, Ana, es un imbécil.
— Sí, pero no siempre —respondieron Hermione y Ana a la vez.
Al oírlo, Harry, Ron, Ana y Ginny se giraron hacia la chica de pelo castaño y alborotado. Hermione se encontró de pronto observada por todos los demás y se le subieron los colores. Replicó airada, disimulando.
—Bueno, sólo digo la verdad. No siempre es imbécil.
Ron movió la cabeza, harto ya de la estúpida conversación.
— Vosotras sí que sois incomprensibles a veces —bufó, hastiado—. Me voy a mi cuarto, tengo que acabar los deberes de encantamientos.
Y sin añadir nada más, se levantó y se dirigió hacia la escalera de caracol que daba al cuarto de los chicos. Harry se encogió de hombros mirando hacia Hermione y poco después siguió los pasos de Ron. Las tres chicas se quedaron solas.
— No se lo digáis a mi hermano —murmuró Ginny apenas se hubieron ido—. Andrew me cae fatal... pero reconozco que está buenísimo.
Ana y Hermione la miraron un momento mientras se echaba a reír y poco después las tres formaban un bonito coro de carcajadas. Quizá, si hubieran sabido lo que les esperaba, no hubieran encontrado muchos motivos para reír.
Ana y Ginny guardaron celosamente el secreto que compartían con Harry, Ron, Hermione y Krysta, como habían hecho hasta entonces. Los días siguientes no fueron nada del otro mundo. Clases, juegos, charlas, rutina y más rutina. Los profesores parecían bastante animados, al igual que los alumnos, aunque la gente ya no volvió a bajar la guardia. Dumbledore decidió que debían estar preparados para un segundo ataque y colocó defensas mágicas en las entradas más importantes al castillo, así cómo en las entradas y salidas secretas. También se llevó a cabo una investigación exhaustiva de todo el edificio y el jardín, buscando desperfectos o cualquier cosa fuera de lo normal que pudiera haber quedado como vestigio del ataque. No se encontró nada extraño o peligroso, así que finalmente, se dio por terminado el asunto.
Lo que no parecía tan fácil de resolver era el problema de la maldición magno imperium. Las víctimas no habían mejorado en absoluto, a pesar de que Dumbledore se esforzaba al máximo por encontrar la antimaldición oportuna. El Ministerio, alertado como había sido por el director, también tomó sus medidas, y varios investigadores se pusieron manos a la obra para descubrir una posible defensa o remedio para anular sus efectos. Las semanas fueron pasando una tras otra, sin que nada cambiara en absoluto, hasta que una mañana, a finales de Abril, estalló la bomba.
Hermione había recibido, como de costumbre, un nuevo número del Profeta con el correo de la mañana. Mientras los demás chicos desayunaban, sentados en la mesa de Gryffindor, ella pasaba las páginas distraída. Ana, que hablaba animadamente sobre los planes maléficos que tenía pensados aquel día para Jill, se interrumpió de repente al escuchar la exclamación de sorpresa de Hermione, mientras esta fijaba los ojos sobre una página en concreto del periódico.
Mientras la leía, ni se percató de que Ron y Harry se colocaban a sus espaldas, para descubrir de donde provenía su asombro. Nada más leyeron el título de la misteriosa noticia, comprendieron el problema. Voldemort. Al parecer, había decidido que ya había pasado tiempo suficiente y había reiniciado su acción. El resultado fue un espectacular ataque al callejón Diagon y una masacre sin precedentes. La foto que acompañaba a la noticia presentaba un gran número de casas chamuscadas o derruidas, tiendas arrasadas, el pavimento de las calles levantado y al fondo, una imagen del impresionante banco de Gringotts con las paredes ennegrecidas. Un desastre. Pero lo que realmente llenó de horror a Harry e hizo que los puños se le apretaran de rabia fue el hecho de que aquel ataque se había cobrado la vida de tres magos adultos y había dejado a numerosas personas en estado grave o con heridas leves.
La noticia se extendió rápidamente no sólo en Hogwarts, sino en el resto del mundo mágico. Una oleada de dolor, impotencia, rabia, miedo y odio pareció extenderse sobre todos los magos que habitaban el país. También los magos del resto de países europeos empezaron a temer por su seguridad. Al día siguiente del ataque, ya se había iniciado un movimiento de ayuda para reconstruir las casas y tiendas destrozadas del callejón, y el Ministerio se había puesto manos a la obra para encontrar a los culpables. Por primera vez desde que era ministro, Fudge pareció preocuparse de verdad por la situación... al tiempo que comprendía que no tenía ni idea de por donde empezar. Dumbledore no tardó en recibir una visita suya. Lo que ninguno de los dos sabía, era que la cosa no había hecho nada más que empezar. Los días siguieron su curso, uno tras otro, y situaciones como estas se repitieron por todo el país. El Ministerio no daba abasto, y Dumbledore tampoco. Daba igual a cuánta gente interrogaran, capturaran o pillaran con las manos en la masa. El grupo de Voldemort recuperaba inmediatamente las bajas con nuevos aliados e iba en aumento. Y era completamente imposible averiguar quién actuaba por propia iniciativa o bajo los efectos de la maldición. Por ello, Fudge se resistía a emplear la prisión mágica. Sin embargo, magos jóvenes y capacitados no tardaron en ser contratados como aurores, en vista de que la situación iba cada vez a peores.
El florido y comúnmente feliz mes de mayo se presentó en mitad de una situación que empeoraba cada día. Los alumnos apenas podían prestar atención a las clases de puro nerviosismo. La única casa en la que parecía prevalecer el buen humor era en Slytherin, aunque tampoco se podía generalizar. A menudo se podían ver slytherins cabizbajos o preocupados. Harry se sorprendió incluso de que Draco Malfoy no apareciera de repente como solía hacer para meterse con él o con cualquiera de sus amigos. Ni siquiera lo vio presumir durante aquellos días, parecía un tanto ausente. Jill lo seguía como de costumbre, pero sin renunciar a sus rencillas con Ana. A estas alturas del curso ya se peleaban más por costumbre que por otra cosa. Lo más probable era que ni se acordaran por qué habían empezado. De todas formas, también su costumbre decayó al presentarse la situación tal y como se encontraba. Al cabo de un tiempo, tras un nuevo ataque en el mismo Ministerio, el Ministro autorizó por fin el uso de Azkaban como única alternativa a los delincuentes a favor de Voldemort. Ya no podían tener contemplaciones, ni con las víctimas de la magno imperium. Harry comprendió entonces lo que aquello significaba. No se estaban enfrentando a ningún final, sino al principio. El principio del fin.
Harry, Ron y Hermione caminaban por los oscuros pasillos de Hogwarts en dirección a su sala común, cansados y bajos de moral. Era tarde, acababan de despedirse de Krysta, con quien habían asistido a una nueva reunión con Dumbledore y todos los implicados en el asunto de La Piedra del Tiempo, una reunión de la que no habían sacado nada en limpio. Voldemort tenía la piedra, sí, esa era la conclusión a la que habían llegado, pero ¿dónde? Y ¿por qué? ¿Por qué la habría cogido, qué significado podría tener para él? Y en cualquier caso, si la tenía, ¿qué había hecho con ella? Ni siquiera parecía conocer su utilidad, pues todo lo que había hecho hasta ahora no había tenido nada que ver con La Piedra del Tiempo. Simplemente, el objeto parecía haber desaparecido del mapa. Era como si ellos jamás lo hubieran encontrado, como si la historia siguiera su curso normalmente. Y sin embargo, seguro que a raíz de todo lo sucedido desde el mismo momento en que Harry había usado la piedra por primera vez, la historia había cambiado. La Piedra del Tiempo se había inmiscuido en sus vidas de forma accidental, y ello tenía que haber tenido repercusiones. Y sin embargo, parecía que de nada había servido. La historia se estaba llevando a cabo tal como habían anunciado Yala y Shizlo. Aquello era de lo más desesperante. Si por lo menos la joya siguiera en sus manos, aún podrían intentar algo, pero Krysta no conseguía dominar su poder sin ella, y los espíritus se negaban a regresar al pasado a recogerla. Decían que ello podía traer repercusiones adversas en el futuro y que era una tarea demasiado arriesgada. Estaban bloqueados. Un callejón sin salida.
Ana y Ginny los vieron llegar por el pasillo y se acercaron para preguntarles qué nuevas noticias traían. Como se suponía que ellas no sabían nada no podían entrar a las reuniones, pero los otros niños las informaban. La explicación, por parte de Ron, no pareció animarlas demasiado. Se unieron a los amigos para ir a la cama y siguieron su camino por el pasillo. Al cabo de un rato alcanzaron el ansiado cuadro de entrada de la sala común. Sin embargo no llegaron a entrar, pues una figura apoyada contra el cuadro les cortaba el paso. Al acercarse, descubrieron no con poco asombro, que se trataba de Draco Malfoy. Pero lo realmente sorprendente era el hecho de que los estaba esperando. Descruzando los brazos, separó su espalda de la pared y se acercó al grupo de Gryffindors con aspecto de estar bastante harto de algo.
— Por fin aparecéis. ¿Tenéis por costumbre deambular por los pasillos dos horas después de la cena? —preguntó, irónico.
— Sí, —gruñó Ron por toda respuesta—. Ahora aparta, tengo sueño.
Draco ni se movió, pero esbozó una extraña sonrisa.
— Créeme, Weasley, tendrás algo mucho peor que sueño si Voldemort aprende a utilizar La Piedra del tiempo—dijo, con sorna.
Los otros cinco no pudieron reprimir una expresión de asombro. No sólo era extraño que Draco Malfoy los esperara para hablar con ellos a esas horas de la noche, ni que se dirigiera a ellos sin un solo insulto, además, conocía La Piedra del tiempo y su actual poseedor. Harry dio un respingo, impresionado, y se abrió paso entre Ron y Hermione para encararse con Malfoy.
— ¿Qué sabes tú de eso? —preguntó bruscamente—. ¿Quién te lo ha dicho?
Draco miró a Harry como si fuera un retrasado mental.
— ¿Te falla la memoria, Potter? Yo mismo me enteré, escuchando a escondidas una de vuestras malditas reuniones con el viejo loco —respondió agriamente—. ¿Cómo crees que se enteró mi padre de lo de la traición de ese idiota de Darkwoolf?
Harry aceptó que Draco tenía razón. Ya ni se acordaba de aquello, habían pasado muchas cosas desde entonces. Sin embargo, seguía sin entender la actitud de su eterno antagonista. ¿A qué venía aquello ahora?
— Bien, Malfoy, es verdad, ¿pero qué es exactamente lo que quieres? ¿Qué tiene que ver todo esto contigo? —replicó Harry, calmándose.
La faz de Draco pareció ensombrecerse un poco, antes de que contestara.
— Sé que estáis preocupados por todo lo que Voldemort pueda hacer, y sé también lo que pasará cuando se meta con los muggles... os lo he oído mencionar a menudo en las reuniones —explicó el slytherin, pensativo—. Mirad, a mí todo eso me da lo mismo, pero a pesar de ello sé como ayudaros y he decidido que voy a hacerlo.
Ron lo miró, suspicaz.
— Eso no tiene ningún sentido —replicó, escéptico.
— No para tipos de mente obtusa como la tuya, Weasley —contestó Draco, ácidamente.
Ron hizo un amago de ir a partirle la cara, pero Hermione lo contuvo.
— No te metas con él, Malfoy —dijo la chica, mientras retenía al pelirrojo—. Mejor que eso, explícate, ¿quieres?
Draco suspiró, hastiado, y volvió a hablar.
— Muy bien, voy a acabar de una vez. La situación es esta: yo sé dónde está La Piedra del Tiempo, o por lo menos un lugar en el que seguro hallaremos información sobre ella. Y el hecho de que conozca este lugar es precisamente lo que me impulsa a ayudaros, ¿me seguís?
— Ajá —dijo Harry—. Y ése lugar es...
— Mi propia casa —concluyó Malfoy.
Los Gryffindors se miraron entre ellos, absolutamente cogidos por sorpresa. Aquello era toda una novedad. Quizá hubiera aún una salida en el callejón, después de todo.
— ¿Estás seguro? —preguntó Ginny, recelosa—. ¿Cómo puedes saberlo?
— Una pregunta idiota propia de Gryffindors —replicó Draco con una sonrisa torcida—. A ver, mi padre tiene estrechos contactos con Voldemort y con muchos de sus seguidores y yo tengo estrecho contacto con él. En la última carta que me escribió decía que tenía la piedra del tiempo en su poder, que Voldemort estaba por fin libre de amenazas. Le encanta demostrarme lo inútil que es oponerse a él, por ese motivo me informa siempre de sus movimientos, o por lo menos de los que le interesan. Afirmó que la piedra permanecería en casa y me advirtió seriamente de que no se me ocurriera hacer nada estúpido. Como veis, no le he hecho mucho caso —concluyó, con una risilla sardónica.
Los otros aún desconfiaban. Lo que Draco contaba podía tener sentido, pero ¿cómo estar seguros de que podían confiar en él?
— Muy bien, Malfoy, todo eso que cuentas suena muy bonito, ¿pero estás seguro de que la piedra está allí? —preguntó Ana.
Draco se encogió de hombros.
— No puedo estar seguro, ya os he dicho que mi padre sólo me informa de lo que le interesa. De todas formas, si mintió en su carta, por lo menos podremos encontrar algo que nos indique su verdadera ubicación.
— ¿Y cómo sabemos que no eres tú el que miente? Por lo que parece, estás muy interesado en que recuperemos la piedra, cuando tú mismo has dicho que lo que pueda hacer Voldemort no te importa para nada. ¿Qué es lo que quieres, entonces? —inquirió Harry.
Draco dirigió la vista al suelo un momento. Cuando la volvió a alzar, parecía un tanto empequeñecido, como si parte de su arrogancia se hubiera esfumado.
— Estoy preocupado por mi padre —dijo al fin, a regañadientes—. Si... si Dumbledore descubre que la piedra la tenía él... será la prueba irrefutable de que intervino en el ataque al colegio o de que entabla relaciones con los atacantes y podría acabar en Azkaban. No creo que esta vez se libre, como la última, cuando Voldemort cayó. El Ministerio lo tiene fichado desde hace tiempo a pesar de su gran influencia.
Harry asintió levemente. Por primera vez, comprendía de una forma más o menos profunda lo que movía a Draco a actuar. Y le pareció que era justo y lógico.
— ¿Cuál es tu plan, entonces? —preguntó Harry.
Los otros cuatro lo miraron asombrados. No esperaban que Harry creyera las palabras de Malfoy tan rápidamente. Sin embargo éste ya no parecía albergar dudas con respecto a la veracidad de las palabras del slytherin.
—Quiero ir a mi casa y encontrar esa piedra —respondió Draco, decidido—, pero necesito vuestra ayuda. Si no está allí, entonces volveremos al colegio y olvidaremos todo este asunto. Si está, se la llevaréis a Dumbledore y problema resuelto. Luego ya podréis hacer con ella lo que os dé la gana.
Harry volvió a asentir.
— Deja que lo decidamos —respondió.
Se acercó a los otros cuatro y se apartaron un poco de Malfoy para conversar un momento. Al cabo de un par de minutos, se separaron y regresaron junto al slytherin.
— De acuerdo, aceptamos —dijo Harry—. Pero más te vale que esto no sea una treta extraña de las tuyas, Malfoy.
Harry le tendió la mano a Draco y éste se la estrechó con una sonrisa burlona. Estaba decidido, lo harían. Aquello prometía ser emocionante.
— Sólo una cosa más antes de que te vayas —añadió Harry—. ¿Cuándo se supone que llevaremos a cabo todo esto?
Draco lo meditó un momento, pero no tardó en hallar una respuesta.
— El sábado, de aquí una semana. Mi padre tiene algo importante que hacer esa noche, o al menos eso me dijo. Sólo estará mi madre, y se acuesta temprano. Será fácil —luego, sonrió de una forma burlona que a Harry no le gustaba nada—. Y no os preocupéis por el transporte, corre de mi cuenta.
Y tras decir esto último, se despidió con un lacónico "buenas noches", giró sobre sus talones y regresó a la oscuridad del pasillo, camino de las mazmorras. Los cinco gryffindors se quedaron completamente aturdidos, observando mientras se alejaba, y aún sin comprender del todo por qué habían aceptado un plan tan... raro. Por lo menos, se dijo Harry, aquello les daba una carta que jugar. Les sirviera o no para detener a Voldemort, la Piedra del Tiempo no debía permanecer en manos del enemigo. Voldemort había decidido atacar, ahora ellos tenían que defenderse. Y La Piedra del Tiempo, sin lugar a dudas, era su mejor defensa.
