30. El poder se esconde en Hogwarts

Harry, Hermione y Draco se quedaron mirando las letras etéreas sin saber qué hacer. No sabían si creérselo o echarse a reír como idiotas. La noticia era demasiado después de todo lo que acababan de descubrir, apenas si podían asimilarla. Sin embargo Hermione tuvo un repentino estado de lucidez, de esos que le venían en los momentos más inesperados y se acercó a Malfoy con cara de muy pocos amigos.

— "Mi padre estará fuera el sábado por la noche" —dijo, imitando el tono de Draco despectivamente—. ¿Serás imbécil? ¡Tu padre ha ido a atacar Hogwarts! ¿No podías pensar en ello, slytherin de pacotilla?

Draco la miró desconcertado por la insolencia con la que le había hablado Hermione, pero inmediatamente cambió su semblante. ¿Cómo se atrevía aquella sangre sucia a hablarle de esa manera?

— Cierra el pico, desgraciada, no permito que nadie me hable en ese tono —dijo, con furia—. Y además, ¿cómo podía saberlo? ¿Se te ocurrió a ti, estúpida cerebrito sangre sucia?

Hermione se puso roja de ira e hizo ademán de ir a partirle los morros a Draco, pero Harry se lo impidió, interponiéndose entre los dos discutidores.

— Ya basta —cortó, enfadado—. En vez de discutir podríais hacer algo de provecho.

Hermione y Draco desviaron su atención hacia Harry.

— Mirad, la única manera de comprobar la verdad es volviendo a Hogwarts. Vayamos y ya está.

Los otros dos aceptaron la proposición de Harry, aunque desconfiaran de la fiabilidad del mensaje. Draco sacó su anillo y, con Harry y Hermione firmemente sujetos a él, dijo las palabras que empleara la otra vez, sólo que del revés (sillac siroproc). En seguida, el remolino de colores los arrastró y empezaron a dar vueltas por un espacio caótico, hasta que, de nuevo, cayeron sobre un suelo, esta vez duro y frío, hechos un amasijo.

Se levantaron trabajosamente y miraron a su alrededor. Estaban en la sala llena de trastos otra vez, pero no se hallaban solos. Un grupo de gente los esperaba, con una clara expectación y ansiedad. Eran Ron, Krysta y Ginny. Se acercaron a ellos, con semblantes de preocupación.

— ¿Estáis bien los tres? —preguntó Ron.

— Sí, pero ¿qué hacéis aquí? —inquirió Harry.

— Esperaros. Recibisteis mi mensaje, supongo.

Los otros asintieron. Harry se percató de la expresión de honda preocupación y miedo que compartían los otros tres, por lo que, sin más preámbulos, preguntó qué pasaba.

— Harry, es... es terrible. Voldemort y los mortífagos se han hecho con el colegio en cuestión de veinte minutos —empezó Ron, que parecía desesperado y necesitado de contar todo lo que había pasado—. Aparecieron de repente, a través de unos agujeros en la pared... o lo que fueran. Los había por todo el colegio. En seguida buscaron a los alumnos y los cercaron en el Gran comedor. Ahora están distribuidos por todo el colegio, y creo que buscan algo. Dumbledore no aparece, se han llevado a Andrew no sé adonde y muchos profesores están detenidos por los atacantes. No sé dónde estará el resto, pero creo que somos los únicos alumnos libres. Y ni siquiera sabemos lo que pretenden. Vinimos aquí y os avisamos en cuanto pudimos, para ver si juntos podíamos hacer algo.

Harry, Hermione y Draco se miraron, asustados. Así que después de todo era cierto. Si la otra vez habían sufrido un duro golpe, este era todavía peor. Este ataque era distinto, se había llevado a cabo con discreción, en completo silencio, de forma mucho más sutil... y efectiva. ¿Pero qué los impulsaba a actuar así? ¿Por qué un ataque así de repente, sólo dos meses después del primero? Quizá Voldemort quisiera controlar la escuela, ahora que se había hecho cargo de Azkaban. Sin embargo, había algo en todo el asunto que no acababa de convencer a Harry. ¿Qué quería decir Ron con eso de los agujeros? ¿Y qué pasaba con La Piedra del Tiempo? ¡Claro, La Piedra del Tiempo!

— Ron, creo que podemos hacer algo... pero tenemos que encontrar a Snape inmediatamente —dijo Harry, seguro de que había que pasar a la acción lo antes posible.

— ¿Snape? ¿Qué tiene que ver Snape en todo esto?—preguntó Krysta, extrañada.

— Os lo explicaremos por el camino, pero démonos prisa. Es de vital importancia que lo encontremos antes de que pueda acercarse a Voldemort—apremió Harry.

Los niños asintieron y siguieron a Harry fuera de la sala. Momentos después, el extraño grupo formado por Harry, Ron, Hermione, Krysta, Draco y Ginny dejaba la sala almacén y se internaba en los ahora hostiles pasillos de Hogwarts.

Andrew levantó la vista, agotado, buscando con la mirada cualquier cosa que le ayudara a librarse de su penosa situación. Le dolía la cabeza a la altura de la nuca, sufría varios golpes y cardenales en diversas partes de su cuerpo y un chorro de sangre le resbalaba por el lado derecho de la cara. No podía mover los pies ni los brazos, firmemente atados con cuerdas mágicas por detrás del respaldo de la silla en la que estaba sentado. La silla de su propio despacho. La sala que le había acompañado durante todo el curso había cobrado un aspecto más que amenazador. A sus espaldas, un mortífago voluminoso esperaba de pie, vigilante, la orden que le permitiría lanzarse de nuevo contra él y dejarle algún otro recuerdo por la cara. A su izquierda, otra figura estilizada y enfundada de negro se había sentado sobre la mesa despreocupadamente. Pero el mortíafago que en aquel momento recibía todas las descargas de odio posibles procedentes de Andrew, era el que tenía enfrente. Este último se hallaba de espaldas a él, imperturbable. Se había quitado la capucha de la túnica negra y la máscara, dejando ver una impecable melena rubia y una piel pálida. Se apoyaba, indolente, sobre un bastón negro de empuñadura plateada que representaba la faz de una serpiente. El hombre habló sin siquiera dirigir la vista sobre su víctima.

— Da igual lo que hagamos contigo, Darkwoolf, te empeñas en llevarnos siempre la contraria—dijo, sermoneando a Andrew como si fuera un crío pequeño—. Podrías ahorrarte muchas molestias si me dijeras lo que quiero saber ahora.

Andrew entornó los ojos. ¿Qué se creía aquel perdedor? ¿Que iba a ponerse a temblar?

— Tienes razón, podría. Pero pensándolo mejor, creo que no vale la pena —replicó con una más que evidente mofa—. No te molestes más por mí, Malfoy, en serio. Será mejor que lo dejes antes de que venga Voldemort y se entere de que te estás tomando ciertas... libertades con respecto a mí.

Lucius Malfoy, quien sin duda alguna era el aludido, se dio la vuelta y clavó sus fríos ojos grises sobre Andrew, quien lo miraba aparentemente tranquilo.

— Tú nunca aprendes, ¿verdad, Darkwoolf? —preguntó, con una sonrisa postiza y helada—. Siempre piensas que estás por encima de todo el mundo cuando en toda tu vida no has hecho más que arrastrarte por el suelo como un gusano. No importa lo que creas ser, estúpido pedante. Lo importante es lo que realmente eres... y nunca pasaste de ser un negado, un idiota arrogante con la cabeza llena de ideas extrañas.

Andrew frunció el ceño, furioso. Pero no dijo nada, ocultando a la perfección sus sentimientos traicioneros.

— Reconozco que llegaste alto, de eso no cabe duda... pero admítelo, no vales para esto. Medio año en la cima y caes en picado hasta la condición de traidor. Completamente patético, ¿no te parece? —Lucius se había ido acercando a Andrew conforme hablaba, de modo que ahora el profesor tenía que levantar la vista para observar a su antagonista.

Andrew siguió callado. Sabía que lo único que buscaba Lucius Malfoy era verle destrozado física y moralmente, pero no lo iba a conseguir. Hacía falta mucho más que eso para tirar su férrea autoestima por los suelos.

—Hagas lo que hagas siempre la fastidias al final, Darkwoolf —continuó Malfoy, regodeándose en su privilegiada situación con respecto a Andrew. Aquellas eran la clase de cosas que deseaba decirle desde hacía demasiado tiempo—. Cualquiera de tus pasos hasta el momento son dignos de la mayor de las carcajadas. Eres una triste parodia de genio maligno, no vales ni para manejar a una simple cría. Todo este asunto de la Piedra del Tiempo te queda demasiado grande.

Andrew tuvo que morderse la lengua para no contestarle con el más hiriente de sus comentarios mordaces. Sabía en todo momento cuáles eran los sentimientos de Lucius malfoy y, si bien no podía leerle el pensamiento de la forma en la que le hubiera gustado hacerlo, conocía a la perfección sus intenciones. Sabía que el mortífago buscaba únicamente vengarse de él, y disfrutaba con ello. Si aguantaba todo eso era solamente porque se sabía en desventaja. Ya vería aquel mortífago de pacotilla lo que era bueno cuando no hubiera cuerdas alrededor de sus muñecas ni matones vigilándolo constantemente.

— ¿No contestas nada, Darkwoolf? —continuó Malfoy, con una sonrisa torcida—. ¿Tienes miedo? ¿O quizá te ha abandonado definitivamente la inteligencia?

Andrew sintió como si un rayo le hubiera golpeado de lleno en mitad de su orgullo y se lo hubiera partido en dos. Se giró hacia Lucius, que se hallaba un poco hacia su derecha y le lanzó una mirada corrosiva que parecía capaz de derretir una pared de hormigón. Muy lentamente y con una voz más fría que el hielo, respondió a la pregunta del mortífago.

— La indiferencia es la más cruel de las venganzas, Malfoy —dijo, sonriendo con malignidad.

Ante la contestación de Andrew, Malfoy se limitó a soltar una suave pero malvada carcajada, que fue secundada casi inmediatamente por los demás. Cuando se calmó, al cabo de varios segundos, dedicó hacia el maltratado profesor su mejor sonrisa perversa.

— Una frase célebre, Darkwoolf, debo felicitarte.

Luego, dirigió la vista hacia el mortífago enorme que permanecía detrás de Andrew.

— En vista de que nuestro amigo Darkwoolf no está por la labor de colaborar, será necesario emplear métodos más drásticos —dijo, con maldad—. ¿Crabbe?

El aludido respondió al instante, acercándose a Andrew al tiempo que se remangaba la túnica del brazo izquierdo hasta el codo. Se colocó al lado de Andrew y, sin más preámbulos levantó el puño, dejándolo caer con todas sus fuerzas sobre su estómago.

Andrew se dobló sobre si mismo en la medida en que las ataduras se lo permitían. Gimió, resopló y tosió, notando un dolor horrible en la tripa. Los mortífagos rieron, disfrutando de lo que parecía ser su pasatiempo favorito. Andrew levantó la vista, furibundo y rabioso, pero todavía sin decir nada.

Lucius suspiró y se cruzó de brazos.

— Está visto que así no lograremos nada... bien, Darkwoolf, tú lo has querido. Tu terquedad puede resultar perjudicial para la salud, ¿sabes? —dijo, con sorna.

— Lucius, estamos perdiendo el tiempo tontamente, ¿por qué no pasas directamente a los cruciatus? —preguntó una voz de mujer, que sonaba aburrida y caprichosa.

Andrew y Lucius se giraron hacia la voz, que pertenecía a la figura estilizada que se hallaba sentada encima de la mesa. Esta se quitó la capucha, dejando al descubierto su faz, en la cual mostraba una luminosa sonrisa llena de malicia.

— Tienes razón, Maudy, querida —replicó Lucius devolviéndole la sonrisa a la mujer—. ¿Querrías acompañarme?

— Con muchísimo gusto—respondió ella, bajándose ágilmente de la mesa.

Con andares graciosos se acercó a Andrew y le pasó un brazo por los hombros, dedicándole una sonrisa diabólica.

— Lo siento, cariño, son cosas del trabajo... supongo que no me lo tendrás en cuenta —dijo, con voz irónicamente afectada.

Andrew levantó una ceja, mirando anonadado a la descarada mujer.

— No, desde luego... no sé cómo puedes pensar que yo sería capaz de molestarme por algo así—replicó, sarcástico.

Ella le devolvió una musical carcajada y se separó de él, colocándose junto a Malfoy. Habló dirigiéndose hacia este último.

— Cuanto lamento hacerle esto, Lucius, ¿de verdad es necesario? Con lo divertido que es, sería una verdadera lástima estropearlo —dijo, algo decepcionada.

— No digas tonterías, pues claro que es necesario —replicó Lucius, secamente, girándose después hacia Andrew—. Ya lo has oído, Darkwoolf. Es tu última oportunidad. ¿Vas a decirnos dónde se esconde tu sobrina, o nos obligarás a sacártelo por la fuerza?

Andrew se reclinó en la silla y se apoyó en el respaldo. Sonrió, con la única intención de fastidiar a Lucius.

— Aunque lo supiera, Malfoy, sólo por molestarte me lo callaría. Parece mentira que no me conozcas —dijo, tratando de disimular su nerviosismo.

Maudy, la mortífaga, volvió a reír ante el comentario.

— ¿No es adorable? —preguntó, encantada.

Lucius le lanzó una mirada cortante.

— Cierra la boca, idiota —gruñó.

Maudy le devolvió la mirada furiosa, y puso los brazos en jarras.

— Hay que ver lo tonto que te pones a veces, Lucius, cariño —dijo, hastiada—. ¡Como si no supieras que tú eres y serás siempre mi favorito!

Lucius movió la cabeza, ya más que harto de aquella estúpida situación. Decidido a acabar con aquello lo antes posible, le hizo una seña a Crabbe, quien sacó su varita con aire amenazador. A los pocos segundos, Andrew hacía todo lo posible por evitar que un sólo quejido de dolor escapara de su boca. Aguantando el insufrible dolor, consiguió permanecer callado y más o menos quieto, pero se quedó completamente destrozado. Cuando acabó, se dejó caer con pesadez y dirigió la vista hacia su verdugo por excelencia.

— No está mal, Darkwoolf... pero creo que aún podemos ponerlo un poco más difícil, ¿no te parece? —dijo Lucius, con una sonrisa cruel—. ¿Qué dices tú, Maudy?

La mortífaga sacó su varita, con una sonrisa réplica de la de Lucius.

— Ya sabes, cariño, esto no es nada personal —dijo, dirigiéndose a Andrew.

Luego dirigió su propio cruciatus hacia el agotado Andrew, que de nuevo apretó los labios y los ojos. Creyó desmayarse de dolor cuando a la primera maldición se unió la de Crabbe. Los dos cruciatus juntos eran insufribles. Andrew se retorció cuanto pudo, rechinando los dientes, creyendo que le iba a estallar el pecho de aguantar los gritos. Pero eso no fue más que el principio. En cuanto Lucius Malfoy se percató de que Andrew seguiría sin contestar, unió su propia maldición a la de los otros dos, consiguiendo por fin, que un gemido de dolor escapara de los labios de Andrew. Ahora sí que le iba a ser imposible aguantar. Si aquello duraba demasiado probablemente se volvería loco. Pero aún así, prefería perder la cordura a caer derrotado frente a Lucius Malfoy. Durante un tiempo que le parecieron horas, Andrew sufrió dolores agudísimos e intensos en cada centímetro de su cuerpo. Finalmente, los mortífagos dejaron de lado el suplicio, al parecer satisfechos.

Andrew había gritado, se había debatido, lo habían hecho sufrir y había sido incapaz de disimularlo. Lo tenían, era suyo. El profesor quedó sentado en la silla, flácido e inmóvil. Le costaba respirar, la cabeza le dolía horriblemente, punzadas de dolor le recorrían el cuerpo a cada momento y estaba lleno de heridas, moratones y golpes. No presentaba un aspecto muy grandioso, que digamos. Lucius se acercó a él, disfrutando como nunca. Lo cogió por el cuello de la túnica y lo obligó a mirarlo a los ojos. Andrew lo hizo, con una mirada rabiosa que, no obstante, era incapaz de tapar el hondo sufrimiento que escondía. Era más que dolor físico, era dolor moral. Inmovilizado y torturado por Lucius Malfoy... para él, era diez mil veces peor que ser torturado por Voldemort. Lucius habló por fin, creyéndose victorioso.

— Bien, Darkwoolf, ¿qué dices ahora? —preguntó, ansioso.

Andrew hizo un esfuerzo casi inhumano para hablar. Estaba abatido, destrozado. Lucius esperó pacientemente, sabía que ahora no podría resistirse. Aquella batalla estaba ganada. Por fin Andrew logró que unas palabras fluyeran de sus labios, unas palabras que sonaban sumisas, derrotadas.

—Que... que... —trató de articular.

A Lucius le brillaban los ojos. Lo tenía. Lo había conseguido. Sonriendo, triunfante, agitó a Andrew por la túnica, apremiante, orgulloso, deleitándose de su propia crueldad.

— ¿Si?

Andrew sonrió, derrotado.

— Que... —los ojos le brillaron de una forma extraña durante un segundo—. Que te follen.

La expresión de loco que se le puso a Lucius Malfoy habría sido hasta cómica en otras circunstancias. Soltó a su víctima de golpe y sin más, levantó su bastón, rabioso, cruzando con él la cara de Andrew. Éste cayó ligeramente hacia un lado. Cuando se levantó, tenía el labio partido y sangrante, pero sonreía con cinismo. Era capaz de dejarse matar con tal de joderle la vida a Lucius Malfoy.

El mortífago estaba peligrosamente rabioso. Girándose bruscamente se dirigió a Maudy, quien parecía incluso divertida con todo el asunto. Lucius señaló hacia la puerta y bramó, en tono imperativo:

— ¡Ve inmediatamente a buscar a Voldemort!

Maudy lo miró, extrañada.

— Pero Lucius, el Señor Tenebroso no sabe nada de esto, ¿y si se enfada? —preguntó, insegura.

— No se va a enfadar porque hayamos despeinado un poco a este miserable traidor, estúpida —contestó Malfoy ásperamente, con impaciencia.

Andrew, desde su lugar, levantó ligeramente la cabeza y dirigió la vista hacia Lucius, irritado. ¿Despeinado? ¿Qué coño entendía Lucius Malfoy por despeinado?

Maudy se cruzó de brazos, molesta.

— Anoche no me hablabas así, mira que estás antipático hoy, Lucius —protestó.

— Cállate de una vez y haz lo que te digo —ordenó Lucius de nuevo—. Y tú ve con ella —añadió después hablando hacia Crabbe.

Maudy se dio la vuelta, airada, y sin dirigirle una palabra más a Malfoy dejó el despacho, seguida por Crabbe. El maltratado Andrew se quedó a solas con su enemigo más odiado. Estaba destrozado, pero aún encontró ánimos suficientes para pinchar al mortífago.

— Malfoy, ¿sabe tu mujer que pasas las noches con una de tus... "compañeras de trabajo"?

Lucius frunció el ceño, todavía furioso.

— Dentro de poco se te pasarán las ganas de ironizar, Darkwoolf —masculló, arrastrando las palabras.

— ¿Sabes? No está nada mal. Podrías prestármela un día, da la impresión de que le he hecho gracia —continuó el otro, con la única intención de molestar.

Malfoy se acercó a Andrew e, inclinándose ligeramente hacia delante, le habló con una sonrisa de maléfico deleite.

— Lo haría, Darkwoolf, si este no fuera el último día de tu patética vida.

Andrew no tuvo tiempo de contestar, pues en ese mismo momento, los dos mortífagos que se acababan de ir, cruzaron la puerta, entrando en la sala. Al oírlos, Malfoy se dio la vuelta. Los mortífagos se acercaron, en silencio, con las capuchas echadas por la cara. No traían a nadie más con ellos. Lucius los miró, desconcertado y recuperando su furia.

— ¿Qué rayos estáis haciendo? Creo haber dejado bien claro que debíais traer a Voldemort, idiotas —dijo, con cara de pocos amigos.

Lucius se acercó a ellos furioso, tan cegado por la rabia que ni se percató de que uno de los recién llegados levantaba una varita. Fue visto y no visto. En cuestión de un segundo, Lucius Malfoy cayó desmayado.

Andrew observó cómo el mortífago caía al suelo sin más, sorprendido. Los dos misteriosos visitantes se acercaron a él. Uno de ellos se levantó la capucha, dando a conocer su identidad y consiguiendo que Andrew se quedara todavía más impresionado.

— ¡¿Lupin?! —exclamó.

El otro, que efectivamente era Remus Lupin, caminó hacia él sin contestar y rodeó la silla, para soltar las ataduras. Su acompañante también se quitó la capucha, con un suspiro de cansancio. Era Sirius Black.

— Creo que te estás acostumbrando demasiado rápido a que te saquemos de estos líos, Darkwoolf —dijo, sacudiéndose el polvo de las mangas—. La próxima vez nos lo pensaremos más detenidamente.

Remus había soltado por fin las cuerdas que sujetaban las manos de Andrew. Este se apretó las muñecas y las flexionó, tratando de reavivar al flujo de sangre. Poco después también estuvo libre de los pies y pudo levantarse, aunque con dificultad. Apoyándose en el respaldo de la silla, se mantuvo de pie y miró a sus repentinos salvadores.

— ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó con la voz ronca de agotamiento, al tiempo que se limpiaba la sangre de la boca con una manga.

— Nos hicimos cargo de los amiguitos de Lucius al final del pasillo —explicó Sirius, encantado con su logro—. En realidad, pretendíamos encontrar a Dumbledore, pero nos topamos con esos dos, así que nos aprovechamos para reducirlos y utilizar su ropa como disfraz. Luego, al pasar por aquí escuchamos tu conversación con Lucius y decidimos librarnos de él también.

— Así que se podría decir, que lo de salvarte no ha sido más que un accidente —concluyó Remus, despectivamente.

— Gracias, muy amables —replicó Andrew, irónico.

Sin hacerle caso, Sirius se acercó un poco más a Andrew y lo examinó detenidamente durante unos segundos. Finalmente, profirió un agudo silbido de admiración y sorpresa.

— Se lo han pasado en grande contigo, Darkwoolf —dijo, mientras analizaba el desastroso aspecto de Andrew—. ¿Qué es lo que querían?

Andrew pareció caer en la cuenta de algo en ese preciso momento, porque abrió mucho los ojos antes de contestar, dando paso después a una expresión preocupada.

— Buscan a Krysta —dijo, mirando hacia el vacío—. Seguramente Voldemort la quiere para que le enseñe a usar La Piedra del Tiempo. Por eso está el castillo lleno de mortífagos dispersos... Lucius me torturaba para que le dijera dónde está, pero no lo sabía. De todas formas, para él eso no era más que la excusa. Lleva demasiado tiempo ansiando librarse de mí.

Sirius movió la cabeza, impresionado.

— Decididamente, Darkwoolf, tú no caes bien en ningún sitio. ¿No te cansas de tener enemigos mortales allí donde vas?

— Con el tiempo te acostumbras —replicó Andrew con una mueca sarcástica.

— Bien, ¿qué hacemos ahora? —intervino Remus—. Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones: una, buscar a Krysta y asegurarnos de que Voldemort no la encuentre. Dos, buscar a Dumbledore y decidir según él lo disponga.

— Busquemos a Dumbledore —dijo Andrew rápidamente—. Creo que se han encargado de él en cuanto han llegado, debe de estar atrapado en alguna parte. Además, mi sobrina sabe cuidarse sola perfectamente.

Remus y Sirius aceptaron la propuesta. Sin más dilación, el extraño trío salió del despacho en completo silencio, sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Iban a necesitar una buena dosis de suerte si querían salir victoriosos de aquel entuerto. Una considerable dosis de suerte.

— ¿Entonces, Snape tiene La Piedra del Tiempo? —preguntó Ron, sorprendido, mientras se apresuraban por los pasillos del colegio.

— Sí, al menos, eso es lo que dedujimos por la carta —le respondió Harry—. Yo, por mi parte, estoy convencido de que tuvo que ser él.

Mientras caminaban en dirección a las mazmorras, Harry, Hermione y Draco se lo habían explicado todo a Ron, Ginny y Krysta. Estos, a su vez, les contaron cómo estando en la biblioteca, habían oído un ruido extraño y, al acercarse a mirar, Andrew se había separado de ellos. Al no encontrar nada, los niños habían ido en busca del profesor, llegando justo en el momento en que se lo llevaban después de dejarlo inconsciente de un golpe. Según Ron, los mortífagos habían entrado a través de unos círculos de luz que aparecían en las paredes. Uno de esos círculos había aparecido en la biblioteca detrás de una estantería, obligando a los mortífagos a tumbar la estantería para cruzar al otro lado. Lo mismo había pasado en distintas partes del castillo, logrando así un ataque discreto pero efectivo. Una entrada sutil y casi imperceptible que les había puesto Hogwarts en bandeja.

— Yo sé lo que son esos círculos —dijo Draco, interviniendo en la conversación.

Ginny lo miró, intrigada.

— ¿Y qué son?

— Son círculos de traslación instantánea. Se colocan en un lugar determinado y luego los conectas con otros círculos que estén lejos. De esa manera puedes pasar de un lugar a otro instantáneamente. Son muy complicados de crear y está prohibido su uso sin licencia, porque es muy fácil entrar en zonas privadas o casas ajenas utilizándolos. No se pueden detectar hasta que la persona que los instaló decide usarlos.

Krysta frunció el ceño, extrañada.

— Pero eso quiere decir que Voldemort o sus mortífagos tuvieron que colocarlos ahí de alguna manera, ¿no? —de pronto, descubrió la solución—. ¡Claro! ¡El otro ataque! ¡Lo aprovecharon para esto!

Hermione miró a la niña, sorprendida, y meditó su afirmación unos segundos.

— ¿Y por qué querrían entrar en el castillo una segunda vez? —preguntó.

— Porque aquella vez no fue más que un aviso, un susto. Además, Voldemort buscaba librarse de mi tío y demostrar el poder de la magno imperium. Preparó esos círculos con la intención de volver en un futuro y hacerse cargo definitivamente de la escuela. Sabía que podía pillarnos desprevenidos si dejaba pasar el tiempo conveniente. Eso es lo que ha pasado hoy —explicó Krysta—. Vamos, es una hipótesis, pero creo que tiene sentido.

— Lo tiene —admitió Harry—. Pero no me puedo creer que todo haya pasado tan rápido. ¿Y Dumbledore? ¿Por qué no ha defendido la escuela todavía?

Ginny movió la cabeza con desánimo.

— No sabemos dónde puede estar, queríamos buscarlo, pero...

En ese momento un ruido de pasos corriendo por el pasillo desvió la atención de los niños. Antes de que tuvieran tiempo incluso de reaccionar, dos figuras aparecieron corriendo desde el final del pasillo. Pparecían venir de las mazmorras. Los niños reconocieron de inmediato a las dos personas. La que iba en primer lugar era la profesora McGonagall. Corría rápidamente, al parecer huyendo del otro. Sostenía firmemente una cajita metálica, apretada bajo su brazo derecho y sujeta a su vez por la mano izquierda. El que corría en segundo puesto era Severus Snape. Mcgonagall se percató primero de su presencia. Parecía realmente asustada. Mientras corría, llamó la atención de los niños, con una exclamación.

— ¡Ayudadme! —exclamó—. ¡Tenía escondida La Piedra del Tiempo! ¡Está con Voldemort!

Los niños reaccionaron de inmediato. Sin darle tiempo ni a respirar, una lluvia de desmaius cayó sobre Snape, quien sin duda, no pudo evitar caer inconsciente. Al ver que Snape caía, McGonagall se detuvo, tremendamente aliviada. Desandó el camino para volver junto a los niños. El cuerpo inconsciente de Snape yacía en el centro del pasillo, boca abajo, y con los ojos muy abiertos por la sorpresa y la contrariedad. La profesora sonrió, nerviosa.

— Gracias, chicos —dijo, con voz jadeante por el cansancio y los nervios—. Snape guardaba la piedra para Voldemort, si no llegáis a estar por aquí—inmediatamente, McGonagall cambió su semblante y les dirigió una mirada severa—... ¡Por aquí! ¿Y qué se supone que estáis haciendo aquí?

Los niños se miraron, inseguros.

— Es muy largo de contar —replicó Harry, finalmente.

McGonagall los miró recelosa, pero finalmente recuperó la sonrisa e hizo un ademán despreocupado.

— Bien, no importa. Me habéis salvado el pellejo. Ahora deberíamos llevarle esto a Dumbledore, ¿no os parece? —dijo la profesora, mostrando la cajita metálica.

Ésta llamó la atención de Hermione, quien se acercó un poco para analizarla.

— ¡Un sello antimagia! —exclamó, poco después—. Por eso los espíritus de cuarto menguante no podían captar la magia procedente de la piedra. Qué curioso.

— Sí, muy curioso, pero profesora —dijo Ron, dejando a Hermione sumida en sus descubrimientos—. ¿Sabe usted dónde está Dumbledore?

— Sí, tranquilos, forma parte del plan. Está escondido fuera, en el jardín... pero ya os explicaré. Ahora no perdamos más tiempo, sé de una salida secreta que nos llevará hasta él en seguida.

Los otros seis asintieron y la siguieron rápidamente, aliviados y seguros de que habían solucionado el primer problema.

— Eres idiota, idiota, idiota, ¡IDIOTA!

Ana se giró hacia su insultante compañero, exasperada y aguantando a duras penas las ganas de partirle la boca. Si no estuvieran en peligro de muerte, seguramente allí habría corrido sangre.

— Cállate, Jill, cacho imbécil, o nos descubrirán —susurró, propinando un malintencionado codazo al otro.

Éste ahogó un gemido de dolor y se giró hacia Ana con el ceño fruncido.

— ¡Todo esto es por tu culpa! Si no me hubieras entretenido no estaríamos aquí —gruñó, devolviendo el codazo.

Ana apretó los dientes dejando escapar un siseo, en respuesta al golpe de su compañero. En el fondo, no podía evitar pensar que era cierto. Había esperado a Jill en el pasillo, al pie de las escaleras que daban al segundo piso para gastarle una broma. Después de conseguirlo, el niño se le había rebotado y ambos habían dado paso a las manos. Enzarzados en la pelea como estaban, ni se habían percatado de la entrada de los mortífagos en el colegio hasta que, un buen rato después, un grupo de ellos habían pasado por allí. Por suerte, habían tenido los suficientes reflejos como para esconderse en el estrecho y oscuro hueco de debajo de la escalera. Allí metidos habían escuchado las conversaciones aisladas de diferentes mortífagos hasta enterarse de la actual situación del colegio. Hasta el momento no los habían descubierto, pero sólo era cuestión de tiempo. Y encima Jill no paraba de echarle en cara su actuación.

— Si no te hubiera entretenido estaríamos metidos en el Gran Comedor con todos los demás. ¿Es eso lo que quieres? —replicó Ana, tratando de encontrar alguna ventaja dentro de su incómoda situación.

— Sí, por lo menos allí podría moverme con normalidad y no tendría que aguantarte, babosa chiflada —contestó Jill, ácido.

Ana se giró bruscamente hacia Jill ante el insulto y, sin previo aviso, se le lanzó encima, rabiosa, para tratar de partirle algún hueso. Jill se debatió, intentando zafarse de ella y dejando caer algún que otro manotazo. Se enfrascaron de nuevo en una pelea, pero esta vez silenciosa y se podría decir que discreta. De todas formas, cualquiera que hubiera pasado por allí en aquel momento no habría tenido dificultad en distinguir una masa de pies y manos que se agitaba debajo de la escalera. Al cabo de un rato, Ana descargó un golpe especialmente fuerte sobre el pómulo de Jill, quien no pudo evitar una exclamación de dolor. Al darse cuenta, se tapó inmediatamente la boca, ante la mirada asustada de Ana, pero era demasiado tarde. Alguien los había oído.

"¿Hay alguien ahí?" —preguntó una voz.

Ana y Jill se miraron, asustados, pero todavía más extrañados. La voz había sonado muy extraña, como ahogada, lejana. Como si viniera de algún lugar oculto. Los niños aguantaron la respiración, tremendamente tensos, deseando con toda su alma que no fuera Voldemort el dueño de la voz. Afinaron el oído, tratando de escuchar algo nuevo. Les dio un vuelco el corazón cuando oyeron la pregunta, que se repetía.

"¿Hay alguien? ¡Necesito ayuda!" —exclamó la misma voz ahogada.

Ana y Jill se miraron, con el ceño fruncido. La voz les sonaba extrañamente familiar. Demasiado familiar. Ana se inclinó ligeramente hacia delante, sacando la cabeza del hueco y atreviéndose por fin a contestar.

— ¿Qui... quién es? —tartamudeó, insegura, ante el horrorizado Jill que la sujetó de la túnica y tiró de ella hacia atrás.

La voz volvió a sonar, más alta y más excitada.

"¡Soy yo, Albus Dumbledore, vuestro director!"

Ana y Jill se quedaron de piedra. Reconocieron la voz, que efectivamente sonaba como la del director. Pero, ¿el director pidiéndoles ayuda? ¿A ellos? Allí pasaba algo muy raro. Ana miró a Jill, que todavía la sujetaba, interrogante. Este le devolvió la mirada durante unos segundos y, finalmente, asintió, soltándola. Esta vez, los dos se asomaron fuera del hueco.

— ¿Profesor Dumbledore? ¿Dónde está? —preguntó Ana, recelosa.

Durante un rato no se oyó nada, pero finalmente la voz volvió a contestar.

"Estoy... —una pausa— ¿veis la puerta que hay a la derecha de las escaleras, al fondo de la habitación?"

Los niños asintieron. Tenían esa puerta justo enfrente, por hallarse debajo de la escalera. Era una puerta bastante grande, como solían serlo las del castillo, y se hallaba detrás de una arcada de piedra que recorría la pared de toda la sala.

"Acercaos a ella" —pidió la voz.

Ana y Jill titubearon. El acercarse a la puerta conllevaba dejar su escondite y atravesar toda la sala, lo cual no parecía nada seguro. ¿Y si alguien los veía? Al ver que no contestaban, la voz volvió a hablar.

"¿Hola? ¿Seguís ahí?"

— Sí, aquí estamos —contestó Jill de inmediato. Luego se giró hacia Ana—. Vamos, no creo que pase nada. ¿No pertenecías a la casa de los valientes, tú? —se mofó.

Ana hizo ademán de ir a darle un golpe, pero se detuvo a mitad y, toda digna, se puso de pie. Sin dirigirle una sola palabra a Jill salió del escondite y echó a andar hacia la puerta, decidida a darle en las narices. El niño la siguió, rápidamente. Al cabo de un momento, los dos se hallaban frente a la puerta. Sin saber muy bien qué hacer, se dirigieron de nuevo a la voz.

— Ya estamos. ¿Y ahora qué? —preguntó Jill.

"Haced exactamente lo que yo os diga" —replicó la voz, inmediatamente—. "Primero, girad el pomo una vez hacia la izquierda, luego abrid la puerta empujando hacia dentro y volved a cerrar"

Ana y Jill obedecieron, cada vez más intrigados. La sala de detrás de la puerta era un despacho, completamente vacío. Ninguno tenía idea de lo que pretendía Dumbledore, si es que era él realmente. Cerraron la puerta de nuevo y avisaron a la voz de que ya estaba hecho.

"Ahora giradlo dos veces hacia la derecha, pero no abráis"

Así lo hicieron.

"Bien, y ahora prestad atención. Debéis empujar la puerta fuertemente hacia delante, no se abrirá. En cuanto veáis que ya no da más de sí, tirad fuertemente del pomo. Si lo habáis hecho bien, la puerta se abrirá hacia fuera y me encontraréis. Intentadlo" —apremió la voz, cada vez más insistente.

Ana y Jill lo hicieron, siguiendo fielmente todos los pasos. Empujaron la puerta con todas sus fuerzas y, al cabo de unos segundos, cogieron el pomo y se separaron, tirando fuertemente de él. La puerta se abrió hacia fuera sin presentar resistencia y haciendo perder el equilibrio a los niños, que cayeron hacia atrás, sentados. Desde el suelo, observaron impresionados el espectáculo que apareció ante sus ojos. Era una sala inmensa, con un techo altísimo que casi se perdía en la oscuridad. Sus paredes estaban cubiertas por numerosas estanterías, todas repletas de... ¿eran orinales? Sí, una cantidad industrial de orinales, de todos los tamaños, colores y formas posibles. Los había hasta de oro. Jill no pudo evitar una carcajada al ver aquello.

Los niños se levantaron, todavía sorprendidos y dirigieron la vista hacia el centro de la sala, donde un inmovilizado Albus Dumbledore les sonreía. Sin duda era él. Aliviados, Ana y Jill se acercaron corriendo y soltaron las cuerdas que lo mantenían atado. El director los recibió encantado y asombrado por la suerte que había tenido al escucharlos. Cuando por fin pudo ponerse de pie, los niños lo acribillaron a preguntas. Todo aquello era demasiado confuso.

— Tranquilos, tranquilos, os lo explicaré todo —les cortó el director, divertido, al tiempo que dejaba la misteriosa sala—. Esta bromita ha sido obra de Voldemort —explicó, cambiando su semblante por otro de absoluto disgusto—. Él y dos de sus mortífagos entraron en mi despacho a través de uno de esos malditos círculos de traslación instantánea. Ni siquiera sé cómo demonios se las ingeniaron para colocarlo ahí... el caso es que me pillaron por sorpresa. Me detuvieron y me robaron la varita sin que pudiera hacer nada. Luego me encerraron ahí —señaló con la cabeza hacia la sala de la que acababan de salir.

— ¿Y qué es esa sala? —preguntó Ana—. Es muy rara, nunca la había visto.

— Yo sí —respondió el director—. Una vez entré ahí por accidente, pero al cerrar la puerta desapareció. Ése condenado Ryddle... cuando estaba en el colegio se conocía cada rincón secreto. Sabía cómo llegar hasta ahí y lo poco conocido que es ese lugar.

— ¿Quién? —preguntaron los niños a la vez.

Dumbledore sonrió.

— No importa, olvidad eso.

Ana y Jill pretendían hacer todavía más preguntas, pero no tuvieron oportunidad. En ese mismo instante, una voz cortó las palabras de los niños. Venía de las escaleras.

— ¡Señor director! —exclamó la voz.

Todos se giraron hacia la escalera, al tiempo de ver cómo Remus Lupin descendía los escalones de tres en tres, seguido rápidamente por Sirius Black y un maltratado Andrew Darkwoolf. En poco tiempo, el trío de adultos alcanzó el lugar donde Dumbledore y los dos niños los esperaban, expectantes.

— ¡Señor director, le estábamos buscando! —dijo Remus rápidamente, nada más llegar—. ¿Dónde estaba? No le encontramos en su despacho y temíamos que Voldemort se hubiera hecho cargo de usted.

— Y así fue, en efecto, pero por suerte Ana y Jill se han encargado de solucionarlo —explicó Dumbledore con una sonrisa de complacencia.

Los niños observaron a los recién llegados atentamente. Al principio se habían asustado, al verlos llegar vestidos de negro como los mortífagos, pero al ver que Dumbledore los saludaba se tranquilizaron. Tampoco conocían demasiado a Sirius y a Remus. En realidad Jill no los conocía de nada y ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de que Sirius pudiera ser el temido prófugo de Azkaban. En lugar de eso, su atención se desvió hacia Andrew, quien todavía estaba sucio y herido.

— Profesor Darkwoolf, ¿qué le ha pasado? —preguntó, asombrado.

— He tropezado con la alfombra —replicó Andrew con sarcasmo. No estaba de humor para hacerse el simpático.

Dumbledore, mientras tanto, se había dedicado a explicar la situación a los otros dos.

— Voldemort ha ido al jardín, pretende reunirse allí con la persona que guardó la Piedra del Tiempo para él —dijo el director, exponiendo los hechos—. Cuenta con tener en su poder a Krysta y a Harry para entonces, ya que tiene a media legión de mortífagos buscándolos.

— ¿Krysta y Harry? —preguntó Sirius, alarmado.

— Sí, al parecer pretende matar más de dos pájaros de un tiro. No pudo resistirse a contármelo todo mientras me detenía, era algo demasiado... delicioso para él —explicó Dumbledore, torciendo el gesto con desagrado—. Quiere controlar a Harry con la magno imperium de una vez por todas y hacerse a la vez con el poder de Krysta y La Piedra del Tiempo... bueno, en realidad esto último no es más que una suposición, no lo dijo claramente, pero parece obvio. Además, así se hace con el control de la escuela. Ya lo veis, ha sido una jugada maestra.

— No dejaré que le ponga la mano encima a Harry —dijo Sirius furioso, con los ojos entrecerrados.

— Por supuesto que no —dijo rápidamente Dumbledore—. Vamos a buscar a Voldemort inmediatamente. Quizá ahora podamos detenerlo, aprovechando que la mayoría de sus defensas pululan por el castillo en busca de los dos niños.

Sirius, Remus y Andrew asintieron, aceptando el peligroso plan. Ana y Jill se miraron, inseguros. Dumbledore no accedió a llevarlos. Les indicó que permanecieran juntos y se refugiaran en alguna sala común, ya que los mortífagos las creían vacías. Los niños aceptaron, aliviados, y rápidamente echaron a correr hacia la sala común de slytherin, que les pillaba más cerca.

En cuanto se fueron, los otros cuatro emprendieron el camino hacia el vestíbulo lo más rápido que pudieron. Al llegar, procuraron andar silenciosamente, para que no les oyeran desde el Gran Comedor. Pudieron alcanzar el enorme portón de salida sin mayor dificultad, así que en pocos minutos se hallaban fuera del castillo. Y al dirigir la mirada hacia el jardín, presenciaron una escena causante de gran conmoción. En el centro de la enorme explanada que constituía el jardín delantero de Hogwarts, un grupo de gente enfundada en negro los esperaba. Y en el centro de dicho grupo, una figura pálida, de ojos rojos como la sangre, nariz ausente y altura considerable, les dedicaba una maléfica sonrisa dibujada en su boca sin labios, mientras una gigantesca serpiente se agitaba, amenazadora, junto a él.

— Muy bien, ya estamos. Ahora sólo hay que empujar esa puerta.

Harry siguió la seña de McGonagall y vio a qué puerta se refería. No era más que una tapadera de madera incrustada en el techo. Para ser una salida secreta no es que fuera demasiado sofisticada. Habían caminado un largo trecho por un túnel húmedo y estrecho que les obligaba a caminar en fila de uno. Harry calculaba que debían hallarse debajo del jardín. McGonagall le tendió a Harry su varita, única fuente de luz existente, y la caja de la Piedra del Tiempo, para ponerse de puntillas y empujar la tapadera del techo. Cedió con relativa facilidad, dejando ver el cielo negro de la noche. Tras recuperar su varita y la cajita metálica, la profesora sacó los brazos y se impulsó fuera. En seguida, Harry la imitó. Salió a rastras del suelo y se levantó, sin mirar siquiera a su alrededor. Se dirigió de nuevo hacia la salida, que era un agujero al pie de un árbol y ayudó a salir a los demás. Poco después alcanzaban la superficie Ron, Hermione, Ginny, Krysta y... un momento, ¿dónde estaba Draco? Harry se inclinó, en su busca, pero no lo vio por ninguna parte. ¿No iba con ellos?

— Ha...Harry —balbució Krysta, dándole unos toquecitos en el hombro.

— Espera, estoy buscando a Draco, juraría que venía detrás d...

— Harry, por el amor de Dios, date la vuelta —insistió Krysta con una nota de terror en la voz.

Harry obedeció. Se dio la vuelta y ahogó una exclamación de sorpresa. A unos veinte metros de donde ellos estaban, un grupo de gente vestida de negro y máscaras cubriéndoles el rostro les observaban atentamente. Voldemort, en el centro, los miraba también expectante. Pero él y sus seguidores no eran los únicos presentes. Bastante más lejos, a la entrada del castillo, Dumbledore, Sirius, Remus y Andrew los observaban, y aunque eran incapaces de apreciar sus expresiones desde la distancia, los reconocieron de inmediato. Harry, algo más aliviado, se dio la vuelta para hablar con McGonagall, pero esta ya no se hallaba junto a ellos. Había echado a andar y no se dirigía precisamente hacia donde cabría esperar, hacia el castillo.

— ¿Qué hace, profesora? ¡La van a matar! —exclamó el niño, desesperado e incapaz de comprender qué demonios estaba pasando allí.

McGonagall no pareció oír a Harry. Siguió avanzando, pero lo curioso fue que ninguno de los seguidores de Voldemort movió un dedo para detenerla. Y él simplemente la miraba, sonriendo maliciosamente. McGonagall llegó por fin junto al macabro grupo y se colocó delante mismo del Señor Tenebroso. Lo que hizo a continuación causó una considerable conmoción en todos los presentes. Con actitud sumisa, tendió las manos hacia delante, entregando la cajita metálica con La Piedra del Tiempo a Voldemort, quien la recibió triunfal, encantado con el desconcierto de los presentes.

— ¿¡QUÉ?! —exclamó Ron horrorizado—.¡Se ha vuelto loca!

McGonagall se dirigió a Voldemort, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.

— Señor, he cumplido mi misión —dijo, orgullosa de sí misma—. Pero además, os reservo una sorpresa.

Con una sonrisa maligna, la mujer se dio la vuelta y dirigió la vista hacia el grupo de niños atemorizados, que observaban la escena al pie del árbol. Se apartó hacia un lado, dejando que las miradas de Voldemort y estos se encontraran. La sonrisa y el brillo de triunfo de la mirada de Voldemort se acentuaron, en cuanto dos pares de ojos esmeralda y miel se cruzaron con los suyos propios, de un rojo encendido y rebosantes de maldad.