31. Por cambiar la historia

Lucius Malfoy entreabrió los ojos, somnoliento. Se hallaba tumbado en el suelo, de costado, mirando hacia la puerta del despacho. La luz casi le hizo daño en la vista, aumentándole el pertinaz dolor de cabeza consecuencia de un desmaius bien lanzado. ¡El desmaius! Todo lo sucedido en el despacho de Andrew le vino al pensamiento de repente. Lo habían engañado. Aquellos dos hombres disfrazados de mortífagos tenían que ser profesores de Hogwarts o algunos de los amigos payasos de Dumbledore. El aturdimiento dio paso a la furia, y la furia dio paso a la rabia. El sueño se vio desplazado por completo, y el mortífago trató de levantarse, con la clarísima idea de buscar a sus agresores y darles su merecido. Nadie se burlaba de él así. Nadie. Sin embargo, no logró separar los brazos ni un centímetro del cuerpo. Estaba atado. Con las mismas cuerdas con las que, un tiempo antes, él había sujetado a Darkwoolf. Con un considerable esfuerzo y mascullando blasfemias de toda clase, logró incorporarse sin ayuda de los brazos para quedarse sentado en el suelo. Trató de ir más allá y ponerse en pie, pero una voz interrumpió sus maniobras.

—No vale la pena que lo intentes. Vamos a salir de aquí ahora.

Lucius se dio la vuelta, alarmado. No es que se hubiera asustado por no reconocer la voz de su posible agresor. El problema era que la conocía demasiado bien. Una figura apareció por detrás de él, rodeándolo, y se colocó delante. Lucius se halló de repente mirando hacia unos ojos grises que perfectamente podrían haber sido una réplica de los suyos. Era Draco Malfoy. Su propio hijo. Atado e inmovilizado por su propio hijo. Aquello era el colmo.

— ¿A qué se supone que juegas, Draco? —preguntó Lucius, silabeando muy lentamente y conteniendo la furia a duras penas—. Desátame en seguida si te interesa conservar el pescuezo.

Draco no prestó la más mínima atención a la amenaza. Él tenía la varita de su padre. Y mientras estuviera atado de pies y manos no podría hacer magia. Ni siquiera conjuros sin varita. De todas formas, en aquellos momentos, Draco no pensaba en su propia seguridad, precisamente.

— No juego a nada, voy a sacarte de aquí —replicó el niño, metiéndose la mano en el bolsillo—. Ya has conseguido que te vean sin la máscara, no tengo más remedio que hacerlo.

Lucius frunció el ceño, cada vez más impaciente. El enano tenía que haberse vuelto loco. No pensaría llevárselo en serio, en mitad de un ataque. Se podría decir que aquel era un acto suicida, una huída cobarde y rastrera. Lucius estaba acostumbrado a las bajezas, pero no en lo que a Voldemort se refería. Eso podía costarle muy caro.

— No tiene ninguna gracia, mocoso —dijo Lucius, cada vez más alterado—. No vas a hacer nada de eso. Sólo conseguirás que El Señor Tenebroso me mate.

— O eso o acabar en Azkaban, ¿Cuál prefieres? —preguntó Draco, con desdén—. Si desapareces de aquí ahora, no tendrán suficientes pruebas para afirmar que estuviste presente en el ataque. Puede que parte de los dementotes haya dejado Azkaban, pero no creo que hayan instalado jacuzzi todavía, ¿sabes? Aún puedes salvarte.

— ¿Pero es que no lo entiendes? —bufó Lucius, ahora realmente fúrico—. No puedo salvarme. Voldemort me matará si me voy, niño idiota.

Draco titubeó un momento. ¿De verdad estaba echada la suerte de su padre? Ya lo habían reconocido, indudablemente. Y además, el Ministerio no se fiaba de él desde hacía años. Tenía todas las cartas para acabar en Azkaban. Sólo necesitaba que lo atraparan, lo cual no era muy difícil estando Dumbledore en el colegio. Pero si se lo llevaba ahora, Voldemort podía acusarlo de traidor. Mierda, ¿por qué tenía que complicarse tanto la vida, el muy imbécil?

— Me da igual —dijo finalmente—. Si consigues inventarte una buena excusa, eso no pasará.

— ¡¿QUÉ?! —decididamente, su hijo se había vuelto loco.

— Ya lo has oído —replicó Draco, ya harto de todo—. No tiene por qué matarte, échame la culpa a mí si quieres, dile que te ataron unos profesores, que eran demasiados, que te desaparecieron... ¡yo que sé! Usa tu puñetera imaginación, pero deja de complicarme las cosas. Estoy intentando salvarte el culo, querido padre.

Lucius abrió los ojos, impresionado por semejante respuesta. Sus expresiones faciales variaron considerablemente a lo largo de los siguientes cinco segundos. Desde sorpresa, pasando por furia rabiosa y concluyendo con el más absoluto desconcierto. Mientras tanto, Draco había sacado de su bolsillo el anillo transportador y se lo había colocado en el dedo índice, con tranquilidad.

— ¿Por qué te tomas tantas molestias? —preguntó el padre, que por más que se esforzaba no podía atribuir el comportamiento de su hijo mas que a un ataque de lunatismo repentino.

Draco lo miró un momento, mientras se acercaba y lo cogía del brazo. Lucius estaba tan concentrado en hallar una respuesta a su propia pregunta que ni trató de soltarse.

— A lo mejor prefieres que te deje en manos de los dementores—dijo el niño, con indiferencia.

Lucius mantuvo la mirada unos instantes. Durante unos embarazosos segundos, ambos se miraron sin decir nada. Finalmente, Lucius desvió la vista, sin responder. Draco lo tomó como Un "haz lo que te dé la gana, pero mejor que no metas la pata". Así que sin más dilación, pronunció las palabras que devolverían a los dos Malfoy a la seguridad de su propia mansión. Momentos después, ambos desaparecían del hostil despacho, iniciando un entrañable viaje familiar de vuelta a casa.

Harry sintió como si algo hubiera estallado dentro de su cabeza. El dolor repentino que le invadió estuvo a punto de hacer que perdiera el conocimiento. La cicatriz le ardía y las sienes le martilleaban furiosamente. Hasta el momento no había sentido nada, quizá por la tensión, pero ahora el dolor era inevitable. Se hallaba justo delante de Voldemort, y bastaba con que este le rozara para sufrir un dolor insoportable. No podía dejar que se acercara. Tenía que escapar de allí. Ron lo miraba asustado, consciente de su sufrimiento, mientras Krysta observaba muy fijamente a Voldemort, lívida. Sentía algo muy extraño procedente del grupo enemigo. Una especie de frío interno empezaba a asediarla, el miedo se apoderaba de ella y la desazón más absoluta parecía invadirla por momentos. Como si le hubiera leído el pensamiento, Hermione cogió a Harry del brazo, quién parecía a punto de derrumbarse de un momento a otro, y exclamó con un susurro nervioso:

— H...Harrry... eso de ahí delante no son sólo mortífagos —tartamudeó, cada vez más pálida.

Los demás atendieron a la indicación de Hermione y se giraron hacia el grupo de figuras oscuras situado por detrás del Señor Tenebroso. Ginny lanzó un grito ahogado al vislumbrar brevemente una mano grisácea y cubierta de putrefactas pústulas que surgía por entre los pliegues de una túnica negra.

— ¡Dementores! —exclamó, horrorizada.

Con una breve mirada, el grupo de niños convino en que había que desaparecer de allí cuanto antes. Ron se dio la vuelta con prontitud y señaló el árbol a sus espaldas.

— ¡Rápido! ¡La salida secreta! —exclamó.

Y echó a correr hacia el agujero, seguido rápidamente por los demás. Mientras corría, Harry sacó la varita y lanzó un distraído patronus por encima del hombro, confiando en que sirviera para algo. El dolor de cabeza apenas le dejaba moverse con celeridad, y para colmo, un frío que no tenía nada que ver con el clima empezaba a apoderarse de su cuerpo.

El ciervo plateado surgido de la varita de Harry causó terror entre los dementotes, que se dispersaron, sin embargo, no sirvió de mucho. Harry perdió la sensación de frío durante unos breves instantes, pero casi había llegado a la salida, cuando notó que algo se le enredaba en los pies y lo hacía caer. Alarmado, se incorporó para mirarse los pies y los vio firmemente atados por unas cuerdas mágicas que el mismo Voldemort se había encargado de invocar. Unos metros por delante, Krysta tenía exactamente el mismo problema. Ron, Hermione y Ginny se detuvieron de repente, justo frente a la entrada, dudando entre volver para rescatarlos o ganar la salvación. Harry les apremió, urgente.

— ¿Qué hacéis? ¡Marchaos, no os quedéis ahí! ¡Casi habeís llegado, vamos!

Sin embargo, los otros no le hicieron caso. Salieron corriendo hacia ellos al mismo tiempo que Voldemort y algún mortífago, además de McGonagall, se acercaban por el otro lado. Krysta y Harry, por su parte, se debatían furiosos, tratando de desatarse los pies.

Mientras esta confusa escena tenía lugar varios metros más lejos, Dumbledore, Remus, Sirius y Andrew habían permanecido como sorprendidos espectadores. Tantos acontecimientos estremecedores en unos simples minutos les habían abrumado. En el momento en que Harry y Krysta cayeron al suelo apenas acertaron a moverse. Cuál no sería la sorpresa de los otros tres cuando Andrew, reaccionando de repente y de una manera que parecía impensable en él, echó a correr hacia los niños, al tiempo que sacaba la varita. Al verlo, Sirius sacó la suya propia.

— ¡Joder! —exclamó, harto, saliendo en pos de Andrew tan rápido como daban de sí sus piernas.

Remus y Dumbledore lo imitaron, y se unieron a la caótica persecución.

Krysta no prestaba atención a nada que fuera más allá de sus piernas. Aterrorizada, trataba desesperadamente de soltar las cuerdas que le impedían moverse. Mientras ella ejercía esta furiosa lucha por la libertad, se había ido formando toda una confusión a su alrededor. Hermione, Ron y Ginny, en un desesperado intento por hacer frente a los enemigos, habían iniciado un ataque defensivo, a base de hechizos de todas clases. Sin embargo, eran demasiado inexpertos como para herir realmente a un mortífago y menos aún a Voldemort. Un desmaius siempre era efectivo, pero ahora no servía de mucho, ya que los oponentes los desviaban sin dificultad. Mientras se enfrentaban se había ido levantando una nube de polvo que, sumada a la oscuridad de la noche, apenas dejaba ver con claridad a Krysta. Los niños sólo veían siluetas altas que se acercaban cada vez más, y no podían hacer más de lo que ya estaban haciendo. Los dementores se aproximaron también, restándoles las fuerzas. Krysta sintió de nuevo esa horrible sensación de frío y esa desesperación, esa tristeza infinita que empezaba a colmarla de nuevo. Pero esta vez de una forma mucho más terrible. En medio de su situación crítica, le pareció oír unas voces conocidas exclamando cosas que no llegó a entender. Un rayo plateado cruzó velozmente ante sus ojos, alejando a las figuras más altas. La niña empezó a sentirse mejor, pero en cuanto trató de vislumbrar algo entre el polvo y los destellos, alguien se le acercó súbitamente, levantándola del suelo y echando a correr para sacarla de allí.

Ella cerró los ojos, prefiriendo no ver lo que sucedía a su alrededor, reponiéndose lentamente de los efectos de los dementotes, al tiempo que se notaba suspendida, sujeta en el aire y zarandeada al ritmo de las frenéticas zancadas de quien la sostenía. Después de un tiempo que le parecieron horas, notó que la carrera se detenía y que su raptor la dejaba en el suelo con cuidado, entre jadeos. Los sonidos de la batalla parecían ahora muy lejanos, por lo que se atrevió a abrir los ojos. Se hallaba sentada en el suelo, dentro de un bosque de árboles que poblaban el jardín, y desde ahí, se podía observar el linde del bosque, cerca del cual se libraba la batalla. Un hombre, a su lado, sostenía la varita tratando de eliminar las molestas cuerdas.

— ¡Tío! —exclamó ella, asombrada.

Él no le respondió, se limitó a formular un finite incantem que liberó por fin las piernas de Krysta. Esta se puso en pie, temblorosa. Miró a su tío, quien le devolvió una ceñuda mirada. Ignorando este detalle, se fijó de inmediato en el penoso aspecto que el otro presentaba.

— ¿Qué te ha pasado? —preguntó ella, asustada.

Andrew tampoco respondió a esta pregunta y en su lugar replicó con otra.

— ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —dijo, con un susurro de furia contenida.

Krysta le devolvió la mirada, confundida. Andrew no parecía en absoluto dispuesto a llevar a cabo una charla fraternal. Parecía, más bien, inconteniblemente furioso. ¿Por qué su tío tenía esos malditos e incomprensibles cambios de humor? La había salvado, y Krysta lo sabía, pero no pudo evitar amedrentarse ante aquella furibunda mirada.

— Yo... yo no tengo la culpa. McGonagall nos engañó a todos —se excusó ella, para añadir después, con voz irritada—. No tienes por qué ser tan desagradable.

Andrew replicó con una risa corta y seca, colmada de sarcasmo.

— ¿Desagradable? —soltó alzando la voz de pronto, furioso—. ¿Te parece que estoy siendo desagradable? ¡Mírame! Preguntabas hace un momento que qué me había pasado. Pues bien, este es el resultado de mi absurdo intento de protegerte. Bien podría haber hablado y ahorrarme esto, pero no, preferí callarme y aguantar a ese mamón de Lucius Malfoy. ¿Y para qué? ¡Para que aparezcas de repente en el lugar menos indicado en el momento menos indicado, cría estúpida! ¿Y dices que estoy siendo desagradable? No te jode, la niña de los cojones...

Krysta aguantó el diluvio de palabras en silencio pero sintiéndose cada vez más iracunda. La reacción de su tío le resultaba incomprensible, pero una cosa estaba clara: ya tenía suficiente. No iba a permitir que él se ensañara con ella de esa manera, como si tuviera derecho. Ya había aguantado demasiado durante demasiado tiempo.

— ¡Si tanto te molesta salvarme, no haber difundido a diestro y siniestro lo de mis poderes, como si fuera la noticia del día! —replicó también a gritos, en cuanto Andrew calló—. Si están aquí, si vienen a por mí, es sólo por tu culpa. Además, nadie te obliga a ayudarme. Podrías haberme dejado morir, como a tantas otras personas que no tuviste reparo en hacer daño cuando estabas con Voldemort, parece que es lo que mejor se te da.

Krysta se había contagiado de la ira de su tío. Andrew dio un paso al frente, peligrosamente iracundo.

— Empiezo a pensar que no habría sido tan mala idea —exclamó, rabioso—. ¡Y no te atrevas a alzarme la voz!

— ¡No me la alces tú a mí! —gritó ella—. ¡Estoy harta de que siempre trates de utilizarme! No voy a hacerte caso nunca más. ¡Eres un maldito manipulador, cruel y con un genio insufrible!

— ¡Muy bien, haz lo que quieras! —gritó él— ¿Qué más me da a mí? Muérete en cualquier esquina y haznos un favor a todos. Así te reunirás con tus malditos padres y yo podré vivir en paz de una vez.

Andrew podría haber continuado, pero enmudeció de repente y miró a Krysta, pálido. Ella se había quedado con la palabra en la boca, sin llegar a responder. Apretó los labios con fuerza y miró a su tío con los ojos entrecerrados y brillantes, la mandíbula temblorosa, conteniendo la rabia a duras penas. Durante una décima de segundo permanecieron así, estáticos y silenciosos. Finalmente, Krysta respondió con la voz ronca, herida.

— Vete a la mierda.

Y acto seguido rodeó a su tío, echando a andar en dirección contraria a la mirada de éste, hacia el linde del bosque. Más concretamente, hacia la caótica nube de polvo y flashes luminosos.

Andrew se dio la vuelta, pero permaneció en su sitio, observando cómo ella se alejaba por entre los árboles, hasta que ya no pudo verla. Una vez más, había sabido pegar donde más dolía. Pero esta vez había algo diferente. Un sentimiento de incomprensible culpabilidad lo inundaba por dentro. Sin apenas poder entenderlo, se dio cuenta de que no había dicho eso con la intención de herirla. Estaba confuso. Había perdido los estribos, demasiadas emociones para una sola tarde. Aún así no se decidió a seguirla.

— "Eso es lo que quiere que haga —pensó—. Pero no vale la pena. No es tonta, volverá porque aquí está más segura. Sabe que la buscan, en cuanto vea el panorama se volverá. Y entonces podremos hablar y yo podré—le costaba hasta pensar la palabra—... disculparme."

Con esta convicción en la cabeza, se quedó esperando, pensativo e inquieto, a que Krysta reapareciera. De muy lejos le llegaban las exclamaciones de Remus, Sirius y Dumbledore, lanzando hechizos y maldiciones contra los mortífagos. También podía escuchar de vez en cuando la voz de los niños por entre el jaleo. Se sintió estúpido, allí parado sin hacer nada, cuando podría estar dándole una paliza a algún mortífago, pero se sentía obligado a esperar. Tenía que hablar con Krysta. Aunque sólo fuera para limpiar su conciencia.

Pasó un rato y cesó el ruido de la batalla. Andrew estaba ahora preocupado de verdad. Los flashes habían cesado casi por completo, las voces ya no hablaban a gritos y la nube de polvo parecía dispersarse. Y Krysta no aparecía. Se resignó. Tendría que ir a buscarla. Más que harto de todo, echó a correr hacia el linde del bosque, varita en mano. No tardó en salir por entre los árboles y hallarse directamente bajo el cielo estrellado de la noche. Lanzó una rápida mirada a su alrededor, dispersando la nube de polvo con la mano para ver mejor. Había algunos cuerpos tirados por el suelo. Mortífagos, dementores...Frunció el ceño con auténtica inquietud. Nada allí le dio muy buena espina. Caminó unos pasos más, siguiendo el rumor de las voces, hasta que salió de la nube de polvo y pudo distinguir con mayor claridad el paisaje. Fue entonces cuando un grito agudo y desesperado llamó su atención.

— ¡Suéltame, monstruo, no me toques!

Giró la cabeza hacia su derecha, y se le congeló la sangre en las venas. No demasiado lejos de donde él se hallaba, Voldemort sujetaba por la parte trasera de la túnica, a una figura que se retorcía, gritaba y daba puntapiés. Era Krysta.

Harry había dejado de luchar en el mismo instante en el que Andrew se llevaba a Krysta. La cabeza le dolía ahora de una forma insufrible, y los dementores le robaban todas las defensas, el ánimo, las ganas de resistirse. Sabía que podía desmayarse de un momento a otro y temía escuchar aquellas dolorosas voces dentro de su cabeza, las que siempre oía cuando se dejaba dominar por los dementores. Y eso le aterraba todavía más que el propio dolor. Incapaz de desatar las cuerdas en su estado, hizo un último esfuerzo, tratando de arrastrarse lejos de allí y esconderse donde Voldemort no pudiera verlo. Sin embargo, no había llegado muy lejos cuando escuchó cómo un providencial patronus era lanzado por una voz conocida y alejaba contundentemente a los dementores. Esto constituyó un alivio para Harry, que aún con el dolor de cabeza, encontró ánimos para darse la vuelta y tratar de alejar a todos los mortífagos que intentaban acercarse a él con una lluvia de hechizos.

Justo en ése momento apareció Remus Lupin, dueño del patronus, seguido por Sirius Black, que se acercó a él corriendo como un loco con la sana intención de ayudarle. Desgraciadamente, no llegó muy lejos. Una terrible explosión justo delante de él hizo que se levantara del suelo y volara varios metros hacia atrás junto a Remus. Harry observó aturdido como sus salvadores se alejaban de él y se quedó allí, en mitad de la nube de polvo, varita en mano, pero incapaz de realizar un contrahechizo lo bastante potente como para desatarse. Y fue en ése momento cuando algo pareció estallarle dentro de la cabeza. El dolor se volvió tan terrible que no le cupo ninguna duda de quién era la silueta estirada y oscura que se acercaba a él por entre la confusión.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar se halló frente a frente contra el peor de sus enemigos. Y venía acompañado, además de por tres mortífagos, por una enorme serpiente que no tardó en acomodarse al lado de Harry, dando a entender claramente que un solo movimiento equivaldría a un mordisco mortal. El niño comprendió el mensaje, así que no se movió. Se quedó allí, sentado, observando con ojos impregnados de odio a Voldemort, mientras, unos metros más allá, Remus y Sirius se veían atacados por otros tres mortífagos, y Dumbledore se las veía con los dementores. Harry no tenía ni idea de dónde podrían estar Ron, Hermione, Krysta y Ginny, pero realmente, no era esto lo que más le preocupaba en esos momentos.

— Por fin puedo tener una tranquila charla contigo, Harry —dijo Voldemort, irónico y encantado con su captura—. Eres molestamente escurridizo, y no hay manera de que se separen de ti esas malditas moscas cojoneras que son Dumbledore y su ejército de héroes.

Voldemort miró brevemente a Sirius y a Remus, que se veían incapaces de llegar hasta él. Sonrió maléficamente.

— Menos mal que esta vez me he hecho cargo de ellos como es debido.

— ¿Qué quieres? —preguntó Harry, fríamente, pero dirigiendo a Voldemort una mirada llameante—. Si vas a hacer algo, hazlo de una vez.

Voldemort rió, secundado por los otros tres. Parecían estar pasándoselo bomba. A pesar de su máscara de frialdad, Harry sintió un sudor frío que le empapaba la espalda. ¿Por qué narices tenían todo ése hatajo de locos un sentido del humor tan retorcido?

— Así que nuestro amigo es impaciente —dijo el Señor Tenebroso, burlón—. Muy bien, Harry, no te haremos esperar más. Lestrange, ¿serías tan amable?

Desde luego, no iban a esperar. Por muy rodeado que lo tuvieran, Dumbledore o cualquier otro profesor podía aparecer de un momento a otro. Muy a su pesar, Voldemort aceptó que no había tiempo para disfrutar un rato más de su triunfo.

A su señal, un hombre encapuchado, un mortífago, se adelantó. Harry no podía distinguir sus facciones, pero era alto y fornido. Y lo peor de todo: llevaba una varita en la mano.

— Claro, señor, nada me complacería más —dijo.

Acto seguido apuntó con la varita a Harry. El niño tragó saliva. ¿Qué quería Voldemort? ¿Matarlo? No, si fuera eso lo habría hecho él mismo. Pero entonces... a Harry le dio un vuelco el corazón. Sólo quedaba una posibilidad. Voldemort quería controlarlo con la magno imperium. Y eso era casi peor. ¿Ayudar a Voldemort? ¿Servirlo? ¡Antes muerto!

— ¡No! —gritó, empezando a sacudirse y a dar patadas al aire como un poseso, con la intención de alcanzar a Lestrange.

Tenía los pies atados y no podía correr, pero eso no le impedía movilidad en el resto del cuerpo. Se debatió todo lo que pudo, sin embargo, no logró nada con ello. Nagini se le acercó más con aire amenazador y los otros dos mortífagos lo sujetaron, para que dejara de moverse.

Lestrange levantó la varita, y ante el horrorizado Harry, pronunció la temida maldición.

Magno imperium.

Un rayo blanco salió de la punta de la varita. Un enorme y cegador rayo blanco que se dirigió hacia él a toda velocidad. Le resultó imposible apartarse, el rayo iba a darle de pleno. No le dio tiempo siquiera a cerrar los ojos. Pero justo antes de que el haz de luz llegara a tocarle vio cómo un fugaz relámpago azul cruzaba frente a su vista. Y la luz blanca lo rodeó por completo, cegándolo y obligándole a apartar la vista.

En apenas un segundo, la luz se disipó. El niño se quedó muy quieto, aún con los ojos cerrados. No se sentía distinto, para nada. Si eso era la maldición, no parecía tan grave. Pero, ¿sería posible que no le hubiera afectado, después de todo? abrió los ojos, rápidamente, sin comprender lo que había pasado. Y lo que encontró le dejó asombrado, e increíblemente aliviado. Una especie de campana de luz azul lo rodeaba por completo, aislándolo de la magia de Voldemort y los mortífagos. La campana que había interceptado la maldición. Y sentado, a los pies de Harry, se hallaba el responsable.

— ¡Sacch! —exclamó, con una alegría indescriptible.

Era, efectivamente, su gripnie azul, el que le había regalado Hagrid. Harry ni siquiera recordaba haberlo sacado de la sala común, pero es posible que el animal hubiera ido a buscarlo siguiendo su instinto. Observó a Harry con sus enormes ojos amarillos y agitó la larguísima cola, nervioso. Harry entendió entonces lo sucedido. Sacch era el relámpago azul que había visto cruzar antes sí, justo antes de que el rayo se acercara. Sacch era, también, el que había creado aquella extraña campana de magia protectora. Harry no podía expresar el gran alivio que sentía ni la gratitud. La suerte no lo había abandonado todavía.

La campana ya empezaba a disiparse, cuando entre la confusión, unos hechizos golpearon a dos mortífagos. Estos cayeron al suelo sujetándose furiosamente las zonas golpeadas, donde se les estaban formando terribles quemaduras. Harrry se giró al tiempo de ver a Snape, corriendo delante de Remus y Sirius. Todos lanzaban rayos sin parar. Mientras los dos primeros se lanzaban directamente contra el Señor Tenebroso y sus seguidores, Sirius se acercó a Harry y le libró de las ataduras. Harry se puso en pie, dándole las gracias, pero probablemente Sirius ni se enteró de esto último, ya que se unió a Snape y a Remus poco después de liberarlo. Dos mortífagos cayeron, uno escapó y la serpiente se alejó en cuanto olió problemas. Por su parte, Voldemort había observado furioso cómo los mortífagos hacían el ridículo sin molestarse por ayudarlos. Pero en el momento en que Remus trató de alcanzarlo con un hechizo, sonrió maléficamente y desapareció, logrando que el hechizo del licántropo no rasgara más que el aire.

En cuanto no hubo moros en la costa, Harry se acercó a los tres adultos con Sacch en brazos, pálido y algo tembloroso. No estaba exactamente feliz, pero sí aliviado. Los otros tres jadeaban y se enjugaban el sudor, entre el polvo levantado. Lo que le extrañó de verdad fue ver a Snape. Pero más aún, el hecho de que estuviera cooperando con Sirius y Remus para salvarlo. ¡A ÉL! En cuanto lo vio, a Severus Snape se le agrió la expresión de una manera que daba terror.

— ¡Contigo quería yo hablar, Potter! —exclamó, hecho una fiera—. Si no fuera porque no es momento, te aseguro que te ibas a enterar de lo que es bueno, niñato metomentodo.

— ¿De qué hablas? —preguntó Sirius mirando a Snape como si estuviera loco—. No grites así al pobre chaval, ya ha tenido bastante, ¿no te parece?

— Es... es que me equivoqué de persona —explicó Harry a medias, algo avergonzado por haber metido la pata de esa manera—. Le ataqué pensando que era el traidor, y luego resultó ser la profesora McGonagall. Yo tengo la culpa de todo.

— Exacto —replicó Snape, ácido—. Descubrí la traición de Minerva. Podría haberla detenido si ni tú, ni esa panda de payasos que tienes por amigos os hubierais metido donde no os importa. Menos mal que Ana y Jill pasaron por el pasillo que da a las mazmorras y me devolvieron el conocimiento. Si no, serías historia, Potter.

— Eh, eh, un momento. Ya casi teníamos controlada la situación cuando apareciste, Snape. Podríamos habernos deshecho de los mortífagos sin ti —protestó Sirius.

— ¿Qué está pasando aquí?

Todos se giraron hacia la voz que acababa de interrumpir la discusión. No era otro que Dumbledore, que apareció por entre la polvareda, caminando con dificultad.

— ¡Señor director! —saltó Remus—. ¿Qué ha pasado con los dementores?

— Los he alejado por un tiempo. No sé cuánto tardarán en volver, así que más vale hacerse cargo de la situación cuanto antes —Dumbledore se fijó en Harry, que todavía sostenía a Sacch, y en Snape, recién llegado—. Pero os he hecho una pregunta.

— Voldemort casi echa su maldición sobre Harry —-explicó Sirius con angustia, respondiendo a la petición del director—. Suerte que la magia de su gripnie ha evitado el impacto fatal. Luego hemos alejado a Voldemort y sus seguidores. Será mejor tener a Harry bien vigilado, no sea que lo intenten otra vez.

Dumbledore asintió, preocupado por los acontecimientos.

— Lo intentarán con toda seguridad. Harry, no te separes ni un momento, ¿está claro?

— Desde luego, profesor —aseguró el niño—. Pero, ¿qué pasa con Ron, Hemirone y Ginny? Ellos también están por aquí.

Dumbledore frunció el ceño con preocupación.

— Es verdad, no los he visto desde hace rato. Y a Krysta tampoco. Cayó al suelo al mismo tiempo que tú, ¿verdad? Pero Voldemort no la capturó. Puede que se escondiera.

— Deberíamos buscarlos a todos y enviarlos de vuelta al castillo, Potter incluido —propuso Snape—. Por aquí sueltos son un peligro.

— En estos momentos, Severus, el castillo no es más seguro que el resto de los terrenos. Prefiero que permanezcan cerca de nosotros y tenerlos vigilados —replicó el director—. Y vamos a buscarlos de una vez. Cuanto más hablemos, más tiempo crucial perderemos.

Los otros aceptaron. Harry dejó a Sacch en el suelo y le indicó que regresara al castillo por la entrada secreta. No quería estar pendiente del animal, estaría mucho más seguro dentro del edificio. El animal obedeció, y salió corriendo hacia el agujero, mientras Harry seguía al grupo de adultos.

No tuvieron que caminar demasiado. En poco tiempo toparon de lleno con una figura que corría hacia ellos. El polvo ya se había disipado más o menos, y pudieron distinguirla con bastante rapidez. Era Hermione, y parecía muy agitada. Llegó junto a ellos y se lanzó sobre Dumbledore, desesperada.

— ¡Señor director, menos mal! ¡Tiene que venir en seguida! ¡A Ron le ha alcanzado un hechizo, está inconsciente! —Harry se asustó ante las exclamaciones de Hermione—. ¡No me atrevía a buscar ayuda por si me veían los mortífagos, pero no se levanta! ¡Venga rápido, por favor!

Sin mediar palabra, Dumbledore siguió a Hermione, y Harry corrió detrás de él, rogando por que no pasara nada grave. En unos momentos, llegaron al lugar donde Ginny, de rodillas en el suelo, sacudía levemente a su hermano, tratando de despertarlo. Dumbledore se acercó a grandes zancadas y se agachó para examinar a Ron. No presentaba más anomalía que una herida sangrante en la parte posterior de la cabeza. Dumbledore interrogó a las niñas con la mirada.

— ¿Qué ha pasado exactamente? —preguntó.

— Estábamos intentando alejar a los mortífagos de Harry, pero nos ganaban terreno —Replicó Ginny, lívida—. Al final no tuvimos más remedio que ir alejándonos poco a poco, y mientras corríamos, uno de los hechizos golpeó a Ron en la cabeza. Cayó al suelo, pero nos dejaron en paz. Supongo que tenían otros asuntos más importantes que tratar y decidieron pasar de nosotros. Llevamos un rato esperando a que venga alguien, sin atrevernos a alejarnos de él. No se levanta ni con un enervate.

— ¿Es grave? —preguntó Hermione—. No puede ser un desmaius, ¿verdad? Los desmaius no dejan herida.

Dumbledore negó con la cabeza, al tiempo que se levantaba.

— No es grave. Se trata de un simple hechizo de empuje, aunque con mucha potencia. Se ha desmayado del golpe, pero por nada más. Aún así, debe de haber sido muy fuerte, si el enervate no lo despierta.

— ¿Qué hacemos con él? —intervino Remus—. No podemos llevarlo a la enfermería.

— Por supuesto que no —dijo Snape—. Lo lamento mucho, señor director, pero tal como yo lo veo, lo mejor será que lo dejemos aquí. No podemos perder el tiempo con esto. Voldemort estará buscando a la sobrina de Darkwoolf en estos mimos momentos. Se desapareció cuando lo atacamos, quién sabe dónde estará ahora.

— ¿Dejarlo? —se alarmó Hermione—. ¿Y si su estado se agrava? ¡No podemos hacer eso! ¡Yo lo llevaré a la enfermería!

—No hay más remedio —admitió Dumbledore con tristeza—. No quiero arriesgarme a que lo llevéis dentro, con todos los mortífagos en el castillo. Y de todas formas, la enfermera Pomfrey está atrapada, como muchos otros, no podrá ayudarlo. Dejémoslo, y esperemos a que despierte.

— ¿Solo? —gimió Ginny—. No, ni hablar... yo me quedo con él.

Hermione abrió mucho los ojos.

— ¿Te quedas? Pero...

— ¿Y si viene algún mortífago? —conluyó Harry.

— Me esconderé o me haré la desmayada también... sólo se trata de esperar a que despierte. No quiero que le pase nada malo mientras está solo —Ginny miró a Dumbledore—. ¿Le parece bien, profesor Dumbledore?

Dumbledore aceptó, tras meditarlo un momento. De todas formas, puede que la niña estuviera más segura si permanecía atrás. Lo único que debía hacer era estar alerta.

— De acuerdo entonces. Te quedarás aquí, pero ve con mucho cuidado, ¿vale? —Ginny se lo aseguró—. Y ahora, vayamos a buscar a Krysta. Será una verdadera suerte si después de todo este tiempo no la han encontrad...

El director no pudo terminar la frase. Un grito de terror desgarrador cruzó el aire hasta sus oídos. Y después, unas palabras desesperadas, exclamaciones de pánico.

— ¡Suéltame, suéltame! ¡No! ¡Déjame!

Demasiado bien reconocieron la voz, como para quedarse quietos allí durante más tiempo.

Andrew soltó un grito de dolor cuando la maldición cruciatus de un mortífago le golpeó, pillándole desprevenido. Antes siquiera de que pudiera mover un músculo para atacar a Voldemort y obligarle a soltar a la aterrorizada Krysta, cayó de rodillas al suelo, mirando con odio al triunfante Señor Tenebroso. Dos mortífagos se le acercaron por detrás, levantándolo por los brazos y sujetándolo con fuerza, sin liberarle aún de la maldición. Andrew no halló fuerzas suficientes para rebelarse, por lo que en un momento le habían birlado la varita y lo habían inmovilizado, sujetándole los brazos detrás de la espalda.

Todo había sucedido en cuestión de segundos. Andrew acababa de dejar el bosque, y no había podido ni defenderse. Y Krysta no lo miraba, se retorcía en manos de Voldemort, quien ya empezaba a cansarse. La maldijo para que dejara de dar la lata y ella empezó a grita. Justo en ese momento, Andrew alcanzó a ver, por entre la neblina que parecía cubrirle los ojos, a un grupo de gente que se aproximaba y que se quedaba paralizada por el terror al presenciar la escena. No le cupo la menor duda de quiénes eran cuando oyó la voz de su sobrina, suplicar con voz temblorosa:

— ¡Profesor Dumbledore! ¡Ayúdeme, por favor!

Andrew trató de librarse de sus captores, pero no dio resultado. Lo tenían bien sujeto. Y por más que lo intentaba la magia mental no le respondía. ¿Sería el cansancio? En realidad, era incapaz de concentrarse. Por primera vez en su vida no lograba actuar fríamente. ¿Por qué demonios había dejado que la cogieran? ¿Por qué era tan sumamente idiota?

El grupo de recién llegados se vio rodeado inmediatamente por más mortífagos, que se encargaron de asegurar su defensa, en caso de que fuera necesario. No habrían sido un problema demasiado grande para Dumbledore, si la situación no fuera tan delicada. Decidió actuar con inteligencia.

— ¡Suéltala, Tom! ¡Aún podemos llegar a un acuerdo! —exclamó Dumbledore, preparando la varita.

Voldemort sonrió, divertido.

— ¿Y qué es lo que hay que acordar, si puede saberse? —dijo—. Ya tengo lo que quería, no hay nada que acordar.

— Suéltala —ordenó Dumbledore, esta vez de modo mucho menos pacífico y dando un paso al frente—. Todo esto es completamente absurdo.

Voldemort entrecerró los ojos, con maldad.

— Muy bien, la soltaré —respondió, tranquilamente—. Así me será mucho más fácil matarla.

Un sudor frío recorrió la frente de Andrew mientras miraba, impotente. ¿Matarla?

Harry miró al director, que estaba tan desconcertado como él. ¿Había dicho matarla? No, no podía ser.

— No la matarás —dijo Harry, aparentando seguridad, y dejando perplejo a Dumbledore—. Quieres su poder. No puedes matarla.

Voldemort abrió mucho los ojos ante esta afirmación. Poco después, una sonrisa torcida de perverso deleite se dibujaba en sus facciones. La mirada le brilló de una manera que a Harry no le gustó nada.

— ¿Su poder? ¿Y para qué quiero yo su poder? —Harry se puso pálido. ¿Había oído bien?

Tanto Dumbledore como Sirius, Remus, Snape y Hermione estaban en estado de shock. Aquella simple pregunta tiraba por los suelos toda su teoría. La propia Krysta parecía perpleja. Y Andrew no se quedaba fuera tampoco.

— No necesito para nada su poder —continuó Voldemort, con desdén—. Ya soy el mago más poderoso sin él. Solamente constituye una amenaza para mí.

Sacó la piedra y la alzó mirándola un momento, pero sin aflojar la fuerza con la que sujetaba a Krysta ni un segundo.

— Al igual que esta joya —desvió la mirada hacia el grupo y sonrió de nuevo con su boca sin labios—. Aunque sea una reliquia muy antigua de mis antepasados, no me queda más remedio que destruirla... y lo mismo haré con la niña. Es un poder demasiado peligroso como para dejarlo deambular por ahí. Una vez Harry esté en mis manos y la cría muerta, ya no habrá nada que me amenace.

Voldemort no dio tiempo al horrorizado grupo para reaccionar. Sin más palabras, empujó a Krysta contra el suelo. La niña cayó de bruces, y muerta de miedo se dio la vuelta, sólo para ver como el Señor Tenebroso sacaba su varita y la dirigía hacia ella. No podía huir, cualquier mortífago la capturaría en un segundo. ¿Por qué no venían los demás? Antes de formular la maldición fatal, Voldemort giró la cabeza un momento para dirigirse hacia Andrew.

— ¿No te da pena que tu única oportunidad de llegar a ser alguien desaparezca de una manera tan trágica, Andrew Darkwoolf? —dijo, con una sátira diabólica en la voz.

Andrew no podía creer lo que veía. Una sensación casi olvidada lo dominó por completo. Miedo. Un miedo atroz. Un miedo como el que no había sentido desde hacía muchos, muchos años. Y ni siquiera entendía bien por qué. ¿Tanto deseaba ése poder?

Krysta se percató por primera vez de la presencia de su tío.

— ¡Tío, ayúdame! —exclamó.

— ¡No lo hagas! —trató de ordenar Andrew, dirigiéndose a Voldemort con una voz que sonó a súplica.

Voldemort apartó la mirada por toda respuesta y amplió su sonrisa ante la mirada aterrorizada de la niña. Andrew estaba desesperado. De una forma incomprensible para él. No soportaba verse sujeto, no soportaba que se rieran de él... y no soportaba que Voldemort fuera a matar a Krysta. Algo extraño parecido a un dolor atroz se le acumuló en el pecho, extendiéndose por todo su cuerpo. Algo parecido a una fuerza, proveniente de la rabia y el miedo. Algo inexplicable.

Y Voldemort lo hizo. Pronunció la maldición definitiva, sin defensa, sin escapatoria. Un avada kedavra que por primera vez sonó verdaderamente horrible en los oídos de Andrew Darkwoolf.

En apenas un segundo, Krysta notó cómo un torrente de luz verde la rodeaba y se le lanzaba encima. Notó, impotente, cómo una especie de remolino de luz se le metía en el pecho y pugnaba por arrancarle la vida. Trató de gritar, pero nada salió de su garganta. Y cuando ya empezaba a sentir cómo la muerte la dominaba una repentina luz blanca la rodeó por completo, sustituyendo al relámpago verde. La sensación en el pecho se extinguió con la misma rapidez con la que había llegado y una especie de paz misteriosa sustituyo al terror. Cayó de rodillas al suelo, aún antes de que la luz blanca desapareciera, y oyó de lejos un grito desgarrador, agónico y horrible. Asustada, se tapó los ojos. No pasó mucho tiempo hasta que la luz blanca se desvaneció y se sintió con fuerzas para abrir los ojos. Lo que vio la dejó perpleja. Voldemort, delante de ella, se retorcía de dolor, su cuerpo sacudido por extraños relámpagos blancos como en una descarga eléctrica. Asustada, buscó a su tío con la mirada. Lo vio, algunos metros más para allá. Estaba de rodillas, con la vista fija en el suelo. Los dos mortífagos que lo habían sujetado se hallaban a cierta distancia de él tumbados en el suelo y no se movían. Krysta trató de llamarlo, poniéndose en pie. Pero entes de que pudiera hacer nada, observó conmovida cómo el cuerpo inerte de Andrew Darkwoolf se desplomaba pesadamente y daba de bruces contra el suelo.