Epílogo: un tren hacia el futuro

— Venga Ron, ayúdame que si no no puedo.

Ron se dio la vuelta desde la puerta de salida del vagón para ver cómo Harry intentaba subir su pesado baúl lleno de trastos con una mano al mismo tiempo que sujetaba la jaula de la alborotada Hedwig y sostenía a Sacch bajo el brazo con la otra. El pelirrojo se rió y descendió un par de escalones por la escalinata metálica que daba al vagón. Luego sujetó un asa del baúl y estiró mientras que Harry empujaba por el otro lado. Al fin, y para alivio de todos los que esperaban detrás de Harry para subir, consiguieron entrar el equipaje de Harry en el tren. Una vez dentro buscaron el vagón donde les esperaba Hermione, ya cómodamente instalada en su asiento y con un libro en el regazo. Los chicos entraron el baúl de Harry, que era el último, y lo guardaron. Harry dejó a Sacch y la jaula de Hedwig en el suelo, para sentarse después en frente de Hermione.

— Cállate Hedwig —espetó Harry dirigiéndose hacia la lechuza, que no paraba de chillar—. Sólo falta que nos des el viaje.

— Seguro que no quiere volver con Dursley y cía —bromeó Hermione, divertida por el comportamiento del animal.

Ron se dejó caer en el asiento junto a Hermione y bufó.

—Pues más vale que se vaya haciendo a la idea, porque si no la haré callar de un puñetazo. Para una vez que Pig está callada —dijo—... Por cierto, Harry, ¿qué sabes de Sirius?

— Nada desde que se fue con Remus. Y no creo que tenga noticias suyas hasta después de un tiempo. Ya sabéis, van a haber líos con Pettegrew.

— Je, esa rata ya está donde se merecía —soltó Ron, con desdén.

— Sí, y seguro que acabará en Azkaban, tiene muchos cargos encima. A mí sólo me preocupa que no los suficientes para declarar inocente a Sirius —contestó Hermione.

Harry asintió, compartiendo la preocupación de Hermione, mientras Ron volvía a ponerse en pie para mirar por la ventanilla. Soltó un quejido nada más hacerlo.

— ¿Pero cómo puede ser tan lenta la gente? Quedan muchos por subir. ¡Así no saldremos nunca!

En una situación normal, a Harry no le hubiera importado la espera, ya que por él, cuanto más tiempo permanecieran lejos de Londres y de los imbéciles Dursleys que lo esperarían en la estación, mejor. Pero ahora tenía una urgencia que quería solventar cuanto antes y necesitaba que el tren estuviera en marcha. En ese momento había demasiada gente rondando de un lado para otro y él quería privacidad.

Aún pasó un buen rato hasta que todos los alumnos hubieron subido y todavía más rato hasta que cada cual se halló sentado en su respectivo asiento y guardados los equipajes. Recibieron algunas visitas en ese tiempo, por parte de los gemelos Weasley, Ginny, que se les unió en los asientos y Ana. Antes de que esta se fuera de nuevo a su asiento, Harry se le acercó.

— Ana, ¿no has visto a Jill? —preguntó, sorprendiendo a la niña.

— Sí, claro que lo he visto. Viene conmigo en el siguiente vagón. ¿Por qué?

— Quería hablar con él de un asunto, pero creo que iré luego. ¿Qué compartimiento es?

— El segundo por la derecha —respondió Ana, intrigada.

— Vale, gracias.

— De nada.

La niña se despidió y después salió del vagón, encogiéndose de hombros. Por suerte, no mucho después de que Ana saliera, se oyó un estridente pitido que anunciaba la inminente partida. El tren empezó a moverse por fin, arrastrando su inmensidad metálica con pesadez por la vía. Harry se reclinó en su asiento y suspiró. Ya se iban. Un curso más en Hogwarts que pasaba. Casi le daba miedo pensar en los dos únicos años que le quedaban por afrontar. Sólo dos años más... era muy poco. Para él no había un lugar mejor que su colegio de magia, por muchos peligros de muerte que le costara cada curso. Se estaba poniendo melancólico de pensar en todo lo pasado y en lo poco que quedaba por delante, así que decidió apartar ese pensamiento de su mente y dejar vagar la mirada por el paisaje, mientras Ron, Hermione y Ginny dialogaban tranquilos. Jo, como los envidiaba. Seguro que pasarían un buen verano, se irían de vacaciones, o por lo menos cazarían algún que otro gnomo. Y él tendría que pasar dos largos meses encerrado en una maldita casa, aburrido, sin rastro de magia. Decididamente, odiaba el verano. Lo único verdaderamente bueno del verano era su cumpleaños.

Pensó en todo lo que le había pasado en desde su último cumpleaños y se asombró de que en sólo un año pudieran pasar tantísimas cosas raras. De pronto, sintió La Piedra del Tiempo como ardiendo en su bolsillo. ¿Por qué la había aceptado? ¿Por qué demonios no se la había quedado el retorcido de Andrew? Qué rabia le daba, siempre llevando la contraria en todo. De todas maneras sabía qué hacer con ella.

Ya había pasado un buen rato de viaje cuando Harry se levantó. Tras despedirse momentáneamente de sus curiosos amigos, aseguró que no tardaría y dejó el vagón para seguir al siguiente. Se cruzó con Draco en el pasillo e intercambiaron mutuas miradas frías como todo saludo. Así y todo, el slytherin parecía menos antipático desde el día del ataque. Harry decidió ignorarlo y buscó con la mirada el segundo vagón por la derecha. Nada más localizarlo, se dirigió hacia él y entró.

Cuatro cabezas se levantaron simultáneamente para observarlo. Uno era Jill, el otro era su amigo Liam, otra Ana y la última una niña de primer curso a la que no conocía. Harry se dirigió al primero, tras saludar.

— Jill, me gustaría hablar contigo sobre algo.

Jill lo miró, frío, y se encogió de hombros.

— Pues pasa —dijo.

— No, verás... es algo privado, y seguramente te interesará. Sal y te explicaré el asunto.

Jill lo miró con desconfianza, pero finalmente la curiosidad pudo más que el recelo y se levantó. Fingiendo absoluta indiferencia se acercó a Harry y salió al pasillo, cerrando la puerta tras de sí. Harry se apartó un poco más de la puerta, con el fin de que no pudieran oírlos por mucho que se acercaran. Jill lo miró con el ceño fruncido.

— ¿A qué viene esto? —preguntó.

— Ya te lo he dicho, quiero hablarte en privado —Harry miró hacia ambos lados por si venía alguien. Al no ver a nadie, continuó—. Sé lo mucho que te dolió la muerte de Cedric...

Jill lo cortó con un molesto chasquido de lengua.

— Si vas a hablarme de eso, puedes ahorrar saliva. Nada de lo que digas puede arreglar lo que ya está hecho, ¿vale? Así que déjame en paz.

El niño hizo ademán de volver a su compartimento, pero Harry lo detuvo.

— No se trata de eso. No voy a pedirte perdón ni nada por el estilo, porque puedo hacer algo mucho mejor.

Jill giró la cabeza para mirarlo, extrañado. Esperó.

— Puedo enseñarte algo que te llevará hasta Cedric.

Jill abrió mucho los ojos un momento, pero inmediatamente su asombro se cubrió de una máscara de escepticismo.

— ¿Sí? ¿Y qué es? ¿Cianuro? —preguntó, ácido.

— No seas imbécil —replicó Harry, frunciendo el ceño—. Te estoy hablando totalmente en serio. Si no quieres escuchar peor para ti, no dirás que no lo he intentado.

Jill se cruzó de brazos, cansado. Esperó un momento y por fin aceptó.

— Bueno, dime qué es.

— Espera, antes tienes que conocer las reglas. Lo que te voy a dar es un objeto de mucho valor y mucho poder. No puedes permitir que nadie sepa que lo tienes, has de guardarlo de manera que nadie más que tú lo encuentre y una vez lo hayas usado una vez tendrás que devolvérselo a Dumbledore o al Ministerio... pero te recomiendo el primero, hace menos preguntas —Harry sonrió ante el desconcierto del niño—. Y te advierto que te costará mucho llegar a usarlo, por eso quiero asegurarme de que irás con cuidado... de todas formas, sé de alguien que te podría ayudar si fuera necesario.

Jill levantó una ceja, más que extrañado. No se acababa de creer aquel cuento, y de todas maneras el sabía que volver a ver a un muerto era algo imposible.

— Todo eso está muy bien, pero sigo sin saber qué es. Y no veo qué relación puede tener conmigo ni con Cedric la cosa esa ni todas las pegas que...

— Antes júrame que harás lo que te he dicho —exigió Harry.

— Lo juro —se resignó Jill, paciente—. ¿Me explicas de una vez de qué cuernos estamos hablando? No he entendido nada desde que hemos salido por esa puerta.

Harry sonrió misteriosamente.

— Claro... pero dime, Jill, ¿has querido alguna vez poder viajar en el tiempo?

La sensación de ingravidez se disipaba poco a poco al mismo tiempo que lo hacía el inmenso resplandor verde que la rodeaba. Krysta se sentía muy extraña. Su cuerpo tomaba consistencia mientras una especie de energía parecía emanar de ella, una corriente de magia. Sabía que la sensación que experimentaba no era algo nuevo para ella, pero esta vez era distinto. La fuerza parecía proceder de su propio cuerpo y, nada más sus pies tocaron tierra firme, se desvaneció como si nunca hubiera existido. No le dolía nada, pero una especie de frío glacial se apoderó de ella y se le extendió por las entrañas al desaparecer esta energía. Notó que se mareaba y se aferró al brazo que notaba junto al suyo, asustada, aún sin abrir los ojos. Pero el brazo se separó de ella un momento para pasar después por detrás de sus hombros.

— Lo has hecho —oyó que susurraba alguien en su oído.

Krysta abrió entonces lo ojos, y dirigió la vista hacia arriba para encontrarse con la emocionada sonrisa de Andrew Darkwoolf. Ella se la devolvió levemente. Mostró las palmas de sus manos abiertas, vacías, desnudas.

— Me siento... rara —dijo.

No podía decir que se encontraba mal, pero era algo nuevo para ella. Había viajado sola. Por primera vez en mucho tiempo había controlado su poder. La última vez que lo había hecho se había desmayado, pero esta vez no. Esta vez sólo tenía esa extraña sensación.

— Lo sé. Pero se te pasará en seguida, ya verás –la tranquilizó él—. Krysta, esto significa mucho más de lo que crees. Es mucho más que una victoria fruto del esfuerzo, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer?

Ella asintió con la cabeza.

— Puedes controlar el tiempo —concluyó Andrew dando en un solo segundo más muestras de emoción que en toda su vida.

— No, aún no —replicó ella, en voz baja—. Pero ahora sé que podré.

Krysta estaba ya mucho más despejada. Se incorporó un poco y se separó de Andrew, mirando alrededor. Se sobresaltó un segundo y acabó de despejarse. Estaban en el salón amplio e iluminado de una casa de mago. La casa de la que acababa de salir, supuestamente, ¡la casa de su tío!

— Pero... ¡no puede ser! Aquí no ha cambiado nada. ¿Cuándo estamos, tío? ¿Es de verdad la fecha que me diste de prueba? —preguntó, asustada por un posible fracaso.

Andrew miró un instante a su alrededor.

— Desde luego que lo es, no te has equivocado —Andrew torció la boca en un gesto de asco―. Por Dios, pero si hace años que me libré de esto.

Se acercó a un reloj mágico que había sobre la mesa del salón, dejado de cualquier manera y que tenía un diseño particularmente feo. Extremadamente feo, diría yo. Andrew lo levantó y lo examinó.

— No me puedo creer que a estas alturas aún lo guardara, es una vergüenza. La idiota de Maddie me lo regaló adrede en mi cumpleaños porque habíamos discutido por algo. Sabía que iba a odiarlo, pero lo tuve aquí puesto en la entrada durante semanas sólo para joderla —explicó en voz alta, disimulando el tono nostálgico entre el disgusto—. Se lo regalé a Atlas poco antes de tirarlo a la basura convertido en un amasijo de hierrajos rotos. Me gustan los gatos porque además de imprevisibles, son útiles.

Krysta se rió mientras Andrew volvía a colocar el reloj en su sitio, poniendo especial cuidado en dejarlo exactamente en la misma posición que antes y analizando cualquier posible marca. Se conocía demasiado bien a sí mismo como para saber que cualquier tontería podía llamar la atención del Andrew de ese tiempo y llevarle a sospechar que alguien había entrado en su casa. Y él sabía lo mucho que le molestaban ese tipo de cosas. No era prudente llamar la atención.

— Vámonos de aquí, puedo aparecer en cualquier momento... y creo que en esta época tenía mala leche —bromeó Andrew, apartándose de la mesa.

— Bueno, supongo que ya estoy lista para intentarlo otra vez.

Andrew sonrió.

— No me refería a eso, nos vamos a la calle, a hacer una visita —explicó.

Krysta lo miró asombrada.

— ¿Visitar a alguien? ¿Quién es? ¿Un amigo tuyo de 1994?

— Algo así. Tenía particular interés en esta fecha, por eso te la propuse para una primera prueba. Ha salido mejor de lo que esperaba, así que vamos a aprovecharlo.

Y sin añadir nada más se dirigió hacia la puerta y la abrió, saliendo al jardín de lo que desde fuera parecía una casa unifamiliar de dos pisos y desde dentro una enorme casa de mago. Vivía demasiado cerca de muggles y era esencial la discreción. Antes de salir a la acera, Krysta lo detuvo.

— Tío, vamos a llamar la atención vestidos así —dijo, refiriéndose obviamente a sus túnicas mágicas.

— Ah, claro, ya se me olvidaba.

Agitó la varita un momento y al instante, ambos llevaban ropas muggles en lugar de mágicas. Krysta se asombró de la rápida solución.

— Listo —dijo Andrew extrañamente jovial—. Ya podemos irnos.

Y echó a andar silbando por la acera, mientras Krysta lo seguía pasmada por su comportamiento. Se preguntó a quién querría ver, lo que le llevó a pensar en la fecha a la que habían llegado, y a fijarse en la dirección que tomaban. Oleadas de recuerdo la asaltaron de repente y notó que el corazón, dentro del pecho, se le desbocaba.

— No... no me lo habías dicho. No me habías dicho por qué querías venir a esta fecha, ni nada...

Krysta notó que se le saltaban las lágrimas mientras contemplaba extasiada el hogar que había dado cobijo a su infancia. La casa era alta, rodeada de un estrecho jardín y encajonada entre otras dos el doble de grandes pero ni la centésima parte de mágicas por dentro que la suya. Su casa. No podía contener la emoción, la impresión era tan fuerte que hasta temblaba. Andrew lo notó y apoyó una mano en su hombro para calmarla.

— No, claro que no te lo había dicho, me habría perdido mucha diversión —dijo, burlón—. Pero antes de nada tienes que calmarte. No puedes entrar ahí y empezar a lloriquear. No podemos hacer nada que les cause impresión porque alterará demasiado el pasado.

— ¿Vamos a entrar ahora? ¿Y si estoy dentro? —preguntó Krysta emocionada, eufórica y preocupada a un mismo tiempo.

— Je, ¿crees que no lo he pensado? Estamos en agosto de 1994, tienes nueve años y estás pasando el verano en casa de una amiga. Con lo cual no estás y nos ahorramos problemas.

Krysta abrió mucho los ojos.

— ¡Te acordabas de eso! No me lo puedo creer.

— Me pasé precisamente nueve años detrás de tus movimientos, niña, así que no te extrañes de que retenga ciertos detalles —replicó él, con una sonrisa torcida—. Ahora déjame solucionar algo antes de entrar.

Krysta vio cómo su tío agitaba la varita una vez más y hacía aparecer una enorme gorra muggle de la nada. Antes de que pudiera reaccionar, Krysta la tenía sobre su cabeza, con la visera tan bajada que apenas veía. Era al menos dos tallas más grande que su cabeza. La niña suspiró, incómoda.

— ¿Y esto en qué consiste? ¿Forma parte de alguna clase de complicado plan de acción? —preguntó irritada.

— Qué tonterías dices... el plan no tiene nada de complicado —dijo Andrew—. No quiero que te vean y adviertan el parecido que tienes... hum, contigo misma. Es sólo por precaución, ahora eres varios años mayor y has cambiado mucho, pero conozco a mi hermano y haría demasiadas preguntas. Adora las preguntas. Así que no te quites la gorra y disimúlate el pelo, llama demasiado la atención.

Krysta movió la cabeza contrariada.

— Pero... ¿es que no me van a reconocer? ¿Y a ti sí? ¿Por qué? ¡No es justo! —protestó.

La mirada de Andrew se dulcificó.

— No estamos debidamente preparados para eso, recuerda que esto era sólo una prueba. Yo no puedo disfrazarme, tus padres no tienen un pelo de tontos y no he envejecido tanto como para que me lo noten, ¿no crees? —Krysta asintió de mala gana—. Te prometo que volveremos más adelante y que podrás hablarles en calidad de hija... no sé cómo pero algo me inventaré.

Ella sonrió, calmada pero algo triste.

— No, tío, no tienes que hacer nada más. Ya has cumplido tu promesa de ayudarme a controlar mi poder y traerme aquí. Y... tengo que darte las gracias.

Krysta le dio un abrazo corto sabedora de lo mucho que le molestaban a él las escenas sensibleras, pero Andrew le correspondió con una sonrisa luminosa y complacida. Y después de ello, se dispusieron a entrar.

Krysta respiró hondo mientras Andrew llamaba a la puerta. Estaba muy nerviosa, demasiado. Y no estaba muy segura de poder controlarse. Le costaba controlar sus emociones, y no sabía cómo podía reaccionar cuando... cuando cualquiera de sus padres apareciera por esa puerta. Notó la mano de su tío cogiendo la suya justo antes de que la puerta emitiera un chasquido y se abriera delante de ellos.

Una mujer de estatura mediana, delgada, de pelo castaño oscuro y ojos marrón-verdoso apareció ante ellos. Sonrió al reconocer al hombre que se encontró esperando al otro lado. Krysta bajó la cabeza después de mirar un momento a la mujer para que la visera de la gorra tapara parcialmente su rostro y ésta no pudiera apreciar la emoción que se veía incapaz de ocultar. Apretó muy fuerte los ojos para contener las lágrimas. Temblaba porque la mujer que ahora tenía delante no era otra que su madre. Andrew apretó su mano para tranquilizarla y devolverla al mundo real.

— ¡Vaya, Andrew! Hace siglos que no nos visitas. ¿A qué se debe este inesperado honor? —bromeó la mujer poniendo los brazos en jarras.

Andrew le devolvió la sonrisa, con aparente tranquilidad.

— Hola Sendra. Pasaba por aquí y he decidido haceros una visita. Vengo de casa de un amigo que vive cerca... como tenía un compromiso me he traído a su hija hasta que vuelva —Andrew señaló a Krysta, mintiendo de la forma más convincente que pudo.

— Oh, encantada —dijo la mujer mirando a la nerviosa niña—. Pero pasad, pasad, no os quedéis ahí.

Sendra Darkwoolf se hizo a un lado dejando pasar a los recién llegados. Luego los guió por el pasillo hacia el salón.

— William está dentro, se alegrará de verte —dijo con jovialidad, hablando hacia Andrew.

Krysta se estremeció. Había logrado controlarse más o menos, pero no se sentía con fuerzas para hablar. Mierda, tendría que haberle pedido a su tío que le hechizara la voz.

Cruzaron el pasillo y llegaron por fin al salón. La nostalgia la invadía. Hacía años que no pisaba su casa, que en su tiempo se hallaba en un deprimente estado de abandono. Sintió de nuevo las lágrimas pugnando por escapar de sus ojos y trató de contenerlas a toda costa. Sendra llamó la atención de alguien, sentado en uno de los sillones de la sala leyendo El Profeta.

— William, a que no sabes quién se ha dignado a venir —dijo, risueña.

El hombre levantó la cabeza, de modo que Krysta pudo verlo por fin. El parecido entre ambos era asombroso. El mismo tono de piel, los mismos ojos color miel y el pelo también rubio, aunque más oscuro en el caso de su padre. La verdad, William Darkwoolf no tenía ninguna clase de afinidad física con su hermano. No sólo se diferenciaba en los rasgos, sino también en la constitución del cuerpo, mucho más fornida que la de Andrew. Sarah se colocó de pie junto a él, señalando a los recién llegados. Krysta reprimió a duras penas el deseo de salir corriendo y abrazarlos a los dos. Un sollozo que no pudo retener se escapó de su boca y lo disimuló fingiendo un acceso de tos. William sonrió burlón al reconocer a Andrew.

— ¡Hombre, tú por aquí! Espera, déjame adivinar, vienes a pedirme dinero —bromeó.

Andrew sonrió, pero no con todo el énfasis que le hubiera gustado. Una amarga tristeza lo recorría por dentro y se vio incapaz de disimularla del todo bien. Estaba pálido... no, más bien estaba lívido.

— Por Dios, Will, no voy a caer tan bajo. Por lo menos no delante de tu mujer —replicó Andrew, adelantándose unos pasos por el salón.

William rió y le ofreció asiento mientras Sendra se despedía divertida y salía del salón. Krysta siguió a su tío cabizbaja y triste por tener que aguantarse todas aquellas cosas que le hubiera gustado decir, por tener que contener aquel torrente de dolor que se le apretaba en la garganta, por tener que fingir. Andrew sabía del mal trago que estaba pasando. Cuando se sentaron volvió a cogerle disimuladamente la mano. William se fijó entonces en Krysta y la observó atento, poniendo nervioso a Andrew. Éste repitió para su hermano el cuento que le había soltado antes a Sendra sobre la procedencia de la niña que le acompañaba. William se rio.

— ¿Desde cuándo haces tú esa clase de favores? —dijo, divertido—. En fin, ¿queréis tomar algo?

Ambos negaron. Krysta no había abierto la boca desde que habían entrado. Era como una especie de miedo, como si pensara que por el hecho de hablar pudieran sospechar algo. Y sin embargo se moría por hablarles, por contarles todo lo que le había pasado, por avisarles de que iban a morir un año más tarde. De nuevo se le saltaron las lágrimas, pero halló fuerzas para contenerlas. Un sentimiento de renovada felicidad la asaltó, porque por fin su sueño se había hecho realidad, porque por fin podía disfrutar de un rato con sus padres, al menos podía verlos y oírlos, mucho más de lo que hubiera soñado nunca. Y porque sabía que aunque tuviera que irse, aunque no los volviera a ver jamás, ya no volvería a estar sola nunca. Por fin halló fuerzas para resistir las ganas de llorar y para enfrentarse a sus emociones traicioneras. Con una leve sonrisa se levantó la visera y sonrió a su padre que la miraba sorprendido pero sin reconocerla. Andrew también sonrió.

— Bueno Andrew, ¿no vas a contarme lo que has hecho durante este mes y medio desaparecido? —preguntó William devolviendo la atención hacia su hermano.

Andrew y Krysta se lanzaron una mirada cómplice y sonrieron.

— Pues claro... tenemos muchas cosas que contarnos.

Harry se pegó todo lo que pudo al cristal de la ventana. Podía vislumbrar a través de ella a una pareja joven, hablando animadamente mientras se inclinaban hacia una cuna de la cual surgía de vez en cuando una manita de bebé que daba palmetazos al aire. Él, no demasiado alto, con el pelo negro alborotado y gafas de montura redonda, y ella, pálida y pelirroja. Ambos eran en ese momento un derroche viviente de alegría y amor... y Harry, con la nariz pegada al cristal, fuera de la casa, experimentaba algo parecido. Una emoción extraña le ardía en el pecho, pero no era tristeza. Más bien era todo lo contrario. Apenas podía creerse que estuviera allí, mirándose a sí mismo con quince años menos y a sus padres, a quienes nunca había conocido. Le hubiera gustado saber qué decían, pero no podía oírlos desde fuera. Una voz le sacó de su ensimismamiento, lo que fue una suerte, ya que podría haberse pasado horas mirando esa misma escena.

— ¿No quieres entrar?

Harry se giró y pareció algo aturdido al ver a Krysta, que lo observaba atenta a su lado. De pronto recordó las circunstancias que lo habían llevado hasta ahí. Sonrió a su amiga, la que le había brindado aquella maravillosaoportunidad de ver a sus padres.

— No, no sabría qué decir —respondió, devolviendo la vista hacia el interior de la casa—. Imagínate que alguien llama a tu puerta y al abrir te encuentras a un perfecto desconocido que te suelta: hola Lily, soy tu hijo dentro de quince años y me apetecía conocerte porque vas a morir dentro de unos meses y no pude hacerlo antes. Mejor no lo estropeo.

Krysta sonrió.

— No tienes por qué decir que eres su hijo, puedes fingir que no lo eres —dijo—. Como yo.

— No vale la pena. Tú ibas con tu tío y te ayudó a fingir. No, no quiero entrar, sigo pareciéndome demasiado a mi padre —resolvió Harry—. Para mí ya es una maravilla estar aquí.

Krysta asintió en silencio y también observó a la pareja. Soltó una carcajada.

— ¿Qué pasa? —preguntó Harry.

— Le acabas de morder un dedo a tu padre —replicó ella, observando divertida al maltratado James que agitaba la mano con el ceño fruncido mientras Lily se reía.

Harry también se rió.

— Debo de tener un solo diente.

Bromearon durante un buen rato y aún pasaron más rato mirando incansables por la ventana, hasta que la noche cayó, hasta que los otros, cansados, se retiraron a dormir y no pudieron verlos. Krysta había esperado sin decir nada para no molestar a Harry. Él se separó por fin de la ventana y la miró con una triste sonrisa.

— Gracias por traerme... y gracias también por esperar. No tienes ni idea de lo que esto significaba para mí...

— No seas tonto, desde luego que lo sé. Al fin y al cabo estamos en situaciones muy parecidas — replicó ella quitándole importancia al asunto—. ¿Te parece que volvamos ya?

— Sí, claro. Ya es hora de volver.

Harry se acercó a ella y la cogió de la mano. Era sorprendente lo mucho que había evolucionado el poder de Krysta hasta el momento. Y si las teorías de Andrew eran ciertas, aún podría ir más lejos. Sólo necesitaba práctica, empeño y esfuerzo. Mucho esfuerzo. Y Krysta estaba dispuesta a esforzarse. Harry suspiró mientras ella se concentraba. Quizá algún día, la barrera que separaba los recuerdos de la realidad no fuera tan infranqueable. Quizá algún día cambiara el concepto que se tenía del tiempo, de la historia... de la eternidad. Y mientras un torbellino de luz verde lo rodeaba y levantaba del suelo, Harry pensó que ese día no podía encontrarse demasiado lejos.