La vuelvo a ver sólo unas horas después, se despierta hacia las nueve y viene a la cocina, donde yo la estoy esperando mientras intento mantenerme ocupado preparando el desayuno. Aparece en la puerta, se apoya, sin haber llegado a entrar, en el marco de madera de la puerta, y me observa como aburrida, sin decir una sola palabra. Yo, por mi parte, me giro a mirarla un instante, para hacerle saber que sé que está allí, y luego continúo trabajando, como si me estuviera mirando. Estoy demasiado acostumbrado a su presencia diaria, silenciosa y hosca, como para que ahora me ponga nervioso que me vigile. Cuando se canse entrará, y me saludará, si le apetece. Ahora es más importante la comida.

Al cabo de unos minutos, como yo esperaba, entra en la cocina, se acerca a dónde yo estoy y, sin mediar palabra, coge un vaso, lo llena de agua y se lo bebe. La miro un instante, casi de reojo, y ella me devuelve la mirada, inexpresiva. La oigo, de nuevo concentrado en el desayuno, dejar el vaso sobre la mesa y sentarse en una silla. Suspira suavemente y coge el periódico muggle que, como cada mañana, le he traído. Dentro, y supongo que los ha encontrado cuando la oigo abrir el diario y dejarlo después de lado, están los dos libros que le he comprado esta mañana. Son también, y me siento culpable por ello, pues no son lo único que me gustaría poder darle, libros muggle, novelas con un cierto éxito entre los no-magos que no tienen demasiado contenido serio pero que, espero, la entretendrán, aunque sean del otro mundo.

Mientras ella, silenciosa, inspeccionaba su nuevo regalo, he acabado de cocinar y, con una bandeja en la mano, me giro y camino hacia la mesa. Al verme acercarme, ella aparta las cosas para dejarme sitio, aunque vuelve enseguida a concentrarse en examinar el libro que tiene en la mano. Dejo ante ella su plato y un zumo de naranja, y cojo el periódico que ella ha alejado. En portada, con grandes letras, las últimas noticias sobre el penúltimo desastre muggle, acompañadas por una macabra fotografía. Toda una visión, pienso, para comenzar el día.

Cuando alzo los ojos, ella me está observando, se ha sentado bien y está preparada, parece, para empezar a comer. Los libros descansan a su derecha, cerrados, uno sobre el otro, y los observo un instante, pensando en la librería donde los he comprado, antes de dejar el periódico de lado y coger mi leche.

Pasamos prácticamente otro cuarto de hora en silencio, esta vez sentados en la misma mesa y ocupados en nuestras respectivas viandas, antes de que ella, con la taza aún en los labios, me mire, seria, y resuelva hablar conmigo.

- Esos libros... – empieza, evitándome los ojos, mientras deja el recipiente sobre la mesa. No es timidez, ni inseguridad, sino, más bien, que no se molesta a buscarme la mirada, como si yo no valiera la pena.

- Son para ti – la interrumpo, con un gesto hacia los dos volúmenes.

- Aún no me he acabado el de ayer – explica, indiferente.

- Lo sé – afirmo. – Es mejor que tengas de sobra, por si algún día no puedo comprar más. Por cierto, el otro lo he puesto en la mesa del salón.

Ella asiente, y yo asiento también, como reflejo. El libro estaba en el suelo, junto al sofá en que me la encontré dormida, y, ni lo vi ayer, ni lo hubiera visto hoy, si no hubiera llegado demasiado pronto y me hubiera sentado en el sofá.

- Ayer te quedaste dormida – continúo, después de un silencio casi incómodo.

- Estaba cansada – comenta.

- Te llevé a la cama.

Ella vuelve a asentir, y yo inspiro profundamente. Sé que lo sabe, que es lo que intenta dejar claro con su silencio, pero necesito explicarle que no le hice nada malo, que no tenía intención de hacerla sentir mal, y que no quería molestarla mientras dormía. No tiene sentido que le explique nada, pues tampoco me ha pedido explicaciones, pero me siento compelido a disculparme por algo tan inocente como desabrocharle los pantalones. ¿Habla eso más de mi miedo o de mi lujuria? ¡¿Por qué debería verlo como algo malo, si no porque deseé que pasaran muchas más cosas?! Callo, triste. Intento que me valore más disculpándome por tomarme confianzas, cuando la única forma de conseguir algo de estima por su parte es matándola y esperando que una poco probable reencarnación nos vuelva a unir, en términos más agradables.

Pero lo que sí es innegable es que necesito que me empiece a apreciar, y que me lo demuestre de alguna forma, por el bien de mi salud mental. Estoy completamente volcado en ella, en cuidarla, por poco que me lo agradezca y por mucho que me aborrezca, y, sin respuesta, enloqueceré. Con ella todo es silencio, todo es desdén. ¿Cómo introducir ternura en nuestra relación, cómo restablecer la confianza, cómo explicarle cómo soy sin destrozar mis órdenes?

Ha acabado de desayunar, y quita la mesa sin ni siquiera mirarme. Parece, como de costumbre, aburrida y enfadada a la vez, una expresión ambigua que ha llegado a dominar con maestría. La causo yo, pienso con una mueca. Si yo no estuviera, si aún estuviera con su...

La imagen del rubio, altivo, sonriente y con los labios rozando la mejilla de Mar, a quien abraza por la cintura, me inunda durante unos instantes, haciéndome olvidar todo lo que hacía. Dejo a un lado la comida, incómodo, y la busco con la mirada. Ella me dirige un segundo su atención, probablemente atraída por mi movimiento, y leo perfectamente la sorpresa en el breve instante en que se cruzan nuestras miradas. Mis celos deben haberse reflejado perfectamente en mi rostro. Aunque no son celos, me niego a considerarlos así: él era el peligro, él ha hecho que yo sea el malo de la película, que haya tenido que pasar de guardaespaldas secreto en potencia a secuestrador ofensivo, que ella me odie, cuando antes aún hubiera tenido una oportunidad. El muy...

- ¿Estás bien? – murmura desde delante de la pica, de espaldas a mí. Habla tan bajo que casi no la oigo, y supongo que eso era lo que pretendía: nada de implicaciones directas; si Sirius no lo oye, pues ¡mejor!, menos demuestra importarme. Pero es un paso, y sacudo la cabeza, a la vez que me giro para mirarla. Me da la espalda, mientras friega los pocos platos que hay sucios. Me levanto y me acerco a ella.

- Déjame – le digo, tan suavemente como puedo. Darle órdenes, siendo mi rehén, se me hace muy violento, y temo que ella se las tome jamás como imposiciones derivadas de su cautiverio.

Malfoy, pienso mientras se aparta un poco para dejarme ayudarla a fregar los platos. Se me ocurren unos trescientos insultos, muchos de ellos bastante originales, que se le podrían aplicar y le quedarían como un guante. Sólo pensar en él me revuelve el estómago. ¡Si Marianne supiera lo que intentaba hacer!

Tuvimos que sacarla de allí. Lucius se presentó casi por sorpresa en su vida, siguiendo un elaboradísimo plan de Voldemort, y estaba decidido, a pesar de su flamante esposa y su recién nacido Draco, a enamorar a Mar y, muy probablemente, arrastrarla hacia su jefe. ¡Tuvimos que separarlos, y ella difícilmente hubiera aceptado ninguna otra explicación que la del secuestro desconsiderado! No podíamos permitirnos perder a Mar a manos de Voldemort; es demasiado valiosa. ¡¿Cómo me iba a presentar en su casa e intentar convencerla de que salía con un seguidor acérrimo del Señor de las Fuerzas del Mal?! ¡Y, si encima tenía que decirle que estaba casado con otra y que tenía un bebé, peor aún! Quizás fue drástico fingir un secuestro, pero entonces pareció la única solución posible que conseguía nuestros objetivos sin riesgo alguno. Perjuicio para ella, sí, pero... ¿no era un mal menor? Me odiaría, pero ¿no nos daría cómo mantenerla alejada de él? De cualquier otra forma, si ella hubiera colaborado con nosotros para que la protegiéramos, podría no habernos creído y habría hallado la manera de llegar hasta él y de decirle dónde está, destrozando nuestra tapadera.

- Esta noche intentaré venir antes – comento, con voz que intenta ser casual. – Supongo que no me entretendré tanto como ayer.

Ella asiente suavemente y me pasa un plato lleno de espuma para que lo enjuague. Lavamos los platos de manera muggle, como cuando McGonagall nos castigaba, y no puedo negar que me hace un poco de gracia. Pero no puedo usar mi magia delante de ella, no cuando se la he negado. Me sentiría como si estuviera comiendo un caramelo delante de un niño goloso, pero no pudiera dárselo por mucho que lo intentara.

- Si tienes sueño – continúo al cabo de unos instantes – vete a la cama, por eso. En el sofá no estás cómoda y, si no te veo en el salón, tampoco te buscaré. O sea que...

Ella no responde. Tiene una sutil manera de demostrarme que me escucha, que no sé descubrir, aunque capto el mensaje. Sigue huraña, silenciosa, y no ha movido un músculo, pero, de alguna manera, he recibido confirmación de lo que he dicho.

¿Se dará cuenta alguna vez de que no le quiero ningún mal? ¿De que yo no soy el malo? Suspiro imperceptiblemente y me seco las manos con un trapo. Se está haciendo la hora de ir a trabajar, y, como siempre, tengo que pasar a recoger a James. Trabajamos juntos en el Ministerio, en mi segundo empleo, es decir, el oficial. Ni siquiera él sabe nada de mi misión o de que sea auror, y no quiero que me pregunte jamás nada a lo que no pueda responderle, por lo que será mejor no llegar tarde y que se interese por lo que me retenía. Ya es lo bastante difícil no explicar; mentirle me rompe el corazón.

Me despido de ella con una sonrisa vacía, que me responde con una mirada inexpresiva, y murmuro un 'hasta luego' que poco le importa. Mientras cruzo las diez barreras, tanto físicas como mágicas, que la separan del mundo exterior, Malfoy vuelve a mi cabeza, esta vez bajo su apariencia más oscura. Él ni siquiera sabe de mí, y a mí me interesa que así continúe, y mucho menos sospecha que Mar pueda estar bajo nuestra tutela, pero la empieza a buscar, molesto. Sólo sé, por lo que Alastor me ha explicado, que en Albania están nerviosos. Hay despliegue urgente, con un rescoldo de frustración que proviene de las más altas esferas. Parece que Voldemort no se resigna a perder a Marianne cuando tan cerca parecía estar del ansiado heredero, que hubiera salido mezclado, además, con la pura sangre Malfoy. Y este último, claro está, aún se resigna menos a ver sus esperanzas de paternidad del futuro soberano del mundo por la borda, y se impacienta. Cuando la coartada de Mar, la carta que enviamos, con la firma de ella, a Snape, explicándole que la chica se iba de viaje para profundizar en algunas técnicas de Pociones, caiga, tendremos a todos los Caballeros de Voldemort encima. Y, para entonces, será mi coartada la que habrá de ser perfecta: sólo soy un trabajador más, que no esconde para nada una mujer en un piso franco. ¡¿Yo?! ¡Qué locura!

Lo que más rabia me da es que ella nunca llegará a saber lo cerca que estuvo de cumplir los deseos de Voldemort. Si lo supiera, al menos, eso la haría precavida. También me liberaría de culpa, vale, vale, eso también, pero lo más importante es que dejaría de importarle un bledo su seguridad, y yo no tendría que ser el único en preocuparse por ello.

Cualquier día de estos, pienso mientras sonrío ante mi falso idealismo, que nunca pondría en práctica, se lo explico todo y ¡a hacer puñetas la misión, los aurores y el Ministerio, huimos los dos a otro planeta y nos protegemos tanto que no nos encuentra ni el virus de la gripe!