Cuando vuelvo a la noche, en cambio, vuelvo a pensar de manera tradicional, valorando justamente la importancia de retenerla allí, que es mucha. Tanto pensar en Malfoy, y me lo he encontrado en el Ministerio; ha venido a nuestro departamento a por unos documentos de no sé qué, ha hablado con nuestro jefe y se ha ido. Contacto mínimo, pero suficiente como para reafirmarme.
Ella está en el sofá, leyendo uno de los libros que le he traído hoy, y entro, intentando distraerla lo menos posible. Me siento silenciosamente junto a ella, que alza la vista un segundo para mirarme y luego se vuelve a sumergir en el libro, y espero pacientemente a que esté preparada para enfrentarse a mí. Sé que necesita hablar conmigo, porque su aislamiento sería insoportable si estuviera completamente sola, sin nadie con quién hablar, pero no me necesita siempre y, con frecuencia, no tiene ganas de charlar. Si quiere, dejará aparte el libro y me hará alguna pregunta punzante, de las que sabe que no puedo responder, y empezará nuestra afrenta.
Lo hace, después de un par de minutos: cierra el libro, lo deja sobre su regazo y me mira, serena, a los ojos. Ha estado llorando, veo rápidamente. Los tiene enrojecidos y algo hinchados, y tiene las aletas de la nariz ligeramente rosadas, como de haberse sonado recientemente. Me siento tentado de preguntarle por qué, pero ella se me adelanta, inquiriendo sobre, esta vez, la fecha de su liberación.
- No lo sé – me veo forzado a confesar. – No puedo decirte nada nuevo.
Ahora le toca el turno al por qué; conociéndola, luego será cuándo mi magia.
- Porque no puedo, Mar. No sé cuándo será un buen momento para dejarte marchar...
- Si me lo pidieras, si hiciéramos un trato, no te delataría... – intenta pactar, mientras sus ojos se llenan de lágrimas que, como siempre, no permitirá que caigan delante de mí.
- No es eso – explico, conciliador. – No temo las autoridades, Mar, pero estás aquí por algo, y hasta que eso no cambie...
- ¿Y mi magia? – dice, con un hilo de voz. – Sirius, sin ella me siento... ¡aturdida! Es como si me faltara algo, estoy volviéndome loca, y no puedo encontrar el qué. La echo mucho de menos, y... y...
- No puedo, Mar – repito, ahora más firme. – Sé lo que sientes, pero no es posible, porque equivaldría a dejarte escapar. Está más allá de toda posibilidad.
- No escaparía – intenta, mirándome desesperada. – Te doy mi palabra, Sirius, ni siquiera lo intentaría.
- No lo harías – concedo – al principio, cuando aún me estuvieras agradecida. Pero luego volverías a sentir que enloqueces, como ahora, y pensarías que puedes salir, sólo unos instantes, y volver antes que yo, para que no me dé cuenta. Y acabarías por decidir no volver. No es una posibilidad. Lo... siento.
Su expresión se torna de desesperada a irritada y puedo leer claramente en sus ojos la frustración. Dudo que, de manera realista, esperara una respuesta afirmativa, pero, igualmente, se enfurece, y me gira la cara, con el ceño fruncido. Siempre es tan vehemente, tanto al suplicar como al molestarse ante la respuesta, pero no puedo decir que me afecte: llega un momento en que ya nada depende de ti, y lo que me pide es una de esas cosas. Así que, por mucho que se enfade, continuaremos igual.
Pasa unos minutos ignorándome, completamente inmóvil, y aferra con tanta rabia su libros que sus nudillos están blancos. Me siento tentado de tocarla, de acariciarle la mano para que hagamos las paces, pero sé, antes de hacerlo, que sólo sería contraproducente. Apartaría la mano y me miraría, gélida, con tanto odio como le fuera posible. Además, el contacto físico es aun más peligroso que las órdenes: ¿hasta qué punto lo entendería como amistoso, y hasta qué punto como imposición derivada de mi papel? No, no la puedo tocar, no lo he hecho nunca, más allá de lo estrictamente necesario; es mejor que pierda el tiempo hasta que se le pase lo suficiente como para hablarme de nuevo. Suspiro, cansado, me recuesto en el sofá y cierro los ojos. La oigo respirar, forzándose a hacerlo en voz baja, e intuyo que está muy cerca de perder el control y volver a llorar. Lo hace a menudo, aunque nunca cuando yo estoy allí, y pienso, abriendo los ojos y mirándola con una expresión triste, que será mejor que me vaya ya, porque la molesto. Si me voy, podrá subir y desahogarse, y seguro que se sentirá igual de miserable, pero por lo menos no tendrá que esconderlo. Pero no puedo hablarle ahora, no puedo dejarle ver que me doy cuenta de que llora, porque eso sería humillarla. ¡Es tan complicado todo! Yo sólo querría ser su amigo, porque sé que necesita uno con urgencia, y soy lo único que hay a mano, pero nunca sé cómo acercarme a ella. Hablar de algo diferente al confinamiento sería positivo, pero ¿qué? ¿Qué tenemos en común fuera de estas cuatro paredes? ¡¿Qué tenemos en común, en absoluto?!
Se acabó, decido, con el pecho lleno de determinación. Se acabó todo, se acabó herirla, se acabó pensar. Si ella necesita afecto y ternura, y yo me muero por dárselo, al infierno lo demás, y, si me rechaza, ¡pues bueno! ¡Que se acostumbre! Me inclino adelante, alargo la mano y le toco el cabello, muy suavemente.
- Lo siento – murmuro, con un nudo en la garganta. – De verdad que lo siento, Mar, no quiero hacerte daño.
Ella mueve la cabeza bruscamente, en un gesto de desdén que imagino, ya que aún tiene la cara girada y sólo llego a intuir su mejilla, pero su respiración se acelera un poco. Mi mano abandona su pelo y la apoyo en su hombro, mientras me acerco a ella para abrazarla muy suavemente. Noto que se pone rígida bajo mi contacto y, tan pronto como entiende mis intenciones se levanta del sofá, dándome la espalda.
- No me toques – amenaza, en un susurro irritado. – Ni se te ocurra...
Era de esperar, me digo mientras decido qué hacer ahora; sólo a mí se me ocurriría ser, de repente, afectuoso con quien me considera un enfermo mental. Se defiende, y es lógico, pero no me resigno a darme por vencido. Así que la sigo, levantándome también, y camino hasta ponerme delante de ella.
- Mírame – le ordeno, muy flojito, en cuanto la tengo de cara.
- No – niega, con voz ofendida.
- Mírame – repito, ahora más suplicante. – Marianne, mírame, quiero hablar contigo.
Parece pensárselo unos instantes antes de ceder y mirarme a los ojos. Tiene lágrimas en las mejillas y los ojos irritados, pero en su mirada no hay más que decisión y rabia.
- ¿Qué? – pregunta, insolente, y vuelve a apartar la vista.
- Que no me odies – arrullo, conciliador. – Que nunca he querido que fueras infeliz...
- ¡Pues bonita manera tienes de demostrarlo! – me grita, repugnada. - ¡Yo era feliz con mi vida, ¿sabes?!
Asiento, muy suavemente, y bajo la vista, avergonzado.
- ¿De verdad lo eras? – le pregunto, compungido. No es que lo dude, pero he de asegurarme de cómo de profundo era lo que sentía por Malfoy; es una cosa que me obsesiona desde hace mucho.
- Más que aquí – responde ella, petulante. – Más que encerrada en un piso vacío, sin magia, sin nadie con quién hablar...
Me tienes a mí, estoy a punto de decirle. Pero, si tienes que decir eso, bien podrías callarte, ¿no?
- Sé que no quieres estar aquí – intento, otra vez apaciguador. – Es injusto, y entiendo que me odies, pero ¿por qué hacerlo peor? Quiero decir que... si tú quisieras, podrías ser menos desgraciada aquí...
- Jamás intentaré – escupe – aceptar esto como un mal menor. ¡No seré feliz aquí, no me rendiré, no dejaré que creas que me haces un favor, ¿me oyes?!
Vuelvo a asentir, y la miro intensamente a los ojos.
- Sólo intento hacerlo más fácil – repito. – ¡Mira, sé qué piensas de mí, y quiero que sepas que te equivocas! No es interés personal: quiero hacértelo más fácil porque no porque seas más infeliz pasará antes, y que nada de lo que hagas, para bien o para mal, lo hará más corto. Me importas, me da igual cómo de loco creas que estoy por ello, y quiero que, ya que lo tienes que pasar, te sea lo más fácil posible. ¡Llevo dos meses intentándolo, por el amor de dios! ¡¡Si sólo colaboraras un poco...!!
Sus labios se contraen en una fina línea y me mira, airada.
- ¿Qué colabore contigo? – me pregunta, con voz fría. – Cuando me dejes marchar...
- ¡No puedo! – exploto. – Mira, Mar, no puedo, ya lo hablamos, ¡no puedo! Has de quedarte hasta que...
Ella alza las cejas, interesada.
- ¿Hasta que qué? – pregunta, fingiendo inocencia.
- Hasta que sea seguro dejarte marchar – le digo, entre dientes. – Si fuera por mi, te irías hoy mismo, de verdad. Pero, si salieras ahora...
Ella se retrae, pensativa.
- ¿Me... buscan? – murmura, con la mirada perdida. Asiento levemente y hago una mueca incómoda.
- Pronto te soltaré – prometo, aunque sea completamente incierto. – Cuando sea seguro para mí...
Este último comentario, una mentira más de las que soportan mi historia del secuestro, hace que me mire, sorprendida. Pero mucho más sorprendido me quedo yo cuando vuelve a abrir la boca:
- Desnúdate – me ordena con total aplomo, se sienta en el sofá y me observa.
- ¡¿Qué?!
- Que te desnudes – repite, con una mirada impaciente. – No tenemos todo el día, debes de estar cansado.
Yo la miro, con cara de no creer lo que me dice, y hago ademán de sentarme a su lado, pero ella me retiene con una mano en el pecho.
- Desnúdate – repite. – O eres bueno, o eres malo, y me tengo que asegurar.
- No – respondo. – No pienso desnudarme.
- ¿Quieres que hagamos las paces, no? – me chantajea ella, cansada. – O te desnudas, o te largas y a partir de ahora me pasas la comida por debajo de la puerta de mi habitación.
Yo considero un momento mis opciones antes de volver a hablar.
- ¿Por qué? – pregunto finalmente.
- No quiero sorpresas – responde ella. – Dices que no es seguro salir, pero no me dices por qué. Quiero saber a quién sirves.
Y, de pronto, lo entiendo. Busca la marca, el tatuaje. La miro a los ojos, sorprendido, mientras mi mente da vueltas al hecho de que sepa sobre el tatuaje. ¿Cómo es posible? ¿A quién ha visto, quién...?
- No lo soy – le aseguro, todavía sin creer lo que me está pidiendo y por qué lo hace.
- No lo creeré hasta que no lo vea. Y ni incluso entonces, pero tengo que intentarlo. ¿Te desnudas, por favor?
Afirmo suavemente y me quito la camiseta, bajo su mirada atenta. Cuando me quito los pantalones ella ya está de pie a mi lado, y me pasa el dedo índice por los bíceps, haciéndome estremecer.
- No lo soy – repito, temblando.
- ¿Quién eres, entonces? – pregunta ella, concentrada en mis brazos.
- Ya te lo dije, me llamo Sirius y trabajo en el Ministerio...
- Con tu mejor amigo, lo sé – me interrumpe. – Pero ¿qué más eres?
Ha acabado con mis brazos, y ahora se dedica a recorrer mi espalda con las puntas de los dedos, muy suavemente, rozando tan sólo mi piel. Siento cómo la habitación, de repente, sube de temperatura, y ruego porque me perdone los calzoncillos. Mientras los lleve puestos, el providencial hechizo que esconde toda emoción indeseada debajo de la tela me protegerá, pero ¡no podré disimular si me los quita, y, en lugar de una marca de Voldemort, se encontrará una incómoda erección!
- No soy nada más, Mar – susurro, estremeciéndome. – De verdad.
Ella no responde, y sus manos llegan a mi trasero, a que dan el mismo trato que a la espalda, aunque por encima de la tela.
- No me lo creo – musita ella, que ya se encarga de mis piernas. – ¿No me lo dices?
Sacudo la cabeza, y ella se incorpora para encargarse ahora de la parte de delante de mi cuerpo. ¡Dios, que acabe esto pronto! Me siento tan indefenso y a la vez... ¡Mar, por favor!
De repente, ella parece darse cuenta de lo que está haciendo y para en seco. Me mira, frunce el ceño y da un paso atrás, con una mirada de horror.
- Lo siento – me dice, con un hilo de voz. – ¡Dios, qué...!
Se interrumpe y sale corriendo hacia su habitación. La sigo, por instinto, sin fijarme en que voy casi desnudo, y la alcanzo justo a tiempo para evitar que se encierre. La cojo del brazo y estiro de ella suavemente, hasta que se gira para mirarme.
- ¿Estás bien? – le pregunto, mirándola con preocupación.
- Lo siento – responde, evitándome los ojos. – No tenía ningún derecho, no sé qué...
- Buscabas un tatuaje – la tranquilizo, con una media sonrisa afectuosa. – Es normal, no te preocupes, no me molesta. Y será mejor que acabes con la inspección, no sea que luego te arrepientas de esto. ¿No crees?
Ella niega y mueve el brazo para que la suelte.
- No. Tú no eres...
- No – le aseguro. – Pero ¿por qué crees que podría serlo?
Se encoge de hombros, incómoda.
- Yo... temía que... No sé, me tienes aquí, ¡podrías ser un Caballero!
- No lo soy – le repito. – Sé que... ¿cómo podrías creerme? Pero...
Ella sacude la cabeza rápidamente y se inclina adelante, hasta que me abraza.
- No lo eres – asevera, sorprendiéndome. – Sé cuando dices la verdad. No tenía ningún derecho a... ¡Pero es que...!
- No pasa nada – le digo, abrazándola también e intentando poner una sonrisa en mi voz. – Todo está bien, de verdad. No quiero hacerte daño.
Ella asiente y me suelta, con la mirada baja.
- Vístete – me sugiere, insegura. – Y perdona. No volverá a pasar. Es que... me dices tantas mentiras, que...
- ¿Mentiras? – pregunto, sorprendido. - ¡¿Cuándo?!
- Siempre – dice, muy flojito. – Tú no eres un... secuestrador. No es... coherente.
- ¿No? – pregunto, maldiciéndome interiormente. – Y entonces, ¿por qué te tengo aquí?
Ella niega y me mira, indecisa.
- No lo sé – se queja. – Sé que... es cierto que no me quieres hacer daño. Y que no te gusta que esté aquí, que querrías que saliera tan pronto como fuera posible. Por tanto... ¿por qué me secuestrarías? No es congruente, que porque estás loco, o algo así. Hay... alguien que te obliga. ¿No?
Guardo silencio, impávido. No concederé nada. Es demasiado peligroso. Ella odia toda autoridad que le niegue sus deseos, y no aceptará estar recluida si sabe que es sólo por su seguridad. Ése era el problema desde el primer momento: si le hubiéramos hablado sobre peligro, hubiera intentado burlar nuestra vigilancia. Es lo que tiene ser una de las brujas más fuertes del mundo: te crees invencible, y no crees a quién te dice lo contrario.
- ¿Es... mi padre?
La miro, helado. ¡¿Lo sabe?! ¡¿Lo sabe?! ¡¿Desde cuándo lo sabe?!
- No – murmuro, sin esconder mi turbación. - ¿Qué sabes de él?
Ella niega lentamente y alarga una mano hasta la puerta de su habitación para empujarla y abrirla.
- Lo suficiente – suspira. – Nada confirmado. Mi madre nunca me lo dijo; no hubo momento. Pero hay ciertas cosas que te hacen pensar, y...
Otorgo, con un gesto impotente. Ya sabe demasiado, me he de reimponer. ¡A buenas horas se me ocurre ser dulce!
- Eso no cambia nada – digo, autoritariamente. – Sigues aquí, y eres mi prisionera. Ni magia, ni salir. Nada ha cambiado, pero puedes pensar lo que quieras.
Ella me mira a los ojos y sonríe con tristeza.
- Si no te envía él, supongo que eres un auror. ¿Me equivoco?
Cierro los ojos, sin responder, y me giro para marcharme.
- Nos vemos mañana – le digo, ignorando su pregunta. – Es sábado, pasaré la mañana aquí. Por la tarde tengo un compromiso.
Ella suspira y oigo cómo la puerta gira en sus goznes.
- Tendrás que admitirlo – me advierte. – Si quieres que seamos amigos, tendrás que decirme quién eres.
- Eres tú la que necesita un amigo – le recuerdo. – Yo ya tengo amigos afuera.
- Pero... – comienza, pero se interrumpe. Me giro para mirarla, y la encuentro cabizbaja, admitiendo lo que le acabo de decir. – Es cierto – musita. – Perdona, qué estúpida.
Mi pecho es estrujado por un puño invisible al ver la consecuencia de mis palabras: la he hecho sentir mal, le he hecho creer que no importa. Avanzo de nuevo hacia ella y la cojo de la mano.
- Lo soy – digo, mirándola con esperanza. – Soy un auror, y quiero que seamos amigos. Estamos juntos en esto, ¿no?
Ella me mira un instante y dibuja una tenue sonrisa.
- Será mejor que me vaya a la cama – sugiere. – Y que te vistas... Si me devolvieras la magia, no me iría. De verdad.
Sonrío también. Ha vuelto al tema que ha empezado todo esto.
- Me lo pensaré – le prometo. – Pero ¿quieres decir que vale la pena? No podrás salir de aquí.
- La echo de menos – afirma. – Me duele no tenerla, pero... Es igual. Sobreviviré sin ella. ¿Te vas?
Asiento y camino hacia atrás, hacia el comedor.
- ¿Has cenado? – se me ocurre, en el último minuto.
- No tengo hambre – me responde. – Estoy cansada, ha sido un día largo.
- Como quieras. Pero, si quieres, puedo hacer algo de cenar. Tenemos cosas de qué hablar. ¡Si quieres!
Ella alza un hombro indecisa. Estoy viendo una parte de ella que desconocía, y no puedo negar que me está encantando: ¡no quiero que se acabe todavía! Pero entiendo que necesite retirarse a meditar sobre todo lo que ha descubierto hoy. Yo, de hecho, también lo necesito. Y he de informar. Toda nuestra tapadera se ha ido al garete y ahora ella sabe más de la cuenta. He de consultar su perfil psicológico, saber cómo comportarme a partir de ahora...
- Pensándolo mejor – me interrumpe – sí que tengo hambre. ¿Qué hay de cena?
- Lo que quieras – reacciono. – ¿Seguro que quieres?
- ¿Hablaremos de cosas interesantes?
- De lo que tú quieras – le aseguro.
- ¿Sin silencios? ¿Me responderás todo lo que te pregunte?
- Poco a poco – sonrío. – Anda, vamos. ¿Me ayudas?
- ¡Ni en broma! – ríe ella. – ¡El secuestrador eres tú!
Y, mientras le recuerdo que habíamos quedado que un secuestro no era coherente, no dejo de pensar en su preciosa risa. Nunca la había oído. Nunca me había hecho una broma. ¡Toda la misión peligra, pero nada importa menos, si ella me sonríe!
