5

Sólo unas horas después, tras una comida y una larga sobremesa entre Marauders, vuelvo a la casa para una última comprobación sorpresa. Llego, busco, no la encuentro y, lleno de dudas, avanzo hasta su puerta, con un temor irracional en la boca del estómago. Es demasiado pronto para que esté ya en la cama. Aunque no me espere. En silencio, cruzo el pasillo, echando mano de toda mi preparación como auror, que podría llegar a necesitar, y tenso la mano sobre la varita.

Nada me prepararía jamás para esos momentos.

Oigo sus sollozos, rápidos y entrecortados, incluso antes de acercarme a su puerta. Llora sin consuelo, desgarradora, escondida contra su almohada, aturdidoramente triste, y me sorprendo trastabillando una vez ya en el dintel, vacilando ante su puerta, sin fuerza que me sostenga. Llora como una niña, llora sin poderse controlar, y sus lágrimas anulan todo mi sostén. Llora. Llora. Incluso antes de darme cuenta, estoy apoyado en la jamba, vacío y confuso, sintiendo como cada lamento sofocado me hiere un poco más adentro, hasta que no me queda más que sentarme en el suelo y dejar que mi ánimo se hunda con ella.

Llora. Se siente tan triste que no puede controlar el llanto, en la soledad de su habitación, y yo, su guardián, su carcelero, su protector y, desde hace tan poco, su amigo, ni siquiera puedo imaginar que lo haga, mucho menos las razones. Cruzo las piernas, escondo la cara en mis manos, y controlo la frustración, que le debo sólo a mi falta de atención, mordiéndome tan fuerte el labio que siento cómo los dientes se hunden en la carne, dejando, sin duda, una marca de la que me acordaré más tarde. Ha llorado siempre, siempre triste, siempre con la mirada empañada, y yo, estúpido de mí, creí que era por mi falso secuestro. Pero cuando, días después de haberle confesado la verdad, días después de haber establecido una nueva y más satisfactoria relación, que, creo, la ayuda a mejorar los días que pasa encerrada aquí, subo a verla por sorpresa y me la encuentro así, mi engaño cae y me siento drenado; tan agotado que ni siquiera puedo respirar sin que me duela.

¿Por qué me sorprende, si lo sospechaba, si lo veía en el fondo de sus ojos, si notaba en sus sonrisas que poco había cambiado?

O, lo que es lo mismo: si tantos indicios había, si tan poco se molestaba ella en disimular su, al menos, apatía, ¿por qué he sido tan estúpido como para engañarme todo este tiempo?

Supongo que lo necesitaba. Supongo que necesitaba creer que nada pasaba, que sólo estaba cansada, que todo iba bien en mi diminuto universo, para soportar el peso de otra semana, de otro interrogatorio, de otro secreto. Para soportar el peso de las preguntas a qué me fuerza mi deber, preguntas sobre temas que los dos desearíamos evitar, que me llevarán a respuestas que, probablemente, ni siquiera quiera escuchar. Soy un iluso; un débil y consentido iluso. Todo un auror.

Adentro siguen los sollozos; oigo su respiración entrecortada, y los gemidos, que ahoga contra la almohada, apretándola, imagino, cuando el dolor se hace insoportable. No acierto a vislumbrar qué lo cause, pero lo comparto como si fuera mío, y no pasa mucho antes de que tenga que controlarme para no delatar mi posición. Estoy aquí de incógnito, como en una de esas misiones secretas que poblaron mi aprendizaje, y revelar lo que sé sólo empeoraría las cosas: explicaciones no exigidas pero que se vería forzada a dar, vergüenzas, incomodidades y secretos no son lo que necesitamos ahora. De hecho, debo irme de allí, por rendido que me haya dejado saber de verdad cómo se siente, y he de hacerlo antes de que la necesidad de consolarla y de borrar sus lágrimas con mi afecto sea demasiada y me deje caer en la tentación de confesarle que lo sé. He de marcharme y pensar en todo, pensar en ella, pensar en cómo arreglar lo que la desconsuela. Descubrir por qué llora. Hablar con Moody. Huir, en todo caso, como tan sólo un espía.

Lo que soy, irónicamente; justo lo que soy.

Pero, no nos engañemos, es demasiado tarde para retirarse. Cuando llegué, podía haberlo hecho. Cuando la busqué en la cocina, y crucé el comedor, aún hubiera estado a tiempo de desaparecer sin dejar rastro, sin dudarlo, sin que ni yo mismo lo notara. Después de haberme acercado a su puerta, y haberla escuchado, en cambio... no puedo abandonarla sin ninguna explicación. Visitarla tampoco, pero irme sería demasiado cobarde.

Bien puedo pensar aquí, junto a ella, para que tenga, aunque no lo sepa, a quién acudir si es que lo necesita. Así que me obligo a controlarme, inspiro profundamente, en el más completo silencio, y traslado mi atención de la habitación a mis espaldas al ritmo pausado de mi propia respiración, dejando que la segura repetición devuelva las preocupaciones a un orden desde el que poder comenzar.

Ea, pues, a calmarme. A comenzar por el principio. A dejar las preguntas punzantes para después.

¿Qué sé de Mar hasta ahora? Bastante, bastante. La carpeta altamente confidencial que lleva su nombre es la más gruesa que he visto hasta ahora, y hay en ella más detalles de su biografía de los que nadie sabría de otra persona, por íntimos amigos que fueran. Es una carpeta, la visualizo nítidamente sin ni siquiera proponérmelo, marrón, de tapas de cartón, con una decena de informes dentro, que cubren, en su mayoría, su vida, tanto académica como familiar, de los cinco a los veinte años. Son tantos, de hecho, y tan abultados, que la carpeta está encantada para que sigan cabiendo, a través de los años, y, huelga decirlo, es uno de los pliegos más protegidos, mágicamente hablando. Creo que soy el único que lo ha leído en su plenitud, exceptuando, quizás, a Moody, y aún noto cómo me quema la piel de las manos cuando recuerdo por todo lo que tuve que pasar para conseguir abrirla, aun teniendo, como tenía, el permiso de los de 'arriba'.

Conozco, pues, su manera de actuar, la evolución de sus emociones a través de los años, su perfil psicológico y tengo memorizada una amplia retahíla de sus ambiciones y temores, desde su infancia hasta ahora. Datos teóricos, como siempre, pero de nula utilidad real, porque, según esos estudios, ella, ahora mismo, protegida por su propio bien y consciente de ello, aislada del mundo y de sus complicaciones, no debería de estar llorando. Pero lo está.

Claro que, como ya razoné con Moody, ella en teoría no debería de saber nada sobre su padre. Y lo sabe.

Así que, pequeño e ignorante auror, ¿qué sabes realmente de la chica? Que la adoras, que es preciosa, que te obsesiona desde prácticamente el primer día. Que has fallado, que le has confesado lo que deberías haber callado, que te hizo desnudarte y que, de alguna forma, sabe sobre el tatuaje. Que estaba triste, y que sigue estándolo, a pesar de que tú creías haber eliminado lo que la hacía sentirse así. Que tus informes no sirven de nada y, como si de un examen final se tratara, después de meses de entrenamiento, lo que sabes sigue siendo inútil, y has de confiar en tus instintos.

Que eligieron al auror equivocado.

Porque, para ser sincero, mis instintos no son otros que entrar y consolarla, pedirle que me lo explique, demostrarle que comparto lo que le pase, entienda yo por qué o no. Que la quiero. Que soy más que su centinela, que soy más que un auror, y que estamos juntos en esto, para bien o para mal. Entrar... y avergonzarla.

Suspiro con hastío, escondiendo la cabeza en mis brazos. Adentro hay casi silencio, sólo interrumpido por algún estremecimiento en su respiración; restos de la tormenta. Otra vez me siento como antes, como cuando peleaba conmigo, como cuando me miraba airada. Es como si, sencillamente, me vaciara: de emociones, de alegría, de fuerzas. Como una visita a Azkaban, pero sin los recuerdos dolorosos que allí acuden sin ser llamados.

Si sabe lo del tatuaje, si sabe lo de su padre, y con su madre muerta, que elimina la posibilidad de que llore así por añoranza, sólo puedo pensar que es por verse en esta situación por culpa del Señor de las Fuerzas Oscuras. No es la única hipótesis, concedo, pero es una que tiene muchas posibilidades de ser la cierta: se siente triste porque él la persigue, hasta el punto de obligarnos a aislarla del mundo para su protección. O, por otra parte, podría llorar sólo porque echa de menos a su novio.

Abro los ojos, separo la cabeza de mis brazos y la reclino en la pared de detrás de mí, dispuesto a contemplar esta opción. ¿Y si fuera sólo eso, y si sólo añorara a Malfoy? ¿La llevaría, según lo que he leído de su personalidad, a llorar así? ¿La llevaría, según lo que he visto de ella, a sentirse tan triste? Me falta la experiencia, en tanto que nunca me he enamorado en la distancia, pero, imagino, la reacción normal no sería tan concentrada y violenta, sino una nostalgia suave y sostenida, sin ganas de hacer nada, sin poder casi sonreír, sin dejar de pensar en quien querrías a tu lado. Ella, en cambio, está bien prácticamente todo el día, conmigo, y guarda su pena para la noche. ¿Qué te pasa, pequeña? ¿Es sólo que le echas de menos? ¿Es tu padre, es el peligro? ¿O es que, se me corta la respiración sólo de pensarlo, tanto te he fallado?

¿Y si fuera su magia? ¿Y si, como tantas veces me ha dicho, se siente tan aturdida sin ella que se desespera? Yo confío en ella, yo se la devolvería, a pesar de todo lo que eso implica. Sé que no me cree cuando se lo digo, y que no me tomaría en serio si le anunciara, sin más ni más, que se la retorno, pero si supiera que es eso, y si diera su palabra a Moody de no escapar, creo que podríamos conseguirlo. No depende sólo de mí, y yo no necesito que me jure nada: ya la creo ahora. Tendríamos que trabajar para convencerlo a él, y, aún de conseguirlo, seguiría siendo peligroso que la usara. Y quizás no tendría sentido. ¿Me torturaría a mí no tener magia? ¡¿Llegaría a hundirme tanto?! Seguramente ni siquiera se le pasa a ella por la cabeza, ahora mismo, que no tiene magia. Seguramente no tiene nada que ver con eso.

Oigo una inspiración más fuerte, y temo que vuelva a comenzar a llorar, hasta que me giro hacia la puerta, casi instintivamente, y me la encuentro observándome por una rendija. Me ha descubierto, ha abierto la puerta y me mira con el ceño fruncido con curiosidad.

- ¿Sirius...? - balbucea, con la voz ronca, y hace mayor la rendija.

Yo me levanto del suelo y saludo con la mano, sin fuerzas para sonreír.

- Hola - suspiro. - Perdona. ¿Te he asustado?

Niega con la cabeza, y sale de la habitación al pasillo.

- No sabía - comienza, y se frota la mejilla con el puño - que estuvieras aquí.

- Sí. He... he acabado pronto, y he pensado que... igual te aburrías...

Me hace una mueca, que interpreto como agradecimiento, y se inclina hasta quedar apoyada por un hombro en la pared. No puedo evitar fijarme en las arrugas en su frente, en los ojos enrojecidos, en las mejillas coloreadas. Y su respiración, aún errática: hoy no puede fingir que todo va bien, hay demasiados signos. La miro unos instantes a los ojos antes de avanzar el paso que nos separa y acariciarle suavemente la mejilla.

- Ey - susurro, tranquilizador - ¿estás bien, preciosa?

Ella recibe mi caricia cerrando los ojos con fuerza y reposando la mejilla contra mi palma. Sonrío suavemente, sorprendido por la dulzura del gesto, y repaso su pómulo con el pulgar, mientras repito una 's' suave para sosegarla.

- Ya está - le digo, muy flojito, cuando veo que sus ojos se cierran con más fuerza -, ya está.

Asiente contra mi mano, y se echa hacia delante, hasta que soy yo quién la sostiene. Mi mano pasa de su cara a su pelo, y la arrullo suavemente con mis dedos en su nuca, mientras se esconde en mi jersey. Su pecho se sacude violentamente, y me doy cuenta de que ha vuelto a llorar cuando sus dedos se atenazan alrededor de mis brazos.

- Le odio - murmura, entrecortadamente, tan flojito que no la entiendo, al principio -. ¡Le odio, le odio!

Dudo unos momentos, inseguro de haberla entendido, y sorprendido por no saber de quién habla y, a la vez, de que ella me esté diciendo tan abiertamente por qué está así, aunque no sepa entenderla aún.

- Ya está, ya está - repito por fin, ocultando mi confusión. - Todo va bien, bonita; ¡él no está aquí...!

Ruego porque eso sea cierto. No tengo idea de a quién odia, pero, siendo que estamos solos, es seguro que él no estará aquí, si no es que ese él soy yo. Y que sea yo... me parece descabellado. E incoherente con estarla abrazando ahora, y que me haya dicho que le odia.

No me responde más que con un movimiento ambiguo de hombros, que se pierde con otra respiración irregular, y yo me limito a seguir abrazándola y mimándola, hasta que se le pase. Cuando veo que su respiración comienza a tranquilizarse, al fin, la beso en la cabeza y la separo de mí, para mirarla a los ojos. Sonríe con pena, se encoge de hombros, casi avergonzada, y se disculpa en un murmullo.

- Qué tonta - dice. - Vaya... espectáculo.

- Para nada - afirmo, ofendido. - Somos amigos, Mar, ¿no?

Y para eso están los amigos. No lo llego a decir, pero noto que no hace falta, puesto que esa sensación se queda flotando en el aire. Ella sonríe muy levemente, casi un atisbo, y se frota la mejilla antes de volverse a echar en mi pecho para esconderse, esta vez sólo para que la cuide, sin tenerla que consolar. La rodeo con los brazos suavemente, sin hacerle notar demasiado que la abrazo, y juego con su pelo, mimándola.

- Lo siento - dice, al cabo de un rato, sin mover un músculo. - De verdad, no quería que... No sabía que tuvieras que venir.

- No pasa nada - aseguro, algo dolido por lo que implican sus palabras: prefería escondérmelo. - Harry está pachucho, y no hemos querido alargar la reunión más de lo necesario, porque se excita mucho cuando estamos allí, y le entra tos, y eso...

- ¿Algo grave? - me pregunta, con matices de preocupación en la voz, aunque sin separarse aún.

- Gripe - susurro, inseguro. Mar estudió medicina, e hizo algunos años de pediatría, pero a la manera 'mágica', mientras que gran parte de mi contacto con las enfermedades ha sido a través de mamá, que, hija de muggles, hablaba de ellas con los términos muggle. Ahora dudo. ¿Gripe era gripe, entre los magos, o tenía otro nombre? Pero ella asiente, sin darle más importancia, bien porque lo he acertado o porque ya me ha entendido, aunque lo haya dicho mal, y yo dejo el tema, también.

- ¿Han ido al médico?

- Sí. Les ha mandado una poción... pero...

- A los niños no se les puede dar gran cosa - me explica ella, con voz profesional. - Nuestra magia es muy potente, ya lo sabes, y corres el riesgo de pasarte, por pequeña que sea la dosis. Sólo puedes darle remedios muy diluidos y, por lo tanto, muy ineficaces. Así que imagino que tardará un par de días, en hacerle algo de efecto. ¿Está bien?

- Atontado - explico, con una sonrisa divertida, al recordarlo. - No sabía muy bien quién le hablaba, y se dormía en la sillita, ¡pero, a la vez, quería estar en todo!

Ella ríe también y noto que hunde más la mejilla en mi pecho, apretando su abrazo. Se lo devuelvo, y la vuelvo a besar en el pelo, preocupado. Ese movimiento tan, quizás, inocente, me ha parecido casi necesitado, y temo que siga dándole vueltas y vueltas y que se ponga otra vez triste.

- ¿Has cenado? - le pregunto, aventando temas difíciles con la intención de distraerla.

- Sí. Me he hecho una ensalada y me he comido lo que ha sobrado de la comida. ¿Y tú? ¿Has cenado con ellos?

Hago un sonido afirmativo y le peino un par de rizos hacia atrás con los dedos.

- Entonces, ¿qué? ¿Tienes sueño?

- No lo sé - suspira. - Un poco. Tienes que irte a casa, ¿no?

Me sorprende la pregunta. Tengo que irme a casa, es extraño. Ir a casa no es una obligación, no es como trabajar, no es como si me esperaran. Tengo que mantener una vida normal, por cuestión de coartadas, pero eso es todo. Y, aún así, es pronto para tener que ir a casa.

- Nah - le digo, con tranquilidad. - Puedo quedarme un rato, si quieres. Creía que, a estas alturas, estarías harta de mí - bromeo, refiriéndome al hecho de que es el día que más horas paso con ella.

- Quédate un rato - me susurra, ignorando mi comentario. - No me quiero quedar sola.

- ¡Tendrás que echarme! - la amenazo, antes de plantarle otro beso en la cabeza. - ¿No te gusta estar sola?

- Empiezo a pensar - aclara - y acabo... bueno, ya me has visto.

- Ya - suspiro. - A mí también me pasa. Te aburres, o lo que sea, y empiezas a dar vueltas a cosas en las que no querrías pensar. Y no puedes parar de pensarlo. ¿Quieres que te traiga... no sé, algo qué hacer, para que no le des vueltas?

- No serviría de nada - se queja. - Tengo mucho tiempo libre y, en algún momento... Además, lo peor es cuando me voy a la cama. Lo veo todo negro y... echo de menos cosas de las que me gustaría ni acordarme.

Asiento, aunque no sé exactamente a qué cosas se refiere (y, la verdad, me intrigan). Yo también lo paso peor por las noches, cuando ya estoy en la cama, y me obsesionan cosas que, a la luz del día, parecen insignificantes.

- ¿Vamos al comedor? - propongo al cabo de unos instantes de silencio. - Podemos jugar a algo, o leer, o lo que quieras.

Asiente, pero no se separa de mí.

- Soy un desastre - murmura finalmente, - ¿verdad?

- Para nada - aseguro. - Llevas días encerrada, prácticamente sola, en una casa aislada de todo. ¡Es normal que te subas por las paredes!

- Pero - insiste ella - no es sólo eso. Mírame: tuvisteis que secuestrarme para que hiciera caso a las advertencias de Alastor. Tuvisteis que fingir todo esto... Y tú. Cómo te he tratado. Todas las peleas, los reproches, los silencios. Qué mal juzgo a la gente. ¡Qué mal!

Sacudo la cabeza y me agacho un poco para obligarla a mirarme.

- Te había secuestrado - le recuerdo. - ¡¡Si no me hubieras odiado sí que nos habríamos preocupado!!

Ella me sonríe y alza una mano para acariciarme el mentón. Lucho con todas mis fuerzas por no mover un sólo músculo de la cara, porque puedo imaginarme perfectamente su reacción avergonzada si le demostrara los sentimientos de sorpresa y afecto que me inundan ahora mismo.

- Lo siento - me dice, finalmente, con una mirada dulce que me hace sonreír como un bobo enamorado. - He sido muy injusta contigo, y lo siento.

- No pasa nada - balbuceo. - Yo también siento todas las mentiras, y traerte aquí, y quitarte la magia.

- Era necesario - concluye, cerrando los ojos en una mueca resignada. - Si no, jamás hubiese aceptado la protección. Aunque me alegro de que me lo acabaras explicando. ¡Lo que - exclama, enrojeciendo - me recuerda que te debo una disculpa enorme por lo de desnudarte!

Río, enrojeciendo también.

- Olvidado - aseguro. - Me sorprendió, pero era comprensible. ¿Cómo es que sabías lo de la marca?

Inspira entrecortadamente, y su mano se aleja de mi cara para volver a mi pecho. Veo cómo su mirada se pierde unos instantes, y la noto separarse de mí, dudando qué responder.

- Lo sé desde pequeña - confiesa, finalmente. - Papá me lo explicó. A veces... sueño con él. Creo que son recuerdos.

Sacudo la cabeza con comprensión y la estiro hacia mí, para abrazarla otra vez. Ella se deja, y pronto la tengo otra vez escondida en el jersey.

- ¿Es a él, a quién odias? - pregunto, despacito, al cabo de un rato.

- Sí - responde, en voz baja. - Es a él.

- No te hará daño - la tranquilizo. - Aquí estás segura, y nunca dejaríamos que te pasara nada. Te lo prometo.

Ella asiente y se agarra con fuerza a mi ropa, a la vez que entierra la cara en mi pecho. La abrazo e intento calmarla con todas mis fuerzas antes de que vuelva a llorar, pero nada consigo, y pronto la tengo otra vez igual, sólo que mucho más suavemente esta vez. Ya no le quedan fuerzas, supongo, o ya no le queda rabia por dejar escapar.

Tarda unos minutos en parar y, cuando por fin lo consigue, otra vez respira irregularmente, amenazando con volver al llanto. Deseando distraerla, me agacho otra vez, hasta que la tengo a mi altura y, ante su evidente sorpresa, le pongo las manos un poco más abajo del trasero, la impulso hacia arriba y la tomo en brazos. Su cara queda algo más alta que la mía, cuando consigo poner su peso en mis caderas, y me mira, desde arriba, con una expresión de asombro, enmarcada por el pelo, como una aureola, que hace que me quede mirándola unos instantes, sin palabras. ¡Qué le voy a hacer, soy un auror enamoradizo al cual le está encantando esta misión!

- ¡Venga, preciosa! - digo, animado, cuando recupero la compostura. - ¡Te llevo al comedor, y jugamos a las palabras encadenadas!

Ella sonríe pero sacude la cabeza.

- No - me dice, y se encoge para apoyar la cabeza en mi hombro. - Ha sido un día largo, será mejor que nos vayamos a la cama.

- Muy bien - digo, girándome hacia su puerta. - Pues te llevo a la cama. ¿Sí?

- Sí - repite, en un susurro junto a mi oreja.

- Si quieres, me quedo un rato, en el comedor - le digo mientras entramos. - Así, si no puedes dormir, y sientes que te pones triste, puedes venir y hablar conmigo, y te distraigo.

Hemos llegado a la cama, y me inclino para dejarla, sentada, sobre el colchón.

- Gracias - dice, cuando me separo de ella. - Eres un sol, Sirius. De verdad.

Hago un ruido molesto con la lengua y pongo los ojos en blanco, pero ella me sigue mirando con la misma expresión seria y agradecida hasta que sonrío y acepto su gratitud.

- Me quedo un rato, ¿eh? - repito, arrodillándome delante de ella mientras se recoge el pelo en una coleta. - Y, si quieres algo, vienes y me lo dices.

Asiente y me mira con inseguridad unos instantes.

- ¿Cuánto... rato...? - dice, al final.

- No sé - dudo, mirando el reloj. - Un par de horas, o así. Si quieres, me puedo quedar a dormir en el sofá. ¿Te sentirás mejor si paso aquí la noche?

Sacude la cabeza y baja la vista, pensativa.

- Es que - comienza, al cabo de unos instantes de vacilación - si... si te quedas... No sé. Si... quieres... ¡No toda la noche! Un ratito, sólo. El que tú quieras. Pero... Me... me gustaría que... si te quedas... te quedaras... aquí. Que... durmieras conmigo.

La miro a los ojos, intentando ayudarla a sentirse más confiada.

- ¿Quieres que me quede contigo hasta que te duermas? - me ofrezco. Le doy un golpecito juguetón en la nariz, con un dedo, y consigo por fin que sonría.

- ¿Te... apetece? - me pregunta.

- Me encantaría - aseguro y, para que vea que es sinceramente, pongo una sola pega, dando por hecho ya que me quedo. - Pero no me meteré en tu cama con la ropa de todo el día, ¿no?

Ella me mira un momento la ropa, y sacude la cabeza.

- Como quieras. Te puedo dejar una camiseta, pero no tengo pantalones que te vayan. ¡Pero me sabe mal, si te tienes que ir, luego, que te cambies, y todo...! Podemos quedarnos encima del edredón, y nos tapamos con una manta.

Y así quedamos. Me da pena por ella, pero, como me iré cuando ya duerma, me tranquiliza pensar que me aseguraré que quede bien tapadita. Y, la verdad, me parece un plan genial. Arriesgado, lo sé, porque se supone que no he de intimar tanto con ella, pero difícilmente podría imaginar nada mejor que quedarme con ella hasta que se duerma. ¡¡Eh, y soy un sol!!

Empiezo a recordarme a Jamie cuando estaba loco por Lily (bueno, cuando empezó a estarlo: ¡ni dudo que aún lo está!) y comentaba emocionado cada pequeño detalle de ella, sobre todo si tenía algo que ver con él, como, por ejemplo, si le decía que era bueno en Quidditch, o que era divertido, o que era mono. Me siento igual que él entonces, creo.

¡¡Y eso me hace sentirme feliz y, a la vez, da miedo!!