El tema que temo acaba saliendo, sí, pero sólo a la hora de comer. Hemos pasado la mañana yendo y viniendo de la contemplación de Lucius, Voldemort y las atrocidades que estaban dispuestos a cometer en nombre de la herencia, mientras yo digiero a marcha forzada la realidad de nuestra situación, empezando por el hecho de que ella lo sepa ya y terminando por el amor que pueda quedar, por mucho que lo racionalice y asegure no hacerlo, del que sentía por Malfoy.
¡De verdad que jamás había odiado tanto a una persona!
Poco a poco me forjo una imagen de su relación con él, con retazos de conversaciones que completo con la imaginación. Me acaba por explicar cómo se conocieron, cuando él la fue a buscar, aunque a priori lo presentara como un encuentro puramente casual, al hospital, cómo hablaron, refugiados los dos de la lluvia torrencial bajo el porche de Urgencias, mientras esperaban que escampara para ir, él hacia su carroza, majestuosa, que tenía que llegar de un momento a otro, y ella hacia el pabellón de maternidad, donde trabajaba.
- Podría haber usado un paraguas - se ha quejado, con voz débil. - Podría haber vuelto a buscarlo, o incluso haberme encantado la ropa para no mojarme. Todo podría haber sido diferente y no haberlo conocido jamás y, en cambio...
No ha terminado la frase. De hecho, ha dejado bastantes frases a medias en toda la mañana, pero tampoco ha hecho falta que acabara ni una más. Podría haber sido diferente, sí, pero, a la vez, los dos sabemos que, con toda seguridad, Malfoy había puesto un hechizo a su paraguas para que se le olvidara en la taquilla, para que se lo dejara en cualquier parte recóndita del hospital o incluso, llegado el caso, se le rompiera al mínimo contacto con la lluvia y el viento. Tuvo que crearse una damisela desamparada para presentarse como caballero, y aprovechó algo tan simple como una tormenta.
Comparado conmigo, he llegado a pensar en algún momento de la mañana, es sólo un pipiolo: yo la he secuestrado, he fingido ser cruel y despiadado y, como no funcionaba, ahora le confieso que soy un auror que la salva de su novio infiel, adúltero, Devorador, megalómano y, si lo dejan, violador. ¡Anda que se podía presentar una damisela más en peligro que la que yo he metido en mi película!
Sólo que, claro, no es una película. No, ojalá. Ella realmente está pasando por todo eso y yo realmente la tengo que ayudar, porque, si no, temo que se ahogue. Yo me ahogaría. Moody se ahogaría. Ella, por muy sangre pura que sea y por potentísima magia que domine, creo que también.
Pero, bueno. El caso es que ahora lo está superando y que yo estoy a su lado para ayudarla. En unas pocas horas se han despejado muchas de las mentiras que se mecían y ocultaban entre nosotros y ahora me encuentro en una posición mucho más adecuada para intervenir por ella y sacarla de la tristeza que la reclama cada noche. Ahora, por lo menos, sé que llora y por qué llora y, aunque no siempre las encuentre, al menos intuiré a dónde están las palabras de consuelo que necesita.
Pero, claro, un viejo tema, no del todo amigo nuestro, acaba por visitarnos, al fin. Estoy cocinando, cuchara de madera en mano, y ella está de pie, a mi lado, el trasero apoyado en la mesa de la cocina, observándome y contándome el último libro que está leyendo. Yo la escucho, con atención, hago preguntas e intercalo comentarios aquí y allá, explicándole detalles de otros libros que recuerdo por referencia.
Y, cuando se nos acaba el hablar de los libros, después del minúsculo silencio de rigor, ella lanza la pregunta que yo estaba esperando desde que me he dado cuenta de que lo sabía todo. Empieza, claro está, un par de líneas antes de la pregunta, pero que se aproxima es algo tan cierto como que los Malfoy están podridos.
- Oye, Sirius - me dice, mirando la olla que remuevo con una expresión ausente - ¿se lo dirás a los aurores?
Sacudo la cabeza, pensativo, y continúo cocinando.
- No lo sé, Mar - confieso. - Si tú no quieres, no, claro, pero algo sí tendré que mencionar en el informe, ni que sea que estabas en proceso de... ruptura con él. Así, por lo menos, sabremos adaptarnos a la situación que queremos simular.
Ella asiente y chasquea la lengua, distraída.
- Díselo todo tranquilamente - me aconseja. - Es mejor que Moody lo sepa ya y deje de fingir creerse mis pantomimas... o de creérselas de verdad, si es que se las cree, cosa que es aún peor.
Asiento en silencio y me pongo a pelar patatas, cuchillo en mano, como cuando mamá me castigaba por mis travesuras.
- Y, una vez que sepan que soy dócil y que sé que estoy en peligro - sigue ella y yo, de espaldas, cierro los ojos en antelación - ¿cuánto tiempo más tendré que estar aquí?
Espiro lentamente, sin dejar mis mecánicos movimientos de cuchillo.
- Ya lo he pensado - admito. - No sé, supongo que tendremos que preparar tu reaparición para muy pronto.
Ella suspira y hace un ruido de acuerdo.
- Tendremos que preparar detalles de lo que he hecho, y eso - reflexiona. - Lucius tendrá que creérselo, y no sé si será fácil, sobre todo teniendo en cuenta que vuelvo para abandonarle. Nos peleamos, sí, pero probablemente aún tiene esperanzas de que lo nuestro se arregle.
- Lo montaremos bien - afirmo. - Moody lo preparó todo muy bien para poderte hacer reentrar en escena sin levantar sospechas; por eso no te preocupes. Debes de tener ganas de salir de aquí, ¿no?
Ella suspira otra vez.
- Me da miedo - confiesa. - Aquí estoy protegida y aislada de todo y, en cambio, si salgo, es casi seguro que Malfoy se me tirará encima a la primera de cambio.
- Pero no te dejaremos sola - apunto, girándome ahora hacia ella. - Siempre tendrás a alguien a tu lado, cuidándote y vigilándote.
Ella me mira con la cabeza inclinada, pensativa.
- Tú sí que debes de tener ganas de que salga de aquí ya - murmura, mirándome con compasión. - Llevar una doble vida debe de ser agotador.
Casi ofendido, sacudo rotundamente la cabeza.
- A mí me gusta esto - sostengo. - Me gusta que estés aquí, protegida, y me gusta poder venir a verte y hablar contigo. No me gustan, claro, los motivos por los que estás aquí, ni me gusta tanta seguridad y tantas precauciones, ni quitarte la magia, ni nada de eso. Pero no me molesta para nada esta segunda vida; ¡al contrario! Yo la elegí, y...
La miro un instante, suspiro quedamente y me vuelvo a girar para retomar mi cuchillo y una nueva patata.
- ¿Y? - me pregunta, acercándose hasta ponerse a mi lado.
- Y nada - miento, con una mueca. - Estaba a punto de decir que a veces es más interesante la vida oculta que la oficial, pero... es injusto. La oficial tiene que ser más bien gris para servir de tapadera a la otra.
Ella se da por satisfecha con mi explicación y vuelve a apoyarse en la mesa, como antes.
- No creo que sea gris - reflexiona, en voz alta, al cabo de un rato. - Por lo que sé de ti hasta ahora, tienes unos buenos amigos a los que ves con frecuencia, y tu sobrino es una monada.
Dudo si corregirla. Harry es mi ahijado, y no mi sobrino; soy hijo único. Pero descarto la idea rápidamente: no creo que se haya equivocado, sino que más bien pretendía decir exactamente eso. Harry no lleva mi sangre, pero no creo que nadie se sienta más su tío jamás. Además, ¿quién podría? ¿Ese perro pachón de Dursley? ¡Venga ya!
- No está mal - comento, superficialmente. - Llevo una vida bonita. Y, si no fuera auror, probablemente me conformaría bien con ella. Pero conozco la acción, y el peligro y, por comparación, es como si estuviera vacía, la vida que oficialmente llevo. Entro en casa a las siete, por ejemplo, y allí me quedo hasta las siete del día siguiente, leyendo, limpiando, qué sé yo. Y, en cambio, la realidad es que he secuestrado a una chica preciosa, la he envenenado y es mi prisionera hasta que yo decida lo contrario. No sé, como que cambia, ¿no?
Ella asiente, con una sonrisa divertida.
- Pero no me engañas - observa. - Yo sé cómo son los aurores, y sé que la mitad de las misiones son tediosísimas, incluso más que tu vida. ¿O no?
- Sí - concedo, con un aire prepotente completamente fingido. - Pero, cuando tienes un nivel...
- Ya - suspira ella con sarcasmo. - ¿Te ayudo?
Sacudo la cabeza; me lo ha preguntado ya tres veces con el mismo resultado. Además, hablábamos de cosas más interesantes hace sólo un segundo.
- Tienes ganas de salir, ¿eh? - retomo, mientras prosigo con mi mutilación de pobres patatas, con el corazón encogido.
Ella se lo piensa unos instantes antes de contestar.
- No lo sé - dice, finalmente. - Es patético, pero... tengo miedo. Si algo sale mal, si Lucius se entera de lo que sé... ¡Estuvo tan cerca la última vez!
Sin dejar mi faena, la miro a los ojos con una expresión tranquila.
- Estaré siempre a tu lado - le prometo, sin conseguir ocultar demasiado mi pasión. - No sé cuándo podrás salir, ¿vale?, pero no quiero que te preocupes por eso - ahora sí, suelto la comida y me seco las manos en el delantal para acercarme a ella. Me quedo de pie, en frente de ella, y la miro intensamente. - Confía en mí, Mar, ese cerdo no volverá a tener ni una posibilidad contigo. Ni él, ni nadie como él.
Ella asiente, algo cohibida, no sé si por mi proximidad o por mi ardor, y baja la vista a mi pecho que, medio sentada como está en la mesa, le queda justo a su nivel de visión.
- No me preocupo - me dice, insegura. - Sólo temo que las cosas cambien, porque aquí me tenéis protegida. Y... no sé si quiero enfrentarme a mi padre después de esto. No sé si quiero tener nada que ver con él, nunca más.
Extiendo las manos hacia ella y la atraigo hacia mí, hasta que la escondo en mi abrazo.
- Te ha traicionado - admito, en un susurro cariñoso. - Es un tonto que no ha dejado que buscaras tu felicidad solita, pero, mi niña, no tienes que saber de él más. No tienes que pensar siquiera nunca más en él. Mientras se mantenía inocuo hacia ti, los aurores nos hemos mantenido más o menos al margen y hemos respetado tus decisiones, pero entenderás que, ahora que te ataca, cerremos filas a tu alrededor, ¿verdad? - le digo, en un tono dulce, como bromeando. - No le dejaremos acercarse, preciosa. No tendrás que soportarlo jamás.
Ella asiente y me pica suavemente con la palma abierta sobre los pectorales, como quien mece a un bebé.
- Gracias - murmura. - Si lo sé, que no me dejaréis ni a sol ni a sombra. Es sólo que da miedo.
- Y tanto - coincido, suspirando nada fingidamente. - Dime egoísta, pero yo no quiero que salgas de aquí todavía - le confieso. - Te protegeremos, sí, pero nada será como tenerte aquí aislada de todo y, como tu actual guardaespaldas, no sabes cómo me tranquiliza que estés aquí dentro.
Y, bueno, que la convivencia no será tanta, también me afecta. Casi exclusivamente, de hecho. Pero no tengo que contárselo todo, ¿no?
- Gracias - me repite, sonando casi emocionada. - Estás haciendo tanto por mí...
- ¡Ep! - la interrumpo, con una amplia sonrisa. - ¡Gratitud, la justa, que, si no, Moody se pone medallas inmerecidas por lo bien que me ha preparado! Es mi trabajo, y es un placer hacerlo a tu lado. ¡Soy yo quien debería de dar las gracias a Lucius por preparar el escenario para aparecer como tu fiel protector y tener la oportunidad de conocerte!
Se separa de mí y me mira con una expresión como de haber mordido un limón, que cambia rápidamente por una sonrisa alegre.
- Yo también me alegro mucho de haberte conocido - me dice, contenta. - No lo expresaría en esos términos - objeta - pero me alegro mucho.
Sacudo la cabeza con una expresión de impotencia que me disculpa por mi agradecimiento hacia Malfoy y la observo con atención. Ella me mira, también, y los dos nos quedamos un rato en silencio, sólo pensando y contemplándonos. Por mí pasan pensamientos sobre, básicamente, su innegable atractivo y sobre la casualidad que nos ha hecho coincidir aquí. Al cabo de unos instantes, ella vuelve a bajar la vista, por comodidad, supongo, y se muerde distraídamente un lado del labio inferior. Con una sonrisa de disculpa por no haber pensado en ello antes, me agacho hasta estar a su nivel, para que no tenga que forzar el cuello para mirarme. Ella me la devuelve, soltando poco a poco el labio de la presión que ejercía sobre él. Del rosa pálido, bajo el diente, la zona que mordía recupera lentamente el color original y lo supera un poco, contrarrestando con sangre la alteración sufrida.
Sólo cuando veo aparecer la sonrisa por las comisuras de su boca me doy cuenta de que llevo demasiado rato mirándole casi exclusivamente los labios, hechizado por la visión. Y también noto, y enrojezco rápidamente, que los míos hormiguean con impaciencia y con osada antelación. Todo se bloquea en mí y, por unos agonizantes instantes, sólo pienso en cómo besarla para que no me odie cuando acabe. Cómo acercarla un poquitín, sólo un poquitín más a mí, cómo inclinar la cabeza así, hacia la derecha, casi imperceptiblemente, y rozarle suavemente la nariz antes de que nuestros labios se toquen. Imagino nítidamente el contacto, suave y fresco, aunque muy cálido a la vez, y dejo de respirar cuando mi mente se encarga ahora de dar movimiento a los imaginarios labios de ella bajo los míos, devolviéndome el beso. Cosas que un auror no debería ni pensar, ni imaginar, ni desear, ni considerar, ni suplicar, ni realizar...
Pero el auror en mí desaparece cuando, plenamente consciente y, extrañamente, irremediablemente loco a la vez, me inclino hacia ella. Las cosquillas de mi piel se hacen más fuertes, casi estremeciéndome, y la miro un instante a los ojos, que me devuelven, serenos, la mirada, antes de cerrar los míos y hacer que ella borre toda antelación con hechos tangibles. Tan decidido yo como ella tímida, llevo a cabo mi premeditación y rozo mi boca contra la suya, alentando. Noto que ella inclina también la cabeza y entreabro los ojos para ver su reacción. Ella también los ha cerrado y su abrazo se hace algo más fuerte, acercándome a ella desde su lazo en mi cintura. Como si fuera todo lo que estaba esperando, vuelvo a cerrar los ojos, con fuerza ahora, y me lanzo a un beso apasionado, lento, prorrogado una y otra vez, y con más emoción en el pecho de la que nunca había experimentado antes. La muerdo muy dulcemente, con los dientes escondidos tras mis propios labios, la tiento con la punta de la lengua, la abrazo tan fuerte que temo ahogarla y ella, en lugar de quejarse y apartarme de un quizás merecido empujón, me lo devuelve todo, con innovaciones propias, y me provoca más de lo que yo la provoco a ella. En algún momento me toma del cuello y me acaricia la nuca, muy levemente, y un estremecimiento me desconcentra. Hay otro instante en que, cuando yo acaricio su labio inferior con la lengua, más o menos donde ella lo mordisqueaba antes, exhala profunda y lentamente, cálida contra mi propia boca. Tengo que morderme la lengua para no lanzarme sobre ella con toda el ansia que despierta con un gesto tan simple e insinuar que deseo mucho más de ella de lo que supone ese simple beso. Tengo que clavarme las uñas en los puños cerrados tras su espalda para controlar mi afecto hasta un nivel que, dentro de lo posible, sea seguro. Por lo menos, que no piense que estoy tan loco por ella como para llevarla a la cama en ese mismo momento y borrar, justo después del primer beso, todas las marcas que Malfoy haya podido creer que dejaba en su piel. Tengo que respirar hondo. Tengo que cerrar fuerte los ojos. Tengo que separarme de ella más de cincuenta veces, para volver otras tantas, al cabo de unos instantes, a besarla otra vez. Tengo que pensar en parar todo eso.
Y, por fin, lo consigo. En vez de retirarme y separarme de ella inclinándome hacia atrás, avanzo más y pongo mejilla con mejilla, apoyando su cabeza en mi hombro. Dios. Dios. No puedo pensar en otra cosa que en lo increíble que ha sido eso. Respiro entrecortadamente y ella, en mi cuello, sigue mi ritmo de cerca. Qué beso. La ha besado. ¡Dios, la he besado!
Poco a poco, nos vamos calmando y nuestras respiraciones vuelven a lo normal. Seguimos, eso sí, abrazados, y yo sigo sosteniéndola tan fuerte como si aún estuviera besándola. Me recorren aún escalofríos y me siento tan bien, con los brazos cruzados en su espalda, que no puedo ni siquiera imaginar que algo podría ir mal ahora mismo. Soy feliz, soy inmensamente feliz, soy tan feliz que me parece existir en un universo nuevo, aislado, ella y yo solos, muy juntos, muy abrazados, queriéndonos mucho apoyados en la mesa de la cocina. ¡La quiero! ¡La quiero mucho, y la tengo muy cerquita, a mi lado, abrazándome, aceptando mi beso sin reticencias! ¡Mar, Mar! ¡¡Mar, Mar!! ¡¡¡Te quiero un montón!!! ¡Soy feliz contigo!
La primera en moverse es ella. Se separa un poco de mí, pero sin llegar a verme la cara, y, antes de que yo me decida a soltarla, temiendo de repente que quiera romper ya el abrazo, vuelve a acercarse a mí, que, casi instintivamente, me he vuelto a estirar, en vez de estar medio agachado como cuando la besaba, y se acurruca en mi pecho, con un suspiro contento. Me vuelvo a relajar y aflojo mi abrazo para acomodarla a la nueva posición, mucho más calmada que las reminiscencias de mi beso. Le beso el pelo suavemente y le acaricio la espalda, con las manos abiertas, confortador. De verdad que la quiero. Ya lo sabía, sí, pero tenerla tan cerca me hace no poder dejar de pensarlo.
- Si salgo - me susurra, al cabo de un rato, tan flojito que sólo yo, y sólo tal y como estamos ahora, la puedo escuchar - ¿serás tú quién me proteja?
Asiento suavemente y vuelvo a besarle la cabeza.
- Si, como auror, no soy yo - murmuro, con un nudo de emoción en el estómago - puedes apostarte lo que quieras a que lo seré de otra manera.
Como tu novio, pienso, viendo nítidamente la situación. Como tu prometido, como tu marido, como el auror que se enamoró tanto de ti, preciosa mía, que lo dejó todo para dedicarse a tu vida en exclusiva. Y, ahora que pienso en mi futuro junto a ella, veo que nunca me ha importado menos seguir siendo, o no, auror. Nunca me ha importado menos todo excepto ella. Y la sola idea de perderla jamás, como sea, me paraliza en cuanto se me cruza por la mente.
- No dejaré que te pase nunca nada - le prometo, ferviente. - Nunca, Mar, nunca, ¡nunca!
Ella mueve la cabeza afirmativamente y noto que se recoge un poco en mi pecho, apretándose contra mí.
- Gracias - me dice, con un hilo de voz. - Eres tan dulce, Sirius...
Sus palabras me hacen sonreír, y me reconozco casi en ellas. Todavía es demasiado pronto para decir según qué cosas, pero eso no quiere decir que no las entienda por debajo de las apariencias. Y, muy gratamente sorprendido, la beso otra vez en el cabello, ahora más fuerte.
Si ella lo piensa y no lo dice, porque cree es demasiado pronto, si yo lo pienso y no lo digo, porque creo también que es pronto, creo que los dos nos equivocamos. Sólo por pensarlo a la vez, ¿no debería de verse que no es tan pronto?
Así que, si no es tan pronto, ¿a qué espero?
- Te quiero - le suelto, mucho más cautivado por la emoción que inseguro. - Te quiero, preciosa.
Ella inspira aire abruptamente; la oigo dudar unos instantes, sorprendida. Por fin me empuja un poco hacia atrás, hasta que me mira a los ojos, y sacude la cabeza muy suavemente. No dejo que su reacción me afecte, por eso: sé casi perfectamente lo que pasa por su cabeza, y no es que yo esté loco por quererla.
- Yo... - comienza, observándome. - ¿De... verdad?
Asiento, con una sonrisa enamorada.
- De verdad - repito, en un murmullo.
Ella cierra los ojos y asiente. También sonríe.
- Yo... creo que... también te quiero - susurra, abre los ojos y me mira, insegura.
Teme. No es que dude. No necesito ningún perfil psicológico para entender sus reacciones. Teme que le diga que no, que me ría de ella, que le haga daño. Teme que sea como antes, que todo se estropee, que yo sea como él. Antes de darle tiempo a temer nada más, me acerco a ella y le acaricio la mejilla con el pulgar.
- Te quiero - repito, con una seguridad pasmosa, sobre todo para los que me conocen.
Y, sin dar tiempo a nada más, vuelvo a besarla, disfrutando del momento incluso más que antes. En medio del beso, entrecortada y casi sin respiración, ella asiente y musita que ella también.
Y yo no necesito nada más de la vida.
