Tom
Capítulo 2: Muerte, tutorías y Nott (1)
Lo mejor de la muerte de Myrtle fueron dos cosas.
Por una parte, que la chica era sangre sucia. Matarla fue un error, sólo porque ignoraba que ella estuviera allí, sólo porque fue una metomentodo asquerosa que tuvo que sacar la cabeza para chafardear en el momento más peliagudo, pero, al menos, era una sangre sucia. Él no los odiaba especialmente, él no sentía esa aversión visceral que había empujado a su antepasado fuera de los muros de Hogwarts pero, al menos, eso era coherente con el comportamiento esperado del heredero de Slytherin. Si ella hubiera sido, por ejemplo, una chica de su residencia, una chica cualquiera de Slytherin, tan perfecta como Anna, todos hubieran visto, claramente, que el heredero había cometido un error, que ese asesinato no estaba planeado, que había sido la casualidad la que había guiado a la bestia, y no la firme voluntad de un amo sádico y despiadado.
¿Qué respeto hubiera inspirado en los que tendrían que convertirse en sus hombres si un fallo como aquél salía a la luz? ¿Qué clase de líder sería, si, incluso antes de pasar a la acción, ya tenía máculas en su expediente?
Por eso había sido una suerte que fuera sangre sucia, y que nadie se cuestionara tan siquiera que podía haber sido una muerte no intencionada.
La segunda cosa de provecho había sido la excusa. Myrtle, y la vigilancia posterior, fueron la excusa que Tom necesitó para confinar a Apofis en su agujero sin sentir remordimientos ni tener que dar explicaciones ni a Nidgey ni al tosco basilisco.
Lo cual era una bendición.
Si miraba con más detenimiento la muerte de la chica, sacaba más ventajas. Por una parte, haberse deshecho de Hagrid. A parte de lo que sintiera por el medio gigante por el simple hecho de serlo, o por lo que Tom pudiera sentir por Hagrid como persona (nada bueno, por cierto), la expulsión de Hagrid había sido un regalo para la escuela. Hagrid era un peligro como no había otro, con su estúpida afición a la cría de animales extremamente peligrosos y su falta de luces a la hora de discernir lo que era bueno, provechoso o incluso posible de lo que no lo era. Podía ser muy querido entre sus compañeros, pero era un cabeza de chorlito.
También estaba el hecho de que Dippet, a raíz de haber delatado a Hagrid, lo miraba con aún mejores ojos. No era que valorara mucho la opinión de un director capaz de creerse una patraña tan evidente, pero le era provechoso. Y, bueno, no lo habían descubierto, lo cual también era una suerte, pero, como contaba con ser lo suficientemente inteligente como para no ser descubierto, desde el principio, tampoco le daba demasiada importancia. Había cometido un error grave matando a Myrtle sin plan prefijado, y achacaba su éxito al desviar la atención hacia otros a su suerte, y no a su inteligencia, que le había fallado no previendo que Myrtle, o cualquier otra, podía estar en el lavabo. Siempre había comprobado que no hubiera nadie cerca antes de entrar al lavabo de chicas, y luego miraba lavabo por lavabo, para asegurarse que tampoco hubiera nadie dentro. Si ese día Myrtle le había pasado desapercibida sólo se podía culpar a sí mismo.
Pero, bueno, lo cierto era que ni siquiera esa niña había visto quién era el heredero, y que nadie lo relacionaba con el tema. Nidhogg aún le lanzaba alguna indirecta hiriente al respecto, aún celosa y enojada por su falta de atención durante meses, pero, bueno, Nidgey siempre hallaba algo por lo que estar celosa. Era su naturaleza, y él la soportaba pacientemente, porque su ingenio suplía todos los momentos de celos. Era una buena compañera, y Tom había acabado por aceptar sus defectos sin tenérselos muy en cuenta. Desde luego, podía ser peor. ¿Y mejor? En un mundo ideal. Pero, en un mundo ideal, él no hubiera, ni siquiera, nacido, mucho menos pasado por todo lo que había tenido que pasar. Nidgey no estaba mal, comparada con el resto de su vida. Y era lo suficientemente pequeña como para tenerla en su habitación sin que nadie se quejara al director.
Myrtle estaba muerta. Había sido una idea con la que le había costado reconciliarse; era, ante todo, su primera muerte, por involuntaria que fuera. Tenía algunas reservadas, guardadas en su propia varita, y sólo por justicia: devolvería el dolor que él había tenido que sufrir durante tantos años. Era otra vez su orgullo de líder: la venganza era necesaria, siempre. Si sus hombres tenían que ser fieles a la causa que él representaba, tenía que demostrarles que cualquier nimia debilidad sería castigada con creces, empezando por aquellos que lo habían herido a conciencia cuando más indefenso estaba. Lo haría.
¿En qué momento empezó a desear un ejército? No lo recordaba, pero nada borraría jamás el sentimiento que lo inspiró. En el orfanato, desde muy pequeño, había estado solo, abandonado y expuesto a todos los peligros, sin protección alguna. Marcus era sólo la punta del iceberg. ¿No sería maravilloso, imaginaba, tener a alguien a su lado, sentir la lealtad de un igual, de un súbdito, de alguien que le ayudara a conseguir sus objetivos sin exigirle un trato abusivo a cambio? Desde pequeño había ansiado el poder, pero sólo porque veía cómo los otros lo ejercían impunemente sobre él. Y, con la firme creencia de convertirse en un líder, se había preparando sin descanso, puliendo su personalidad para llegar a ser el mejor.
¿Qué perseguía? La inmortalidad. La sabiduría. El poder, en muchas de sus formas. La venganza, sólo a veces, sólo como instrumento.
Su primera muerte, y su primer gran fiasco, las dos cosas juntas, habían ido de la mano, cuando sólo tenía quince años y estaba a mitad del quinto curso. Había tenido suerte y se había salvado de ser incriminado a causa de las sospechas de Dumbledore. La próxima vez sería mejor, lo tendría todo más planeado y no se permitiría lugar al error. No cometería ningún otro error. Cuando alguien muriera por su mano la próxima vez, sería un muggle muy concreto, y su familia, si se terciaba, y él, que esperaría hasta acabar el colegio, se aseguraría de no dejar pistas ni de tener de qué arrepentirse. Sería mucho más astuto.
Pero eso sería sólo cuando hubiera acabado séptimo, y, un año después del asesinato de Myrtle, él aún estaba en sexto, atascado entre sus ocupaciones como prefecto de Slytherin, sus deberes, y un inconfesable proyecto secreto. La inmortalidad.
Pero no como una poción, ni siquiera como un hechizo milagroso. No. Todo lo contrario: un salvaguarda, una réplica puntual de sí mismo, una copia de seguridad. Si él no vivía por siempre, el libro negro, muggle, con su nombre grabado en letras doradas, lo haría, y, escondido dentro de él, vomitada en cada minúsculo rato libre y, durante horas, en la intimidad de su cama, toda su persona, sus recuerdos, sus impresiones. Todo lo que sería necesario para devolverlo a la vida, si algo le pasaba, una vez y otra. Y todo lo que necesitaría sería el sacrificio de una vida humana que se le ofreciese, consciente o inconscientemente, voluntaria.
En eso estaba, sentado en una de las mesas de la acogedora mazmorra que su antepasado había escogido como hogar para su residencia cuando entró un numeroso grupo de alumnos a la sala común, que le indicó, sin necesidad de mirar su reloj, que eran las cinco y diez. Es decir, que llevaba más de dos horas sumergido en el diario. Hojeó rápidamente lo que llevaba escrito, para juzgar cuánto había avanzado, y encantó rápidamente el libro para que nadie lo pudiera leer. Tenía faena por hacer como prefecto: aunque nadie se lo había pedido jamás explícitamente, muchos profesores ya lo habían felicitado por el seguimiento continuado que hacía de los alumnos de cursos inferiores, supervisando sus deberes y aconsejándolos dónde creía necesario. Había, por ejemplo, sugerido a un par de chicos de tercero que se dieran clases mutuamente, para compensar las deficiencias complementarias que tenían, y había guiado ya dos cursos de pequeñajos de primero a través de los intrincados deberes y exámenes de la escuela. Donde él no llegaba, por falta de tiempo, sugería a otros, que siempre debían algún favor a alguien y que, en consecuencia, aceptaban a cambio de que el otro lo devolviera por ellos. Era una cadena complicada que involucraba prácticamente a toda la residencia, pero funcionaba y, lo más importante, había disparado la popularidad de Tom, a quien sus más amigos, los chicos de su mismo curso, y un par de chicos menores, ya llamaban Voldemort. Toda su residencia lo conocía, e incluso había aconsejado a un par de alumnos de otras, y él los conocía a todos, pasaba algo de tiempo con ellos y guardaba un conciso registro mental de todos y cada uno de ellos, para futuros usos. Sería, lo sabía ya entonces, muy útil cuando se decidiera a pasar a la acción, y ya había incluso preseleccionado a algunos y eliminado a otros. Y, mientras tanto, lo hacía popular, querido y, una vez se hubiera ido, y la cadena se desmoronara, como no podía ser de otra forma, por la complejidad que tenía y que sólo él se veía capaz de coordinar, lo demostraría uno de los mejores líderes de la escuela.
Pero tenía faena, y, a tal menester, se acercó a unos chicos de tercero que se habían sentado en una de las mesas más cercanas. Ellos lo saludaron con una sonrisa, mirándolo con una alegría sincera, y él les pidió permiso para sentarse en una silla libre. Como había supuesto, tenían problemas con los deberes, esta vez de Adivinación.
No tardó más de diez minutos en orientarlos sobre lo que debían hacer, explicándoles los secretos de una asignatura que jamás había tomado pero que, al contrario de muchos, conocía a la perfección, gracias al diario S. Seis generaciones antes, cuando Adivinación era aún una asignatura obligatoria, los Slytherins se habían dedicado a ella en cuerpo y alma, y habían llenado hojas y hojas del patrimonio familiar con descripciones detalladas de técnicas inventadas por ellos que hoy en día se consideraban principios básicos de la Futurología.
Después vinieron los de quinto, en la mesa de al lado, que lo llamaron un momento para pedirle consejo sobre un trabajo de Transformaciones. Más allá, dos compañeros de Tom ayudaban a dos chicas de cuarto, y, un poco más lejos, los de primero, todos juntos, comparaban apuntes y notas, se pasaban ampliaciones de temario que se habían turnado para hacer y se ponían rápidamente con los deberes.
Nadie podría mantener aquello con vida, porque nadie estaría dispuesto a, como él, ceder todo su tiempo libre, absolutamente todo, a la organización y mantenimiento de aquellos grupos.
Claro que él lo hacía solamente porque tenía más tiempo libre del que todos creían, ya que, buscando en los libros de magia negra que había comprado, había hallado la manera de vivir durante meses sin necesidad de dormir.
Por eso no le importaba estar tres horas vagando de mesa a mesa, solucionando dudas y sugiriendo temas para ensayos o libros para bibliografía. Tenía las noches para sí, y acababa sus propios deberes en las horas libres que tenían entre clases. Necesitaba ayudarlos, porque eso era casi una garantía de futuro y, en tanto que tal, se sentía casi orgulloso de hacerlo. Cuando llegara el momento, seguirían a quién tanto había hecho por ellos en el colegio. Cuando él acabara, el año siguiente, lo echarían de menos.
Faltaba poco para la hora de cenar cuando se acercó por cuarta vez a una de las mesas ocupadas por los de segundo. Como habían tenido un día suave, habían sido los primeros en acabar, y Tom decidió dedicarles algo de tiempo, ya que no tenía nada más urgente que hacer, hablando con ellos, para variar, y dejando de lado las tareas académicas. Sonriéndoles suavemente, se sentó en el brazo del sofá más cercano.
- ¿Ya estáis? - les preguntó, mirándolos alternativamente.
Eran cinco, tres chicas y dos chicos, casi todos descendientes de casas importantes. Había un Perks, un Nott, una Wright y una Moran, todos de lo más selecto. Sólo Maggie Smith, la nueva cazadora reserva del equipo de Quidditch, provenía de una familia que, aunque sangre pura, nunca había destacado por su riqueza o su ostentación, pero no parecía notar en absoluto el cambio de clase, porque se había hecho amiga íntima de Lucille Wright, la estirada hija del consejero de cooperación mágica internacional, que parecía aceptarla, sorprendentemente, sin problemas.
Tom no las soportaba a ninguna de las dos. Eran ruines y rencorosas, y tendían a hacerse pesadas si les daba cualquier tipo de confianza, error que había cometido el año anterior, antes de aprender que no eran nada discretas y que tenían la cabeza a pájaros.
Ed Nott no estaba mal. Era un chico agradable, aplicado y con las ideas bastante claras, y buscaba conscientemente la compañía de gente que, para la opinión de Tom, valía la pena. Como Silvia, por ejemplo.
- Teníamos poco trabajo - le respondió Lucille, parpadeando exageradamente en pretensión de una caída de ojos que ella debía imaginar encantadora pero que rayaba más en lo ridículo.
Él asintió suavemente y se inclinó un poco hacia delante para ver el libro que la señorita Moran tenía abierto sobre la mesa.
- Pocions molte potente - leyó, con una sonrisa en los labios. - ¿Sección prohibida, Silvia?
Ella le devolvió la sonrisa, bajando la vista al libro y enrojeciendo suavemente.
- Es de Ed - explicó ella.
- Me lo regaló mi madre para mi último cumpleaños - dijo éste. - Como siempre me van tan mal las pociones, tenía la ilusión de que mejorara, si me interesaba con éstas.
Tom asintió y se incorporó para acercarse a la mesa. Desde detrás de Silvia, previa petición de permiso, alargó un brazo para hojear el libro, que, por otra parte, ya conocía.
- Este libro está algo anticuado - se quejó a tanto el propietario del libro como la beneficiaria. - Si decidís hacer alguna de éstas, decídmelo, y os ayudaré a conseguir los materiales necesarios. Algunos son tan obsoletos que tendríais que robarlos de un museo.
- No pensábamos hacer ninguna - aseguró la chica que tenía delante. - Es sólo informativo.
Tom asintió y se separó de la mesa para volver a su sofá.
- Margareth - la llamó, cambiando de tema - ¿tenéis entreno de Quidditch?
- El capitán no nos ha dicho que no lo haya.
- Con la que está cayendo - se quejó Lucille con voz nasal.
- Oh, tendrán que jugar partidos con este tiempo - observó Peter Perks. - ¡E incluso peor!
Tom asintió e hizo un diplomático comentario de compasión, que las dos chicas respondieron con idénticas sonrisas enamoradas. ¡¡Por Merlín, que se les pasara de una vez!!
Ése era otro de los resultados de su programa de ayuda al estudio: como era tan popular, acababa por encandilar a muchas alumnas menores. No era que le molestara, precisamente, sino que, más bien, lo dejaba indiferente, pero odiaba que no dejaran las muestras de inmadurez para cuando él no estuviera. Maggie, pasaba, pero Lucille era hija de los Wright, nada menos, y tenía que haber crecido, como Anna y Silvia, en una casa con estrictas normas de comportamiento. ¡¿Por qué no era como ellas y demostraba tener clase?!
Anna. Prometida con el único hijo de los Malfoy desde hacía dos meses. Aún le escribía regularmente, explicándole cómo se adaptaba a su nueva vida, y a veces incluso la echaba de menos. Anna Le Fay, el hada de Slytherin, sobrenombre que él le había puesto la primera vez que se habían perdido bajo sus sábanas y que tan bien le iba, en el sentido mágico y no en el muggle, donde las hadas eran seres perfectos e inteligentísimos que concedían deseos a los que tenían la suerte de encontrarlas. Ella, que había cursado dos años de estudios muggles y que lo creía mucho más mezclado con los no-mágicos de lo que estaba en realidad, siempre lo encontró, irónicamente, un apodo cariñoso.
Y ahora, tan frío como siempre, ni siquiera podía sentir pena al saber que ella pronto sería el hada de los Malfoy, y que sería Casius quien se perdería bajo los embozos con ella. Claro que, después de todo, sólo habían sido tres meses de encuentros casuales que acababan en la habitación de uno de los dos, y nada más - ni implicaciones románticas, ni compromisos, ni siquiera afecto. Él no quería a Anna, ni tenía ninguna intención de comenzar una relación con ella. Si cedió a sus insistencias y se permitió deslices sexuales fue sólo porque la apreciaba y porque vio que la chica no buscaba nada más en él.
La conversación seguía, con él, pensativo, al margen, y, como lo reclamaron en otra mesa, él decidió dejarlo para un poco más tarde, cuando, esperaba, ya hubiera comenzado la práctica de Quidditch. Aún le apetecía hablar con los de segundo, pero quizás de manera más selectiva: Silvia y Ed, solos, a ser posible. Quería conocer mejor a esos dos, porque parecían tener aptitudes para ser preseleccionados para la causa. Al menos él. Ella era, sencillamente, agradable, y le gustaba hablar con ella.
Tom nos tenía engañados. Nos imagino, a todos los que estábamos en Slytherin con él, casados y con hijos, preguntándonos qué debió de ser del prefecto que tanto se preocupaba por nosotros, imaginándolo casado, y con hijos, haciendo de profesor en alguna parte, llevando a sus alumnos al éxito. Qué gran padre hubiera sido. ¡Era tan vehemente, animándonos con los deberes, ayudándonos en la biblioteca! Aún hoy no entiendo por qué lo hacía. Creo que, aunque nunca se lo confesara a sí mismo, en parte lo hacía porque no soportaba ver las cosas mal hechas. Conmigo, al menos, era así. Si yo hacía algo que no le gustaba del todo, no se quejaba, no me pedía que lo cambiara: sencillamente, se levantaba y lo hacía él mismo, sin decirme ni palabra, y siempre con una sonrisa en los labios. Supongo que, ya en Hogwarts, él veía la incompetencia de Dippet y el fracaso escolar que la acompañaba y, en lugar de quejarse, que le hubiera sido contraproducente, se imponía una disciplina férrea de ayudas extraescolares. Siempre fue un líder nato, y tardó sólo tres meses, con la ayuda de la prefecta encargada, que luego sería la esposa de Casius Malfoy, muerta tras dar a luz a Lucius, en instaurar la disciplina de estudio para todos los de la residencia. Era sólo voluntaria, claro, pero creo que más de la mitad la seguíamos. Después de la última clase de cada día, íbamos todos a la sala común, donde él, normalmente, ya nos esperaba, y hacíamos los deberes, comentábamos lo que habíamos hecho y resolvíamos dudas. Era como tener horas de estudio guiadas a diario.
Hay una cosa que no es del todo correcta, en lo que he dicho antes: hubiera sido un padre maravilloso. No, qué va: lo fue. En tres años enseñó más a la nueva Slytherin de lo que yo le enseñé en los ocho siguientes. Claro que ella nunca pudo enseñar a nadie lo que aprendía de papá.
Nota: ¡¡Cosas!! A mis tres reviewers, ¡muchas gracias! Veo que hay más gente, como yo, para la cual el Señor del Mal es carismático e interesante. ¡Me alegro un montón! Y, como vuestras reviews me han sorprendido, porque pensaba que nadie leería algo de esta temática, y me han puesto contenta, ¡las respondo! Es algo que no he hecho nunca, la verdad, e intentaré ser breve. Aunque os responda por aquí, sentíos totalmente libres de escribirme un mail, ¿eh? :)
Anne Malfoy: Es cierto que hay pocos fics de él en castellano, aunque lo cierto es que, por desgracia, hay muchos menos fics de todo en castellano que en inglés. Supongo que fanfiction.net aún no es muy popular entre los castellanoparlantes. Por cierto, tu nick me ha sorprendido mucho. ¡De verdad! Aún no se entiende por qué, lo sé, pero es curioso para con esta historia.
malaki: Mi página es y tiene mis fics y el fanart de mi amiga Lladruc. Intentaré publicar a la vez allí y aquí, pero allí estará mucho más comprensible (y me cuesta mucho menos publicar allí, por lo que igual, y sólo igual, se adelanta un poquitín).
Rakshah: Ui, quina il·lusió! Clar que em pots parlar en català!! És més, em sorprèn trobar-hi algú catalanoparlant. No ets la primera que conec dels Països, però cal reconèixer que no és gaire freqüent. Ei, moltes gràcies per la review! M'ha agradat molt, i m'alegro que t'agradi el fic i que trobis en Tom tan interessant. :) Per cert, comparteixo la teva opinió sobre la Nidgey: cau bé de seguida. Petons!
¡Besos a todos!
